viernes, 11 de diciembre de 2020

YESTERDAY

 Estaba viendo el Facebook. Leía un artículo en el muro de pijamasurf.com cuyo titular, La ciencia confirma que el 97% de nuestro cuerpo está constituido por polvo de estrellas, por Javier Barros Del Villar, escrito el 01/15/2017, le había llamado la atención. Un antiguo proverbio serbio nos exhortaba: Sé humilde pues estás hecho de tierra. Sé noble pues estás hecho de estrellas. Era una idea que le había oído a Carl Sagan muchas veces. Recordaba el capítulo 7 de la serie Cosmos, y la cantidad de veces que lo había comentado con sus alumnos y alumnas: El cosmos esta también dentro de nosotros. Estamos hechos de la misma sustancia que las estrellas. El artículo, después de exponer los datos que sostenían la afirmación del titular, concluía, partiendo de la premisa de Sagan —somos polvo de estrellas que piensa acerca de las estrellas—, que somos estrellas autodisfrutándose.

Le impresionaba recordar que habíamos nacido de los elementos internos de una estrella, completados con los elementos sintetizados después de la implosión y la explosión de la misma en lo que se conoce como supernova, y que repartidos por todo el espacio forman una nebulosa, con polvo de estrellas, que formará una nueva estrella después de millones de años, con sus planetas correspondientes, como el nuestro. Por eso podemos afirmar que estamos hechos de polvo de estrellas. Pensar que todos los átomos que componen nuestro cuerpo, salvo el hidrógeno, han sido fabricados en el interior de una estrella era una idea no sólo poética sino tremendamente real y desmitificadora del creacionismo.

Recordaba la filosofía presocrática. Aquellos filósofos de la naturaleza, de la physis que, dejando atrás explicaciones antropomórficas, se volcaron en descubrir la Naturaleza — el principio constitutivo de todas las cosas—, en naturalizar el cosmos. En especial, recordaba la tradición científica-jónica que inauguraba Tales de Mileto para el cual, la tierra descansaba sobre el agua, ésta era el principio de todas las cosas, y estaba dotada de vida y movimiento propios. En Anaximandro de Mileto, se encontraba ya una cosmología que describe la formación del universo por el ápeiron —lo indefinido, lo indeterminado—. En el ápeiron se separan —por un proceso de rotación— lo frío y lo caliente. Lo frío-húmedo ocupa el centro; en torno suyo gira una masa de fuego. El calor hace que se evapore una parte del agua: surge la tierra seca y se forma una cortina de vapor —el cielo—, por cuyos orificios se vislumbra el fuego exterior —las estrellas—. Se imaginaba a Anaximandro, seis siglos antes de Cristo, pensando en que éramos polvo de estrellas y se emocionaba al reconocerse en sus pensamientos.

Rememoraba que Anaxímenes de Mileto afirmaba que el principio constitutivo de la realidad era el aire, y que concebía el mundo como algo vivo. Afirmaba que el aire se diferenciaba en distintas substancias en virtud de la rarefacción y la condensación. Por la rarefacción se convierte en fuego; por la condensación, se transforma en viento; después en nube, y aún más condensado, en agua; posteriormente en tierra, y de ahí finalmente en piedra. ¡Eran unas ideas magníficas, espléndidas, para la época en las que fueron pensadas! Se conmovía al recordarlas y se soñaba parte del ADN de la Vía Láctea.

En su repaso por las ideas presocráticas evocaba que, para Heráclito de Éfeso, el principio constitutivo de la realidad era el fuego: «Este mundo, el mismo para todos los seres, no lo ha creado ninguno de los dioses o de los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego eternamente vivo, que se enciende con medida y se apaga con medida». Este fuego, por sus propias características, dotaba al mundo de un flujo permanente, todo estaba en movimiento: «No es posible descender dos veces al mismo río, tocar dos veces una substancia mortal en el mismo estado, sino que por el ímpetu y la velocidad de los cambios se dispersa y nuevamente se reúne, y viene y desaparece». Para él, ésta permanente movilidad se fundamentaba en la estructura contradictoria de la realidad que, sin embargo, engendraba una armonía oculta, gracias a una ley única que rige el curso del universo: el Logos, que todo lo unifica y orienta. Mientras recordaba el pensamiento dialéctico de Heráclito, se soñaba parte del fuego siempre nuevo y siempre eterno que formaba parte del cosmos.

