martes, 17 de noviembre de 2020

LA COPA

 —Bueno. Entonces, ¿dónde nos tomamos esa copa? —Preguntó Cristina, mirándole a los ojos.

—Mejor en una terraza, ¿no te parece? La noche está agradable —le dijo Willy.

—Si, vamos. Yo estoy abrigada, pero tú estás en camisa. ¿Tienes frío?

—No. En absoluto. Además, la copa me hará entrar en calor. A pesar de que me encanta ver tu boca —le dijo mientras la miraba con entusiasmo—, será mejor que nos pongamos las mascarillas.

Él se puso una mascarilla quirúrgica, y ella una FFP2 de color violeta, con una orquídea amarilla serigrafiada en el pómulo izquierdo. Se pusieron en marcha, rumbo a la zona de la Concepción, mientras mantenían una conversación intrascendente, como la que suelen sostener dos desconocidos. Las terrazas estaban repletas de gente en grupos máximos de seis personas. Decidieron dar un paseo alrededor de la Parroquia para ver si se desalojaba alguna. Después de varias vueltas, descubrieron que una mesa quedaba libre en la zona de la calle Herradores, y aceleraron el paso para que nadie se les adelantara. Se sentaron, después del sprint, y comenzaron a reírse como chicos menudos que habían ganado una carrera de velocidad.

—Es más fácil que te den cita en un Centro de Salud que coger una mesa en la terraza a estas horas —dijo Cristina, mientras se acomodaba en la silla.

—¡Ja, ja, ja! —se río Willy, mientras comentaba— En mi caso es más fácil aprobar unas oposiciones.

El camarero, mientras recogía la consumición anterior y desinfectaba la mesa, les preguntó qué querían tomar. Se miraron interrogándose, como esperando que el otro sugiriera qué beber. Willy, se adelantó, y pidió un gin tonic.

—Una Bulldog con regaliz, canela, tiras de enebro y una Schweppes Azahar y Lavanda, por favor.

—Pues para mí —pidió Cristina—, un Cuba libre: Arehucas 18 años con Coca Cola, hielo y lima. Gracias.

—Vaya. Parece que tenemos gustos diferentes —dijo Willy.

—Mas bien complementarios, ¿no te parece? En cualquier momento podemos intercambiarlos —y esbozó una sonrisa llena de picardía.

El camarero les sirvió las bebidas sobre unos posavasos de madera con diseño de orquídeas y un bol con maníes. Se quitaron las mascarillas para saborear las frescas bebidas; alzaron los vasos; los chocaron y los acercaron a la boca para degustarlas sin dejar de mirarse a los ojos.

—¡Mmm…, delicioso! —dijo Cristina.

—Si, exquisito —opinó él—. La verdad es que después de una buena cena, con excelente compañía, no hay nada mejor que disfrutar de una copa, sentado en una de las terrazas de este inmenso bar al aire libre que es La Laguna.

La noche era muy agradable. El cielo estaba despejado, y la luna brillaba esplendente al fondo de la calle. Habría unos 18 grados, y no corría nada de viento. La gente disfrutaba de la noche del viernes, cerrando la semana laboral con una copa. Cristina, se desabrochó el abrigo, se lo quitó, y lo dejó caer hacia atrás en la silla. Puso los codos sobre la mesa, apoyó la cara entre las palmas de las manos, y dijo:

—¿Me permites que te haga una pregunta? Bueno…, dos preguntas, ¿personales?

—Por supuesto. Siempre y cuando no sea cuál es el examen que les voy a poner a mis alumnos y alumnas la próxima semana, para vendérselos y sacar un dinerillo… ¡Ja, ja, ja!

—¡Qué tonto eres! Te aseguro que no van por ahí los tiros. Aunque, ahora que lo dices, igual es una buena idea para sufragar los gastos del finde… ¡Ja, ja, ja! No. La pregunta es… no sé cómo expresarla sin que te sientas ofendido…

—Dispara. No te preocupes, no me ofenderé. Lo peor que puede pasar es que tengas que pagar las consumiciones.

—Bien. Allá va. ¿Realmente eres gilipollas?... no, no, quiero decir, ¿de verdad te gustan que te llamen gilipollas? Bueno, a ver, no sé cómo explicarme… quiero decir, la camisa esa que llevas puesta, con el eslogan de GILIPOLLAS*, ¿es porque te sientes gilipollas?... buf, no sé cómo decir lo que quiero preguntarte… —se encogió de hombros, abrió los ojos con desesperación, y levantó las palmas de las manos, como pidiendo ayuda.

