Eran
las seis de la tarde cuando entraron en el garaje. El horario de invierno hacía
que la noche se apoderara de la ciudad. Paró el coche, apagó el motor y
subieron a la casa. Encendió la luz y ante los ojos de Cristina apareció una
amplia sala con seis puertas y una escalera: la que daba el garaje, la del
acceso al jardín delantero, la de la cocina, la del cuarto de baño, la del
despacho y la que accedía al porche del jardín trasero. La escalera subía hacia
el piso superior.
—¡Que
casa más grande! ¿No te sientes sólo en ella? —Le preguntó.
—Depende
del día. En general me encuentro muy cómodo. Es cuestión de costumbre.
—Supongo.
Me gusta mucho lo que veo.
—Perdona.
Soy un descortés. Te la muestro. El garaje ya lo conoces. La puerta de la
derecha —la abrió y encendió el farol de la fachada delantera— da a este jardín
de entrada. Por la de la izquierda —la entreabrió y encendió la luz— se accede
al cuarto de baño. La que está abierta —se acercaron a ella y prendió la luz—
es la cocina. Aquella de enfrente —caminaron hacia ella, la abrió y pulsó el
interruptor de la luz— es la del despacho. Y por esa cristalera se accede al
porche y al jardín trasero. Es una pena que sea de noche y no puedas apreciar
el jardín. Arriba —se dirigieron a las escaleras y comenzaron a subir— están
las habitaciones y el cuarto de baño grande. Éste es mi dormitorio —señaló un
cuarto enorme que estaba abierto— justo al lado de esta habitación pequeña que
uso de vestidor. La siguiente puerta es el baño principal —la abrió y encendió
la luz— y esa de enfrente es la habitación de invitados. Aquella es la
habitación de Costanza. Esas escaleras —señaló un tramo que ascendía— dan a una
pequeña buhardilla. Siéntete como en tu casa.
—Gracias.
Eres muy amable. —Se acercó, le pasó las manos por el cuello y lo besó
apasionadamente—. Mi primer beso en tu casa. ¿Te gustó? —No dijo nada. La rodeó
con sus brazos y se fundieron en un beso apacible, un beso de bienvenida que
sonaba a quédate para siempre, un beso de acogida perpetua.
—Me
alegro mucho que estés aquí —le dijo Willy mirándola a los ojos.
—Yo
también. Lo estaba deseando. No sabía cómo pedirte que me invitaras. Al final
recurrí al pijama. ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja,
ja, ja! Tienes recursos para todo. ¿Mañana no trabajas?
—No.
Tengo toda la semana libre. Me pedí cinco días de convenio. Hasta el lunes de
la próxima semana no tengo que ir al Hospital.
—¡Que
bueno! Yo entro a primera hora. A las siete y cuarto me recoge Costanza. Si
necesitas el coche tiene las llaves puestas, y en la guantera está el mando a
distancia del garaje. Sobre el ajedrez que está en la sala te dejo una copia de
las llaves de la casa. No hace falta que madrugues. Quédate en la cama hasta
que quieras.
—Vaya.
Piensas en todo. Eres un sol.
—Vamos
que te digo dónde están las cosas en la cocina para que puedas prepararte el
desayuno. —Bajaron las escaleras, ella abrazada a la espalda de él.
—Aquí
tienes —abrió una puerta dentro de la cocina— la despensa. El resto lo tienes
en los armarios y la nevera. Te apañas como quieras. Te vuelvo a repetir que
ésta es tu casa.
—Estoy
un poco abrumada, pero muy agradecida por tu confianza. Gracias, Willy.
—Bueno.
Vamos a ver. Tenemos que ducharnos y cenar. ¿Tienes mucha hambre?
—La
verdad es que no. Me quede llenísima. Me tomaré algo antes de acostarme. ¿Y tú?
—Yo
no voy a cenar. Estoy igual de lleno que tú. Pero tengo en la nevera un caldito
que resucita a un muerto y es muy digestivo. ¿Te apetece una tacita más tarde?
—Si.
Me tomaré una tacita contigo antes de acostarme.
—Ya
conoces la casa. Tengo que encerrarme en el despacho para preparar las clases
de mañana e imprimir los exámenes. ¿Te quieres ir duchando o lo hago yo
primero?
