lunes, 7 de diciembre de 2020

ÍTACA

Eran las seis de la tarde cuando entraron en el garaje. El horario de invierno hacía que la noche se apoderara de la ciudad. Paró el coche, apagó el motor y subieron a la casa. Encendió la luz y ante los ojos de Cristina apareció una amplia sala con seis puertas y una escalera: la que daba el garaje, la del acceso al jardín delantero, la de la cocina, la del cuarto de baño, la del despacho y la que accedía al porche del jardín trasero. La escalera subía hacia el piso superior.

—¡Que casa más grande! ¿No te sientes sólo en ella? —Le preguntó.

—Depende del día. En general me encuentro muy cómodo. Es cuestión de costumbre.

—Supongo. Me gusta mucho lo que veo.

—Perdona. Soy un descortés. Te la muestro. El garaje ya lo conoces. La puerta de la derecha —la abrió y encendió el farol de la fachada delantera— da a este jardín de entrada. Por la de la izquierda —la entreabrió y encendió la luz— se accede al cuarto de baño. La que está abierta —se acercaron a ella y prendió la luz— es la cocina. Aquella de enfrente —caminaron hacia ella, la abrió y pulsó el interruptor de la luz— es la del despacho. Y por esa cristalera se accede al porche y al jardín trasero. Es una pena que sea de noche y no puedas apreciar el jardín. Arriba —se dirigieron a las escaleras y comenzaron a subir— están las habitaciones y el cuarto de baño grande. Éste es mi dormitorio —señaló un cuarto enorme que estaba abierto— justo al lado de esta habitación pequeña que uso de vestidor. La siguiente puerta es el baño principal —la abrió y encendió la luz— y esa de enfrente es la habitación de invitados. Aquella es la habitación de Costanza. Esas escaleras —señaló un tramo que ascendía— dan a una pequeña buhardilla. Siéntete como en tu casa.

—Gracias. Eres muy amable. —Se acercó, le pasó las manos por el cuello y lo besó apasionadamente—. Mi primer beso en tu casa. ¿Te gustó? —No dijo nada. La rodeó con sus brazos y se fundieron en un beso apacible, un beso de bienvenida que sonaba a quédate para siempre, un beso de acogida perpetua.

—Me alegro mucho que estés aquí —le dijo Willy mirándola a los ojos.

—Yo también. Lo estaba deseando. No sabía cómo pedirte que me invitaras. Al final recurrí al pijama. ¡Ja, ja, ja! 

—¡Ja, ja, ja! Tienes recursos para todo. ¿Mañana no trabajas?

—No. Tengo toda la semana libre. Me pedí cinco días de convenio. Hasta el lunes de la próxima semana no tengo que ir al Hospital.

—¡Que bueno! Yo entro a primera hora. A las siete y cuarto me recoge Costanza. Si necesitas el coche tiene las llaves puestas, y en la guantera está el mando a distancia del garaje. Sobre el ajedrez que está en la sala te dejo una copia de las llaves de la casa. No hace falta que madrugues. Quédate en la cama hasta que quieras.

—Vaya. Piensas en todo. Eres un sol.

—Vamos que te digo dónde están las cosas en la cocina para que puedas prepararte el desayuno. —Bajaron las escaleras, ella abrazada a la espalda de él.

—Aquí tienes —abrió una puerta dentro de la cocina— la despensa. El resto lo tienes en los armarios y la nevera. Te apañas como quieras. Te vuelvo a repetir que ésta es tu casa.

—Estoy un poco abrumada, pero muy agradecida por tu confianza. Gracias, Willy.

—Bueno. Vamos a ver. Tenemos que ducharnos y cenar. ¿Tienes mucha hambre?

—La verdad es que no. Me quede llenísima. Me tomaré algo antes de acostarme. ¿Y tú?

—Yo no voy a cenar. Estoy igual de lleno que tú. Pero tengo en la nevera un caldito que resucita a un muerto y es muy digestivo. ¿Te apetece una tacita más tarde?

—Si. Me tomaré una tacita contigo antes de acostarme.