—Tranquila —salió Willy en su auxilio—. Tal vez lo que quieras preguntar es si me siento identificado con lo que pone en la camiseta. —Ella asintió con la cabeza, mientras los colores le subían a la cara y los ojos expresaban una clara sensación de angustia.

—Sí. Justo eso es lo que quería preguntar. —Y tomó un largo trago del cubata que corrió raudo en su ayuda refrescándola por dentro.

—En realidad, no la compré por el profundo significado filosófico que encierra, ni por la altura moral que entraña la frase, ni por ninguna de esas chorradas que podría decirte para quedar bien, y ganar puntos ante ti. La respuesta es simple: la compré porque me gustó.

—¿Así de simple? —Balbució ella, decepcionada—. Y yo que esperaba una disertación filosófica sobre el término, gilipollas; una perorata acerca de la implicación ética del término usado despectivamente; una historia de superioridad moral sobre los que la usan para humillar a otros y sentirse poderosos...

—Pues siento decepcionarte. Es pura y simplemente la navaja de Ockham.

—¿La navaja de Ockham? —preguntó extrañada.

—¡Ja, ja, ja! Al parecer, la clase de Lengua no era la única de la que te fugabas con Constanza para ir a fumar al Camino Largo, ¡eh! Ockham, decía que ninguna explicación debe multiplicar las causas sin necesidad: «pluralitas non est ponenda sine necessitate». Es decir que, ante un fenómeno cualquiera, y en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable.

Willy estaba disfrutando del momento. Levantó el vaso, lo dirigió hacia ella invitándola a levantar el suyo, y brindaron en silencio mientras se miraban a los ojos. Ella sorprendida, con la cara aún encendida, y con los hermosos ojos marrones llenos de intensa melanina, que le centelleaban vehementemente, ¡estaba preciosa!

—Vaya. Veo que volví a meter la pata contigo. Creí hacer una sesuda pregunta para descubrir cómo eras y poder catalogarte, y lo único que logré fue hacer el ridículo, y quedar como la típica ligona. ¡Menos mal que no se me ocurrió preguntarte si estudiabas o trabajabas! —Apartó los ojos de su vista, y se sentó recta, apoyando su espalda en la silla, en un claro gesto corporal de apartarse de él, y de la conversación.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué trágica te pones! La pregunta ha sido de lo más oportuna. Quizás te faltó enunciarla correctamente, pero precisamente eso es lo que ha hecho que sea la pregunta perfecta. Primero, para desmitificar esa relación causa-efecto entre la frase y mis pretensiones. Segundo, para satisfacer esa curiosidad que tenías sobre mi personalidad. Tercero, y más importante, para que te azoraras de esa forma y tus pómulos se tiñeran de ese rojo intenso que tan sensual y atractiva te hace.

Cristina lo miró fijamente, se acercó a la mesa, le cogió la mano, y con una voz dulce, suave y cadenciosa, mientras remarcaba cada una de las sílabas, le dijo: —¡gi-li-po-llas!

—Eso precisamente es lo que me fascinó de la camiseta cuando la compré. Que alguien como tú me pudiera decir gilipollas de esa manera, porque como dice el eslogan: … utilizada entre personas de confianza puede adquirir un cariz cariñoso. Es muy sonora y produce placer pronunciarla. —Decía esto, mientras ensanchaba su cuerpo, estiraba la camiseta, y señalaba la frase. A continuación, agarró la mano que lo cogía, y acercándola a su boca la besó suavemente, mientras levantaba la vista para observar la mirada complaciente de ella.

Cristina, al percatarse que los vasos estaban vacíos, le hizo señas al camarero para que trajera otra ronda. Necesitaba beber para digerir lo que estaba aconteciendo. Su preconcebida idea de desarmar la supuesta actitud machista de todos los hombres, había sido desmontada en la persona de Willy; su premeditada intención de desnudarlo, la había dejado a ella en ropa interior; su deliberado propósito de acorralarlo con su propio discurso, había terminado por subyugarla y seducirla, rindiéndose con todo su ejército, al embeleso de su alegato. El camarero retiró los vasos vacíos y colocó los nuevos, rebosantes de alcohol, hielo, cítricos y especias. Cuando se fue, Cristina los cambió de sitio: sobre su posavasos depositó el gin tonic, y sobre el de Willy, el cuba libre, ante la mirada atenta y atónica de él.

