Llegaron a la Plaza del Cristo y encontraron sentado en una terraza a Willy leyendo un periódico atrasado. Era una entrevista que el periodista Andrés Chaves realizaba a la jueza de Instrucción sustituta de Arrecife, Sandra Barrera, que cuando era jueza sustituta del Juzgado de lo Penal número uno de Santa Cruz de Tenerife, en 2019, citó a una vista oral, como perjudicada, a una Bull Terrier que había sido abandonada dentro de un contenedor de basura en lamentables condiciones. En la columna que dicho periodista tenía en el Diario de Avisos titulada, Conversaciones en los Limoneros, citaba al párroco de Playa de las Américas porque permitía «que los perros y los gatos asistan con sus dueños a las celebraciones religiosas». Estaba pensando en el cura, meditando qué clase de individuo sería. Le parecía raro que una persona con tanta delicadeza y pasión por los animales, perteneciera a una institución tan retrógrada, reaccionaria y rancia, que nunca se había destacado por la solidaridad y la empatía con el ser humano, —las cruzadas, la inquisición, la excomunión, el índice de libros prohibidos, la denigración y sometimiento de la mujer, el encubrimiento de la pederastia, y un largo etc., lo confirmaba—, y mucho menos por los animales, con la honrosa excepción de San Francisco de Asís. El periodista lo calificaba como «uno de esos sacerdotes cuyos sermones, llenos de contenido y de sentido común, llaman la atención de sus feligreses». Admitió que sería interesante conocerlo. Al verlas llegar se levantó y las saludó con un beso. Llamó con un gesto al camarero y se sentó en medio de las dos. El camarero preguntó qué iban a tomar.
—Para
mí —comentó Costanza—, un café con sacarina.
—Yo
—continuó Cristina—, un leche y leche.
—A
mí me trae —pidió Willy—, un cortado natural sin azúcar, por favor. Y un vaso
de agua con gas. Gracias.
El
camarero se alejó para preparar la comanda. Willy aprovechó para dejar en la
silla que quedaba libre el periódico.
—¿Qué
leías? —le preguntó Cristina.
—Es
un diario atrasado que estaba en la mesa de al lado. Como tardaban en venir lo
cogí para entretenerme. Por cierto, ¿te has planteado tener un perro? —le dijo
a Cristina.
—¿Un
perro? —preguntó extrañada—. ¿Un perro de verdad?
—Si,
un perro. Lo podríamos llevar a misa los domingos.
—¡Ja,
ja, ja! —Se rio Costanza—. ¿Te duchaste con agua fría? ¡Quieres tener un perro
para llevarlo a misa los domingos! Hasta para un ateo irredento como tú eso es
algo impensable. A ver, explica en qué estás pensando, qué estas tramando.
—Verás.
En el periódico leí que el párroco de Playa de las Américas admite perros y
gatos en su iglesia. ¡Debe ser un San Francisco de Asís redivivo!
Cristina
no salía de su asombro. Willy le proponía adquirir un perro para llevarlo los
domingos a misa. ¿Insinuaba, además, que quería ir a vivir con ella por la
adquisición del chucho? ¿Le estaba proponiendo que fuera una católica
practicante? Pero no podía ser, porque Constanza lo había definido como un
«ateo irredento». Entonces, ¿a qué venía eso del perro y la misa? No podía
aguantar más su desconcierto, y terminó por preguntarle:
—Vamos
a ver Willy. No sé cómo preguntártelo. Si lo he entendido bien… Bueno, la
verdad es que no he entendido nada. ¿Me quieres decir algo con eso del perro y
la misa?
El
camarero llegó con la bandeja. Depositó lo que le habían pedido en el sitio de
cada uno, y a Willy el vaso de agua. Costanza rompió el sobre de la sacarina y comenzó
a diluirla. Cristina revolvía su cortado para mezclar la leche condensada con
la leche natural, mientras esperaba una respuesta de Willy. Éste, demorando la
contestación, bebió un sorbo de su cortado.
—Creo
que Willy te está tomando nuevamente el pelo, querida —le dijo Constanza.
—Yo
sólo he comentado una entrevista que leí en el periódico. Nada más. ¿A qué
viene tantas preguntas y suspicacias?
