miércoles, 11 de noviembre de 2020

V DE VIOLETTA, DE VIENA Y DE VIDA

Amanda, se sentó sobre una piedra mientras apoyaba su espalda en el pino que la vio crecer y la cobijó, durante muchos años, mientras contemplaba, extasiada, su municipio; la misma piedra, el mismo pino, el mismo mirador, la misma montaña; lo que observaba era el mismo pueblo, la misma vista, el mismo horizonte, la misma tranquilidad. Pero no estaba muy segura de si era la misma Amanda la que estaba sentada en el mismo lugar de siempre. Los sentidos escuchaban el mismo ensordecedor silencio de toda la vida, tan sólo interrumpido por algún que otro graznido de una graja que revoloteaba, indolente, por el pinar; veían el mismo paisaje que desde niña contemplaba día tras día, mes tras mes, estación tras estación, año tras año; sentían los mismos escalofríos que le producían la visión sosegada del paisaje, de sus montañas, de sus casas; percibían los mismos olores de su inmenso pinar, de la pinocha y el brezo, del almendro y el fayal; saboreaban, con la misma fruición de siempre, el inmenso espectáculo que desde su sitio preferido, su lugar de toda la vida, tenía delante. Pero no estaba segura que ella fuera la misma Amanda de siempre.

El día anterior había llegado, con su pareja, de una larga aventura por Viena. Era un viaje que tenían pendientes desde hacía muchos años. El largo periplo les había encantado, y al fin regresaban a su pueblo donde habían decidido pasar el resto de sus días. Se había jubilado un año atrás. Regresaba con las pilas cargadas, con la ilusión desbordante, con la esperanza puesta en que los mejores años de su vida estaban por venir. Por fin había conseguido la estabilidad emocional que le faltaba y que buscó infructuosamente durante toda su etapa anterior. No es que no fuera feliz, que lo era; siempre fue muy afortunada en todas las facetas de la vida; su pareja siempre le decía que había nacido con una flor en el culo. Sin embargo, había algo que nunca logro descifrar en su existencia; algo que recorría transversalmente toda su experiencia vital, desde que tenía conocimiento hasta hacía unas cuantas fechas.

Aterrizaron en Viena una tarde gris. Eligieron esta ciudad porque iban buscando tranquilidad, sosiego y poder admirar los enormes rastros de cultura que la ciudad les ofrecía. Especial ilusión les hacía visitar la Ópera Nacional de Viena. Habían reservado dos entradas para La Traviata de Verdi. Tenían una admiración especial por el músico italiano que escuchaban asiduamente en su casa a través de los incontables vinilos del sello Deutsche Grammophon Récords. La Traviata era su ópera preferida y solían escucharla en un antiguo CD, que conservaban como oro en paño, de la Callas con Alfredo Kraus en el Teatro Nacional de San Carlos en Lisboa el 27 de marzo de 1958. Violetta representaba el amor radical y profundo que en las lecturas de su adolescencia la había sobrecogido de una forma que nunca supo descifrar y asumir en Marguerite Gautier, la protagonista de La dama de las camelias, y que muchos años después comprendió entre besos y abrazos que susurraban, en sus cuerpos desnudos, un amor sin condiciones. Viena, su Teatro de la Ópera, ¡le daba la oportunidad de vivirla, descifrarla y asumirla con su pareja!

Libiamo ne’lieti calici

que hace florecer la belleza,

y que tan fugaz instante

se embriague de voluptuosidad.

 

—canta Alfredo en la escena que transcurre durante una fiesta en la casa de Violetta, a lo que ésta le responde,

 —Disfrutemos, efímero y breve

es el gozo del amor,

es una flor que nace y muere,

que no se puede volver a disfrutar.

 

Ni el frio, ni la llovizna que envolvía la noche vienesa pudieron con el embeleso que les produjo la representación. Decidieron empaparse del calabobos vienés —pues como bobos enamorados salieron de la función— y pasear, fundidos en un solo cuerpo, acariciándose y besándose como si fuera la última vez, camino del hotel; decidieron, de forma inconsciente, alargar el corto trayecto que separaba ambos edificios y se perdieron por las calles de la ciudad sin despegarse y sin renunciar a mostrarse sus afectos y caricias; a veces se sentía Marguerite — amor imposible, amor que lo rinde todo, amor desconocido—; a veces Violetta —flor caduca, flor de un día—. Empapados por fuera debido el suave sirimiri, y pasionalmente ardiendo por dentro llegaron al hotel; se despojaron de sus mojados vestidos, ofreciéndose sus desnudos cuerpos y se repartieron las tareas de preparar un baño caliente con sales de camelias y violetas, y descorchar unas botellas de champan. Colgaron el cartel rojo en la puerta con el logo Do Not Disturb y se sumergieron en las procelosas aguas de la pasión.