—¿No te parece bien el cambio? —le dijo Cristina—. Ya te dije que nuestros gustos no eran diferentes, sino complementarios. —Y levantando el vaso, lo indujo a que hiciera lo mismo con el suyo diciendo—: ¡Por nosotros! ¡Por nuestros gustos! ¡Por podernos llamar gilipollas! —Y brindaron larga y espaciosamente, disfrutando y saboreando cada uno de los gustos del otro.

—Con tantas mezclas —dijo Willy—, me vas a tener que dar la dirección de tu casa.

—¿La dirección de mi casa?... Claro. Para que el macho Alfa pueda llevar a la mujer florero que no aguanta la bebida, a su casa para que duerma la mona. ¿No es eso?

—Pues no. No era para eso. Era para que mañana, este macho Alfa, que no aguanta tantas mezclas, pueda recordar dónde pasó la noche, velado por una mujer fuerte que lo cobijó.

Los colores le volvieron a subir a la cara, acrecentando aún más el rojo que sus pómulos ya tenían por la bebida. Para intentar ocultar el azoramiento, y que pasara inadvertido a los ojos de él, levantó la mano para llamar al camarero. Cuando éste se acercó le pidió un bolígrafo, y en el posavasos que tenía serigrafiada una orquídea amarilla, escribió su nombre, dirección y el número del móvil. Le devolvió el bolígrafo al camarero, dándole las gracias, y le acercó el posavasos a Willy. Mientras lo leía, se acercó el camarero con otro posavasos, y le dijo: —Como entiendo que ese trofeo se lo a llevar a sus vitrinas, aquí le traigo otro. Y se marchó discretamente, esbozando una sonrisa picarona. 

—Vaya. ¡Un ático! Debes tener una vista privilegiada. ¡Gracias!

Mucho más aliviada por la reacción de él, por la comprensión del camarero, y todo sea dicho, por el efecto relajante del gin tonic, y sus líquidos predecesores, se tranquilizó y pudo disfrutar de la agradable noche lagunera.

—Pues sí. La mejor vista que se puede tener en La Laguna. Cada mañana, lo primero que ven mis ojos es la Mesa Mota.

—¡Oh! ¡No me lo puedo creer! La Mesa Mota es mi icono preferido de La Laguna. Además de ser el lugar de mis travesuras de la infancia; de mis chuletadas de la pubertad; de los amoríos de mi juventud; de mis borracheras en las noches del Cristo —especialmente la noche de los fuegos de la montaña—; de mis ratos de lectura y de mis momentos de bajona.

—Pues desde mi cama se divisa perfectamente. —Inmediatamente se dio cuenta de cómo se podría interpretar lo que acababa de decir, y apartó la vista de él, mientras tomaba el último trago que le quedaba del gin tonic. Willy, apuró también su último trago del cubata y le preguntó:

—¿Y la segunda pregunta?

—¿Qué segunda pregunta? —Le contestó ella.

—Me dijiste si podías hacerme dos preguntas personales. ¿No lo recuerdas?

—¡Ah! Bueno. Sí. Pero ya está contestada con todo lo que me has dicho en la primera pregunta. Y en todo lo que he intuido de ti. No hace falta que te la haga. Ya sé la respuesta. Y me gusta lo que he descubierto.

—¿Y ya está? ¿Me vas a dejar con la intriga? ¿Me vas a dejar colgado pensando en el misterio de la pregunta? ¿Me vas a dejar con el suspense de la respuesta que has asumido? —Le dijo con cara de perplejidad.

—¡Ja, ja, ja! No te comas tanto el coco, ni pienses cosas raras y rebuscadas. Recuerda que, ante un fenómeno cualquiera, y en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable.

—¡Touché!

Llamaron al camarero, que les trajo la cuenta y después de pagarla, se levantaron. La ayudó a ponerse el abrigo y en esa distancia corta, olió la fragancia de la orquídea con sabor a vainilla que llevaba en su pecho. En un gesto instintivo, cerró los ojos para aspirar su aroma y guardar su esencia en la memoria. Cristina se dio cuenta y aprovechó la ocasión, y la cercanía, para darle un suave beso en las mejillas. El gesto lo cogió por sorpresa y no supo reaccionar. Se quedó mirándola fijamente sin saber qué hacer, ni que decir. Ella, como si nada hubiera pasado, le dice:

—Será mejor que nos pongamos la mascarilla. ¿Te apetece dar un paseo para coger un poco de fresco antes de irnos a nuestras casas?