—Pero
me preguntaste si me había planteado tener un perro. Y que lo podríamos llevar
a misa los domingos. Y concluí que viviríamos juntos para tenerlo y llevarlo a
misa. ¡Me estoy volviendo loca! —y comenzó a beberse su cortado.
—¡Ja,
ja, ja! —se rio Costanza— ¿Lo de ese cura es verdad? ¡Me gustaría conocerlo!
Debe ser una rara avis.
—Eso
mismo pensé yo. Lo de adquirir un perro sólo fue un corolario. Pero podría ser
una buena idea, ¿no? —le preguntó a Cristina—. Aunque lo de ir a misa fue una
ocurrencia peregrina.
—Pero
si tenemos ese perro, ¿quién lo va a cuidar? ¿en casa de quién se va a quedar?
No va a estar el pobre entre la casa de Costanza, la tuya y la mía, como si fuera
un vagabundo. ¿Y de qué raza sería? Y el nombre, ¿cómo lo vamos a llamar?
¿quién se lo pone? —se embaló Cristina, entusiasmada.
—Para,
para. Que era sólo un comentario a ese artículo periodístico. —La detuvo Willy.
—Pues
yo también me había hecho a la idea de tener un perro, fíjate. No sé, me hizo
mucha ilusión pensar que iba a casa de Cristina para sacarlo a pasear —comentó
Costanza.
—No,
no, no. Mucho me gustaría a mí disfrutar de ese perro, pero la responsabilidad
de tenerlo en mi casa, sola, no me hace mucha gracia. —Y cuando se dio cuenta
de lo que había dicho, se calló y bajó la vista.
—¿Qué
insinúas? ¿Pretendes que me vaya a vivir contigo? —le dijo, Costanza—. O
prefieres que sea Willy el que se mude a tu casa.
Cristina
comenzó a sentirse incómoda. Unos colores le iban y otros le venían. No sabía dónde
meterse. Esquivaba la vista no sabiendo donde mirar. Willy, corrió en su
auxilio y desvió la conversación.
—¡Ves!
Lo que siempre digo. Donde se mete la iglesia todo se embarulla. Al cura ese le
gustan los animales y nosotros tenemos que tener un perro. —Y poniendo una voz
grave, dijo—: Roma locuta, causa finita est.
Terminaron
sus cortados, pagaron la cuenta y dieron un paseo por el Camino de las Peras.
Mientras paseaban, siguieron con las disquisiciones acerca de tener o no un
perro; con quién viviría; qué nombre le pondrían; de que sexo sería, y un largo
repertorio digno de una serie de televisión americana. Nunca lograron ponerse
de acuerdo en nada, aunque todos estaban de acuerdo en que sería una buena idea
tener un perro.
—¿Dónde
vamos a comer? El paseo me está abriendo el apetito —dijo Cristina.
—Donde
quieran y lo que quieran —contestó Costanza—. Excepto —e hizo con los dedos
índice y corazón de cada mano el signo de las comillas— un perrito en
Casa Peter.
—¡Ja,
ja, ja! ¡Je, je, je! —Se rieron todos de buena gana.
—¿Qué
les parece si nos vamos a un guachinche de La Victoria? Acaban de abrir las
bodegas y no faltará buen vino y castañas. —Propuso Willy.
—Me
apunto. —Levantó la mano Costanza.
—Yo
también. ¡Excelente idea! Así salimos un poco de aquí —comentó Cristina.
—Pues
no se hable más. Vamos a casa a coger el coche. —Se dirigieron a casa de Willy.
Durante
el trayecto estuvieron hablando de lo divino y lo humano. El buen humor
impregnaba las conversaciones. Cuando llegaron a la casa —un adosado de color
rojo inglés, con los pretiles de los muros, las jambas de las puertas y las
ventanas pintadas en gris niebla, y con un pequeño jardín delantero—, Cristina comentó:
—¿Ésta
es tu casa? ¡Qué bonita! Nunca imaginé que vivirías en un adosado. ¡Y el jardín
es ideal para un perro!
—Y
porque no has visto el jardín trasero lleno de orquídeas —intervino Costanza—.
Pero ahora no las vamos a ver. —Y dirigiéndose a Willy, le dijo—: ¡Saca el
coche que te esperamos aquí!
