Estaba viendo el Facebook. Leía un artículo en el muro de pijamasurf.com cuyo titular, La ciencia confirma que el 97% de nuestro cuerpo está constituido por polvo de estrellas, por Javier Barros Del Villar, escrito el 01/15/2017, le había llamado la atención. Un antiguo proverbio serbio nos exhortaba: Sé humilde pues estás hecho de tierra. Sé noble pues estás hecho de estrellas. Era una idea que le había oído a Carl Sagan muchas veces. Recordaba el capítulo 7 de la serie Cosmos, y la cantidad de veces que lo había comentado con sus alumnos y alumnas: El cosmos esta también dentro de nosotros. Estamos hechos de la misma sustancia que las estrellas. El artículo, después de exponer los datos que sostenían la afirmación del titular, concluía, partiendo de la premisa de Sagan —somos polvo de estrellas que piensa acerca de las estrellas—, que somos estrellas autodisfrutándose.
Le
impresionaba recordar que habíamos nacido de los elementos internos de una
estrella, completados con los elementos sintetizados después de la implosión y
la explosión de la misma en lo que se conoce como supernova, y que repartidos
por todo el espacio forman una nebulosa, con polvo de estrellas, que formará
una nueva estrella después de millones de años, con sus planetas
correspondientes, como el nuestro. Por eso podemos afirmar que estamos hechos
de polvo de estrellas. Pensar que todos los átomos que componen nuestro cuerpo,
salvo el hidrógeno, han sido fabricados en el interior de una estrella era una
idea no sólo poética sino tremendamente real y desmitificadora del
creacionismo.
Recordaba
la filosofía presocrática. Aquellos filósofos de la naturaleza, de la physis
que, dejando atrás explicaciones antropomórficas, se volcaron en descubrir la
Naturaleza — el principio constitutivo
de todas las cosas—, en naturalizar el cosmos. En especial,
recordaba la tradición científica-jónica que inauguraba Tales de Mileto para el
cual, la tierra descansaba sobre el agua, ésta era el principio de todas
las cosas, y estaba dotada de vida y movimiento propios. En Anaximandro de
Mileto, se encontraba ya una cosmología que describe la formación del universo
por el ápeiron —lo indefinido, lo indeterminado—. En el ápeiron se
separan —por un proceso de rotación— lo frío y lo caliente. Lo frío-húmedo
ocupa el centro; en torno suyo gira una masa de fuego. El calor hace que se
evapore una parte del agua: surge la tierra seca y se forma una cortina de
vapor —el cielo—, por cuyos orificios se vislumbra el fuego exterior —las
estrellas—. Se imaginaba a Anaximandro, seis siglos antes de Cristo, pensando
en que éramos polvo de estrellas y se emocionaba al reconocerse en sus
pensamientos.
Rememoraba
que Anaxímenes de Mileto afirmaba que el principio constitutivo de la
realidad era el aire, y que concebía el mundo como algo vivo. Afirmaba
que el aire se diferenciaba en distintas substancias en virtud de la
rarefacción y la condensación. Por la rarefacción se convierte en fuego; por la
condensación, se transforma en viento; después en nube, y aún más condensado,
en agua; posteriormente en tierra, y de ahí finalmente en piedra. ¡Eran unas
ideas magníficas, espléndidas, para la época en las que fueron pensadas! Se
conmovía al recordarlas y se soñaba parte del ADN de la Vía Láctea.
En
su repaso por las ideas presocráticas evocaba que, para Heráclito de Éfeso, el
principio constitutivo de la realidad era el fuego: «Este mundo, el
mismo para todos los seres, no lo ha creado ninguno de los dioses o de los
hombres, sino que siempre fue, es y será fuego eternamente vivo, que se
enciende con medida y se apaga con medida». Este fuego, por sus propias
características, dotaba al mundo de un flujo
permanente, todo estaba en movimiento: «No es posible descender dos
veces al mismo río, tocar dos veces una substancia mortal en el mismo estado,
sino que por el ímpetu y la velocidad de los cambios se dispersa y nuevamente
se reúne, y viene y desaparece». Para él, ésta permanente movilidad se fundamentaba
en la estructura contradictoria de la realidad que, sin embargo, engendraba una
armonía oculta, gracias a una ley única que rige el curso del universo: el Logos,
que todo lo unifica y orienta. Mientras recordaba el pensamiento dialéctico de
Heráclito, se soñaba parte del fuego siempre nuevo y siempre eterno que formaba
parte del cosmos.
