—¡Hola! —Gritó Costanza, mientras empujaba la puerta que Cristina había dejado entreabierta—. ¿Dónde están?
—¡Pasa!
Estamos en la terraza —le contestó Cristina.
—¡Uy,
que bien se está aquí! ¡Así da gusto!
—¿Quieres
un buchito de café? —le ofreció Cristina.
—A
eso venía. A invitarles a café en la Plaza del Cristo. ¿Se animan?
Costanza
venía dispuesta a pasar el día con los dos. Se había vestido de domingo, aunque
de una manera informal. Cuando Willy la vio supo que había venido para
quedarse. Y le agradó la idea de pasar el día con sus dos mujeres. Tenía una
deuda que pagar con Costanza y estaba dispuesto a liquidarla cuanto antes.
—Si,
genial. Por mí, sí. ¿Te apetece? —le preguntó a Cristina.
—Si.
También. Me encanta pasar el domingo con mis mejores amigos.
—¡Uy,
mejores amigos! Ahora lo llaman —e hizo con los dedos índice y corazón de cada
mano el signo de las comillas— ¿mejores amigos? ¡Ja, ja, ja! Yo con mi
mejor amigo —y miró a Willy con descaro— no me acuesto. Aunque ya me gustaría…
Cristina
se quedó cortada con los ojos abiertos y sin saber qué decir. Willy corrió en
su ayuda e intervino diciendo:
—Pues
yo soy un suertudo, me acuesto con mi mejor amiga Cristina, y me levanto con mi
otra mejor amiga Costanza. Soy un elegido de los Dioses. Y lo mejor de todo, es
que me gustan las dos. —Cogió a cada una de ellas por el cuello, las atrajo
hacia sí, y se fundieron los tres en un gran abrazo.
—No
me gustan los tríos. —dijo Cristina, en voz baja, sin levantar la cabeza y sin
separarse de ellos.
—¡Ja,
ja, ja! ¡Je, je, je! —Se rieron, Costanza y Willy, mientras abrazaban
fuertemente a Cristina y le hacían cosquillas.
—¡Qué
bobos son! —Refunfuñó, Cristina, mientras se separaba de ellos—. Volví a picar
otra vez, ¿no?
—Me
temo que sí —le contestó, Willy.
—De
todas formas, querida, espero que éste bobito sea algo más que un amigo para
ti. De lo contrario te las verás conmigo. Y tú —dirigiéndose a Willy— espero
que la única amiga que tengas sea yo. Cristina es algo… algo… bueno, alguien
con quien compartir esa vida solitaria y aburrida que llevas, y que gracias a
mi sobrevives. ¿Qué? ¿Vamos a tomar ese café?
Cristina
corrió hacia los dos y los volvió a abrazar. Después, le dijo a Costanza.
—¡Eres
la mejor amiga que he tenido nunca! —y dirigiéndose a Willy— y tú hazle caso a Costanza.
—Pues
entonces no se hable más. Yo tengo que pasar por mi casa para ducharme y
vestirme con ropa limpia. Porque las bragas de Cristina, aunque me favorecen
mucho, me quedan un poco pequeñas. Por cierto, Costan, estamos empatados, ¿no?
Yo tengo a Braulio y tú tienes mi bata. ¿Qué te parece si sellamos el
armisticio y no volvemos a utilizar más esos argumentos?
—Pues
me parece bien. ¿Sellamos el pacto? —Y se dieron un beso en la boca. Cristina
carraspeó y dijo:
—Me
alegro mucho que entierren el hacha de guerra. ¿Pero no habría sido mejor que
fumaran la pipa de la paz en lugar de besarse?
—¡Ja,
ja, ja! ¡Je, je, je! —Comenzaron a reírse los tres.
—Por
cierto, anoche conocí a braulio —dijo Cristina.
—¿Que
conociste a Braulio? ¿Dónde fue eso? A ver, explícamelo todo con pelos y
señales. —Y se sentó en una de las sillas esperando las explicaciones.
