Salieron a la calle cogidos de la mano. Hacía una noche fantástica para pasear. De esas que sólo existen en La Laguna. Se dirigieron sin rumbo fijo hacia la Plaza del Adelantado contemplando las estrellas que titilaban en una noche absolutamente despejada, inusual para las fechas en las que estaban. El fino y suave aire que les daba en la cara, lograban el milagro de despejarlos y suavizar el efecto balsámico de las dos botellas de vino que se habían metido entre pecho y espalda. A medida que paseaban se fueron acomodando los cuerpos hasta que se fundieron en uno solo. Caminar en silencio los llenaba de regocijo y complacencia. Al llegar a la plaza se sentaron en un banco dándole la espalda al Ayuntamiento mientras contemplaban la luna sobre la Montaña de San Roque.
—¿Sabes? —comentó, Cristina—. Es la primera vez que
sin hablar me he sentido escuchada. Mientras veníamos hacia aquí, agarrada a
ti, protegida por tus brazos, escuchando los latidos del corazón y tu
cadenciosa respiración, he notado que me querías como yo deseo que me quieran.
Él no dijo nada. Se limitó a abrazarla más fuerte. A
besarla en la cabeza, y a mirar a la luna. Ella no necesitaba respuesta. Sólo
quería ser escuchada. Los grillos acompasaban los latidos de su corazón y
ponían la nota musical a la fúlgida luna lagunera. Una pareja que pasaba rumbo
a Santo Domingo los miró con insistencia como pensado «lástima de
enamorados que no se hablan con lo mágica que está la noche y lo bonita que la
luna brilla». Ella ajena a esos pensamientos disfrutaba de la cercanía de
Willy. El, mirando fijamente al Astro nocturno, recordaba la canción del
venezolano, Vicente Emilio Sojo, Fúlgida luna, y repetía para sus
adentros,
«Anda,
ve y dile que ni un momento,
desde
que el alba nos separó,
no
se me borra del pensamiento,
ni
se me aparta del corazón».
—¿Damos un paseo hasta La Concepción?
—Preguntó, Willy.
—Si. Vale. Qué espléndida está la luna, ¿verdad?
—Mucho. Me embelesa y me vuelve melancólico.
—Mientras no te conviertas en un hombre lobo. ¡Ja, ja,
ja!
—Ríete todo lo que quieras. Pero conocí al hijo de un
Pastor Protestante que en una noche de luna llena… —y se calló para despertar
la curiosidad en Cristina.
—¿Qué? —Preguntó ella—. ¡Me vas a decir que se
convirtió en hombre lobo! No te lo crees ni tú.
—No. En hombre lobo, no. En algo mucho peor. ¡Pobres
padres! Con la cantidad de tiempo y dinero que invirtieron en su educación,
total para nada.
—¿Qué pasó? —preguntó intrigada—. Si no se convirtió
en hombre lobo, ¿en qué se convirtió?
—Pues… se convirtió… —hizo una larga pausa— se
convirtió… ¡al catolicismo! —Y mientras lo decía gritándole al oído, comenzó a
hacerle cosquillas. Ella dio un salto y gritó asustada, separándose de su lado.
Cuando se le pasó el susto, corrió hacia él y comenzó a pegarle con las dos
manos mientras le decía imprecaciones de todo tipo.
—¡Qué bobo eres! —Le dijo mientras se agarraba y se
acomodaba en su cuerpo.
Siguieron subiendo por la calle La Carrera, y
al llegar a la Plaza de la Catedral, vieron pasar a un hombre caminando,
entre deprisa y tambaleándose, que salía del Ateneo en dirección a la calle San
Juan.
—Mira. ¿Ves a ese tipo de bigote que sale del Ateneo?
—Si. Que mal aspecto tiene. ¿Lo conoces?
—Ese es Braulio. El amante secreto y persistente de
Costanza. Un machista empedernido, un egoísta. Sólo ve en las mujeres un cuerpo
bonito, algo que poderse follar. Y con los hombres, igual. Incapaz de tener
amigos, insensible, altivo y pendenciero. No conoce el valor de la amistad ni
la dulzura de los sentimientos. Por eso termina siempre así, sólo y
tambaleándose frente a la vida.
—¿Ese es Braulio? —preguntó con asombro—. Mira cómo
va, medio borracho. Ahora entiendo la repulsión de Costanza… y tus supuestos
celos.