—Hombre.
Lo que me gustaría es ducharme contigo. —le picó un ojo—. Pero entiendo que
tengas que planificar esas clases. Dúchate primero para que las prepares
descansado y fresco. Entretanto voy a preparar la habitación de invitados para
quedarme en ella.
—¿Cómo?
Usted se queda en la habitación principal, señorita. Que para entonces ya habré
terminado mi trabajo y estaré enteramente a su disposición.
Subió
a ducharse mientras ella comenzó a inspeccionar la casa. En el mueble de la
sala, lleno de libros de consulta —enciclopedias generalistas, de historia del
arte, de la música, de canarias, sobre orquídeas, diccionarios…— había un solo
portarretrato de plata con un diseño moderno y elegante, hecho de contrastes
entre líneas, con un bonito diseño de un árbol de la vida, que enmarcaba una
foto de Willy con Costanza y el Teide de fondo. Sin lugar a dudas era la foto
que las turistas alemanas les había sacado en el Mirador de Chipeque. Era una
foto preciosa. Willy estaba guapísimo y mostraba cara de felicidad.
Momentáneamente sintió celos de Costanza y se imaginó a ella en su lugar. En
diversos niveles del mueble, había varios Tibor. Un Lladró, clásico, coronado
por una pareja de elegantes garzas con acabado en porcelana blanca mate y
lustre plateado; otro de porcelana china en azul cobalto; un tercero de
cerámica vidriada en color crema con florecillas y la superficie cuarteada; el
último, de cerámica inglesa Sadler de reflejos o tornasol con motivos
orientales. La mitad de la parte baja hacía las veces de mueble bar, y lo otra
mitad contenía las copas y vasos. En el centro del mueble había una televisión.
El
despacho estaba separado de la sala por un tabique que estaba cubierto por un
mueble con puertas de cristal de las que colgaban diversos y variados borlones,
que contenía una cantidad enorme de vinilos —LPs y Single, la mayoría de 45
RPM—, torres con CDs, y multitud de cassettes.
En el centro había un equipo de música compacto con diseño en madera.
Dos grandes altavoces Sony, destacaban en los extremos superiores del mueble.
En el ángulo que dicho tabique formaba con la pared del salón, había ubicado un
sillón orejero y una mesita auxiliar con varios libros. Le llamó la atención un
ejemplar —con un marcador de metal que llevaba colgando un búho— titulado El
Paraíso Perdido. Una lámpara de pie conformaba el apacible lugar que
invitaba a la lectura.
Un
poco más allá, un conjunto de sofá y sillón de amplios brazos curvados por sus
volutas, con unos asientos mullidos y gruesos, tapizado en tela Otomán
estampada con motivos de rosas en color arena, ofrecían un cómodo lugar para
conversar, ver una película o escuchar música. Delante había una pequeña mesa
de centro con un cenicero, un centro de mesa y una bombonera, todos de cristal
de Bohemia, sobre un paño rústico de encaje de ganchillo blanco rectangular. Sobre
la pared del sofá colgaban tres cuadros. El del centro era una marina al óleo
con olas rompientes de la costa de Bajamar. A su derecha, un lienzo con una
vista de La Laguna desde el mirador de Jardina con el Teide nevado en la
lejanía. A su izquierda, una pareja de espaldas paseando bajo la lluvia por la
calle de La Carrera con la torre de La Concepción al fondo.
La
visión del salón era placentera, agradable, y muy grata a los sentidos. Estaba
puesto con muy buen gusto. El parquet aportaba calidez al ambiente. No se atrevió a entrar en el despacho porque
le parecía que era una estancia muy personal. Esperaría a que él la invitase.
Se sentó en el sofá para disfrutar de la paz que emanaba el ambiente mientras
esperaba que bajara Willy. La curiosidad por el libro que descansaba sobre la
mesa auxiliar la impulsó a levantarse y sentarse en el sillón orejero. Lo cogió
y comenzó a ojearlo. Enfrascada en su lectura, no se dio cuenta que Willy la
observaba desde las escaleras.
—¿Está
interesante? ¿Te gusta? —le dijo Willy mirándola desde el rellano.