—Pues
anoche —intervino Willy— mientras paseábamos nos cruzamos con Braulio que salía
del casino…
—Borracho,
¿no? —le cortó Costanza.
—Pues
sí, borracho y tambaleándose —le contestó Cristina—. La verdad es que tenía mal
aspecto y parecía una persona mal encarada. Willy me describió su carácter y
cuál era realmente su intención contigo. Comprendí enseguida la preocupación
que tenía por ti y como trataba de protegerte. ¡Qué suerte has tenido con este
bobito, Costanza! Ya me hubiera gustado a mi tener a alguien que cuidara de mi
como Willy lo hace de ti.
—Es
verdad. Aunque a veces me saca de quicio, este bobito siempre me ha protegido.
Por eso lo quiero tanto —y le estrujó la cara cogiéndosela con las dos manos.
—Bueno,
entonces se acabó Braulio y la bata de levantar, ¿vale? —Sentenció Cristina. Y
cambió de tema—. Anoche, cuando veníamos hacia aquí, pasamos por delante de tu
casa. Estabas en pijama, sentada en tu orejero, leyendo El infinito en un
junco. ¿A que sí? —le dijo a Costanza.
—¡Vaya!
Cuanto detalle de mi vida íntima ronda por esas calles de La Laguna. ¡Menos mal
que no sabían qué pijama llevaba! ¿Por qué no subieron? Le hubiera invitado a
un té.
—El
pijama de franela blanco lleno de ositos con bufanda escocesa, calcetines
térmicos multicolores y la bata polar de borreguillo, de manga larga con
cinturón, en color crudo que te compré en Wehbe —dijo Willy—. Y no
subimos porque teníamos otros planes más íntimos, ¿verdad Cris?
Cristina
se le quedó mirando a los ojos mientras los colores le iban subiendo a la cara
sin saber qué decir. Costanza, no sabía si reírse por la cara de estupefacción
que se le había quedado a Cristina, o meterse irónicamente con Willy por haber
acertado y sentir violada su intimidad. Willy, se levantó y se despidió con un
beso en la boca a Cristina y en la mejilla a Costanza.
—Bueno,
bobitas, me voy a casa. ¿Dónde me esperan?
—Ya
te avisaremos por WhatsApp. Todavía no lo sabemos —se adelantó Costanza a
responderle.
—¿Acertó,
Willy? —Le preguntó a Cristina nada más oír que la puerta se cerraba.
—¿Cómo?
—¿Que
si acertó al describir cómo estabas vestida anoche mientras leías?
—No
falló en nada.
—¡Es
increíble cómo te conoce! Pero lo que no entiendo es como sabe con tanto lujo
de detalle todo lo referente a tus pijamas, calcetines y demás intimidades.
Alguna vez me lo tendrás que explicar.
—Pues
mira este es el momento. —Se sentaron alrededor de la mesa y comenzó a contarle
la relación existente entre ellos.
—Como
ya sabes, nos conocimos en el Ies La Victoria. Enseguida nos caímos bien y
comenzamos a buscarnos en los momentos que teníamos libres. El siguiente paso
fue mirar nuestros horarios para ver si podíamos compartir coche, y tuvimos
mucha suerte, porque a excepción de un día, el resto coincidíamos casi a la
perfección. Como yo soy una mandona y me gusta tener todo controlado, cuadré
los horarios y puse los turnos de coche. Cada noche me acostaba pensando en el trayecto
del día siguiente conversando con Willy, esperándolo o yéndolo a buscar a su
casa, desayunando juntos, regresando, y a veces, almorzando juntos.
—Qué
interesante, Sigue.
—Nos
hicimos íntimos. Muchos compañeros creían que éramos pareja. Incluso, el jefe
de estudios, intentaba cuadrarnos los horarios, las guardias y las evaluaciones
para que nos fuera más cómodo. Los que tenían dudas al respecto, se acabaron de
convencer en una comida de navidad cuando Willy casi llega a las manos con
Braulio, como sabes.