—Ya conoces la casa. Tengo que encerrarme en el despacho para preparar las clases de mañana e imprimir los exámenes. ¿Te quieres ir duchando o lo hago yo primero?

—Hombre. Lo que me gustaría es ducharme contigo. —le picó un ojo—. Pero entiendo que tengas que planificar esas clases. Dúchate primero para que las prepares descansado y fresco. Entretanto voy a preparar la habitación de invitados para quedarme en ella.

—¿Cómo? Usted se queda en la habitación principal, señorita. Que para entonces ya habré terminado mi trabajo y estaré enteramente a su disposición.

Subió a ducharse mientras ella comenzó a inspeccionar la casa. En el mueble de la sala, lleno de libros de consulta —enciclopedias generalistas, de historia del arte, de la música, de canarias, sobre orquídeas, diccionarios…— había un solo portarretrato de plata con un diseño moderno y elegante, hecho de contrastes entre líneas, con un bonito diseño de un árbol de la vida, que enmarcaba una foto de Willy con Costanza y el Teide de fondo. Sin lugar a dudas era la foto que las turistas alemanas les había sacado en el Mirador de Chipeque. Era una foto preciosa. Willy estaba guapísimo y mostraba cara de felicidad. Momentáneamente sintió celos de Costanza y se imaginó a ella en su lugar. En diversos niveles del mueble, había varios Tibor. Un Lladró, clásico, coronado por una pareja de elegantes garzas con acabado en porcelana blanca mate y lustre plateado; otro de porcelana china en azul cobalto; un tercero de cerámica vidriada en color crema con florecillas y la superficie cuarteada; el último, de cerámica inglesa Sadler de reflejos o tornasol con motivos orientales. La mitad de la parte baja hacía las veces de mueble bar, y lo otra mitad contenía las copas y vasos. En el centro del mueble había una televisión.

El despacho estaba separado de la sala por un tabique que estaba cubierto por un mueble con puertas de cristal de las que colgaban diversos y variados borlones, que contenía una cantidad enorme de vinilos —LPs y Single, la mayoría de 45 RPM—, torres con CDs, y multitud de cassettes.  En el centro había un equipo de música compacto con diseño en madera. Dos grandes altavoces Sony, destacaban en los extremos superiores del mueble. En el ángulo que dicho tabique formaba con la pared del salón, había ubicado un sillón orejero y una mesita auxiliar con varios libros. Le llamó la atención un ejemplar —con un marcador de metal que llevaba colgando un búho— titulado El Paraíso Perdido. Una lámpara de pie conformaba el apacible lugar que invitaba a la lectura.

Un poco más allá, un conjunto de sofá y sillón de amplios brazos curvados por sus volutas, con unos asientos mullidos y gruesos, tapizado en tela Otomán estampada con motivos de rosas en color arena, ofrecían un cómodo lugar para conversar, ver una película o escuchar música. Delante había una pequeña mesa de centro con un cenicero, un centro de mesa y una bombonera, todos de cristal de Bohemia, sobre un paño rústico de encaje de ganchillo blanco rectangular. Sobre la pared del sofá colgaban tres cuadros. El del centro era una marina al óleo con olas rompientes de la costa de Bajamar. A su derecha, un lienzo con una vista de La Laguna desde el mirador de Jardina con el Teide nevado en la lejanía. A su izquierda, una pareja de espaldas paseando bajo la lluvia por la calle de La Carrera con la torre de La Concepción al fondo.

La visión del salón era placentera, agradable, y muy grata a los sentidos. Estaba puesto con muy buen gusto. El parquet aportaba calidez al ambiente.  No se atrevió a entrar en el despacho porque le parecía que era una estancia muy personal. Esperaría a que él la invitase. Se sentó en el sofá para disfrutar de la paz que emanaba el ambiente mientras esperaba que bajara Willy. La curiosidad por el libro que descansaba sobre la mesa auxiliar la impulsó a levantarse y sentarse en el sillón orejero. Lo cogió y comenzó a ojearlo. Enfrascada en su lectura, no se dio cuenta que Willy la observaba desde las escaleras.

—¿Está interesante? ¿Te gusta? —le dijo Willy mirándola desde el rellano.