Levantó
la vista sobresaltada sin cerrar el libro. La visión de Willy la dejó atónita.
Permanecía allí, en alto, mirándola. Estaba en pijama, cubierto con una bata
ligera de estar por casa satinada, de color azul cobalto. ¡Estaba muy
atractivo!
—¡Ah!
¡Hola! Estaba ojeando el libro. ¡Estás muy guapo! ¿Trata del pecado original?
—le preguntó entre sobresaltada y ruborizada.
—Si,
bueno. Es un poema narrativo acerca de Adán y Eva y su expulsión del paraíso.
Trata sobre la libertad y propone la pregunta de por qué existen el mal y el
sufrimiento en el mundo. Plantea dos cuestiones acerca de Dios: por un lado, Dios
no es infinitamente bueno porque permite el mal; por otro, si no lo puede
remediar, es que no es todopoderoso. Así enlaza la libertad con el mal: Dios
nos ha hecho libres y nosotros somos los causantes del dolor, el sufrimiento y
el pecado, usando mal nuestra libertad.
—¡Uf!
Muy profundo para estas horas. Aunque parece interesante.
—Ya.
También trata el tema de las relaciones personales. En el paraíso, Adán y Eva
eran muy felices, como todos los enamorados al principio de las relaciones.
Después, con el paso del tiempo y los roces viene la rutina, el mal y el
pecado. La solución que propone es que se puede ser feliz a través de la fe, la
gracia divina y el perdón. Algo así como que el cariño surge con el paso del
tiempo, que lejos del enamoramiento inicial, se vuelve más profundo y
posibilita alcanzar la felicidad aun partiendo de la infelicidad. A grandes
rasgos este es el tema del libro.
—Vaya,
parece que ya te lo has leído.
—Si.
Unas tres o cuatro veces. Es un libro recurrente, como tantos otros de obligada
lectura, que me encanta releer y recuperar ideas que con el paso del tiempo
pasan a un segundo plano. —Terminó de bajar las escaleras.
—Me
gusta mucho tu casa. Lo que conozco de ella. El salón es muy íntimo y habla
mucho de ti —le comentó mientras cerraba el libro y lo dejaba sobre la mesita.
—¿Sí?
¿Habla de mí? ¿Qué te dijo? —le preguntó con socarronería.
—Que
eras un preguntón. ¡Ja, ja, ja! —le dijo mientras se reía.
—Buena
respuesta. Me la tengo merecida. En el baño tienes toallas limpias, un pijama
mío abrigadito, una bata y unas zapatillas. Ten cuidado que te quedan grandes
no te vayas a tropezar —le dijo mientras señalaba el piso superior.
—Estupendo.
Me apetece darme una ducha calentita. Enseguida bajo.
—Voy
preparando la cena. ¿Te apetece entonces un caldito?
—Si.
Algo suave y digestivo. Todavía estoy satisfecha de la copiosa comida. —Subió
las escaleras mientras Willy la observaba alejarse.
Abrió
el mueble, buscó entre los vinilos, y sacó un LP de Alfredo Kraus titulado Siboney.
Lo colocó sobre el tocadiscos y comenzó a sonar. Adecuó el sonido al ambiente y
se fue a la cocina a preparar la cena. Mientras se calentaba el caldo, salió al
jardín a buscar unas hojas de hortelana. Extendió el mantel, colocó los platos
y las tazas para el caldo con los cubiertos y las servilletas. En una cestita
de mimbre puso tostadas y palitos de pan. Sacó queso, mantequilla, mermelada y
algunos embutidos. Una botella de agua y dos vasos. Estaba contento canturreando cada una de las
canciones que Kraus, con su magistral voz de tenor lanzaba al aire del salón,
cuando oyó que Cristina salía del baño. Se asomó a la puerta de la cocina, a la
vez que comenzaba a sonar la melodía A la orilla de un palmar, mientras
Cristina bajaba las escaleras con un pijama de franela dos tallas mayores que
ella, preciosa y sensual, con la parte superior desabotonada. Sin dejar de
mirarla, con la cara henchida de satisfacción, comenzó a cantar a dúo con el
maestro:
A
la orilla de un palmar
Yo
vi de una joven bella
Su
boquita de coral
Sus
ojitos dos estrellas…
—Vaya. ¡Que recibimiento! Tú sí que sabes enamorar a
una chica. ¡Me encanta Alfredo Kraus! Y que bien huele… —Terminó de bajar las
escaleras.