—Si.
Me acuerdo de la anécdota.
—Poco
a poco, quedábamos más a menudo para vernos por las tardes, para salir los
findes, para cenar, para ir al cine, al auditorio, para hacer casi —e hizo con
los dedos índice y corazón de cada mano el signo de las comillas— vida de
pareja. Incluso creo que en nuestro subconsciente lo asumíamos. Nos
comportábamos como si en realidad lo fuéramos en todo, excepto en el sexo. Nos
queríamos, nos abrazábamos, nos besábamos, y manifestábamos nuestras
diferencias peleándonos con naturalidad y confianza. Nos corregíamos con espontaneidad,
y nos hacíamos preguntas y reproches con total libertad y familiaridad.
—Y
de sexo. ¿Nada de nada? —Preguntó intrigada, Cristina.
—Al
principio, no.
—Y
después. ¿Qué pasó después? —la interrogó con avidez.
—Pues…
nunca me olvidaré de ese día… Para mí fue una experiencia inolvidable… Ahí
terminé de descubrir al verdadero Willy. A partir de esa noche, me enamoré
perdidamente de él… Y sigo enamorada hasta los tuétanos de ese hombre que
tienes la suerte de tener por compañero.
—¿Cómo?
¡No entiendo nada! ¿Se acostaron…? ¡Te enamoraste de él…! ¿Sigues enamorada…?
¿Él lo sabe...?
—Tranquila.
No te adelantes a los acontecimientos. ¡Si, estoy enamorada de Willy!
Enamorarse es como iniciar una disputa: fácil de empezar, difícil de acabar e
imposible de olvidar. Fue un sábado de abril. El día había amanecido primaveral
y decidimos subir al Teide para ver la floración de los tajinaste. Willy
preparó unas tortillas de papa con cebollas y perejil, y un par de botellas de
vino. Yo aporté algo de fruta, el pan, las pastas, el café y los tarecos para
acampar bajo los pinos a comer y retozar.
Cristina
no salía de su asombro. Estaba desconcertada. Primero, imaginó que Costanza se
estaba riendo de ella; luego, pensó que era una broma para ponerla celosa; por
último, sospechó que era verdad, que seguían enamorados, pero que no querían
reconocerlo para no perder la amistad. No sabía qué pensar. Comenzó a presentir
que se había metido en un triángulo amoroso y no quería entrar por miedo a que
no le gustara y no pudiera salir. Costanza era su amiga, la que la había
ayudado a escapar de su mala experiencia anterior, y la quería con todas las
entrañas. Willy, se había apoderado de su voluntad, y lo amaba con toda su
alma.
—¿Entonces?...
—bisbiseó, Cristina.
—Subimos
por La Esperanza y paramos en el Mirador de Chipeque. Ya sabes la
impresionante vista que se ve desde allí. Generalmente, se puede contemplar la
vertiente norte de la isla, especialmente unas maravillosas vistas del Valle de
La Orotava con el Teide al fondo. Al frente se puede observar la silueta de la
isla de La Palma. En aquella ocasión, desgraciadamente el mar de nubes no
permitía ver nada más. Estábamos mirando, extasiados, la impresionante
extensión del pinar canario con el Teide al fondo. La inmensidad nos embrujaba
y el silencio —apenas roto por el silbido del viento al chocar con las agujas
de los pinos y el zumbido de algunas abejas— nos embelesaba. Queríamos
inmortalizar el momento y les pedimos a unas turistas alemanas que si nos
podían sacar unas fotos. Muy amablemente nos dijeron que sí y les dimos el
móvil de Willy. Nos colocamos de espaldas al Teide y nos sacaron unas cuantas
fotos. La turista estaba muy animada sacándonos instantáneas. Incluso nos pedía
que nos abrazáramos como si fuéramos una pareja, cosa que hicimos con mucho
gusto. —Costanza paró un momento para beber agua.
—¡Sigue!
¿Qué pasó después? —le decía ansiosa Cristina.