Con
Pitágoras, el universo se armoniza a través de la música y los números. El
principio básico de la armonía estaba basado en la perfección matemática del
cosmos que parecía resultar de cualquier investigación que hicieran los
pitagóricos con ellos. Por una parte, el cosmos lo entendía como Uno,
unidad, concepto que extraía del estudio de las matemáticas. Un estudio que le
había abierto los ojos a una armonía global o cósmica que se manifestaba
constantemente en pequeñas armonías como las de la escala musical o la
geometría. Por otra parte, tenemos la dualidad, que observamos en la
existencia de oposiciones como par-impar, uno-múltiple, límite-ilimitado, etc. Los
números no eran para ellos meras cantidades, sino auténticas cualidades de las
cosas; no eran símbolos, sino la realidad misma. Estas ideas pitagóricas lo
subyugaban mientras recordaba la imagen de la Vía Láctea, el espinazo de la
noche, como la llamaban los bosquimanos Kung del desierto del Kalahari, que
sostiene la noche y evita que trozos de oscuridad caigan, rompiéndose, a
nuestros pies.
Pensaba
en Parménides y Zenón, ambos de Elea, que se esforzaron en proclamar la
unicidad del cosmos, del ser. Aseguraban que el cambio y los movimientos que
percibíamos del universo eran ilusorios porque la realidad era corpórea. El
mundo, pues, es algo limitado, compacto, inengendrado e imperecedero, excluyéndose
la posibilidad de cambios y movimientos. Es como «una esfera bien redonda»,
inmóvil y eterna. Eran ideas contrapuestas a Pitágoras, Anaxímenes, y quizás a
Heráclito, pero que confirmaban la unicidad y corporeidad del cosmos. Se
imaginaba, semejante a lo que había relatado la mitología, la Vía Láctea como
un todo indivisible, fantaseando que era la leche de Hera que le salía a chorro
de su pecho y atravesaba el cielo para alimentar la tierra.
Todas
estas ideas le traían a la memoria los cuatro elementos o «raíces de
todas las cosas»: fuego, aire, tierra y agua, de
Empédocles, que se mezclaban y combinaban merced a dos fuerzas cósmicas: el
Amor y el Odio. Anaxágoras ampliaba los cuatro elementos afirmando que todo lo
que se produce y sucede es resultado de la mezcla de innumerables elementos
que llamaba semillas, las cuales son cualitativamente distintas e
indefinidamente divisibles. En todas las cosas hay semillas de todas las cosas,
de tal manera que «todo está en todo». Así se explicaba que cualquier cosa
pueda llegar a ser otra distinta. Cerró los ojos y más que nunca se sintió
polvo de estrellas.
Se
acordaba que, para Leucipo y Demócrito, el mundo constaba de infinitas
partículas indivisibles —átomos—, sólidas y llenas, inmutables, siendo infinitos
en número. Además, los átomos carecían de cualidades sensibles y sólo se distinguían
entre sí por la figura —como 1 difiere de 3—, el orden —como 13
difiere de 31— y la posición —como 1 difiere de 9—. Poseían, además, movimiento
propio y espontáneo en todas las direcciones —algo así como las partículas de
polvo en un rayo de sol—, y chocaban entre sí. El choque podía tener dos
consecuencias diversas: o bien los átomos rebotaban y se separaban, o bien se
«enganchaban» entre sí, gracias a sus figuras diversas. Así se producían
torbellinos de átomos y se originaban mundos infinitos, engendrados y
perecederos. Mientras recapitulaba las ideas de los presocráticos acerca de la
Naturaleza, consolidaba la convicción que, efectivamente somos polvo de
estrellas pensando acerca de las estrellas, y que en definitiva somos estrellas
autodisfrutándose.
Se
quedó pensativo. Absorto en la idea de estar formado por el polvo de alguna
nebulosa. Miró por la ventana de la biblioteca y observó el cielo nítido,
poblado por infinidad de estrellas. El pensamiento se le fue hasta ellas. Se
sentía parte del cosmos y comenzó a recordar el poema de Calderón de la Barca, A
las estrellas:
Esos
rasgos de luz, esas centellas
que
cobran con amagos superiores
alimentos
del sol en resplandores,
aquello
viven, si se duelen dellas.
Flores
nocturnas son; aunque tan bellas,
efímeras
padecen sus ardores;
pues
si un día es el siglo de las flores,
una
noche es la edad de las estrellas.
De
esa, pues, primavera fugitiva,
ya
nuestro mal, ya nuestro bien se infiere;
registro
es nuestro, o muera el sol o viva.
¿Qué
duración habrá que el hombre espere,
o
qué mudanza habrá que no reciba
de
astro que cada noche nace y muere?
Mientras
pensaba en esta fascinante idea, una fotografía de JLR publicada en el muro de I
Love La Laguna, exhibía una panorámica del Camino Largo mostrando una
espléndida noche con la luna, varios planetas y muchas estrellas titilando en
el firmamento. La visión de la instantánea le embargó el espíritu. Agrandó la
foto y se sintió parte del querido paisaje del Camino Largo. El paseo aparecía
desierto y las opacas luces de las farolas le conferían una sensación de
agradable penumbra. Por entre las abovedadas palmeras se descubrían las
estrellas compitiendo entre ellas por ver quien brillaba más. La luna llena
parecía que jugaba al escondite con los planetas. Las adelfas, recortadas por
la poda anual, estiraban sus tiernos tallos para asomarse a contemplar el bello
espectáculo nocturno del titilar de las estrellas.