Levantó la vista sobresaltada sin cerrar el libro. La visión de Willy la dejó atónita. Permanecía allí, en alto, mirándola. Estaba en pijama, cubierto con una bata ligera de estar por casa satinada, de color azul cobalto. ¡Estaba muy atractivo!

—¡Ah! ¡Hola! Estaba ojeando el libro. ¡Estás muy guapo! ¿Trata del pecado original? —le preguntó entre sobresaltada y ruborizada.

—Si, bueno. Es un poema narrativo acerca de Adán y Eva y su expulsión del paraíso. Trata sobre la libertad y propone la pregunta de por qué existen el mal y el sufrimiento en el mundo. Plantea dos cuestiones acerca de Dios: por un lado, Dios no es infinitamente bueno porque permite el mal; por otro, si no lo puede remediar, es que no es todopoderoso. Así enlaza la libertad con el mal: Dios nos ha hecho libres y nosotros somos los causantes del dolor, el sufrimiento y el pecado, usando mal nuestra libertad.

—¡Uf! Muy profundo para estas horas. Aunque parece interesante.

—Ya. También trata el tema de las relaciones personales. En el paraíso, Adán y Eva eran muy felices, como todos los enamorados al principio de las relaciones. Después, con el paso del tiempo y los roces viene la rutina, el mal y el pecado. La solución que propone es que se puede ser feliz a través de la fe, la gracia divina y el perdón. Algo así como que el cariño surge con el paso del tiempo, que lejos del enamoramiento inicial, se vuelve más profundo y posibilita alcanzar la felicidad aun partiendo de la infelicidad. A grandes rasgos este es el tema del libro.

—Vaya, parece que ya te lo has leído.

—Si. Unas tres o cuatro veces. Es un libro recurrente, como tantos otros de obligada lectura, que me encanta releer y recuperar ideas que con el paso del tiempo pasan a un segundo plano. —Terminó de bajar las escaleras.

—Me gusta mucho tu casa. Lo que conozco de ella. El salón es muy íntimo y habla mucho de ti —le comentó mientras cerraba el libro y lo dejaba sobre la mesita.

—¿Sí? ¿Habla de mí? ¿Qué te dijo? —le preguntó con socarronería.

—Que eras un preguntón. ¡Ja, ja, ja! —le dijo mientras se reía.

—Buena respuesta. Me la tengo merecida. En el baño tienes toallas limpias, un pijama mío abrigadito, una bata y unas zapatillas. Ten cuidado que te quedan grandes no te vayas a tropezar —le dijo mientras señalaba el piso superior.

—Estupendo. Me apetece darme una ducha calentita. Enseguida bajo.

—Voy preparando la cena. ¿Te apetece entonces un caldito?

—Si. Algo suave y digestivo. Todavía estoy satisfecha de la copiosa comida. —Subió las escaleras mientras Willy la observaba alejarse.

Abrió el mueble, buscó entre los vinilos, y sacó un LP de Alfredo Kraus titulado Siboney. Lo colocó sobre el tocadiscos y comenzó a sonar. Adecuó el sonido al ambiente y se fue a la cocina a preparar la cena. Mientras se calentaba el caldo, salió al jardín a buscar unas hojas de hortelana. Extendió el mantel, colocó los platos y las tazas para el caldo con los cubiertos y las servilletas. En una cestita de mimbre puso tostadas y palitos de pan. Sacó queso, mantequilla, mermelada y algunos embutidos. Una botella de agua y dos vasos.  Estaba contento canturreando cada una de las canciones que Kraus, con su magistral voz de tenor lanzaba al aire del salón, cuando oyó que Cristina salía del baño. Se asomó a la puerta de la cocina, a la vez que comenzaba a sonar la melodía A la orilla de un palmar, mientras Cristina bajaba las escaleras con un pijama de franela dos tallas mayores que ella, preciosa y sensual, con la parte superior desabotonada. Sin dejar de mirarla, con la cara henchida de satisfacción, comenzó a cantar a dúo con el maestro:

A la orilla de un palmar

Yo vi de una joven bella

Su boquita de coral

Sus ojitos dos estrellas…

—Vaya. ¡Que recibimiento! Tú sí que sabes enamorar a una chica. ¡Me encanta Alfredo Kraus! Y que bien huele… —Terminó de bajar las escaleras.