Siguieron caminando rumbo a la Villa de Arriba.
A medida que se acercaban el bullicio era mayor. Decidieron coger a la derecha,
a la altura de La Princesa, por la calle Ascanio y Nieves para bajar
por San Agustín y girar a la izquierda por el Callejón del Remojo.
Poco a poco, la algarabía quedaba atrás y se internaron en la paz y
tranquilidad del Camino Largo. El aroma de las madreselvas, el jazmín, los
guisantes de color, entre otras trepadoras que adornaban los muros de los
jardines, embriagaban la noche haciéndola aún más placentera.
—¡Qué lujo vivir en La Laguna! ¿verdad? —comentó
Cristina.
—El lujo en pasear contigo por La Laguna. —Se pararon
y se besaron a la altura de un magnolio que perfumó el instante haciéndolo
inmarcesible.
De vuelta, pasaron delante de la casa de Costanza que
aún tenía la luz encendida.
—Mira, todavía está despierta —comentó Cristina.
—Seguro que está en pijama, sentada en su sillón
orejero, comiéndose los bombones mientras lee el último libro que compró, El
infinito en un junco.
—Parece que la conoces bien. Es muy predecible para
ti.
—Si. Y yo también para ella.
Llegaron al edificio, cogieron el ascensor y entraron
en el ático. Cristina cerró la puerta con llave y se dirigieron al salón.
—¿Sabes qué me apetece? —le preguntó mientras lo
abrazaba por detrás—. Darme un baño con mucha espuma y relajantes sales
olorosas. ¿Te apuntas?
—Excelente idea —le dijo mientras se daba la vuelta,
la abrazaba y la callaba con un beso.
—Pues voy a prepararlo.
Se dirigió al cuarto de baño mientras él se fue a
poner algo de música. Ojeó los vinilos y CD que tenía a la vista y eligió la Sinfonía
del nuevo mundo. Introdujo el CD en el aparato y esperó para elegir el
volumen. Cuando se inicia el Primer Movimiento: Adagio-Allegro molto, y
comienzan a sonar las violas, violonchelos, clarinetes, fagotes y trompas,
Cristina le dice en voz alta.
—¡Dvořák! ¡Fantástico! Pulsa la tecla repetir
para no quedarnos sin música. Ya puedes venir.
Se dirigió al baño justo cuando Cristina terminaba de
preparar la bañera. Le gustaba el ambiente que había creado: la música de
fondo, la bañera llena de espuma y olorosas sales, el cuarto de baño con una
temperatura ideal para desnudarse, tres velas con olor a vainilla encendidas
sobre una repisa, y sobre todo la presencia de Cristina. Quiso comenzar a
desnudarla, pero ella se negó diciendo:
—¡Quita, bobo! Primero hay que preparar todo bien para
poder disfrutar sin que nos falte nada. ¿Quieres que te traiga unas bragas
limpias o prefieres la bata? —le dijo mientras lo mirada con una sonrisa picarona.
—Prefiero la bata que ya nos conocemos y realza mi
lado femenino. Aunque tus sensuales bragas tampoco me sentarían nada mal.
Lástima que me queden tan cortas y no las pueda disfrutar en tu presencia. ¡Te
asombrarías si me las vieras puesta! Aunque la verdad, no necesito ningún
ropaje para expresar mis sentimientos y emociones.
—Vale, sex symbol. Vete desnudándote que se enfría el
agua. Vuelvo enseguida. —Y se alejó pensando que Willy era un hombre
emocionalmente desarrollado, un romántico que la hacía sentir feliz, sin
renunciar a su masculinidad.
Willy se quitó la ropa y se metió en la calentita y
agradable agua. Cerró los ojos y se embriagó del olor a vainilla mientras
escuchaba la Sinfonía n⁰ 9. Cristina entró con su ropa interior limpia y las
batas que dejó sobre el lavamanos. Volvió a salir y apareció con una botella de
champán y dos copas.
—Toma. Ábrela mientras me desnudo. Me muero por estar
ahí contigo.
Willy no atinaba a descorcharla extasiado viendo cómo
se desnudaba Cristina y mostraba su níveo cuerpo. Por fin lo consiguió con el
consiguiente estruendo del tapón al salir. Ella entró y se fue sumergiendo poco
a poco hasta que se abrazó a él y lo besó tiernamente.