Se
montaron en el coche y salieron de La Laguna por San Benito, accediendo a la
autopista por la rotonda del aeropuerto. Costanza se sentó delante acostumbrada
como estaba a compartir el coche con Willy para ir al Instituto. Cristina se
sorprendió cuando Costanza se adelantó y se apoderó del asiento delantero. Un
poco molesta por lo que creía una usurpación por parte de Costanza, se sentó
detrás y no abrió la boca durante buena parte del trayecto. Willy la miraba de
reojo por el retrovisor. En cambio, Costanza no paraba de hablar.
—Ya
verás cuando conozcas la casa de Willy. Te vas a enamorar. El jardín es una
delicia. Me encanta pasar las horas mirando las orquídeas, oliendo las rosas,
saturándome de la fragancia de las hierbas aromáticas. Me fascina sentarme a
contemplar a Willy disfrutando con su papel de jardinero mientras me tomo una
copa de vino.
Cristina,
lejos de sentirse celosa, soñaba con disfrutar de la misma manera que lo hacía
Costanza en la casa de Willy. Incluso se vio con un perro en el jardín. Poco a
poco se le fue pasando el enfado. Cuando llegaron a la curva del Sauzal, el
paisaje que se les brindó a los ojos era espectacular. El horizonte aparecía
diáfano, sin una nube; el mar de un azul fuerte, en calma; Las estribaciones de
la cordillera dorsal, de un verde intenso; el Teide majestuoso, dominándolo
todo. Costanza no paraba de hablar. Willy la escuchaba con una paciencia
infinita, mientras observaba a Cristina por el retrovisor. Al principio estaba
preocupado, pero poco a poco se fue tranquilizando al ver la cara de placidez
de Cristina. No sospechaba que estaba soñando con él, con su casa y con el
perro de ambos.
—Mira
Cristina. Ese es el Instituto. —Y lo señalaba con su brazo derecho mientras
subían por la Avenida Mencey Bencomo.
—Ah,
que bien. Cerquita de la autopista. Muy cómodo para entrar y salir.
—¿Dónde
vamos? —preguntó Willy.
—Vamos
a uno de la parte alta para que Cristina pueda admirar el paisaje. Aquí en
todos se come bien. Nosotros siempre vamos cambiando de guachinche —le dijo a
Cristina virándose para atrás—, porque en todos tenemos algún alumno o alumna,
o familiares o antiguo alumnado. Y la verdad que en todos nos tratan muy bien.
La gente de La Victoria es muy agradecida y se desvive por complacer. Son muy
sinceros y si te tienen que decir algo a la cara no se esconden. A pesar de la
fama que tienen los victorieros, absolutamente inmerecida, nosotros nos
consideramos casi como uno de ellos, ¿verdad, Willy? Asintió con la cabeza,
mientras hacía el stop que lo incorporaba a la Carretera General. Siguieron
subiendo hasta la parte alta del pueblo y aparcaron en una pendiente, delante
del guachinche. Nada más entrar, salió a recibirlos la madre de una alumna.
—¡Buenos
días! ¿Ustedes por aquí hoy? Qué bien. —Y los saludó muy efusivamente. Al
llegar a Cristina, le dijo—: ¡encantada!
—Si
—le dijo Costanza—, venimos con nuestra amiga Cristina a disfrutar del vino
nuevo y la deliciosa ropa vieja que usted prepara. ¿Queda alguna mesa libre en
la terraza? Es para que Cristina pueda admirar las maravillosas vistas.
—Con
el día tan bueno que nos ha salido, no queda ni una libre. Pero ahora mismo le
digo a mi marido que saque un tonel y les apañe una mesa en el mejor sitio de
la casa, debajo de la parra.
—¡Muchas
gracias! —le dijo Willy.
—Ves
lo que te decía. —le dijo a Cristina acercándose al oído— La gente de aquí es
maravillosa.
Se
arrimaron a la barra y un empleado les sirvió una cuarta de vino y unas
castañas asadas. Willy se dedicó a pelarlas porque estaban muy calientes.
Sabían tan bien que no daba abasto a pelarlas. Al final tuvo que comerse una mientras
les quitaba las cáscaras porque corría el riesgo de no probarlas. El vino nuevo
estaba exquisito y dieron buena cuenta de él en menos que canta un gallo.
—¡Maestros!
—gritó una chica mientras se dirigía a ellos con cara de satisfacción.