—¡Vaya
mujer! No me dejas ni tomar agua. Bueno, pues las turistas alemanas nos
pidieron que les sacáramos unas fotos a ellas. Willy cogió su cámara fotográfica
y comenzó a tomárselas. Se pusieron de mil posturas, alegres y sonrientes,
hasta que comenzaron a besarse con besos de todos los gustos y colores. ¡Eran
una pareja! Se besaban con tanta dulzura, con tanta pasión, con tanta
vehemencia y con tanta naturalidad que Willy parecía un fotógrafo profesional
haciendo un book para una boda. Incluso se permitió el lujo de indicarles
cierto ángulo para que se viera mejor el Teide mientras se besaban. Nos dieron
las gracias y se marcharon hacia el coche cogidas de la mano. Nos quedamos
mirándolas mientras se alejaban e, instintivamente, nos dimos la vuelta y
comenzamos a besarnos. Al principio eran unos besos suaves, cariñosos, como los
que nos dábamos al despedirnos. Después, se convirtieron en unos besos
sensuales, sintiendo los labios del otro, saboreando la cercanía de la boca.
Luego, fueron besos lujuriosos, explorando el interior de la boca, paladeándola
con fruición. Al final, se convirtieron en unos besos voluptuosos que abarcaban
desde las comisuras de los labios hasta el paladar. ¡Era la primera vez que
alguien me besaba así!... y desgraciadamente, la última.
—Pero
bueno, ¿te estás riendo de mí? La verdad es que no me hace ninguna gracia. —le
decía a Costanza mientras pensaba y recordaba que a ella le había pasado lo
mismo, que los besos de Willy eran tal como los estaba relatando ella.
—¡Eh!
¡Eh! ¡Eh! No me levantes el labio. ¿Quieres o no quieres que te cuente porqué
Willy me conoce tan bien?
—Perdóname,
Costanza. Pero es que lo relatas de manera tan real y vívida que me produce
desasosiego o celos o qué se yo. Sigue, por favor.
—Me
cortas el lote y ahora me cuesta seguir. Bueno, pues cuando terminamos de besarnos,
nos miramos, nos cogimos de la mano, nos dirigimos al coche, y en silencio nos
pusimos en movimiento. No nos dijimos nada. Tan sólo nos mirábamos, pero eran
unas miradas muy elocuentes. Willy, mientras conducía con la mano izquierda,
descansaba su mano derecha sobre mi muslo y yo se la acariciaba con mucha
ternura. Así llegamos hasta las faldas del Teide. Aparcamos cerca de la
estación del teleférico y nos pusimos a caminar por los alrededores buscando
los impresionantes tajinaste rojos. Ninguno se atrevía a hablar de lo sucedido.
Actuábamos como si nada hubiera pasado o como si lo ocurrido fuera de lo más
natural. Poco a poco, mientras descubríamos un tajinaste, lo fotografiábamos y
nos poníamos a ponderar su belleza, se fueron normalizando nuestros sentimientos
y volvimos a actuar como antes de besarnos.
—¿Por
qué no se dijeron nada? ¿Por qué no hablaron de lo ocurrido? ¿Se habían
arrepentido de hacerlo o qué? La verdad es que no lo entiendo. —Comentó
Cristina.
—No
sé. No era tan fácil asimilar lo que había pasado. Lo que habíamos sentido.
Quién daba el primer paso. Cómo lo explicábamos.
—Si,
debió ser muy raro y extraño. Sigue. ¿Qué pasó después?
—Un
accidente.
—¿Un
accidente? Cuenta, cuenta, chica —dijo ansiosa por conocer el desenlace.
—Estuvimos
como un par de horas recorriendo la zona, haciendo fotografías, admirando la
belleza de los tajinaste y la inmensidad del Llano de Ucanca. Después nos
dirigimos al coche y bajamos hasta el Parador para tomarnos algo fresco.