—No te quedes con esa cara de bobo y la botella en las
manos. Sirve las copas para brindar. ¿Nunca te has dado un baño caliente?
—Si. Muchas veces. Pero con una sirena dentro, no.
—Llenó las copas y brindaron por ellos, por su felicidad. Ella, con la mano que
le quedaba libre, comenzó a explorar su cuerpo, hasta que encontró el pene.
—¡El pobre! Mira cómo está. ¿No sabe nadar? —le dijo
mientras lo sobaba.
Willy, excitado, comenzó a besarla mientras se dejaba
hacer. Ella disfrutaba sintiendo como el pene crecía en su mano. Se bebieron lo
que quedaba en la copa y se abrazaron sintiendo el cuerpo del otro suave y
delicado en medio de tanta espuma. Se enjabonaban
muy despacio todo el cuerpo, recorriendo cada centímetro de su piel, centrándose
en sus zonas más erógenas, enjabonándose el pelo y descubriendo la
extraordinaria sensación táctil que los envolvían y despertaban sus sentidos. Ella
se puso sobre él mientras sentía como la penetraba y se echó hacia delante para
apoderarse de su boca y penetrarla con su lengua. El agua caliente había
abierto sus poros propiciándoles un placer infinito. Por un momento perdieron
la noción del tiempo y la corporeidad sintiéndose como si flotaran en el
espacio. La boca de cada uno de ellos se negaba a dejar la del otro disfrutando
como niños que no querían soltar la tarta de chocolate que los embadurnaba y
aprovechaban para relamerse. El sentía los pechos de ella sobre su piel y con
las palmas de las manos le acariciaba y estrujaba las nalgas que se movían
rítmicamente sintiendo el pene en su interior. Ella se sentía poderosa sobre
él, y mientras lo besaba, acariciaba su cabeza, sus orejas y su cara con las
manos, queriendo reconocer y aprovechar hasta el último poro de placer.
Justo en el momento que ambos llegaron al cénit del deleite,
comenzó el cuarto movimiento de la Sinfonía del nuevo mundo: Allegro con
fuoco, con su carácter dramático, resuelto, decidido y heroico. Ellos,
disfrutando en pleno goce, complacidos y satisfechos, mientras la Sinfonía se
encaminaba hacia el apoteósico y triunfal final. Extasiados, se abandonaron,
uno en los brazos del otro. Willy llenó de nuevo las copas y se la acercó a
Cristina. Bebieron y disfrutaron de las burbujas que recorrían la boca. Se
miraban sin decirse nada, observándose como si quisieran poseer al otro,
apoderarse de su alma, aprehenderlo para siempre, para toda la eternidad. El
cava aliviaba la triste realidad, la fatal conclusión, por la imposibilidad de
lograrlo. Cuando acabaron la última copa, el agua comenzaba a enfriarse.
Quitaron el tapón del desagüe, se pusieron de pie y se ducharon abrazados,
mientras el agua caliente resbalaba por sus cuerpos. Salieron de la bañera, se
secaron y se vistieron: ella con su erótica ropa interior, su sensual y
trasparente bata de levantar, y él con la no menos impúdica bata de muselina
que realzaba su lado femenino.
—¡Qué pena que lo bueno dure tan poco! —dijo Cristina
mientras caminaban rumbo a la habitación. Y mostrando su lado masculino le dio
unas palmaditas en el culo de Willy medio descubierto por la corta bata de
muselina, actuando de forma firme y decidida.
—Es verdad. El lado positivo es que se puede volver a
repetir cuantas veces queramos.
Una vez en la habitación, se quitó la bata y se metió
en la cama, mientras ella se acercaba al cuadro para tocarlo con ambas manos y
quedarse un ratito mirándolo, como quien le cuenta a su madre lo ocurrido en el
día. Él la miraba con cariño, observando las muecas de su cara que parecían
denotar felicidad, paz y sosiego. Cuando se metió en la cama y se abrazó a él,
le susurró al oído.
—Espero que no te moleste mi relación con el cuadro.
Pero es que soy tan feliz que temo perderte. No soportaría otra experiencia
como la que tú sabes. —Unas lágrimas afloraron a sus ojos— Por eso me agarro
fuertemente al cuadro, a mi medicina.