—¡Hola,
Sofía! —respondieron al unísono Costanza y Willy.
—Mi
madre me dijo que estaban aquí. Mi padre y Alex les están montando la mesa
debajo de la parra. ¡Hola! —se quedó cortada al saludar a Cristina— ¿Quieren
que les traiga algo más?
—No.
Muchas gracias, Sofía. Está todo bien —le dijo Costanza.
—La
verdad es que parecen buena gente —comentó Cristina—. Y a ustedes los aprecian
mucho.
En
ese momento se acercaron el padre de Sofía y Alex, su novio y compañero de
clase, que los fines de semana echaba una mano en el guachinche. Venían muy
contentos y ufanos después de haber montado la mesa. Los saludaron con un
apretón de mano.
—Ya
tienen la mesa preparada. Tardamos un poco porque éste gandul —refiriéndose a
Alex— no sirve ni para estudiar.
Alex
se quedó callado con la cabeza agachada y un poco avergonzado por Cristina. Los
maestros ya conocían a su suegro y sabían cómo era él, pero aquella señorita lo
intimidaba un poco.
—¡Muchas
gracias! —le dijo Willy—. Es que queríamos enseñarle a nuestra amiga Cristina
las impresionantes vistas mientras comíamos. Perdonen las molestias.
—¡Qué
molestias, ni qué molestias! ¡Ustedes nunca molestan! Vengan, pasen pa`dentro…
Cruzamos
el salón y salimos a la terraza que estaba repleta de gente. Al fondo, a la
salida de la cocina, debajo de un parral, habían habilitado un tablón sobre dos
barricas. Nos sentamos a la improvisada mesa y Cristina se quedó con la boca
abierta al contemplar la inmensidad del paisaje. A los pies de la terraza y en
bancales que se iban descolgando ladera abajo, una ingente cantidad de cepas
tornasolaban el declive. Hacía arriba, al terminar las plantaciones de viñas,
aparecían los castañeros inmensos, lindando con el pinar. Al frente, o norte,
el Atlántico se mostraba azulado y tranquilo. Por el oeste, lindando con Santa
Úrsula, la vista se perdía hasta Icod de los Vinos, vislumbrando parte de la
Isla Baja. Pareciera que nos encontráramos en el Jardín de las Hespérides,
después del paso de Hércules para robar las manzanas y matar al Dragón Ladón,
de cuyas gotas de sangre nacieron los Dragos. Estábamos en silencio apreciando
cómo Cristina se quedaba extasiada contemplando el paisaje, cuando la madre de
Sofía nos vino a tomar la comanda.
—Tenemos
paella, ropa vieja y huevos estrellados. Para picar, castañas asadas, quesito
asado y garbanzas. —Nos cantaba de corrido en voz alta. Luego se acercó más y
nos dijo calladamente— Como me dijeron que van a pedir ropa vieja, para picar
les voy a traer quesito asado, unas morcillas de las que le gustan a Costanza y
un plato de carne con papas que hice para comer nosotros hoy.
—¡Qué
rico! —le dijo Willy—. Se me está haciendo la boca agua.
—¡Que
chollo tienen ustedes con esta gente! Hasta nos van a traer de la comida que
hacen para ellos —comentó Cristina.
En
esto llegan Sofía y Alex para colocar los platos, los cubiertos, los vasos, el
pan, el vino y las servilletas.
—Enseguida
les traemos los entrantes —dijo Sofía—. ¿Le gusta la vista, señorita? —le
pregunta a Cristina.
—Mucho.
¡Me encanta! Pero puedes llamarme Cristina. Así no me siento tan extraña. ¿Te
puedo llamar Sofía?
—Si,
claro. Por supuesto. Éste es Alex, mi novio—. Y le dio con el codo.
—¡Uy,
que el gato le comió la lengua! —dijo Costanza, a la vez que le daba con el
codo a Willy y miraba a Alex— Es la primera vez que te veo callado y sin
respuestas. ¿Qué pasa? ¿Te gusta mi amiga?
—Si.
Es muy guapa —miró a Sofía y se dirigió a Cristina—. No se ofenda señorita,
pero Sofía me gusta más.
—¡Anda,
anda! Quítate de mí vista. ¡El que no te conoce te compra! —Le dijo Costanza
entre las risas de todos.