Aparcamos el coche en los alrededores y al llegar a la terraza nos encontramos
con un tajinaste precioso, majestuoso, que estaba lleno de abejas. Me acerqué
con sigilo hasta él para sacar unas fotografías con el Teide de fondo y con las
abejas libando y pululando a su alrededor. Willy se acercó por detrás y me
abrazó. Apoyó su cabeza en mi hombro derecho y yo arrimé mi cara contra la
suya. Estaba concentrada, con los ojos cerrados, pensando en él y sintiendo su
respiración, cuando me despertó un estruendoso grito de Willy que, soltándome
de improviso, decía «¡coño, me picó una puta abeja!» y se echaba mano a la
nariz. Cuando se me pasó el susto comencé a reírme sin parar, mientras él
pataleaba con la nariz agarrada y lanzando mil imprecaciones.
—¡Ja,
ja, ja! Eso no es un accidente, es una putada. —Comentó Cristina, muerta de
risa.
—¡Ja,
ja, ja! Sí es verdad. Cada vez que lo recuerdo no puedo parar de reírme. ¡Si
hubieras visto como se le puso la nariz! Parecía la de un payaso: gorda y roja.
¡Ja, ja, ja!
—Pobre,
Willy. Lo tuvo que pasar mal.
—Si.
La verdad. Le dolía bastante.
—Y
después, ¿qué hicieron? Supongo que no sería alérgico, ¿no?
—No.
Menos mal. Como es normal la gente comenzó a mirarnos. Unos se reían comentando
el hecho. Otros miraban extrañados no logrando comprender qué había pasado y
porqué gritaba aquel hombre. Un camarero que estaba atendiendo una mesa se
acercó y nos dijo que lo siguiéramos, que no éramos los primeros a los que
picaban las abejas. Nos llevó hasta la barra del bar y le dijo a Willy que
esperara hasta que le trajera un poco de hielo. Yo le miré la nariz y descubrí
que la abeja le había dejado clavado el aguijón. Con las uñas le apreté la zona
hasta que logré que saliera. Cuando llegó el camarero le dijo que se pusiera
una bolsita con hielo para bajar la hinchazón, y al rato le puso una especie de
pomada antihistamínica, creo. Luego nos sentamos a tomar una tónica mientras el
pobre Willy no hacía sino quejarse de los latidos que sentía en la punta de la
nariz. Poco a poco se le fue pasando y cuando se encontró mejor, pagamos la
consumición, le dimos las gracias al camarero y nos fuimos de regreso para
almorzar en el primer sitio que encontrásemos a la sombra de un pino.
—El
pobre. No sé cómo se quedó con ganas de seguir. Yo me hubiera vuelto
inmediatamente. —Intervino Cristina, a la que el relato de la picadura de la
abeja la había distendido un poco, por la angustia en la que estaba inmersa
pensando en Willy y Costanza besándose.
—La
verdad es que el dolor se le fue quitando poco a poco, aunque la hinchazón le
duró un par de días. Mientras bajábamos, encontramos un lugar ideal para comer,
alejado de la carretera y resguardado por el Monte bajo. Aparcamos el coche,
cogimos las viandas y nos situamos bajo unos pinos. Extendimos las esterillas con
la manta y comenzamos a repartir los alimentos. La tortilla estaba buenísima.
Willy siempre la dejaba cuajadita. Abrimos la botella de vino y nos sentamos a
comer. Se notaba que no estaba a gusto porque de vez en cuando se tocaba la
nariz. A mí me daba mucha pena verle sufriendo, pero a la vez no podía aguantar
la risa al ver el pimiento morrón en el que se había convertido su nariz. Me
acerqué a él y lo abracé como una madre abraza a su hijo desvalido. Él me miró
con cara de desamparado y… comenzó a reírse.
—Lo
de ustedes no hay por donde cogerlo —interrumpió Cristina—. ¿Al final eran
madre e hijo? La verdad que no entiendo nada. ¿Y el beso que se dieron en el Mirador
de Chipeque?