Cautivado
por tan bellas ideas, fascinado por tan hermosa instantánea y embelesado por la
visión nocturna de la que disfrutaba por la ventana de su biblioteca, se quedó
absorto divagando sobre todo ello. De pronto, una fotografía bajo el epígrafe Personas
que quizás conozcas, le mostraba el rostro sereno y sonriente de la única
persona que conocía que se llamaba como el Santo cura de Ars. El corazón le dio
un vuelco. ¡Claro que la conocía! Miró por la ventana por ver si los astros,
aquellos de los que estaba hecho, se habían alineado para propiciar aquella
visión después de tantos años. Seguían en su sitio. Si acaso brillaban con
mayor fulgor como queriéndole recordar que ella también estaba hecha del mismo
polvo de estrellas.
Respiró
profundamente y se restregó los ojos. La sugerencia de Facebook seguía allí
delante. ¡Estaba guapísima! La cabeza, tocada por lo que parecía un sombrero
venezolano de ala ancha, dejaba al descubierto unos ojos oscuros de mirada
penetrante y tierna, separados por una delicada nariz, que buscaba no restarle
protagonismo a una boca encantadora de suaves labios que sabían a chicle de
fresa, de fresa de las de antaño, pintados con un suave brillo que dejaron en sus
labios el dulce recuerdo del amor de juventud. Los blancos dientes seguían
rubricando una sonrisa encantadora sólo al alcance de una persona como ella. Su
tersa cara estaba apoyada delicadamente sobre la mano izquierda que dejaba ver
los sensuales y largos dedos con los que un día lo acarició. Llevaba al cuello
un pasamontañas negro que hacía que su hermoso rostro refulgiera con luz
propia. ¡Era la prueba irrefutable de que estábamos hecho de polvo de
estrellas!
Los
recuerdos se agolpaban en la memoria. Se peleaban entre sí para hacerse un
hueco en el presente. Luchaban denodadamente por salir del inconsciente, por actualizarse
en el consciente, en el yo que miraba estupefacto la fotografía. Con una fuerza
inusitada la evocó recostada en el asiento del copiloto, con los ojos cerrados
y la mano izquierda extendida, acariciándole su muslo derecho, cantando a dúo
con Paul McCartney, Hey Jude.
Hey,
Jude, don't let me down
You
have found her now go and get her
Remember
(hey, Jude) to let her into your heart
Then
you can start to make it better…
[…]
Na, na na na na na, na na na, hey, Jude
Na,
na na na na na, na na na, hey, Jude.
Les encantaba los Beatles. Cada vez que salían a dar
un paseo en coche sonaba, repetida y machaconamente, el ritmo irresistible de
la banda de rock de Liverpool. Se descalzaba y ponía sus grandes y elegantes
pies en el salpicadero mientras el viaje los arrebataba. Les seducía la
velocidad y vivían el momento con la misma celeridad que conducían. ¡Cuántas
veces se besaron acariciados por la melodía de Let it be!
And
in my hour of darkness
She
is standing right in front of me
Speaking
words of wisdom
Let
it be.
Let
it be, let it be
Let
it be, let it be
Whisper
words of wisdom
Let
it be…
Le agradaba la cerveza. Recorrían kilómetros para
tomarse unos botellines a la orilla del mar. Solía remangarse los pantalones y
remojarse los pies desnudos con la espuma de la orilla, corriendo y salpicando
como una chica menuda. Pasaban las horas sentados en la playa disfrutando de
los atardeceres más plácidos y occidentales de Canarias. Tumbados en la arena disfrutaban
de sus botellines mientras contemplaban el límpido cielo de su isla, sus
estrellas y la luna que los enamoraba. Recordaba los besos con sabor a lúpulo y
malta; los cálidos abrazos llenos de ternura; las suaves caricias que recorrían
su cuerpo, y la tersa y sedosa voz con la que le decía las cosas más bonitas
que jamás le habían dicho.
Mientras
contemplaba la foto y se deleitaba con los recuerdos, una creciente amargura
iba tiñendo su espíritu hasta el punto que comenzaron a aflorarle algunas
lágrimas a sus ojos. La tristeza no le permitía actualizar los recuerdos,
disfrutar de la fotografía, evocar los momentos placenteros. Cerró los ojos
para intentar recomponerse y lo que logró fue ver una pantalla de cine inmensa,
en Panavisión y Technicolor, con la foto de ella que lo miraba fijamente sin
dejar de sonreírle mientras en estéreo se escuchaba, con sonido Dolby
envolvente, Yesterday.
Yesterday
All
my troubles seemed so far away
Now
it looks as though they're here to stay
Oh,
I believe in yesterday
Suddenly
I'm
not half the man I used to be
There's
a shadow hanging over me
Oh,
yesterday came suddenly…
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