—Sí, sí. Perfecto. La noche está fantástica para pasear, aunque yo estoy vestido un poco veraniego.

Ni corta ni perezosa, lo agarra por la cintura y lo atrae hacía ella, para protegerlo del frío y aislarlo de la humedad de la noche. Él se deja hacer y comienzan a caminar sin rumbo. Ella acomoda su cabeza sobre el hombro de él, y se pierden en la inmensidad de la noche por las calles centenarias de La Laguna. No hablan, sólo pasean; no dicen nada, sólo se sienten; no comentan nada, sólo se huelen; no conversan, sólo se gustan; no susurran, sólo se deleitan con la cercanía del otro. De pronto, se paran delante de un edificio, y ella le dice:

—Aquí es donde vivo. ¿Te apetece tomar la penúltima?

—Por supuesto. Y disfrutar de tus orquídeas.

Abre la puerta del edificio, y lo invita a pasar. Suben en el ascensor hasta el ático y lo convida a entrar en su casa. Enciende la luz y ante sus ojos aparece un amplio salón decorado con estilo minimalista, donde lo primero que se aprecia son las enormes cristaleras que dan a una terraza cerrada llena de orquídeas. En la pared opuesta un único cuadro de Soey Milk, un dibujo de grafito con un alto contenido sensual y erótico, titulado Iluminado por el sol. El suelo de parquet castaño claro. Un mueble de salón en altura en la pared del fondo. Un espacioso y largo sofa chaise longue beige de cuero desde el que se puede apreciar, en su parte larga la terraza con las orquídeas, y en su parte más corta el sensual cuadro de Soey Milk. Una estantería repleta de libros y una mesa de centro. Lo invitó a sentarse mientras ella fue a su habitación a ponerse cómoda. Volvió en pijama y zapatillas, envuelta en una bata de levantar. Se acercó al mueble del salón, y abrió la puerta del pequeño bar que contenía unas cuantas botellas.

—¿Qué te apetece tomar?

—Lo mismo que tú.

—Voy a servirme un whisky.

—Un whisky está bien.

—¿Con agua o con hielo?

—Con hielo. Por favor.

Cogió la botella, dos vasos y se dirigió a la cocina para servirlos y ponerles hielo. Entretanto él, seguía observando el cuadro en el que una mujer dibujada desde las ingles hacia arriba, aparecía desnuda. Los ojos entreabiertos tenían unas pestañas grandes y unas bonitas cejas perfectamente depiladas. La nariz ancha, y unas fosas nasales proporcionadas y abiertas. La boca pequeña, cerrada y de labios carnosos y voluptuosos. La barbilla pequeña como la boca. Los pómulos ligeramente sobresalientes. La oreja derecha, semicubierta por la melena que le llega a media espalda, deja entrever el apetecible lóbulo. El brazo izquierdo pegado al cuerpo, se dobla para sostener con el antebrazo los pechos, dejando entreabiertos los huesudos dedos y sus impecables uñas pintadas de rojo cobre muy oscuro. El brazo derecho igualmente pegado al cuerpo, se dobla sobre el antebrazo izquierdo colocando la mano hacia arriba apoyada sobre el brazo, dejando el pulgar sobre los dedos corazón, anular y meñique, mientras el índice aparece en una sugerente postura que llama poderosamente la atención. Del cuello, alto y elegante, cuelgan dos cordones que caen sobre el seno derecho tapando el atrayente pezón, y enredándose por entre la mano izquierda y el codo derecho, termina cayendo sobre el pubis encubriendo discretamente la comisura de sus labios. De los pechos, ligeramente caídos y extremadamente sensuales, sobresale el pezón izquierdo, enhiesto sobre la desvaída aureola en una sugestiva, atrayente y perpetua invitación a poseerlo. El ombligo, discreto, induce a acariciarlo con los labios. El pubis, escondido por la sombra del cuerpo y la soga, incita a explorarlo.

—¡Aquí estoy ya! —Apareció Cristina, y puso los vasos de whisky sobre los posavasos. Se sentó a su lado, le alcanzó el vaso, y levantando el suyo propuso un brindis—. ¡Por nosotros! —Chocaron los vasos y tomaron el primer trago.

—¿Te gusta lo que ves?

—¡Mucho! Me gustas desde que te vi caminar rumbo a La Carpintería, dejando atrás el perfume a jazmín, praliné y grosella.