—Al
final, la picadura de la abeja, nos salvó de hablar del beso. De verbalizar lo
que estábamos sintiendo. De exteriorizar lo que habíamos sentido. Los
sentimientos estaban a flor de piel. Los dos lo notábamos y los dos lo
esquivábamos. Terminamos de comer y nos servimos el café. Nos vino bien porque
comenzaba a hacer frío. Aunque decía que no le dolía mucho, la nariz cada vez
estaba más hinchada. Al acabarnos el café, nos servimos la última copa de vino.
Recogimos los restos de la comida, los platos, vasos y cubiertos. En una bolsa
pusimos las sobras, las servilletas, los envoltorios de las pastas y la botella
de vino para llevárnoslo y reciclarlo. Willy los llevó al coche y volvió con
una manta que siempre lleva en el maletero. Me encontró acostada boca arriba
contemplando las copas de los pinos. Se tumbó a mi lado y nos tapó con la
manta. Una ligera niebla comenzaba a apoderarse del pinar y la humedad empezaba
a hacerse notar. Nos abrazamos bajo la manta y al intentar besarnos el roce de
mi cara con su nariz le produjo tanto dolor que pegó un grito estentóreo.
—Ya,
ya. Hablar no hablaban, pero no dejaban de intentarlo por lo que parece —la
cortó Cristina mostrando unos celos impresionantes.
—Si
vas a seguir dándome la tabarra con tus celos, me callo y no te cuento nada
más. Y si no quieres saber lo que pasó entre nosotros, me lo dices y cambiamos
de tema.
—No,
no. Perdona. Claro que me interesa saber lo que pasó entre ustedes. Pero es que
no acabo de asimilar lo que pasó… lo del beso…
—Pues
cállate y aguanta hasta que acabe de contártelo. Para ti es difícil asimilar
que nos besáramos, pero para mí es traumático recordarlo. ¿Tú sabes lo que es
estar con tu mejor amigo, sentir lo que yo sentía, recordar el sabor de sus
besos, y no poderlo disfrutar? Porque a Willy le pasaba lo mismo. En fin, como
le dolía tanto la nariz, terminamos abrazados cubiertos por la manta. Él se
durmió un rato, mientras yo lo observaba con el alma partida. Me gustaba mucho,
lo quería más que a mi vida y no podía soportar que le doliera tanto aquella
nariz que crecía por momentos. Pero a la vez, sentía como un amor de madre
hacía el hijo indefenso. Lo miraba y lo veía como una madre ve a su hijo en los
momentos más dramáticos de la vida. Aquella dualidad amorosa me desconcertaba y
me preguntaba si lo quería como una madre o lo deseaba como una amante. Si
recordaba el sabor cálido de sus besos, lo deseaba como se adora a un amante.
Si lo veía como lo estaba viendo en aquel momento, dormido y desvalido con la
nariz hinchada, lo quería como una madre quiere a su hijo. Una lluvia suave y
fina comenzó a caer por entre los pinos y nos dio tiempo para recoger las
mantas y correr hasta el coche.
—Lo
siento mucho, Costanza. Sé que recordarlo es muy violento para ti. Perdóname
por mi egoísmo. Al fin y al cabo, Willy acaba de llegar a mi vida y no tengo
ningún derecho a juzgar nada de su vida anterior, y mucho menos de la amistad o
lo que hubiera entre ustedes dos. Además, tú eres mi mejor amiga y no quiero
perderte bajo ningún concepto.
—Lo
sé, Cristina. Lo sé. Porque te conozco también y te quiero tanto, sé que puedo
contártelo. Creo, además, que debes saberlo para que nunca haya sombras de
sospechas entre Willy y tú y entre nosotras dos. Estás con un hombre estupendo
y no debes permitir que ninguna duda ensombrezca vuestra relación.
—¡Gracias,
amiga! —Se levantó y la abrazó.