Cuando
se fueron para traer los entrantes, Cristina comentó que les había caído muy
bien los chicos. Que eran muy agradables y sabían llevar las bromas. Willy
comenzó a describirle el paisaje a Cristina diciéndole los topónimos de los
lugares que aparecían ante su vista, mientras Costanza llenaba los vasos con el
vino nuevo. Enseguida aparecieron con el queso asado, un par de morcillas y la
carne con papas.
—Aquí
tienen. Que les aproveche —les dijo Sofía.
—¡Gracias,
chicos! —contestó Willy.
—¡Que
pinta tiene todo! —dijo Cristina—. No sé por dónde empezar.
—Yo
empiezo por las morcillas —y se sirvió la mitad de una de ellas.
—Fíjate
si le gustan —murmuró Willy mientras se llevaba a la boca un trozo de queso
asado con mermelada de arándanos— que hasta la madre de Sofía lo sabe.
—Si.
Ya me di cuenta que conoce todos sus gustos. ¡Mmmm…! Esta, está buenísima —farfulló
con un trozo de morcilla en su boca.
Comieron,
bebieron, disfrutaron de la vista, comentaron lo bien que se comía allí y lo
agradable que era la familia que regentaba el guachinche. Cristina estaba
disfrutando de lo lindo. Se acabaron todos los entrantes y vaciaron la botella
de vino. Nada más percatarse, Sofía acudió a retirarles los platos y Alex
apareció con otra ración de vino. Sin solución de continuidad, aparecieron con
los platos colmados de ropa vieja.
—Ya
verán que buena está. A mi suegra le queda de escándalo. Esa es la razón por la
que estoy con Sofía —la miró y le picó un ojo. Aunque a ella no le hizo mucha
gracia y le dio un empujón.
—¡Ja,
ja, ja! —rieron todos.
—Por
cierto, chicos. No quiero aguarles el día —les dijo, Costanza—. No se olviden
que el martes tenemos el examen.
—¿Cómo?
—saltaron al unísono, Willy, Alex y Sofía.
—El
martes no tenemos examen con usted —dijeron Sofía y Alex.
—El
martes tienen examen conmigo —respondió Willy.
—¡Ah,
es verdad! Que me lo cambiaron para el jueves, ¿no?
—No.
No te lo cambiaron para el jueves, porque no estaba marcado. El que lo tenía
cogido era yo. ¡Y desde el comienzo del curso! ¿Verdad chicos?
—Si.
Desde septiembre tenemos marcados todos los exámenes del curso. Es el profe más
organizado que existe —dijo Alex, y se marcharon para dejarlos comer.
—¡Que
buena está la ropa vieja! —dijo Cristina— ¡Mmmm…! Tiene un toque picante muy
agradable.
—Si.
La hace muy buena. —Dijo Willy, levantando su vaso para brindar—. ¡Por
nosotros!
—¡Por
nosotros! —lo secundaron las chicas.
—Tienes
a los chicos en el bolsillo, Willy —le dijo Cristina.
—Los
tiene acojonados, que no es lo mismo —intervino Costanza—. Es el profe más
intransigente y duro que existe. ¡Jamás mueve un examen!
—No
los muevo porque los marco desde septiembre. Ellos saben que cuando el resto
del profesorado se los vaya a poner ya tienen unas fechas cogidas. Y no me
parece justo que sea yo el que tenga que cambiarlos porque el resto del
profesorado no sea diligente.
—Estoy
de acuerdo contigo —dijo Cristina—. Desde fuera parece que no hay coordinación
del profesorado. ¿Y qué dicen los chicos?
—Lo
mismo que yo —terció Costanza—. Cuando vengan se lo vamos a preguntar y verás.
Siguieron
saboreando la ropa vieja y degustando el vino. Cristina estaba disfrutando como
una niña. Le gustaba el sitio y la compañía de sus amigos. El día, espléndido,
contribuía a ello. En eso se acercó la madre de Sofía.
—¿Está
todo bien? ¿Le gustó la ropa vieja, señorita? —le preguntó a Cristina.
—Si.
Me ha gustado mucho. Nunca la había comido tan buena. Tiene un ligero sabor a
picante, pero muy suave. ¡Me encanta! Tiene muy buena mano para la cocina. La
felicito.
—Muchas
gracias, señorita. A ustedes no les pregunto nada porque ya sé la respuesta.