Willy se acercó, le cogió las dos manos, y le cantó
mientras la miraba:
Al
pasar le pregunté
Qué
quién estaba con ella
Y
me respondió llorando
Sola
vivo en el palmar…
Se dieron un beso y se abrazaron un largo rato,
mientras el maestro seguía deleitándoles el oído. Al cabo se dirigieron a la
cocina y se sentaron para cenar.
—¿Te
apetece unas hojitas de hierba-buena con el caldo? —preguntó Willy.
—Sí.
Me encanta. ¿Son de tu jardín?
—Sí.
Mañana lo verás. Hay una zona con hierbas aromáticas.
Después
de cenar, Cristina le propuso que se fuera al despacho mientras ella fregaba la
loza y recogía la cocina, para que él se fuera al despacho a terminar lo que
tenía que preparar para mañana. Willy se negó aduciendo que no tardaría mucho
en preparar las clases y que quería enseñarle el despacho antes. Entre los dos
recogieron la cocina y fueron al despacho. Antes de entrar, guardó el disco de
Alfredo Kraus, apagó el equipo y cerró el mueble.
—¡Qué
acogedor! —Exclamó Cristina cuando Willy encendió la luz.
Ante
sus ojos apareció una habitación de unos 15 m², con el techo machimbrado en
color castaño envejecido por los años, y las paredes escondidas detrás de
estanterías repletas de libros. En la pared de enfrente había una ventana que
daba al jardín, y debajo de ella, a unos 30 cm., una repisa con tres
Phalaenopsis que proyectaban sus varas de tallos dobles llenas de flores
blancas moteadas de violeta, amarillas con el lobelo rojo y verdosas, sobre el
cristal para recibir la luz indirecta del sol. A la izquierda estaba situada la
mesa de trabajo para que la luz natural no le hiciera sombra. Estaba llena de
libros, algunos abiertos, y un ordenador portátil. De estilo Victoriano, en madera
maciza de nogal tallada a mano, y el tablero de escritura tapizado en eco-piel
verde. Dos sillas, una a cada lado, tapizadas igualmente en eco-piel verde y
madera de nogal. Sobre la mesa una lámpara de escritorio tipo banquero y
aspecto tradicional, con pantalla verde y brillante armazón color latón. En los
pies, una alfombra de color verde muy suave, de la India, confeccionada en
lana.
—Pasa
y siéntate. Voy a encender el ordenata —le dijo.
Se
sentó y observó que, en la pared de enfrente, la estantería tenía un hueco que
albergaba una acuarela de la torre de la Concepción, vista desde la calle de La
Carrera, a la altura de la Plaza de la Concepción, cuando todavía la calle,
mojada por la lluvia, no era peatonal. El marco en madera tallada transmitía
una sensación cálida y tradicional, y el passepartout,
de color grisáceo, acorde con el paisaje lluvioso, le confería al conjunto una
prestancia notable. El cristal mate permitía que la obra se viera mejor. Sobre
él, una lámpara para cuadros de latón envejecido le otorgaba una apariencia
antigua. Le llamó la atención que no tenía ningún libro de texto sobre la mesa.
Varios ejemplares de la escritora Jean M. Auel, de la saga Los Hijos de la Tierra, estaban abiertos o
señalados con varios marca libros. Extrañada le preguntó:
—¿No
vas a preparar las clases? ¿dónde está los libros de textos?
—No
uso. Ni el alumnado tampoco.
—¡Ah,
no! Y entonces, ¿qué usan?
—Pues
trabajamos por centros de interés mediante situaciones de aprendizaje. Yo les
doy las pautas y ellos confeccionan, en grupos de no más de cuatro, los temas.