—No llores. —Le secó las lágrimas con las manos y le
besó los ojos—. Disfruta del momento. La historia no tiene porqué repetirse.
Aunque entiendo tu temor, no puedes vivir pendiente de perder lo que tienes,
sino de disfrutarlo en cada minuto. —La abrazó y la colmó de besos, mientras se
quedaba dormida.
Por la mañana temprano, mientras ella seguía dormida,
se levantó despacito, sin hacer ruido, y se fue a la cocina a preparar el
desayuno. Una tortilla francesa, dos lonchas de jamón cocido, varios trozos de
queso, tostadas, mantequilla, mermelada de arándanos, zumo de naranja y café.
Lo colocó todo con las servilletas y los cubiertos en dos bandejas, y las llevó
a la cama. Cuando entró en la habitación, ella seguía durmiendo. Encendió la
luz, la besó en la frente y le dio los buenos días. Cristina se sorprendió al
ver el desayuno y le dijo.
—¡Oh! Qué maravilla. Has preparado el desayuno y me lo
traes a la cama. ¡Eres un primor! Ven. —Abrió los brazos para recibirlo entre
los suyos. Willy se acercó y la abrazó—. Vamos a desayunar como príncipes. Que
digo como príncipes, como reyes. Qué digo como reyes, como emperadores. Qué
digo como emperadores, como dioses. Porque este desayuno, en la cama, contigo
al lado, y —pulsó el interruptor para que la persiana de la ventana se abriera—
viendo cómo amanece la Mesa Mota, es un espectáculo sólo al alcance de
los dioses del Olimpo.
—Cierto, Afrodita. Disfrutemos del momento.
Mientras desayunaban se repetía el milagro diario del
amanecer. Los rayos del sol comenzaban a iluminar la Vega Lagunera. A medida
que el sol iba subiendo se apreciaban los cambios en la tonalidad de los
colores de la montaña. Era un auténtico espectáculo ver como los árboles
recibían los rayos del sol y transformaban la melanina de sus hojas en una
multitud de tonos de verde. Era el espectáculo siempre nuevo y siempre viejo de
la evolución. Aunque lo contemplaran todos los días, siempre era una función
nueva. El desayuno les estaba sabiendo a gloria bendita.
—¡Mm! Qué bueno está todo. Eres un encanto, Willy.
¿Dónde te habías metido? Nunca le perdonare a Costanza que no me hablara de ti.
—Le dio un cariñoso beso y siguió comiendo mientras disfrutaba del bello
amanecer.
Al acabar, recogieron la habitación y las bandejas del
desayuno. Se vistieron y fueron a la terraza para disfrutar de las orquídeas.
Era la primera vez que Willy salía y las veía. Y lo que miraba era un auténtico
espectáculo. La terraza tendría unos 30 m². Estaba techada con planchas de policarbonato
para dejar entrar la luz del sol, a la vez que evitaba que los rayos solares
incidieran violentamente sobre las orquídeas. El frente estaba cerrado con
grandes ventanas de corredera para permitir la aireación y evitar las heladas
nocturnas. Algunas estaban colgadas del techo mostrando sus raíces aéreas, por
donde discurría un entramado de tuberías encargadas de regar por aspersión.
Otras aparecían enrolladas en troncos secos de árboles. Varias estaban
plantadas en grandes macetas colocadas en el suelo. Las más, descansaban sobre
largas mesas forradas con un tapete verde que por efecto del riego y como
consecuencia de la humedad, estaban llenas de moho verde y culantrillo, en
macetas transparentes mostrando sus raíces. La pared donde estaba la ventana de
la cocina formaba un ángulo recto con el tabique que la separaba de la entrada
de la casa. En este último había colgado un cuadro de Soey Milk. Había
conseguido un coqueto rincón, de unos 9 m², donde colocó un juego de terraza de
madera de Tailandia que había comprado en Pérez Ortega, con una mesa y
cuatro sillas. En el centro de la mesa había colocado la orquídea que él le
había regalado el día anterior.
