jueves, 17 de diciembre de 2020

¿QUIÉN SABE?

 —Pero ¿cómo qué no? —Se preguntaba tímidamente repasando las actuaciones desconcertantes de ella durante los últimos tiempos.

—No que no. No puede ser. Aunque parezca lo que parezca. No puede ser y se acabó. Es imposible que después de tanto tiempo y tantos años y tantas vivencias juntos pueda ser así. No y no. No puedo aceptarlo. La evidencia no es tal. Seguro que tiene que haber una razón oculta. Y no tan oculta. Lo que pasa es que soy incapaz de verla. Pero lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. En cabeza de quién cabe tal despropósito. De la noche a la mañana no se puede cambiar tan rápidamente de opinión. De ahora para después nadie cambia de parecer en asuntos tan trascendentales. No que no. Que es imposible mutar el juicio tan de repente y sin razón aparente.

Se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor del escritorio como si el número continuo de vueltas y la velocidad constante a la redonda de la escribanía le fueran a desvelar el misterio. Pero por más que le diera vueltas —a las ideas en la cabeza y al escritorio en derredor— no encontraba ninguna explicación. Seguía con el mismo sonsonete.

—No, no y no. Además, yo la conozco bien. Imposible desde todos los puntos de vista que actúe así.

Pero así está actuando. ¿Cómo puede ser? Dejó de dar vueltas alrededor del escritorio —aunque no en su cabeza— y se paró frente a la ventana. Fijo. Inmóvil. Pétreo.

El día, gris y lluvioso por momentos, invitaba al pesimismo. No se veía la luz del sol. Ningún rayo del astro rey que pudiera alumbrarle alguna idea acerca del proceder, tan insospechado, que ella tenía desde hacía varias semanas y que lo traía por el camino de la incertidumbre. La mirada perdida en el infinito. Las manos a la espalda. Circunspecto. De fondo, los Conciertos de Brandemburgo números 1, 2 y 3 de Bach, se afanaban por aportarle un poco de serenidad y lucidez a sus negros pensamientos. En lontananza, la Mesa Mota se cubría con un espléndido arco iris que lo invitaba a verla con otros colores.

—No, no y no. —Repitió en voz alta.

Repasaba mentalmente el último mes, las últimas semanas, los últimos días, las ultimas horas. Y todas le decían lo mismo: ha cambiado. Pero él les contestaba siempre igual:

—No que no. No puede ser. Aunque parezca lo que parezca. No puede ser y se acabó. ¡Si la conoceré yo! —Pero no encontraba ninguna explicación para el proceder tan raro que estaba teniendo.

Mientras observaba el arco iris que insistía en ofrecerle un resquicio de vida, de luz y color, a sus negros pensamientos, se acordó de los versos de Milton en el libro VI del Paraíso perdido.

[…] Así firmes la lucha

aguantaron, inmunes a dolores de heridas,

aunque a veces del sitio los movió la violencia.

No encontraba respuesta alguna. Al menos, que fuera convincente. Que si eran cosas mías. Que si estaba susceptible. Que si el tiempo no ayudaba. Que si patatín. Que si patatán. Se debatía entre aceptar la realidad o la coherencia; entre lo que sucedía o lo que imaginaba; entre los hechos o los deseos. Estaba hecho un galimatías. Para colmo de males, el arco iris desapareció detrás de una tupida cortina de agua que oscureció el paisaje y más, si cabe, sus pensamientos.

Se sentó. Echó el respaldo hacia atrás. Estiró las piernas. Cerró los ojos. Sólo el oído permanecía despierto mientras se deleitaba con Bach y el chapoteo de la lluvia en los cristales. Infinidad de recuerdos acudieron prestos sin esperar a que fueran llamados. Diligentes se presentaron ante él. Pugnaban por mostrarse. Se empujaban a empellones. Todos tenían en común la remembranza de los momentos que pasó con ella.

—Me enamoré de ti con sólo mirarte —le decía bajito una jovencita tímida y callada.

—Sólo con oír hablar de ti me subían los colores a la cara y tenía que esconderme. Yo no lo sabía entonces, pero mis hormonas te deseaban —profería otro de los recuerdos.

—Te buscaba a todas horas. Preguntaba por ti. Acudía donde sabía que podías estar. Sólo con verte me bastaba —le contaba otra evocación a la vez que se peleaba a empujones para hacerse oír.

—Cuando nos besamos por primera vez, ¿te acuerdas?, fue como estar en el cielo. Recuerdo pensar que si me moría esa noche ya no me importaba nada. Nunca he olvidado tus suaves labios. El calor de tus besos. Tu lengua tersa y sedosa —le mencionaba un recuerdo tan vívido que preparó sus labios para recibirla nuevamente en su boca.