Dedicamos varias clases a prepararlos, yo los superviso, y finalmente los
exponen. Durante el proceso nos vamos evaluando cualitativa y
cuantitativamente, atendiendo a estándares de aprendizaje evaluables, mediante
autoevaluaciones, coevaluaciones y heteroevaluaciones, que nos dan una visión
del proceso de enseñanza-aprendizaje muy preciso, permitiéndonos un feedback
que nos ayuda a resituarnos en cada momento del proceso.
—Y
estos libros de Jean Auel, ¿para qué los utilizas?
—Para
las clases de Antropología. Estamos elaborando una situación de aprendizaje
para explicar la expansión de la raza humana por el continente europeo
utilizando la saga Los Hijos de la Tierra, a caballo entre el rigor
científico, la novela histórica y los relatos de aventuras, que engancha a los
alumnos y alumnas.
—Muy
interesante. ¡Cómo ha cambiado la metodología desde que yo estudiaba! Seguro
que has tenido muchas etapas diferentes a lo largo de tu vida profesional.
—Si.
Algunas he tenido. La enseñanza, como la vida misma, es un proceso. Es un
camino que hay que recorrer, y aunque es hacia adelante, nunca es en línea
recta. Es una odisea, como el viaje de Ulises. Ítaca es la excelencia, pero
para alcanzarla hay que emprender un viaje lleno de aventuras y desafíos. La
enseñanza es un recorrido de crecimiento personal y las diversas etapas forman
parte de la vida. Tener la capacidad para afrontarlas y no desanimarnos en
nuestro camino es lo que nos permitirá lograr el objetivo: Ítaca.
—Me
estaría toda lo noche escuchándote en este despacho. Pero tú tienes que
preparar las clases y yo prefiero hablar contigo en la cama. Así que te dejo
con tus libros y tus clases y me voy a la cama a esperarte. —Se levantó, le dio
un beso y añadió—: ¡No tardes!
—Descuida.
Subiré en cuanto termine.
Mientras
se alejaba, pensaba en la vida que tenía Willy. Parecía feliz. Tenía
estabilidad económica, un trabajo que le encantaba, una espléndida casa, una
buena amiga, le gustaba la música, estaba rodeado de libros que formaban parte
de su vida, de su forma de ser, de pensar. Lo había descubierto, no sólo por la
cantidad que había por toda la casa, sino por los que tenía abiertos o marcados
en diferentes lugares de la misma. Incluso tenía un rincón para leer con varios
libros sobre la mesita. Se preguntaba si ella llegaría a ser parte del libro de
su vida. Si alguna vez Willy la leería con la misma pasión que leía sus libros.
Mientras salía del baño, antes de acostarse para esperarlo, le fascinó la idea
de llegar a ser una de las páginas favoritas del libro de su vida.
Apagó
la luz del pasillo y encendió la de la habitación de Willy. Sobre una mesilla
de noche había un libro por lo que supuso que ese era el lado de él. Dio la
vuelta a la cama y se acostó por el otro lado. Se fijó en un cuadro colgado en
la pared del fondo. Era una pintura al óleo sobre lienzo. Una mujer semidesnuda
aparecía sentada sobre sus piernas encima de una manta. De su larga y abundante
cabellera negra, recogida por una cinta en la cabeza, le caían dos trenzas
sobre el cuerpo. El pecho derecho desnudo, se mostraba complacido y sugerente,
mientras con la mano derecha sostenía una tela que escondía el seno izquierdo.
Un hombre aparecía acostado, apoyando la cabeza sobre los muslos de la mujer,
que mostraba unas caderas voluptuosas y las piernas desnudas. Su brazo
extendido y recogido sobre la cabeza descansaba sobre el muslo de ella. Tenía
la mirada perdida, como evadido de la realidad. Ella apoyaba su brazo izquierdo
sobre el pecho desnudo de él. En el centro del passepartout inferior había una
placa que le daba el nombre al cuadro: La evasión de Ulises.
Para
mantenerse despierta, cogió el libro que estaba sobre la mesilla de noche de
Willy. La portada eran unos palos entrelazados con un mástil y una vela al
viento, simulando una balsa. Se titulaba Ítaca y era de C. P. Cavafis.