Willy se acercó, le cogió las dos manos, y le cantó mientras la miraba:

Al pasar le pregunté

Qué quién estaba con ella

Y me respondió llorando

Sola vivo en el palmar…

Se dieron un beso y se abrazaron un largo rato, mientras el maestro seguía deleitándoles el oído. Al cabo se dirigieron a la cocina y se sentaron para cenar.

—¿Te apetece unas hojitas de hierba-buena con el caldo? —preguntó Willy.

—Sí. Me encanta. ¿Son de tu jardín?

—Sí. Mañana lo verás. Hay una zona con hierbas aromáticas.

Después de cenar, Cristina le propuso que se fuera al despacho mientras ella fregaba la loza y recogía la cocina, para que él se fuera al despacho a terminar lo que tenía que preparar para mañana. Willy se negó aduciendo que no tardaría mucho en preparar las clases y que quería enseñarle el despacho antes. Entre los dos recogieron la cocina y fueron al despacho. Antes de entrar, guardó el disco de Alfredo Kraus, apagó el equipo y cerró el mueble.

—¡Qué acogedor! —Exclamó Cristina cuando Willy encendió la luz.

Ante sus ojos apareció una habitación de unos 15 m², con el techo machimbrado en color castaño envejecido por los años, y las paredes escondidas detrás de estanterías repletas de libros. En la pared de enfrente había una ventana que daba al jardín, y debajo de ella, a unos 30 cm., una repisa con tres Phalaenopsis que proyectaban sus varas de tallos dobles llenas de flores blancas moteadas de violeta, amarillas con el lobelo rojo y verdosas, sobre el cristal para recibir la luz indirecta del sol. A la izquierda estaba situada la mesa de trabajo para que la luz natural no le hiciera sombra. Estaba llena de libros, algunos abiertos, y un ordenador portátil. De estilo Victoriano, en madera maciza de nogal tallada a mano, y el tablero de escritura tapizado en eco-piel verde. Dos sillas, una a cada lado, tapizadas igualmente en eco-piel verde y madera de nogal. Sobre la mesa una lámpara de escritorio tipo banquero y aspecto tradicional, con pantalla verde y brillante armazón color latón. En los pies, una alfombra de color verde muy suave, de la India, confeccionada en lana.

—Pasa y siéntate. Voy a encender el ordenata —le dijo.

Se sentó y observó que, en la pared de enfrente, la estantería tenía un hueco que albergaba una acuarela de la torre de la Concepción, vista desde la calle de La Carrera, a la altura de la Plaza de la Concepción, cuando todavía la calle, mojada por la lluvia, no era peatonal. El marco en madera tallada transmitía una sensación cálida y tradicional, y el passepartout, de color grisáceo, acorde con el paisaje lluvioso, le confería al conjunto una prestancia notable. El cristal mate permitía que la obra se viera mejor. Sobre él, una lámpara para cuadros de latón envejecido le otorgaba una apariencia antigua. Le llamó la atención que no tenía ningún libro de texto sobre la mesa. Varios ejemplares de la escritora Jean M. Auel, de la saga Los Hijos de la Tierra, estaban abiertos o señalados con varios marca libros. Extrañada le preguntó:

—¿No vas a preparar las clases? ¿dónde está los libros de textos?

—No uso. Ni el alumnado tampoco.

—¡Ah, no! Y entonces, ¿qué usan?

—Pues trabajamos por centros de interés mediante situaciones de aprendizaje. Yo les doy las pautas y ellos confeccionan, en grupos de no más de cuatro, los temas. Dedicamos varias clases a prepararlos, yo los superviso, y finalmente los exponen. Durante el proceso nos vamos evaluando cualitativa y cuantitativamente, atendiendo a estándares de aprendizaje evaluables, mediante autoevaluaciones, coevaluaciones y heteroevaluaciones, que nos dan una visión del proceso de enseñanza-aprendizaje muy preciso, permitiéndonos un feedback que nos ayuda a resituarnos en cada momento del proceso.