Abrió los ojos y se escondieron rápidamente, cada uno en el lugar que ocupaban en el tiempo, como se esconden las cucarachas cuando enciendes la luz y las coges infraganti por toda la estancia. Los recuerdos no mentían. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo. Se levantó y fue a prepararse un café. Mientras lo servía echó de menos otra taza. La de ella. Ya no venía a tomarse el buchito de café. Se dio cuenta que no sólo los recuerdos, sino también las acciones le hablaban de ella. Estaba perdido. ¿Es que ya no lo quería? No tenía ningún recuerdo que lo atestiguará. Mas bien, al contrario. Pero los hechos de los últimos meses eran incontestables. Había desaparecido, poco a poco, de su vida.

—No, no y no. —Repitió en voz alta, tras saborear el último buche de café.

Siempre le había gustado su mirada limpia, su carácter sereno, su discreción y el amor que sentía por él. Se había enamorado de ella sin darse cuenta, al tran tran, despacito. Cuando cayó en la cuenta, era demasiado tarde. Nunca la pudo olvidar. De hecho, estaba en esas. Se negaba a olvidarla a pesar de su desaparición misteriosa, de su alejamiento inusual y de sus mentirijillas infantiles. No podía entender su proceder. Ella no era así. Pero, así se estaba comportando.

Ya no lo llamaba por teléfono con la asiduidad que lo hacía antes. No le consultaba las cosas y proyectos que tenía entre manos. No le contaba las interioridades de su familia. No le ponía al día de los avatares de su empresa. No recibía ningún WhatsApp picante como solía enviarle. Se había convertido en el Guadiana de su existencia. Cuando la veía —de tarde en tarde— aparecía serena, espléndida, sosegada. Pero después desaparecía sigilosa como el río en las Lagunas de Ruidera. No podía entender lo que estaba pasando. Tal vez la tenía idealizada. Quizás se había entregado en demasía esperando que le correspondiera de la misma manera. Acaso pensó que el amor que se profesaban era para siempre. Aunque probablemente, lo que estaba pasando era que había idealizado algo tan pasajero, tan efímero, tan transitorio como la pasión, el deseo carnal, la sensualidad que había en su relación.

No que no. No puede ser. Aunque parezca lo que parezca. No puede ser nada de eso. De ninguna de las maneras. Eso sólo son elucubraciones para engañarme. Son maquinaciones para justificarla, para disculparla… Pero entonces, ¿qué es? —se preguntaba.

Un silencio abrumador, atosigante, casi agotador se apoderó de él. No había respuesta a la pregunta. Al menos no la encontraba. O no quería buscarla. Tal vez no estaba haciéndose las preguntas correctas por eso no encontraba las respuestas adecuadas. O quizás no se estaba haciendo las preguntas adecuadas y por eso no encontraba las respuestas correctas. Ya no sabía ni lo que decía ni lo que pensaba. Pero se negaba a seguir insistiendo en esa dirección. De ahora para después nadie cambia de parecer tan de repente y sin motivos aparentes en asuntos tan trascendentales. No que no.

Recordaba sus turgentes pechos que sabían a ambrosía. Se acordaba de cómo le gustaba que se los comiera a besos. Evocaba cómo se los ofrecía a la manera como se ofrendaba una virgen en el altar de un Dios. Cómo lo invitaba a saborear sus lujuriosos pezones mientras apretaba su cabeza contra sus senos como queriendo retenerlo para siempre, entretanto se los mordisqueaba suavemente y los libaba con pasión. Eran unos pechos de color ambarino sobre una piel de terciopelo. ¡Ay!, ¡Cómo los echaba de menos! Le vino a la memoria el ambiente que preparaba siempre para estas ocasiones. Las persianas bajadas; la luz tenue; la cama descorrida; las velas encendidas; el vino descorchado; la música susurrando. Y casi siempre de Joan Baptista Humet. Se acordaba de la letra de una de sus melodías y la asociaba a momentos de placer inusitado mientras recorría su piel de terciopelo.

Siente, siente

por lo que quieras siente,

olvida el mundo conmigo,

si no, no tiene sentido.

Fuego, fuego

para perder estribos

y acurrucarse luego.

Esa imagen tan nítida le producía sentimientos encontrados. Por un lado, recapitulaba percepciones de placer, de fruición, de deleite; por otro, padecía sensaciones de rabia, de ira, de desamor. Mientras el enojo por su ausencia lo corroía, tarareaba a Humet con lágrimas en los ojos.

Quiero sentirte presente

bajo mis dedos en celo,

quiero encontrar en tu vientre

terciopelo ardiente.

 […]

Quiero sentirme simiente

y echar campanas al vuelo

cuando descubra en tu vientre

terciopelo ardiente.

Decidió coger el toro por los cuernos. La llamaría por teléfono y le preguntaría que qué coño le pasaba. Que ya estaba bien. Que él no se merecía ese desdén con el que lo trataba. Que si tenía que decirle algo que fuera valiente y se lo dijera a la cara. Como se hacen las cosas, con valentía. Que le explicara de una vez por todas porqué había cambiado tanto. Porqué tanta indiferencia. Cogió el teléfono y comenzó a marcar. Esperó para oír su voz y decirle todo lo que le tenía preparado. «El teléfono marcado está apagado o fuera de cobertura», fue la única voz que pudo oír. Se quedó con las ganas de escuchar su dulce y melodiosa voz. Se quedó con las ganas de soltarle todas las preguntas que lo reconcomía. Se quedó con las ganas de invitarla a su casa y hacerle el amor como antes, como siempre. Desesperado, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar, se tiró en el sillón como quién se rinde en la batalla final, en la batalla decisiva, la que gana o pierde las guerras.