Con Pitágoras, el universo se armoniza a través de la música y los números. El principio básico de la armonía estaba basado en la perfección matemática del cosmos que parecía resultar de cualquier investigación que hicieran los pitagóricos con ellos. Por una parte, el cosmos lo entendía como Uno, unidad, concepto que extraía del estudio de las matemáticas. Un estudio que le había abierto los ojos a una armonía global o cósmica que se manifestaba constantemente en pequeñas armonías como las de la escala musical o la geometría. Por otra parte, tenemos la dualidad, que observamos en la existencia de oposiciones como par-impar, uno-múltiple, límite-ilimitado, etc. Los números no eran para ellos meras cantidades, sino auténticas cualidades de las cosas; no eran símbolos, sino la realidad misma. Estas ideas pitagóricas lo subyugaban mientras recordaba la imagen de la Vía Láctea, el espinazo de la noche, como la llamaban los bosquimanos Kung del desierto del Kalahari, que sostiene la noche y evita que trozos de oscuridad caigan, rompiéndose, a nuestros pies.

Pensaba en Parménides y Zenón, ambos de Elea, que se esforzaron en proclamar la unicidad del cosmos, del ser. Aseguraban que el cambio y los movimientos que percibíamos del universo eran ilusorios porque la realidad era corpórea. El mundo, pues, es algo limitado, compacto, inengendrado e imperecedero, excluyéndose la posibilidad de cambios y movimientos. Es como «una esfera bien redonda», inmóvil y eterna. Eran ideas contrapuestas a Pitágoras, Anaxímenes, y quizás a Heráclito, pero que confirmaban la unicidad y corporeidad del cosmos. Se imaginaba, semejante a lo que había relatado la mitología, la Vía Láctea como un todo indivisible, fantaseando que era la leche de Hera que le salía a chorro de su pecho y atravesaba el cielo para alimentar la tierra.

Todas estas ideas le traían a la memoria los cuatro elementos o «raíces de todas las cosas»: fuego, aire, tierra y agua, de Empédocles, que se mezclaban y combinaban merced a dos fuerzas cósmicas: el Amor y el Odio. Anaxágoras ampliaba los cuatro elementos afirmando que todo lo que se produce y sucede es resultado de la mezcla de innumerables elementos que llamaba semillas, las cuales son cualitativamente distintas e indefinidamente divisibles. En todas las cosas hay semillas de todas las cosas, de tal manera que «todo está en todo». Así se explicaba que cualquier cosa pueda llegar a ser otra distinta. Cerró los ojos y más que nunca se sintió polvo de estrellas.

Se acordaba que, para Leucipo y Demócrito, el mundo constaba de infinitas partículas indivisibles —átomos—, sólidas y llenas, inmutables, siendo infinitos en número. Además, los átomos carecían de cualidades sensibles y sólo se distinguían entre sí por la figura —como 1 difiere de 3—, el orden —como 13 difiere de 31— y la posición —como 1 difiere de 9—. Poseían, además, movimiento propio y espontáneo en todas las direcciones —algo así como las partículas de polvo en un rayo de sol—, y chocaban entre sí. El choque podía tener dos consecuencias diversas: o bien los átomos rebotaban y se separaban, o bien se «enganchaban» entre sí, gracias a sus figuras diversas. Así se producían torbellinos de átomos y se originaban mundos infinitos, engendrados y perecederos. Mientras recapitulaba las ideas de los presocráticos acerca de la Naturaleza, consolidaba la convicción que, efectivamente somos polvo de estrellas pensando acerca de las estrellas, y que en definitiva somos estrellas autodisfrutándose.

Se quedó pensativo. Absorto en la idea de estar formado por el polvo de alguna nebulosa. Miró por la ventana de la biblioteca y observó el cielo nítido, poblado por infinidad de estrellas. El pensamiento se le fue hasta ellas. Se sentía parte del cosmos y comenzó a recordar el poema de Calderón de la Barca, A las estrellas:

Esos rasgos de luz, esas centellas

que cobran con amagos superiores

alimentos del sol en resplandores,

aquello viven, si se duelen dellas.

 

Flores nocturnas son; aunque tan bellas,

efímeras padecen sus ardores;

pues si un día es el siglo de las flores,

una noche es la edad de las estrellas.

 

De esa, pues, primavera fugitiva,

ya nuestro mal, ya nuestro bien se infiere;

registro es nuestro, o muera el sol o viva.

 

¿Qué duración habrá que el hombre espere,

o qué mudanza habrá que no reciba

de astro que cada noche nace y muere?

 

Mientras pensaba en esta fascinante idea, una fotografía de JLR publicada en el muro de I Love La Laguna, exhibía una panorámica del Camino Largo mostrando una espléndida noche con la luna, varios planetas y muchas estrellas titilando en el firmamento. La visión de la instantánea le embargó el espíritu. Agrandó la foto y se sintió parte del querido paisaje del Camino Largo. El paseo aparecía desierto y las opacas luces de las farolas le conferían una sensación de agradable penumbra. Por entre las abovedadas palmeras se descubrían las estrellas compitiendo entre ellas por ver quien brillaba más. La luna llena parecía que jugaba al escondite con los planetas. Las adelfas, recortadas por la poda anual, estiraban sus tiernos tallos para asomarse a contemplar el bello espectáculo nocturno del titilar de las estrellas.