Mientras se complacía con tan gratos recuerdos, rememoraba la escena de La Traviata en la que Violetta sufría por esa pasión radical y profunda que se manifestaba en el drama de la caducidad del amor, a la vez que ponía de manifiesto la hipocresía machista que jugaba con los deseos de una prostituta que soñaba que otra vida era posible gracias al amor, pero que al final la obligaban a arrodillase ante la moral imperante. Unas lágrimas afloran a sus ojos y caen rendidas por su cara mientras contempla la inmensidad del paisaje que la reconcilia consigo misma, con su pasado y, afortunadamente, con su presente. Se seca las lágrimas con las manos y repite orgullosa que sí, que otro mundo es posible; respira profundamente intentado absorber todo el aire que le llega del pinar para impregnarse de la libertad del viento y volar, en sus alas, hasta la habitación del hotel de Viena donde había desagraviado a Violetta en el hermoso cuerpo desnudo de su pareja en una noche de frenesí de sexo y alcohol.

Al día siguiente se despertaron para comer. La tarde la dedicaron a pasear, cogidos de la mano, por las calles de Viena contemplando la belleza de los colores pastel de sus barrocos edificios. Como el tranvía turístico que recorre la Ringstrasse —avenida circular que rodea el centro de Viena separando los barrios del Hofburg y Stephansdom del resto de la ciudad— dejaba de funcionar a las seis de la tarde, decidieron subirse a uno de los tranvías rojos y blancos de la línea uno que realizaban paradas en algunos de los sitios más relevantes de la ciudad como el Palacio Hofburg, la Ópera o el Parlamento. ¡Qué quince días maravillosos pasaron en la ciudad! La visita al Prater, que duró toda la jornada, estuvo llena de aventuras: desde las alocadas subidas y bajadas de la montaña rusa hasta las conducciones esquivas de los cochitos de choque; desde los viajes circulares del tiovivo hasta el sinuoso paseo en el tren de vía estrecha, mientras de fondo escuchaban música clásica. Pero lo que más les había gustado fue la Noria Gigante de estilo antiguo desde la que se observaban unas preciosas vistas de la ciudad a un ritmo cadencioso. Al acabar se dirigieron a uno de los vagones que habían reservado para cenar donde se embriagaron de placer y de un magnifico Chardonnay que degustaron con suma fruición mientras se deseaban con una desmedida pasión.

El olor de las fayas y el brezo, de la pinocha y la resina, de los escobones, codesos y jaras, de los musgos y líquenes, del tomillo y el poleo de monte, que impregnaban el lugar desde el que contemplaba su pueblo, le hizo rememorar la visita al Prater. Una jornada festiva y lúdica en plena naturaleza donde disfrutaron de todas las atracciones disponibles, divirtiéndose como alevines y gozando de las delicias de la espontaneidad: caminaron, rieron, corrieron y se tendieron sobre la fresca hierba retozando entre abrazos, caricias y besos. Recordaba los aromas de la cena en uno de los vagones: los efluvios del vagón que emanaban tiempos pretéritos; el perfume de su pareja a jazmín y violeta que sabía a melocotón blanco; la fragancia del Chardonnay a manzana verde y pomelo; el bálsamo de los besos interminables, suaves y calientes.

Los días siguientes los invirtieron en visitar el Barrio de los Museos donde les llamó la atención el Mumok-Museo de Arte Moderno, un edificio de basalto negro sin apenas ventanas, que alberga obras de Andy Warhol, Pablo Picasso, Yoko Ono y Günter Brus, entre otros; la Escuela Española de Equitación que les ofrecía una visita guiada por las áreas más importantes de la institución, donde en la Escuela de Equitación de Invierno en el Palacio de Hofburg, contemplaron las actuaciones de los lipizzanos, el ballet de los sementales blancos, acompañados de la música clásica vienesa; escucharon a los Niños Cantores de Viena en su sala de conciertos MuTh y en la Capilla del Palacio Imperial donde asistieron a la  Feria de la Armonía de Joseph Hayden junto a la Filarmónica de Viena; deambularon como unos Habsburgo por el Palacio Imperial, visitando  el Museo Sisí —donde contemplaron numerosos objetos personales de Elisabeth así como los retratos más famosos de la Emperatriz—, y las salas de estilo rococó con ricos estucados, espléndidas arañas de cristal de Bohemia y chimeneas de cerámica de los Apartamentos Imperiales, así como la Colección de Platería de la Corte donde contemplaron el servicio imperial de mesa del emperador Francisco José y la emperatriz Elisabeth, para terminar en la terraza del Café de Hofburg en el corazón de la residencia imperial debajo de sus antiguas habitaciones privadas para disfrutar de un café Sisí y un espléndido Strudel de manzana.