Sobre todo, la tuya Costanza. Bueno, los dejo. Ahora les mando a los chicos por
si quieren postre. Tenemos arroz con leche y tarta de manzana. Las dos son de
hoy. Hasta luego.
—Que
atenta la señora. Me gusta mucho este guachinche —dijo Cristina.
Estaban
hablando de cosas intrascendentes, de los clientes del guachinche, de lo buena
que estaba la comida, del vino nuevo, de lo agradable que estaba la tarde,
cuando llegaron Sofía y Alex para retirar los platos y ofrecerles el postre.
—Mi
madre me dijo que ya sabían lo que tenemos de postre. ¿Decidieron?
—Yo
quiero un arroz con leche —dijo Willy.
—Para
mí —pidió Costanza— la tarta de manzana.
—Yo
también, arroz con leche —Cristina la miró y le sonrió.
—Entonces,
dos arroces con leche y una tarta de manzana. Gracias.
—Maestro,
¿quiere un licor? —le preguntó Alex a Willy.
—¡Oye,
machista! —le reprochó Costanza—, nosotras también queremos un licor. Para mí
el de ruda, si les queda. ¿y para ti, Cristina?
—El
de ruda está bien, gracias.
Se
fueron los chicos llevándose los platos, los cubiertos y los vasos, para traer
el postre y los licores. Cuando volvieron con los licores, Costanza les
preguntó:
—A
ver, chicos. Tenemos una discusión entre nosotros. Cristina quiere saber cuál
de los dos es más duro, más intransigente, menos comprensivo. ¿Tú que dices,
Sofía?
—¿Yo?...
Pues… ¡Jo, Costanza!...
—¿Qué
pasa? ¿No te atreves a expresar tu opinión? Ya sabes que siempre los he animado
a ser críticos y a expresarse con toda libertad. Eso sí, razonando la respuesta.
—La animó Willy.
—Pues
yo creo que tú eres más dura y menos comprensiva que él. —le soltó Alex.
—¡Ah,
sí! ¿En qué te basas? Dime por qué. Con él no has aprobado ni un examen.
—La
verdad es que no he aprobado ninguno, pero la culpa no es de su dureza sino de
mi falta de estudio. Además, Willy siempre nos razona las cosas y hasta que no
las entendemos nos está dando la lata con nuevos argumentos. Parece duro, pero
yo lo veo más como persistente, incansable, nunca se rinde, hasta que lo
entendemos. Lo siento, Costanza. Tú eres muy buena profesora y te desvives por
nosotros, siempre nos estás dando nuevos recursos, pero cuando te pones seria
no hay quien te diga nada. Y, sobre todo, siempre tienes razón. Y eso nos
mosquea un mogollón.
—Agradezco
tu sinceridad, Alex. La verdad es que nunca lo había visto así —le dijo
Costanza.
—Yo,
Costanza, creo que Alex tiene razón. —Intervino Sofía—. ¡Pero tú eres muy buena
profesora! En realidad, son los mejores profes que hemos tenido nunca. Lo que
pasa es que tu carácter a veces no te deja empatizar con nosotros. En cambio,
Willy siempre lo hace. Y siempre termina consiguiendo lo que se proponía. Pero
tú ya lo sabes, porque lo conoces tan bien como yo a Alex, ¿no?
—Supongo
que sí. La verdad es que siempre se está aprendiendo. Y ustedes me acaban de
dar una lección. Se los agradezco mucho, chicos. Pero prepárense para el
jueves. ¡Los voy a machacar!
—¡Ja,
ja, ja! —Se rieron los chicos sin darle importancia a las amenazas de
Costanza—. Por ese lado estamos muy tranquilos, ¿verdad Sofía? Tú nunca has
sido vengativa. ¡Eres una buena persona!, no como la enana rubia de Biología.
—¡Oyes!
—le conminó, Willy— Ya sabes lo que opino de hablar mal de las personas cuando
no están presentes y no se pueden defender.
—¡Maestro!
Pero si esa bruja no tiene defensa posible.
—Chicos
—intervino Cristina—, perdonen que me inmiscuya. Yo no soy profe. Pero creo que
Willy tiene razón. No se debe hablar mal de nadie si no está presente para
defenderse. Además, veo que ustedes son sinceros hasta el punto de decir lo que
piensan delante de ellos —señalando a Costanza y a Willy—. Eso requiere mucha
personalidad y mucha confianza profesor-alumno.