—¡Vale,
vale! Siéntate tranquila que tengo que terminar la historia. Pero me gusta que
abraces a tu suegra con tanto cariño. —Le picó un ojo y continúo con el
relato—. Willy puso el coche en marcha y nos dirigimos a La Laguna bajando por
la Orotava. Ahora fui yo la que, con mi mano izquierda, acariciaba el cuello de
él. Atravesamos el mar de nubes a la altura de Aguamansa, y apareció ante
nuestros ojos la impresionante vista del Valle de la Orotava. Willy me miró,
mientras se dejaba acariciar, y me dijo «difícilmente encontraré a otra persona
que me quiera como tú me quieres». Yo le sonreí sin
dejar de acariciarlo y me cayeron dos lágrimas que oculté inmediatamente. No
sabía si lloraba porque lo que me había dicho significaba que me quería como
pareja o como amiga. Intentaba convencerme que estaba enamorado de mi como
pareja, pero a la vez me repetía que había dicho «como tú me quieres» y no
«como yo te quiero». Mi alma se acongojó de tal manera que fui incapaz de
disfrutar de la presencia de Willy.
—¡No
puedo imaginarme lo mal que lo tuviste que pasar! —le dijo Cristina, que estaba
a punto de llorar.
—Durante
la bajada hasta la autopista reinó un silencio ensordecedor. Cuando por fin
entramos en ella, y a la altura de Santa Úrsula, Willy me dijo que no hacía
sino pensar en el beso de Chipeque. Yo me hice la despistada, como no
dándole importancia al hecho, porque sabía que lo estaba pasando mal, y también
para evitar que me dijera claramente que fue un error, que no me quería, que lo
mejor era que lo olvidáramos. Haciendo de tripas corazón, le dije que no tenía
importancia, que ya estaba olvidado, y me apresuré a cambiar de conversación
preguntándole por su nariz. Se quedó un poco desconcertado y me contestó que ya
casi no le dolía, que sólo tenía un malestar y una extraña sensación de
hinchazón en ella. Llegamos en silencio a La Laguna. Aparcó delante de mi casa
y le pedí que me ayudara a subir todo. Como el caballero que es, subió conmigo
a pesar de lo molesto que estaba con su nariz. Una vez arriba, le dije que se
sentara para curársela. Fui al botiquín y traje una gasa empapada en alcohol
que le puse en la nariz.
—Pero,
entonces, ¿se acostaron?...
—Una
vez que guardé todos los tarecos de la excursión, me acerqué al salón. A Willy
se le había secado la gasa y se la quitó de la nariz. Nos miramos con cara de
cansados, pero con ganas de saber lo que había pasado, con la necesidad de
comprobar si aquel beso fue un acierto, un error o un accidente sin mayores
consecuencias. Willy se levantó y se puso frente a mí. Yo no sabía cómo
interpretarlo. No sabía si abrazarlo, besarlo o despedirlo. Él tomó la
iniciativa, me abrazó y nos besamos. Fue un beso corto pero intenso. Nos
miramos a la cara, nos cogimos de la mano y nos dirigimos a mi habitación. Nos
volvimos a abrazar, y mientras comenzábamos a desnudarnos el uno al otro, nos
encaramos y nos dijimos al unísono «¿estamos seguros?». Aquella pregunta nos
descubrió que nos queríamos pero que no nos amábamos; que nos teníamos un
inmenso cariño, pero que no estábamos enamorados; que lo nuestro, era
adoración, ternura y devoción, pero distaba mucho de estar prendados el uno del
otro. Comprendimos que lo que había entre nosotros era amistad, aprecio y
cariño. Que nos gustábamos mucho y nos deseábamos pero que no podíamos poner en
peligro nuestra amistad por un polvo. ¿Y si por satisfacer nuestra líbido echábamos
a perder todo lo que nos unía?
—¡Oh!
No puedo imaginarme en esa circunstancia. Debió ser muy duro para los dos
desearse y desengañarse de esa manera.
—Bueno,
en realidad no fue un desengaño, fue el comienzo de una realidad que perdura
hasta hoy. Descubrimos que no nos amábamos pero que nos queríamos con locura.