Podrían haber más de sesenta o setenta orquídeas y
ninguna era igual a otra, aunque todas se parecían entre sí. Habían Phalaenopsis,
con sus hojas
carnosas y sus flores en forma de mariposa. Dendrobium, con sus hojas
mucho más estrechas y puntiagudas que las Phalaenopsis y sus flores de lo más diverso,
pero de una increíble belleza. Vandas, una orquídea aérea que se
alimenta de la humedad del ambiente, cuyas flores tienen un tamaño
espectacular. Cambrias, que conseguidas a partir de híbridos cuentan
con una gran variedad de tipos de flores. Cattleyas, cuyos tallos
cuentan con pocas flores, pero siempre de gran tamaño. Cymbidium, en las
macetas que estaban en el suelo, con una gran variedad de flores de enorme
fragancia. Oncidium, apreciadas por el gran
número de flores, y en su inmensa mayoría amarillas con leves tonos entre
naranjas y rojizos, de pequeño tamaño que pueblan sus ramas. Zygopetalum,
que destacan por la espectacularidad de sus flores, generalmente de colores
morados, púrpuras y lilas, y por su ligera fragancia. Epidendrum, con
una amplia variedad de flores y colores. Brassia, que conocida como «orquídea
araña» por su parecido con estos arácnidos, tiene multitud de varas florales de
múltiples colores.
Todos los colores del arco iris estaban allí
representados. La tonalidad era inmensa. La combinación espectacular. La
fragancia que desprendían semejaba a una tienda de perfumes. El efluvio que
despedían embriagaba los sentidos. El aroma que empapaba el ambiente
transportaba los sentidos a esencias primordiales. Era un placer para los sentidos
contemplar aquella especie de paraíso. Cristina se desenvolvía como pez en el
agua. Señalaba una u otra de las orquídeas y disertaba acerca del nombre
científico, de su cuidado, reproducción o especie a la que pertenecía. Con la
cara sonriente y el pecho henchido de satisfacción se pavoneaba por entre las
mesas con orquídeas y las enumeraba contando cómo y cuándo las había adquirido
o quién se las había regalado. Willy observaba delicadamente cómo disfrutaba,
mientras la seguía y atendía respetuosamente a todas las explicaciones,
indicaciones y descripciones de todas y cada una de las orquídeas. En un
momento determinado, Cristina se paró, lo miró y llevándose la mano derecha a
la frente, le dijo.
—Pero que tonta soy. Me acabo de dar cuenta que le
estoy dando lesiones sobre orquídeas a un experto en ellas.
—¡Ja, ja, ja! ¿Experto, yo? ¡Qué va! Un simple
aficionado que está aprendiendo mucho de una maestra avezada en el cuidado de
tan delicadas, hermosas y fragantes plantas. Sigue, por favor, que me está
encantando el tour gratis por tu terraza. —Y le guiñó un ojo.
—Eres muy atento y educado. Me limitaré a contarte
cómo, dónde y cuándo las adquirí o quién me las regaló. Los aspectos técnicos
los conoces tan bien o mejor que yo. —Y siguió relatando cómo había conseguido
semejante tesoro botánico.
Fue tan minuciosa y pormenorizada la descripción que
le había hecho de todas y cada una de las orquídeas, que Willy se percató que
se había dejado una atrás. Bueno, dos. Pero la otra era la que estaba sobre la
mesa del juego de terraza que se la había regalado él, el día anterior. Y
cuando acabó, le preguntó:
—¿Creo que te dejaste una atrás? Una de la que no me
comentaste nada.
—Si. Lo sé. Pero esa es la reina de las orquídeas. El
mejor regalo que me han hecho jamás. Aúna en sus pétalos el color rosa con el
libelo amarillo que conjugan el significado del amor y el cariño con el
erotismo. Me la regalaste tú, bobito. Y ocupa el lugar privilegiado de esta
terraza: la mesa donde me siento todos los días a contemplar mi pequeño jardín,
para verla y tenerla junto a mí. Para que me hable de ti. Para que me recuerde
lo que me quieres. Para decirle lo que te amo. Para disfrutar de nuestro amor.
—Lo abrazó como se abraza a alguien que no se desea perder.
—Me alegro que
te haya gustado tanto. Pero no me refería a esa, sino a aquella —y señaló una Oncidium que se encontraba en la zona más
alejada de la mesa, casi escondida entre macetas vacías, sustrato para las
orquídeas, fungicidas ecológicos y herramientas de jardín.