Era un libro de poesía de unas 64 páginas. Tenía dos marcas. Un marcalibros en
el poema Ítaca y la esquina de una página doblada en el poema Recuerda,
cuerpo. Este último, con los siguientes subrayados:
Recuerda,
cuerpo, cuánto te amaron;
no
sólo las camas que tuviste,
sino
también los deseos que brillaron
abiertamente
en
los ojos que te vieron;
las
voces temblorosas, que algún obstáculo
frustró.
Ahora
que todos están en el pasado,
parece
como si en realidad te hubieras
entregado
a esos deseos.
Cómo
deslumbraban.
Recuerda
los ojos que te vieron,
las
voces que temblaron por ti.
Recuerda, cuerpo.
Se
quedó muy intrigada por el subrayado. No lo sabía interpretar. Lo leyó varias
veces y quiso recordarle su anterior relación. Enseguida desechó la idea como
quien disipa un mal pensamiento por miedo a pecar. ¿Por qué tenían diferentes
estilos de subrayado? ¿Por qué eran de colores diferentes? Intentó leerlos por
colores y no tenían sentido. Por estilos de subrayado y tampoco encontró ningún
significado. Cerró los ojos y repitió, recuerda, cuerpo, varias veces.
Un temblor la recorrió desde la cabeza hasta la punta de los dedos del pie.
Recordaba las noches que había pasado con Willy en su casa. De repente, el
temblor se convirtió en angustia al evocar, están en el pasado, como si
le recordara que ya pasó, que no sabe si volvería a pasar. De pronto, se sintió
desnuda y sola en una cama extraña. Abrió los ojos, como los abre una niña
intentando escapar de una pesadilla. Intentó serenarse pensando que en breve
subiría y la volvería a amar. Que los recuerdos se volverían presentes y
actualizarían el deseo y la pasión con la que se habían amado.
Se quedó mirando el cuadro con el libro caído sobre la
cama. Le llamaba la atención la mirada perdida de Ulises. «¿Estará recordando
los amores pasados?», pensaba mientras contemplaba la placidez de la escena.
Pero «¿cómo se puede recordar amores pretéritos en un escenario como ese?», se decía
confusa. Un escalofrío la hizo recostarse y abrigarse con el edredón. Cuando se
le pasó, sacó los brazos, cogió el libro y lo abrió por la página donde estaba el
marcalibros. Comenzó a leer el poema, Ítaca:
Cuando
emprendas el viaje hacia Ítaca,
ruega
que tu camino sea largo
y
rico en aventuras y descubrimientos.
No
temas a lestrigones, a cíclopes o al fiero
Poseidón;
no
los encontrarás en tu camino
sí
mantienes en alto tu ideal,
si
tu cuerpo y alma se conservan puros.
Nunca
verás los lestrigones, los cíclopes o a
Poseidón,
sí
de ti no provienen,
si
tu alma no los imagina.
Ruega
que tu camino sea largo,
que sean muchas las mañanas de verano,
cuando, con placer, llegues a puertos
que descubras por primera vez.
Ancla
en mercados fenicios y compra cosas bellas:
madreperla,
coral, ámbar, ébano
y
voluptuosos perfumes de todas clases.
Compra
todos los aromas sensuales que puedas;
ve
a las ciudades egipcias y aprende de los sabios.
Siempre ten a Ítaca en tu mente;
llegar allí es tu meta; pero
no apresures el viaje.
mejor anclar cuando estés viejo.
Pleno
con la experiencia del viaje
no
esperes la riqueza de Ítaca.
Ítaca
te ha dado un bello viaje.
Sin
ella nunca lo hubieras emprendido;
pero
no tiene más que ofrecerte,
y
si la encuentras pobre, Ítaca no te defraudó.
Con
la sabiduría ganada, con tanta experiencia,
habrás comprendido lo que las ítacas significan.
Al
acabar de leerlo se quedó pensativa, bajó los brazos que sostenía el libro, y
perdió su mirada en el cuadro. Le parecía que Ulises estaba haciendo lo mismo.
Que la hermosa y sensual mujer con la que acababa de hacer el amor, le estaba
declamando el poema mientras lo acariciaba suavemente con su mano izquierda.