Cogió el móvil y le puso un WhatsApp.

—Holiii…

—Te estoy llamando y me dice que lo tienes apagado o fuera de cobertura…

Quería decirte que no te mereces mi cariño… ¿Qué te he hecho yo?

   ¿Por qué me tratas así? Será mejor que me olvides para siempre…

   No te molestes en llamarme. —Y con la misma lo borró.

Sólo quería oír tu voz. Tu dulce y melodiosa voz…

   ¡Te echo de menos! —Y también lo borró.

—Bueno. A ver cuando nos vemos…

—😘👄😘👄😘👄😘👄

Repantingado en el sofá se sintió un guiñapo, un desecho humano, un cobarde incapaz de plantarle cara y decirle dos cosas bien dichas. De expresarle todo el mal que le estaba haciendo. No sabía si su inteligencia le pedía quererla con toda el alma o quererla perder de vista para siempre. No atinaba a descifrar si su voluntad quería luchar por ella o luchar contra ella. La amaba y la deseaba con locura. La echaba mucho de menos. Pero a la vez detestaba su comportamiento, su alejamiento, su distancia. Se sentía un títere en manos de un titiritero cruel que movía los hilos de los sentimientos a su conveniencia. ¡Pero ella no era así! Al menos no lo era hasta ahora. ¿Qué le había pasado? No lograba comprenderlo. Se resistía a aceptar que simplemente ya no lo quería. Le parecía una respuesta baladí. Una solución inconsistente. Una ocurrencia fuera de lugar.

Cogió el móvil y abrió el WhatsApp para comprobar si los había leído. Sólo tenía un tick. Ni siquiera los había recibido. ¿Le habrá pasado algo? Ella nunca apagaba el móvil. ¡Seguro que no quiere hablar conmigo! No, no. Lo más probable es que se haya quedado sin batería. ¡Con lo que le gusta hablar y Wasapear! Eso es. Sí. Se habrá quedado sin batería. Bueno, esperaré a que lo cargue. Seguro que cuando vea mis mensajes me llamará enseguida. ¡Igual hasta viene y todo! Y comenzó a imaginársela entrando por la puerta con su sonrisa puesta y la ropa interior quitada. Con sus ojos encendidos y su boca abierta dispuesta a comérselo todo, de arriba abajo. Con unas ganas locas de follárselo. Empezó a embriagarse de felicidad. Los ojos se le abrieron como platos. La boca salivaba de pasión. El pene, lujurioso se asomaba para verla entrar y poseerla.

Cogió el móvil y lo puso cerca para cogerlo en cuanto sonase. Pero no sonó. ¡Seguro que todavía no lo ha cargado! Lo abrió para comprobarlo y certificar que así era. Para tranquilizar la voz interior que burlonamente le susurraba que no se engañara. Que parecía bobo. Que si no tenía ojos en la cara. Que qué más quería que le pasara para darse cuenta que ya no lo quería. Que pasaba de él. Intranquilo por la dichosa voz, cogió el móvil y abrió el WhatsApp. Los mensajes tenían dos tick. ¡Y estaban en azul! El móvil ya lo había cargado o nunca se quedó sin batería. ¡Y había leído los mensajes! El corazón se le cayó a los pies. Se tapó instintivamente los oídos con sus manos para no escuchar la vocecita que impertinente y con retintín le decía machaconamente, «lo ves. No te lo decía yo».

Comenzó a llorar como se llora a un ser querido que se ha perdido para siempre. Como se llora irremediablemente la ausencia infinita. Como se llora ante la constancia de que nunca más se volverán a ver. Como se llora ante la despedida postrera. La despedida que se hace con el alma partida y los recuerdos a flor de piel. Y mientras las lágrimas resbalaban por su cara, con el corazón transido de dolor, recordaba cuánto la había querido, con qué intensidad la quería, y probablemente cómo la seguiría queriendo. No sabe cómo se acordó de la canción de Joan Baptista Humet, Y tú disimulando.

Te quiero con mi amor de aficionado,

te quiero con la urgencia del soldado.

Te quiero porque soy tu jardinero,

te quiero porque hay tiempo y flor, y espero.

Te quiero porque escondes tus amores,

te quiero porque juego a exploradores.

Mientras ella no sabía muy bien a qué jugaba. Mientras ella no respondía a sus WhatsApp, ni a sus llamadas, ni a sus sentimientos. El estribillo de la canción la retrataba.

Es todo cuanto sé

y tú disimulando,

yo consumiéndome,

y el tiempo va pasando.




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