—¿Cómo? —Preguntó extrañada— ¿No me conociste en la mesa con Constanza? ¿No entraste en el restaurante a cenar?

—La verdad es que no. Me tropecé contigo en el cruce de La Carrera con Núñez de la Peña. Te seguí con la mirada, y tras varios titubeos, entré con la esperanza de volver a verte, de… —Cristina dejó su vaso sobre la mesa y se abalanzó sobre él, cerrándole la boca con sus labios en un beso apasionado, lujurioso, ardiente, que duró una eternidad.

—Al parecer el riesgo mereció la pena —dijo Willy—. Y en cuanto a si me gusta tu casa, ¡es preciosa! Me encanta lo que veo. Sí. ¡Está puesta con mucho gusto!

—¡Gracias! Y ya verás cuando veas las orquídeas. De día se aprecian mejor los colores. Y, sobre todo la joya de la casa: la espectacular vista de la Mesa Mota. Especialmente por las mañanas cuando el sol comienza a salir, y a la altura de la montaña de San Roque, comienza a irradiarla con sus rayos de luz. Desde la cama se contempla una vista espléndida de la misma. Pero para eso tienes que quedarte. —Lo mira con cara vehemente y ojos expectantes, esperando la confirmación positiva de él.

—Porque te vas a quedar ¿verdad? —le pregunta.

—¡Por supuesto! No me lo perdería por nada del mundo. Contemplar la Mesa Mota por la mañana, mientras el sol la va acariciando con sus rayos, es un espectáculo digno de verse. Pero admirarla a tu lado, en tu cama, es un manjar reservado exclusivamente a los dioses.

—Entonces voy a pasar la llave a la puerta. —se levantó rápidamente, y se dirigió al bolso que había dejado sobre el mueble del fondo, sacó la llave y se encaminó a la puerta de la calle para cerrarla.

—Hace años —comentó Cristina—, te pediría la prueba del Sida. Pero hoy, con la que está cayendo, lo que se pide es la PCR. Aunque bueno, con lo que nos hemos tocado, besado y abrazado, da igual. Por si te sirve de algo, a mí me la hicieron el miércoles, y el resultado fue negativo.

—En el Instituto hicieron un cribado el lunes y ayer salimos todos negativos. Lo único, es que salí a dar un paseo, y no llevo condones… Tendré que ir a buscarlos porque encontrar una farmacia a estas horas…

—¡Ja, ja, ja! ¡Va a ser verdad lo de gilipollas! ¿Tú no sabes que siempre hay que salir preparado? Imagínate que vas por la calle, y una chica hermosa pasa delante de ti dejando un fresco olor a jazmín, praliné y grosella. ¡Ja, ja, ja!... No te preocupes. Yo siempre tengo. Buscaremos alguno, bobito.

Se terminaron el vaso de whisky, y él quiso recogerlos para llevarlos a la cocina. Ella se los quitó de las manos, los dejó sobre la mesa, le rodeó el cuello con los brazos, y lo besó apasionadamente. Luego, lo agarró por la mano derecha y lo condujo a su habitación, donde siguieron besándose y acariciándose, mientras se desnudaban mutuamente. Él la besaba lentamente desde la boca hasta el cuello, pasando por las orejas, mientras ella se echaba hacia atrás gimiendo cadenciosamente. Se fundieron en un abrazo, mientras se acariciaban la espalda, sintiendo sus cuerpos desnudos, sus pechos aplastados contra la piel del otro, y sus muslos entrelazados.

Antes de continuar, Cristina fue en busca de unos preservativos. Se los dio mientras apagaba las luces de la sala y bajaba la intensidad de la iluminación en la habitación. Willy la esperaba acostado boca arriba con el pene erecto en actitud erótica y lasciva. Al verlo, se enardeció aún más y se abalanzó sobre él. Se besaron alocadamente, apasionadamente, lujuriosamente, mientras daban vueltas a un lado y a otro de la cama. Ella se sentó a horcajadas sobre él, sintiendo cómo la penetraba, y se echó hacia atrás hasta apoyarse en los muslos de Willy, mientras los dos se movían armoniosamente disfrutando de la posesión del otro. Así estuvieron gran parte de la noche, cambiando de posturas, descubriendo nuevos gestos, inventando posiciones diferentes, investigando el cuerpo del otro, complaciéndose con la iniciativa ajena, saturándose de placer, hasta que saciados y colmados se tendieron boca arriba, uno al lado del otro, mirándose con las caras ladeadas, hasta que el sueño los venció.


  




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