Cautivado por tan bellas ideas, fascinado por tan hermosa instantánea y embelesado por la visión nocturna de la que disfrutaba por la ventana de su biblioteca, se quedó absorto divagando sobre todo ello. De pronto, una fotografía bajo el epígrafe Personas que quizás conozcas, le mostraba el rostro sereno y sonriente de la única persona que conocía que se llamaba como el Santo cura de Ars. El corazón le dio un vuelco. ¡Claro que la conocía! Miró por la ventana por ver si los astros, aquellos de los que estaba hecho, se habían alineado para propiciar aquella visión después de tantos años. Seguían en su sitio. Si acaso brillaban con mayor fulgor como queriéndole recordar que ella también estaba hecha del mismo polvo de estrellas.

Respiró profundamente y se restregó los ojos. La sugerencia de Facebook seguía allí delante. ¡Estaba guapísima! La cabeza, tocada por lo que parecía un sombrero venezolano de ala ancha, dejaba al descubierto unos ojos oscuros de mirada penetrante y tierna, separados por una delicada nariz, que buscaba no restarle protagonismo a una boca encantadora de suaves labios que sabían a chicle de fresa, de fresa de las de antaño, pintados con un suave brillo que dejaron en sus labios el dulce recuerdo del amor de juventud. Los blancos dientes seguían rubricando una sonrisa encantadora sólo al alcance de una persona como ella. Su tersa cara estaba apoyada delicadamente sobre la mano izquierda que dejaba ver los sensuales y largos dedos con los que un día lo acarició. Llevaba al cuello un pasamontañas negro que hacía que su hermoso rostro refulgiera con luz propia. ¡Era la prueba irrefutable de que estábamos hecho de polvo de estrellas!

Los recuerdos se agolpaban en la memoria. Se peleaban entre sí para hacerse un hueco en el presente. Luchaban denodadamente por salir del inconsciente, por actualizarse en el consciente, en el yo que miraba estupefacto la fotografía. Con una fuerza inusitada la evocó recostada en el asiento del copiloto, con los ojos cerrados y la mano izquierda extendida, acariciándole su muslo derecho, cantando a dúo con Paul McCartney, Hey Jude.

Hey, Jude, don't let me down

You have found her now go and get her

Remember (hey, Jude) to let her into your heart

Then you can start to make it better…

[…] Na, na na na na na, na na na, hey, Jude

Na, na na na na na, na na na, hey, Jude.

Les encantaba los Beatles. Cada vez que salían a dar un paseo en coche sonaba, repetida y machaconamente, el ritmo irresistible de la banda de rock de Liverpool. Se descalzaba y ponía sus grandes y elegantes pies en el salpicadero mientras el viaje los arrebataba. Les seducía la velocidad y vivían el momento con la misma celeridad que conducían. ¡Cuántas veces se besaron acariciados por la melodía de Let it be!

And in my hour of darkness

She is standing right in front of me

Speaking words of wisdom

Let it be.

Let it be, let it be

Let it be, let it be

Whisper words of wisdom

Let it be…

Le agradaba la cerveza. Recorrían kilómetros para tomarse unos botellines a la orilla del mar. Solía remangarse los pantalones y remojarse los pies desnudos con la espuma de la orilla, corriendo y salpicando como una chica menuda. Pasaban las horas sentados en la playa disfrutando de los atardeceres más plácidos y occidentales de Canarias. Tumbados en la arena disfrutaban de sus botellines mientras contemplaban el límpido cielo de su isla, sus estrellas y la luna que los enamoraba. Recordaba los besos con sabor a lúpulo y malta; los cálidos abrazos llenos de ternura; las suaves caricias que recorrían su cuerpo, y la tersa y sedosa voz con la que le decía las cosas más bonitas que jamás le habían dicho.

Mientras contemplaba la foto y se deleitaba con los recuerdos, una creciente amargura iba tiñendo su espíritu hasta el punto que comenzaron a aflorarle algunas lágrimas a sus ojos. La tristeza no le permitía actualizar los recuerdos, disfrutar de la fotografía, evocar los momentos placenteros. Cerró los ojos para intentar recomponerse y lo que logró fue ver una pantalla de cine inmensa, en Panavisión y Technicolor, con la foto de ella que lo miraba fijamente sin dejar de sonreírle mientras en estéreo se escuchaba, con sonido Dolby envolvente, Yesterday.

Yesterday

All my troubles seemed so far away

Now it looks as though they're here to stay

Oh, I believe in yesterday

 

Suddenly

I'm not half the man I used to be

There's a shadow hanging over me

Oh, yesterday came suddenly…




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