Que habíamos cimentado una amistad duradera basada en el cariño y el afecto.
Nos dimos cuenta que nuestra amistad estaba por encima de la atracción sexual
que sentíamos como mujer y hombre. Reconocimos que el beso de Chipeque
—así lo llamábamos siempre— había sellado nuestra amistad para siempre.
—O
sea, ¡que una abeja es la artífice de que Willy esté conmigo! Y yo que nunca he
creído en estas cosas.
—Bueno,
tu puedes creer en lo que quieras. En el destino, en una intervención divina,
en una visión panteísta, incluso animista de la realidad. Puedes escoger la
opción que mejor te venga como anillo al dedo. Ya sabes cómo son las religiones
y para qué sirven. Yo me limito a describirte los hechos tal y como sucedieron.
—Nunca
he conocido una historia igual entre dos personas, sean del sexo que sean. Pero
tiene que ser bonito y excitante. Y qué hicieron después, ¿se fue?
—Nos
abrasamos, sellando una amistad inmarcesible, durante un largo rato. No
queríamos separarnos, ni física ni emocionalmente. Al fin, cogidos de las manos
y mirándonos a la cara, me dijo que se iba a su casa. Yo lo miré con cara
asustada, indefensa, temerosa de que me soltara para siempre. Le apreté con
fuerza las manos y le dije «¡quédate!». Me atrajo hacia él, me dio un abrazo de
oso —fuerte y cálido— y me contestó, «pensé que no me lo ibas a pedir nunca».
Volvió a renacer, si es que alguna vez había muerto, nuestra amistad. Mientras
se duchaba le preparé la habitación de invitados y le llevé al baño el pijama
de franela blanco lleno de ositos con bufanda escocesa.
—¡Ah!
Por eso te describió anoche con ese pijama. La verdad es que entre ustedes hay
una conexión muy, muy especial. Tendré que acostumbrarme a ello porque son las
dos personas que mas quiero en el mundo.
—Si.
Bueno. Por eso, y porqué en realidad lo llevaba puesto. Desde que Willy se lo
puso aquella noche es mi pijama preferido. Y él lo sabe. De hecho, cuando se ha
quedado en casa de manera imprevista siempre acabamos peleándonos por ese pijama.
Y siempre gana él.
—Tienen
tantas cosas en común, tantas historias compartidas, tantos momentos
inolvidables que, si no fuera porque sé que sólo son amigos, me apartaría de
Willy, con todo el dolor de mi alma, para no entrometerme entre ustedes dos.
—¡Que
buena eres, Cristina! Porque te conozco muy bien y sé que quieres a Willy, y él
está loquito por ti, estoy contentísima de que sean pareja. Ten por seguro que,
si no fuera así, ya los estaría torpedeando en la misma línea de flotación.
Además. ¿conoces a muchas parejas donde la suegra y la nuera se lleven tan
bien?
—¡Ja,
ja, ja! ¡Je, je, je! —Empezaron a reírse como locas. En eso comenzó a sonarle repetidamente
el móvil a Costanza. Eran unos WhatsApp de Willy.
Dónde están.
😑😑😑😑😑
Voy saliendo de casa
Las recojo o las espero en algún sitio??
Estamos saliendo de casa de Cristina
Vete cogiendo mesa en la terraza
Vale. Pero mira que las conozco, eh.
No me vayan a tener un año esperándolas.
😡😡😡😡
No seas quejica. ¿Cuándo te he hecho esperar?
😜😜😜😜
💃💃💃💃💃
No me dejes hablar
Vengan rápido
👭👭👭🙏🙏🙏
—Era Willy. Vámonos que nos está aguardando en la
terraza. Y no le gusta esperar.
—¿Era Willy? ¿Y porqué no me Wasapeo a mí? —contestó
entre indignada y confusa, Cristina.
—¿Ya vas a empezar? —Le contestó, Costanza. Y salieron
al encuentro con Willy.
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