—Y estos libros de Jean Auel, ¿para qué los utilizas?

—Para las clases de Antropología. Estamos elaborando una situación de aprendizaje para explicar la expansión de la raza humana por el continente europeo utilizando la saga Los Hijos de la Tierra, a caballo entre el rigor científico, la novela histórica y los relatos de aventuras, que engancha a los alumnos y alumnas.

—Muy interesante. ¡Cómo ha cambiado la metodología desde que yo estudiaba! Seguro que has tenido muchas etapas diferentes a lo largo de tu vida profesional.

—Si. Algunas he tenido. La enseñanza, como la vida misma, es un proceso. Es un camino que hay que recorrer, y aunque es hacia adelante, nunca es en línea recta. Es una odisea, como el viaje de Ulises. Ítaca es la excelencia, pero para alcanzarla hay que emprender un viaje lleno de aventuras y desafíos. La enseñanza es un recorrido de crecimiento personal y las diversas etapas forman parte de la vida. Tener la capacidad para afrontarlas y no desanimarnos en nuestro camino es lo que nos permitirá lograr el objetivo: Ítaca.

—Me estaría toda lo noche escuchándote en este despacho. Pero tú tienes que preparar las clases y yo prefiero hablar contigo en la cama. Así que te dejo con tus libros y tus clases y me voy a la cama a esperarte. —Se levantó, le dio un beso y añadió—: ¡No tardes!

—Descuida. Subiré en cuanto termine.

Mientras se alejaba, pensaba en la vida que tenía Willy. Parecía feliz. Tenía estabilidad económica, un trabajo que le encantaba, una espléndida casa, una buena amiga, le gustaba la música, estaba rodeado de libros que formaban parte de su vida, de su forma de ser, de pensar. Lo había descubierto, no sólo por la cantidad que había por toda la casa, sino por los que tenía abiertos o marcados en diferentes lugares de la misma. Incluso tenía un rincón para leer con varios libros sobre la mesita. Se preguntaba si ella llegaría a ser parte del libro de su vida. Si alguna vez Willy la leería con la misma pasión que leía sus libros. Mientras salía del baño, antes de acostarse para esperarlo, le fascinó la idea de llegar a ser una de las páginas favoritas del libro de su vida.

Apagó la luz del pasillo y encendió la de la habitación de Willy. Sobre una mesilla de noche había un libro por lo que supuso que ese era el lado de él. Dio la vuelta a la cama y se acostó por el otro lado. Se fijó en un cuadro colgado en la pared del fondo. Era una pintura al óleo sobre lienzo. Una mujer semidesnuda aparecía sentada sobre sus piernas encima de una manta. De su larga y abundante cabellera negra, recogida por una cinta en la cabeza, le caían dos trenzas sobre el cuerpo. El pecho derecho desnudo, se mostraba complacido y sugerente, mientras con la mano derecha sostenía una tela que escondía el seno izquierdo. Un hombre aparecía acostado, apoyando la cabeza sobre los muslos de la mujer, que mostraba unas caderas voluptuosas y las piernas desnudas. Su brazo extendido y recogido sobre la cabeza descansaba sobre el muslo de ella. Tenía la mirada perdida, como evadido de la realidad. Ella apoyaba su brazo izquierdo sobre el pecho desnudo de él. En el centro del passepartout inferior había una placa que le daba el nombre al cuadro: La evasión de Ulises.

Para mantenerse despierta, cogió el libro que estaba sobre la mesilla de noche de Willy. La portada eran unos palos entrelazados con un mástil y una vela al viento, simulando una balsa. Se titulaba Ítaca y era de C. P. Cavafis. Era un libro de poesía de unas 64 páginas. Tenía dos marcas. Un marcalibros en el poema Ítaca y la esquina de una página doblada en el poema Recuerda, cuerpo. Este último, con los siguientes subrayados:

Recuerda, cuerpo, cuánto te amaron;

no sólo las camas que tuviste,

sino también los deseos que brillaron abiertamente

en los ojos que te vieron;

las voces temblorosas, que algún obstáculo frustró.

Ahora que todos están en el pasado,

parece como si en realidad te hubieras

entregado a esos deseos.