—Ah. Aquella. Sí. Es muy bonita. Las flores amarillas
con leves tonos entre naranjas y rojizos es espectacular. Es la zona de curas.
La tengo en cuarentena porque le cayó una plaga.
—¡Vaya! Tienes hasta un hospital para las orquídeas. Nunca
se me habría ocurrido. Pero, me refería a que no me contaste nada acerca de
cómo llegó hasta aquí. ¿Quién te la regaló? —preguntó adivinando la respuesta
por las evasivas que le daba acerca de su adquisición.
—¿Quién me la regaló?... —Su cara se entristeció y
comenzó a balbucear—. Pues… pues…
Willy la abrazó y comenzó a besarle la cabeza,
diciéndole:
—¡Lo siento! No quería incomodarte. Te la regaló él,
¿verdad? —Ella sollozaba ocultando la cabeza en su pecho—. Perdóname,
perdóname. Vamos a sentarnos. No debí preguntarte nada. Si no me lo dijiste es
porque no querías —la acompañó agarrada a él hasta que la sentó en una silla.
Fue a la cocina y trajo una botella de agua con dos vasos. Los sirvió y le
ofreció uno a ella. Bebieron y poco a poco se fue recomponiendo.
—La verdad es que soy una tonta. No debería afectarme
tanto. Es una orquídea preciosa. Sí… Me la regaló él… Y no está allí en
recuperación. Está allí a ver si me recupero yo… No puedo deshacerme de ella…
Ni quiero. Ella no tiene ninguna culpa. —Y lo miró con cara de pedir auxilio.
—No te preocupes. Haces bien en no abandonarla. Ya
cumpliste abandonándolo a él. Sé que es muy fácil decirlo, pero tienes que
pasar página. Además, el que salió perdiendo fue él: se quedó sin la orquídea y
sin la Reina del invernadero —y le dio un beso paliativo con sabor a sosiego.
—¡Gracias! —Se agarró a su cuello— Pensé que lo tenía
superado, que lo había olvidado. Pero está claro que todavía no lo he
conseguido. Tendré que poner más empeño.
—Creo que te equivocas, Cris. No tienes que empeñarte
en nada. Ya hiciste lo más importante cuando tomaste la decisión en Sidney.
Ahora sólo tienes que confiar en ti, en tu decisión. Si me permites un consejo,
coloca la orquídea en el sitio que la colocarías si no te la hubiera regalado
él. Ella no tiene culpa de nada y tú tampoco. Si normalizas la presencia de la
orquídea en la terraza, si la pones junta con las otras, donde creas
conveniente, entonces te ayudará a verla como una más, no como la que él te
regaló.
—Quizás tengas razón. —se levantó y se dirigió
decidida hacia la zona de curas. Cogió la maceta enérgicamente y la llevó de
manera resuelta hasta un lugar vacío entre dos Oncidium—. ¡Aquí es donde
estaba y aquí permanecerá! A fin de cuentas, el que se tiene que ir es él —y se
dirigió a la mesa para sentarse junto a Willy.
—¡Bien! —le dijo él, mientras le cogía las dos manos y
se las apretaba.
—Mira. ¿Ves ese cuadro de Soey en grafito y acuarela
sobre papel? Se titula Sinavro. Algo así como progresar lentamente, casi
imperceptiblemente. Es el tercer cuadro que te había comentado. Esa soy yo
intentando progresar, poco a poco, con ayuda de las orquídeas.
—Es precioso. Me gusta mucho. ¡Pero ya quisiera la
modelo parecerse a ti! Tú eres más interesante y mucho más sexy.
El cuadro dibujaba una chica desde el ombligo hacia
arriba. Partiendo de la cabeza, inclinada hacia el lado derecho, le caía una
especie de velo por los laterales del cuerpo, que dejaba al descubierto su
sensual figura. Mostraba una cara amable, de semblante sosegado. Ojos
semiabiertos, de mirada calma. Boca cerrada, de sensuales labios. El cuello,
flanqueado por la desordenada melena que le caía despreocupada, semejaba al de
una divinidad griega. El brazo derecho, levantado y recogido sobre la cabeza,
mostraba una extremidad atractiva que ocultaba la mano detrás de una enorme
flor que, comenzando a colorearse, escondía su oreja izquierda. La mano
izquierda, a la altura del hombro, entornaba los dedos que parecían sujetar el
velo. Al tener los dos brazos erguidos, el torso mostraba sus esplendorosos
pechos. El izquierdo se exhibía voluptuoso ofreciendo su erótico pezón enmarcado
por una tentadora aureola. El derecho, insinuado tras el velo y la desordenada
melena, se mostraba sugestivo. Toda ella era un canto a la autoestima, al
renacimiento personal. Y Cristina la había tomado de modelo, de ejemplo a
seguir.
