viernes, 28 de junio de 2019

CORPUS CHRISTI LAGUNERO

Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión. Repetía ese refrán, que de niño había aprendido de su madre, mientras recorría el corto espacio que había entre la plaza del Doctor Olivera, donde acababa de almorzar en uno de los locales de moda, hasta la Plaza de la Concepción para, en la esquina de la calle de la Carrera con la de Antonio Zerolo, comenzar el recorrido de las alfombras del Corpus Lagunero que, desde que el ministro Manuel Chávez firmara el Real Decreto 1346/1989, se celebraba en domingo. Hacía muchos años que no asistía al Corpus, tantos como los que hacía que no se celebraba en jueves. El fin de semana era para descansar en el sur y relajarse tomando el sol. Pero éste domingo de junio decidió quedarse en la vieja Ciudad de Aguere.

Pensando en ello estaba cuando se percató de la cantidad de “pasillos” que había y de lo largos que eran, entre alfombra y alfombra, o por mejor decir, de la escasa cantidad de alfombras que veía. Incluso eran “pasillos” sin vida, apagados, de virutas, casi por “imperativo legal”, para no dejar zonas sin cubrir. Además, la inmensa mayoría de las alfombras estaban confeccionadas con sal y otros materiales teñidos. Las flores, brillaban por su ausencia. Y cuando se veía alguna que aportaba unos pétalos, unas támaras, unas flores de bejeque, brezo fino o algún capullo de rosa, se notaba la diferencia, hasta el punto que las personas se detenían a disfrutarlas, sacarles fotos y comentarlas. Aún así, valoraba en su justa medida el esfuerzo realizado por los alfombristas: comunidades parroquiales, cofradías, centros educativos, grupos de scout, seminario diocesano, entidades privadas, centros culturales y recreativos, Ayuntamiento, etc. De entre todas, le gustó especialmente la elaborada por el Ceip Camino de la Villa que semejaba el tronco de un árbol con sus ramas cuyas hojas eran trabajos realizado por los alumnos y alumnas.

Decidió ponerse los cascos y escuchar música acorde con la festividad y el recorrido de las alfombras. Comenzó a sonar el Ave Verum  Corpus de Mozart y su imaginación se puso en movimiento. Recordaba sus años de alfombrista cuando las calles aún no eran peatonales, cuando se usaba el pretil de las aceras para sentarse a descansar y el portal de las casas para almacenar los  materiales con los que confeccionar  los efímeros tapices. Evocaba los días previos a la confección de las alfombras afanándose en recoger todas las flores necesarias para su elaboración: las rosas, claveles, agapantos y dalias, se las pedían a los vecinos; las támaras, el brezo fino y teñido, a los trabajadores del Ayuntamiento; las flores silvestres, las inflorescencias de los bejeques y los musgos, lo recogían de la fértil vega y las laderas de la Mesa Mota.

Empezaba el Pange Lingua Gloriosi cantado por el coro de monjes benedictinos del monasterio de Santo Domingo de Silos cuando rememoró las noches previas al Corpus: algunas calurosas, otras agradables pero la mayoría frías. Recordaba con autentica fruición las viandas que entre todos aportaban para hacer más llevadera la noche: dulces variados de La Olivera, en la esquina de La Carrera con Núñez de la Peña;  laguneros de la Dulcería La Catedral, en la esquina de San Juan con La Carrera; perros calientes de Casa Peter, en la esquina de San Agustín con El Remojo; alguna botella de “vino con vino”, escondidas en el portal de la casa entre las sacos de materiales, de Artillería, en la plaza del doctor Olivera; bocadillos de tortilla, embutidos o jamón serrano que cada uno aportaba de su casa; el chocolate caliente y los churros para la amanecida que unos traían del Mercado Municipal en La Plaza del Adelantado y otros del Buen Paladar, en la calle Tabares de Cala.

Comenzó a escuchar el himno compuesto por Santo Tomás de Aquino, Adoro te devote, en la voz de los monjes del Monasterio de San Benito, cuando doblaba la calle  La Carrera con la Plaza del Adelantado rumbo a la Calle del Agua.  El ajetreo que se vivía en la plaza alrededor de un ventorrillo de la Cruz Roja, le recordaba el trajín de las noches en la confección de las alfombras donde, grupos numerosos alrededor de cada tapiz se afanaban por cumplir su misión: unos dibujaban en el asfalto las  líneas maestras del boceto; otros colocaban en los laterales los sacos con los materiales; algunos delimitaban las zonas, entre alfombras, con brezo picado; varios daban órdenes, opinaban, se reían y montaban la algarabía; todos colaboraban para que la empresa fuera amena y eficaz. En medio de éste trajín, el bosquejo, esa idea primera en la intención pero última en la ejecución, iba tomando cuerpo. Bien entrada la noche, después de haber dado cuenta de las viandas para cenar, cuando el cansancio y el frío comenzaban a hacer mella, se producía la peregrinación hacia el interior de los portales para echar un buen trago de “vino con vino” con algunos maníses y recuperar el ánimo para seguir aguantando la madrugada.

En la Calle San Agustín se detuvo frente a la Casa Salazar, sede episcopal de la Diócesis Nivariense, dónde el Seminario Diocesano plantaba su alfombra. Recordaba que solía ser una de las más elaboradas, cuidadas y con mensajes acordes a la festividad litúrgica y al lema de cada año. En ese instante, el Panis Angelicus  en la versión del King’s College deleitaba sus oídos. Era una alfombra muy visitada por todos los grupos por su concienzuda elaboración, por estar confeccionada únicamente con flores y por su acabado impecable, ya que cuidaban todos los detalles estéticos y marcaba la pauta del tiempo de elaboración. Muchos alfombristas cronometraban el tiempo invertido y el que faltaba para acabar sus alfombras comparándolas con el estado de desarrollo de ella. El mismo se acordaba de visitarla varias veces durante la noche para seguir su progreso y poderla contrastar con la de su grupo. Trabajar, visitar, comparar, avanzar, era todo un ritual que se repetía cada año durante toda la jornada. Una de las cosas que más le gustaba era la conservación de la alfombra una vez acabada para que se mantuviera fresca y lozana hasta el momento de la procesión. Para evitar que el viento hiciera mella  en el tapiz o que el calor agostara los pétalos, flores y musgos, se cargaba a la espalda una fumigadora-mochila de bombeo manual y las pulverizaba de cuando en cuando para mantenerlas en perfecto estado.

         Por la tarde, cuando la procesión salía de La Catedral, todo el recorrido se convertía en una gran alfombra sacramental compuesta por innumerables tapices llenos de historias individuales y repletas de esfuerzos, anécdotas y camaradería. La efímera obra de arte en que se había convertido su alfombra cumplía el cometido para la que fue creada: embellecer las calles para el paso de la procesión del Santísimo Sacramento.


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