Cómo deslumbraban.

Recuerda los ojos que te vieron,

las voces que temblaron por ti.

Recuerda, cuerpo.

Se quedó muy intrigada por el subrayado. No lo sabía interpretar. Lo leyó varias veces y quiso recordarle su anterior relación. Enseguida desechó la idea como quien disipa un mal pensamiento por miedo a pecar. ¿Por qué tenían diferentes estilos de subrayado? ¿Por qué eran de colores diferentes? Intentó leerlos por colores y no tenían sentido. Por estilos de subrayado y tampoco encontró ningún significado. Cerró los ojos y repitió, recuerda, cuerpo, varias veces. Un temblor la recorrió desde la cabeza hasta la punta de los dedos del pie. Recordaba las noches que había pasado con Willy en su casa. De repente, el temblor se convirtió en angustia al evocar, están en el pasado, como si le recordara que ya pasó, que no sabe si volvería a pasar. De pronto, se sintió desnuda y sola en una cama extraña. Abrió los ojos, como los abre una niña intentando escapar de una pesadilla. Intentó serenarse pensando que en breve subiría y la volvería a amar. Que los recuerdos se volverían presentes y actualizarían el deseo y la pasión con la que se habían amado.

Se quedó mirando el cuadro con el libro caído sobre la cama. Le llamaba la atención la mirada perdida de Ulises. «¿Estará recordando los amores pasados?», pensaba mientras contemplaba la placidez de la escena. Pero «¿cómo se puede recordar amores pretéritos en un escenario como ese?», se decía confusa. Un escalofrío la hizo recostarse y abrigarse con el edredón. Cuando se le pasó, sacó los brazos, cogió el libro y lo abrió por la página donde estaba el marcalibros. Comenzó a leer el poema, Ítaca:

Cuando emprendas el viaje hacia Ítaca,

ruega que tu camino sea largo

y rico en aventuras y descubrimientos.

No temas a lestrigones, a cíclopes o al fiero

Poseidón;

no los encontrarás en tu camino

sí mantienes en alto tu ideal,

si tu cuerpo y alma se conservan puros.

Nunca verás los lestrigones, los cíclopes o a

Poseidón,

sí de ti no provienen,

si tu alma no los imagina.

 

Ruega que tu camino sea largo,

que sean muchas las mañanas de verano,

cuando, con placer, llegues a puertos

que descubras por primera vez.

Ancla en mercados fenicios y compra cosas bellas:

madreperla, coral, ámbar, ébano

y voluptuosos perfumes de todas clases.

Compra todos los aromas sensuales que puedas;

ve a las ciudades egipcias y aprende de los sabios.

 

Siempre ten a Ítaca en tu mente;

llegar allí es tu meta; pero no apresures el viaje.

Es mejor que dure mucho,

mejor anclar cuando estés viejo.

Pleno con la experiencia del viaje

no esperes la riqueza de Ítaca.

Ítaca te ha dado un bello viaje.

Sin ella nunca lo hubieras emprendido;

pero no tiene más que ofrecerte,

y si la encuentras pobre, Ítaca no te defraudó.

 

Con la sabiduría ganada, con tanta experiencia,

habrás comprendido lo que las ítacas significan.

Al acabar de leerlo se quedó pensativa, bajó los brazos que sostenía el libro, y perdió su mirada en el cuadro. Le parecía que Ulises estaba haciendo lo mismo. Que la hermosa y sensual mujer con la que acababa de hacer el amor, le estaba declamando el poema mientras lo acariciaba suavemente con su mano izquierda. Él, descansando la cabeza sobre sus voluptuosos muslos, la oía recitar la composición con la mirada perdida. «Estará evadiéndose de sus lestrigones, cíclopes o Poseidón», pensaba intrigada. Y comenzó a pensar en Willy. Lo echaba de menos y le parecía una eternidad el tiempo que tardaba en subir. Se preguntaba por qué tenía este libro en su mesilla de noche, y por qué lo tenía marcado por esos dos poemas. Cavilaba si cada noche lo leería y se quedaría mirando el cuadro, interrogándose con las mismas preguntas que se estaba haciendo ella.