El viento le traía, suave y sutilmente, la melodía lejana del clarinete y el bajo, envueltos por los fantásticos arabescos del violín, en el Concierto para violín y orquesta en Re mayor, OP. 61 de Beethoven. Sin duda, su pareja se estaba deleitando con su audición. Se abrazó y cerró los ojos instintivamente para agudizar el oído y sentir la música mientras recordaba su visita al Mumok, especialmente la exposición Andy Warhol exhibits, y básicamente las ilustraciones del libro In the Bottom of My Garden donde las andróginas hadas y los rechonchos putti aparecen retozando en un jardín, sugiriendo una sexualidad subyacente que la había turbado sobremanera; evocaba, asimismo, el Agnus Dei de la Misa de la Armonía de Hayden interpretado por los Niños Cantores que le recordaban ecos de la Flauta Mágica de Mozart; traía a la memoria la música clásica vienesa mientras contemplaba con asombro el ballet de los lipizzanos, y los paseos por el Palacio Imperial sintiéndose una Habsburgo, casi, casi, una Sisí —hasta el punto que su pareja la apodó cariñosamente la Duquesa Tana—; rememoraba la placidez del Café de Hofburg donde se sintió una sibarita redomada. Pero de lo que más se acordaba de esos días, eran sus noches: noches vienesas sensuales, eróticas, voluptuosas y concupiscentes, donde se plasmaban todos los deseos y sensaciones acumuladas durante la jornada, abandonada en el cuerpo desnudo de su pareja, en sus acogedores brazos, en su atractiva boca de eróticos labios y besos infinitos, y en la embriagante sensualidad del champan, haciendo honor a lo que le cantaba Alfredo a Violetta,

—Bebamos, que el amor entre las copas hallará besos más cálidos.

Especial emoción le produjo la visita a la Catedral de San Esteban que se comenzó a construir en el siglo XII, siendo el edificio gótico más significativo de Austria y un museo en sí mismo. Tiene cuatro torres y trece campanas; en la Torre Norte se encuentra la campana Pummerin que sólo tañe en contadas ocasiones como la llegada del año nuevo; la Torre Sur tiene 343 escalones y es el punto más alto de la Catedral desde donde se otea una vista espectacular de la ciudad; en el tejado del templo se pueden comprobar las tejas de colores con el águila bicéfala imperial y real, además de los escudos de la ciudad de Viena y de Austria. Además de su nave principal existen muchos altares laterales, ataúdes, catacumbas y un magnifico tesoro religioso. Se sentaron en uno de los bancos de la nave principal, se cogieron de la mano, y comenzaron a imaginarse la boda de Mozart, el funeral de Vivaldi, o a Hayden cantando en su coro infantil, mientras les recorría un emocionante escalofrío por todo el cuerpo que les obligaba a juntarse y a sentirse.

La campana de la iglesia tocaba las doce del día, la hora del ángelus, y el tañido la sacó de sus recuerdos de ensoñación vienés. Su villa aparecía espléndida a la hora del mediodía, soleado, sin nubes. La quietud y la calma eran una seña de identidad de su pueblo y de su isla. Sólo el ladrido de unos perros, el graznido de alguna graja y los saludos lejanos de algunos paisanos perturbaban levemente el sosiego del paisaje. Una sensación de plenitud parecida al nirvana la invadía completamente. Respiró profunda y hondamente, despacito, aguantando el fresco aire del pinar en el abdomen para exhalarlo cadenciosamente, sin prisas. Mientras repetía los actos de respiración, el toque del ángelus la devolvió a la Catedral de San Esteban. Recordaba la lenta y cansada ascensión de la Torre Sur, y como su pareja la alentaba a subir empujándola suavemente por las nalgas, entre pellizcos ocasionales, que la excitaban sobremanera; se acordaba de la espectacular visión que de la ciudad, y de su pareja, observó desde la azotea a la que llegó en tal grado de apasionamiento, que no dudó en fundirse en un abrazo infinito y un apasionado beso interminable, que su pareja acogió con sumo placer y agradeció con una sensualidad desbordante rayana en la lujuria.

Les gustaba pasear por el mercado Naschmarkt por su oferta cosmopolita donde solían ir a comer en algunos de sus muchos bares y restaurantes. Pero sobre todo les encantaba mezclarse con la gente, abrazarse, besarse, cogerse de las manos y pasar desapercibidos en medio de tanta muchedumbre. Especialmente les complacía los eventos organizados por G.Spot que se celebraban en el club Aux Gazelles, ubicado en el centro de Mariahilfer Straße, donde solazar los sentidos con delicias culinarias en el restaurante, y con la música de muchas canciones de su juventud, a través de clásicos de todos los tiempos con los que se relajaban, bailaban, cantaban, y donde (casi) ¡todo estaba permitido!, como rezaba en el tablón de anuncios de la sala de bailes.

Pensando en ello estaba —en el ambiente del club Aux Gazelles, en su decoración, en lo concurrido que estaba, en la música y en la cantidad de veces que su pareja la sacó a bailar, en lo desinhibida que se sintió—, cuando la abrazaron por detrás, le comieron el cuello con dulces besos y le dijeron con voz muy baja, —Sabía que estabas aquí. ¡Te echo mucho de menos, Condesita Tana! —Era, Adriana, su pareja, la persona que más la quería y a la que más quería en el mundo.



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