—Gracias. ¡Eres tan amable!… ¿Sabes? …La otra noche en
el restaurante, cuando te vi por primera vez, pensé que eras un fanfarrón, el
típico machote que iba por ahí encandilando a las chicas, presumiendo de
entender de vinos y aprovechando cualquier circunstancia para fardar,
presentándose como un especialista en lo que fuera. Por eso insistí en
preguntarte por el conocimiento que tenías de las orquídeas. Creí que vendías
humo aprovechando la orquídea que llevaba puesta. Después, pensé que eras un
caradura, que tenías una historia con Costanza, pero que no te importaba ligar
conmigo. Por eso te pregunté si eras un gilipollas. Pero a medida que te fui
conociendo, me caí con todo el equipo. Ahora que te conozco mejor, veo que eres
una persona prodigiosa. Que conjugas maravillosamente en tu vida la razón con
los sentimientos, y que no te avergüenzas de mostrarte tal cómo eres. Me
fascina ver como en la cama tomas la iniciativa, pero sin anularme, y como te
dejas hacer cuando decido tomar el mando. Me encanta cuando me aconsejas como
si fueras mi padre, con autoridad y decisión, pero actuando como mi madre, con
ternura y convicción. Me seduce tu afición por las orquídeas, que me recojas la
ropa y me hagas la cama, que sepas cocinar y que te guste el fútbol, que te
encante follar y te embeleses viendo el amanecer de la Mesa Mota. Te
acabé de descubrir anoche cuando vimos a Braulio y me describiste cómo era.
Había pensado que tu animadversión hacia él eran celos. Pero cuando lo vi
tambaleándose, sólo y con aquella pinta de matón de barrio, comprendí que lo
que te movía era una repulsión hacia las actitudes machistas, hacia los hombres
carentes de sentimientos, y que lo que querías era proteger a Costanza.
—¡Vaya! Parece que te gusta desnudarme, eh. —Se
levantó, la besó y la abrazó.
Estuvieron un buen rato abrazados, sintiéndose,
necesitándose, comprendiéndose. Parecían dos enamorados que hacía tiempo que no
se veían y necesitaban recuperar el tiempo perdido. La fragancia de las
orquídeas inundaba el ambiente haciendo más seductor el momento. La multitud de
colores, realzados por los rayos del sol, hechizaba la vista. Todo era paz,
quietud y armonía.
—Yo también tengo algo que contarte. Tu prestancia me
fascinó cuando te cruzaste en mi camino. Tu perfume me embriagó hasta el punto
de atenazarme y atreverme a seguirte. Después, me pareciste arrogante con tus
preguntas sobre mí, algunas puntillosas. Pero seguías atrapándome con tu
belleza. Tu pretendida superioridad, poco a poco se tornó en debilidad. Me
quedé desconcertado con tus altibajos mientras nos tomábamos la copa en la
terraza. Luego el paseo en silencio me hizo comprender que todo era fachada, que
eras una gran mujer navegando por las procelosas aguas de la vida buscando un
puerto seguro. No detecté debilidad, sino defensa. No vi angustia, sino recelo.
Y cuando me contaste lo de Sidney, te descubrí en plenitud. Eras una mujer que
demandabas ternura y cariño, que tenía las cosas claras y los arrestos
suficientes para mostrarse como era, como quería ser. ¡Ahí me enamoré de ti!
Se besaron con tanta pasión como fruición; con tanta
vehemencia como deseo; con tanto amor como cariño. Mientras se fundían en un
abrazo de oso, cálido y fuerte, miraba por encima del hombro de Willy y le
picaba el ojo al cuadro diciendo para sus adentros «Sinavro».
¡Rin, rin! ¡Rin, rin! Comenzó a sonar el interfono de
manera insistente. Cristina fue a ver quién era.
—¿Quién es?
—¡Soy, yo! Costanza. Abre.
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