Cerró los ojos intentando evadirse de la mirada perdida de Ulises que la interpelaba a darse explicaciones de su viaje. Le daba miedo las respuestas. Pensó en Willy y deseaba verlo entrar, meterse en la cama y abrazarla alejando todos los demonios. Deseaba que fueran muchas las mañanas de verano, cuando, con placer, llegues a puertos que descubras por primera vez, y se despertara junto a él. Pensaba que el poema era un periplo con alma, un viaje al centro de su vida, a su interioridad. Un viaje que conjugaba la razón con los sentimientos, los aspectos cognitivos con los emocionales, para que entre ambos sobrellevaran las dificultades, los obstáculos y los fracasos que la propia odisea les iba planteando. Y se volvía a preguntar por qué Willy tenía este libro en su mesilla de noche, y por qué lo tenía marcado por esos dos poemas, sin encontrar una respuesta.

Compra todos los aromas sensuales que puedas, parecía decirle Ulises. Y voluptuosos perfumes de todas clases, le incitaba la mujer del cuadro con aquellos atractivos y sensuales labios. No sabía si el lienzo le hablaba o era ella la que le recitaba la poesía. Se estremeció hasta el punto de desear ser la mujer del cuadro y ofrecer sus muslos desnudos para que Willy descansara la cabeza y se evadiera del pesado viaje hasta Ítaca. Quería acompañarlo en su viaje, quería hacer su propio recorrido acompañada por Willy. Se emocionó al pensar en el camino acompañada por su Ulises particular, y se turbó cuando le pareció escuchar la voz de Willy que le decía «viaja conmigo a Ítaca».

No sabía si era por el cansancio del día o por las emociones que estaba viviendo, pero el sueño la estaba embargando. Hacía verdaderos esfuerzos por mantener los ojos abiertos. No quería que la somnolencia la venciera sin que llegara Willy. Quería proponerle hacer el camino juntos. Aguzaba el oído, pero no oía nada. Seguía en el despacho preparando las clases. La angustia comenzaba a atenazarla y el letargo se hacía insoportable. Se levantó, salió al pasillo y miró por la escalera. El despacho seguía encendido. Se dirigió al baño y se lavó la cara para espabilarse. Se acordó del poema, siempre ten a Ítaca en tu mente; llegar allí es tu meta; pero no apresures el viaje. Inconscientemente, desaceleró el paso para que la calidez de la cama no volviera a provocarle el sueño. Se sentó en las escaleras viendo como el despacho seguía iluminado. El frio la disuadió y abandonó su puesto de guardia. Se metió en la cama y evitó mirar al cuadro.

Es mejor que dure mucho, mejor anclar cuando estés viejo. Parecía decirle los personajes del cuadro. Se tapó la cabeza con el edredón para no oírlos. En la oscuridad de la cama pensaba que el viaje a Ítaca comenzaba allí mismo, en la habitación en la que estaba escondida entre las sábanas, porque el viaje es lo que nos acontece mientras nos ponemos en marcha. Al fin y al cabo, Willy era la excusa para empezar el camino. Y a tenor de lo vivido en aquella cama, sería un viaje incierto y nunca sabría lo que hay al otro lado de las sábanas, de aquella habitación o cuando subiera Willy del despacho. Sudando por el calor y la inquietud del camino, se destapó y miró a su alrededor. Todo estaba en su sitio. El cuadro colgaba en la pared ajeno a su ansiedad. Suspiró profundamente mientras pensaba que lo verdaderamente importante en la vida es el camino y lo que aprendemos al recorrerlo, mientras caía plácidamente en los brazos de Morfeo.

Willy apagó el ordenador, preparó la mochila y cerró el despacho. Subió la escalera y fue al baño. Apagó las luces del pasillo y entró en la habitación. Cristina estaba dormida. Junto a ella descansaba el libro de Cavafis. Puso el libro sobre la mesilla de noche, arropó a Cristina, le dio un beso en la frente y se acostó muy despacio para no despertarla. Apagó la luz y se dio la vuelta para admirar la cara de Cristina mientras se dormía. Comenzaba su viaje a Ítaca.



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