—La
verdad, Cris, que lo mejor que tienen estos chicos es que son buenas personas.
Y excelentes alumnos y alumnas. Se apoyan entre ellos, se animan a seguir
estudiando, y van sacando los cursos. Donde los ves, Sofía quiere hacer
medicina y Alex está dudando entre informática o Administración y Dirección de
Empresas. Pero primero tienen que aprobar Filosofía. ¡Ja, ja, ja!
—Eso
está chupao, maestro. Ya verás cómo vamos a bordar el examen de Platón. Sofía y
yo estamos enamorados platónicamente… ¡Ja, ja, ja!
—¡Pero
que carotas son! ¡Ja, ja, ja! —dijo Costanza—. Anda, traigan la cuenta que
tenemos que irnos a preparar los exámenes.
La
cuenta la trajo la madre y les preguntó cómo lo habían pasado. Si les había
gustado la comida, y la mesa improvisada. Que estaban muy contentos con su
visita y que volvieran cada vez que quisieran. Que trajeran a Cristina. Y sobre
los chicos, que no fueran blandos. Que les exigiera todo lo necesario. Que
tenían que aprender y prepararse para el futuro. Ellos les dieron las gracias.
Pagaron la cuenta y se marcharon. Al salir, pasaron por la barra y se
despidieron del padre de Sofía. Cuando estaban entrando en el coche, Alex llegó
corriendo con una bolsa llena de castañas y se las dio de parte de la familia.
—Que
experiencia más bonita he tenido. ¡Deben de estar orgullosos de su profesión!
—les dijo Cristina que se había sentado en el asiento delantero cedido por
Costanza.
—Bueno,
hora de regresar. No nos podemos quejar, ¡eh! —comentó Willy mientras ponía el
coche en marcha— Hemos paseado, comido, bebido, pasado un rato agradable y
hemos disfrutado de la amistad. ¿Qué más se puede pedir?
—No
tener que preparar los exámenes y las clases de mañana —bostezó Costanza.
—¡Uy,
que se le subió el vino! —respondió Willy.
—No
estoy cargada, listillo. Pero me está entrando un sopor que igual me duermo.
Aunque voy a hacer un esfuerzo por mantenerme despierta para que no se les
ocurra hacer guarradas en el coche.
—¡Duerme
mi niña, duérmete ya…! —comenzó a cantarle Cristina haciendo que Willy
estallara de risa y Costanza le sacara la lengua poniendo cara de pocas amigas—.
Fuera de bromas. Todavía nos queda una cosa por dilucidar.
—¿Sí?
¿Cuál? —se incorporó Costanza con cara de novelera.
—¡El
perro! Tenemos que pensar en el nombre y si lo preferimos macho o hembra.
—Opino
que, si lo queremos, debe estar en la casa de Willy porque tiene jardín, y para
un perro es mejor que estar en un piso como el tuyo o el mío.
—Tú
¿qué opinas? —le dijo Cristina a Willy.
—¡Perfecto!
Para el perro será mucho mejor. No lo sé si lo será para mis orquídeas. De
todas formas, es una decisión que tenemos que meditarla mucho y con calma.
Tener una mascota es una gran responsabilidad.
—Estoy
de acuerdo. Vamos a pensarlo detenidamente. Creo que ya tengo un nombre.
—¿Sí?
¿Cuál? —preguntó Costanza que siempre entraba al trapo.
—¡Braulio!
—¡Ja,
ja, ja! ¡Je, je, je! —Comenzaron a reírse Cristina y Willy, mientras Costanza
se enfurruñaba y se tendía en el asiento del coche.
Llegaron
a La Laguna y Willy se dirigió a la casa de Costanza. Aparcó por fuera para que
se bajara.
—Bueno
chicos. Ha sido un día maravilloso. Gracias por todo. —Les dio un beso y se
bajó del coche—. No los invito a pasar porque estarán cansados como yo y porque
tengo que preparar las clases y los exámenes. Chao.
Se
despidieron de ella y Willy dobló en la primera calle a la derecha para dejar a
Cristina en su piso.
—No
vayas a mi casa. Ya es hora de que me ponga tus pijamas.
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