Él, descansando la cabeza sobre sus voluptuosos muslos, la oía recitar la
composición con la mirada perdida. «Estará evadiéndose de sus lestrigones, cíclopes
o Poseidón», pensaba intrigada. Y comenzó a pensar en Willy. Lo echaba de menos
y le parecía una eternidad el tiempo que tardaba en subir. Se preguntaba por
qué tenía este libro en su mesilla de noche, y por qué lo tenía marcado por
esos dos poemas. Cavilaba si cada noche lo leería y se quedaría mirando el
cuadro, interrogándose con las mismas preguntas que se estaba haciendo ella.
Cerró
los ojos intentando evadirse de la mirada perdida de Ulises que la interpelaba
a darse explicaciones de su viaje. Le daba miedo las respuestas. Pensó en Willy
y deseaba verlo entrar, meterse en la cama y abrazarla alejando todos los
demonios. Deseaba que fueran muchas las mañanas de verano, cuando,
con placer, llegues a puertos que descubras por primera vez, y se despertara
junto a él. Pensaba que el poema era un periplo con alma, un viaje al centro de
su vida, a su interioridad. Un viaje que conjugaba la razón con los
sentimientos, los aspectos cognitivos con los emocionales, para que entre ambos
sobrellevaran las dificultades, los obstáculos y los fracasos que la propia
odisea les iba planteando. Y se volvía a preguntar por qué Willy tenía este
libro en su mesilla de noche, y por qué lo tenía marcado por esos dos poemas,
sin encontrar una respuesta.
Compra
todos los aromas sensuales que puedas, parecía decirle Ulises.
Y voluptuosos perfumes de todas clases, le incitaba la mujer del cuadro
con aquellos atractivos y sensuales labios. No sabía si el lienzo le hablaba o
era ella la que le recitaba la poesía. Se estremeció hasta el punto de desear
ser la mujer del cuadro y ofrecer sus muslos desnudos para que Willy descansara
la cabeza y se evadiera del pesado viaje hasta Ítaca. Quería acompañarlo en su
viaje, quería hacer su propio recorrido acompañada por Willy. Se emocionó al
pensar en el camino acompañada por su Ulises particular, y se turbó cuando le pareció
escuchar la voz de Willy que le decía «viaja conmigo a Ítaca».
No
sabía si era por el cansancio del día o por las emociones que estaba viviendo,
pero el sueño la estaba embargando. Hacía verdaderos esfuerzos por mantener los
ojos abiertos. No quería que la somnolencia la venciera sin que llegara Willy.
Quería proponerle hacer el camino juntos. Aguzaba el oído, pero no oía nada.
Seguía en el despacho preparando las clases. La angustia comenzaba a atenazarla
y el letargo se hacía insoportable. Se levantó, salió al pasillo y miró por la
escalera. El despacho seguía encendido. Se dirigió al baño y se lavó la cara
para espabilarse. Se acordó del poema, siempre ten a Ítaca en tu mente; llegar
allí es tu meta; pero no apresures el viaje. Inconscientemente, desaceleró
el paso para que la calidez de la cama no volviera a provocarle el sueño. Se
sentó en las escaleras viendo como el despacho seguía iluminado. El frio la disuadió
y abandonó su puesto de guardia. Se metió en la cama y evitó mirar al cuadro.
Es
mejor que dure mucho, mejor anclar cuando estés viejo. Parecía
decirle los personajes del cuadro. Se tapó la cabeza con el edredón para no oírlos.
En la oscuridad de la cama pensaba que el viaje a Ítaca comenzaba allí mismo,
en la habitación en la que estaba escondida entre las sábanas, porque el viaje es
lo que nos acontece mientras nos ponemos en marcha. Al fin y al cabo, Willy era
la excusa para empezar el camino. Y a tenor de lo vivido en aquella cama, sería
un viaje incierto y nunca sabría lo que hay al otro lado de las sábanas, de
aquella habitación o cuando subiera Willy del despacho. Sudando por el calor y la
inquietud del camino, se destapó y miró a su alrededor. Todo estaba en su
sitio. El cuadro colgaba en la pared ajeno a su ansiedad. Suspiró profundamente
mientras pensaba que lo verdaderamente importante en la vida es el camino y lo
que aprendemos al recorrerlo, mientras caía plácidamente en los brazos de Morfeo.
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