miércoles, 12 de junio de 2019

40 DE MAYO

           Amanecía el 9 de junio sobre la ciudad de La Laguna. Durante la noche el viento no cesó de soplar y el agua caía repiqueteando sobre las tejas de la casa desde altas horas de la madrugada. Abrió la ventana de su cuarto, una especie de  buhardilla que se asomaba a la calle, y tuvo que cerrarla inmediatamente porque el fuerte viento empujaba con fuerza las gotas de agua en su interior. El fresco lagunero lo espabiló y con gesto contrariado por el viento pero contento por la lluvia se dispuso a prepararse el desayuno. La primera comida que se toma en el día debe ser consistente por eso acostumbraba a tomarse una taza de leche con gofio y queso. Metódicamente, con un ritual que cada mañana llevaba a cabo, fue poniendo dentro de la escudilla trozos de queso semicurado, los cubrió con gofio de trigo y millo que adquiría en La Molineta, que desde 1866 ofrecía los productos de su molienda en la calle  Núñez de la Peña para, finalmente, añadirle  leche y comenzar a revolverlos hasta conseguir el punto cuajado de leche y gofio que tanto le gustaba.

            Fuera el viento dejó de rugir y la lluvia cedió el paso al sirimiri. Se abrigó convenientemente, anudó la bufanda al cuello, cogió el paraguas y salió a dar su paseo mañanero. Al abrir la puerta de la calle el fresco lagunero invadió su rostro y alegró su alma. Sonrió, inhaló el aire frío, abrió el paraguas y comenzó a caminar calle arriba hacia la Plaza del Adelantado. Mientras subía por la calle Molinos de Agua, alejado de la pared del viejo Seminario para evitar los charcos,  pensaba en lo acertado del refrán que decía hasta el 40 de mayo no te quites el sayo; y si vuelve a llover, vuélvetelo a poner. Ensimismado sobre lo acertado del refranero español no se dio cuenta que Don Jacinto, asomado a la ventana de su casa en la calle Santo Domingo por encina del callejón de la Amargura, le daba los buenos días y, con la misma frase que siempre empezaba cualquier conversación le decía, “¿no es verdad, Alemán, que el tiempo está loco?”.

Entablaron una conversación intrascendente sobre el tiempo y sus veleidades. Don Jacinto pontificando desde su atalaya lagunera, la ventana canaria sencilla y funcional de madera de tea, de pino canario antiguo, formada por unos maderos largos y por otros cruzados de tamaños regulares que descansaban sobre un muro en cuyo interior se adosaban dos asientos que servían para sentarse a tomar el café, para leer con la luz natural o para mirar al exterior y conversar; era una ventana de guillotina tradicional con los cristales incrustados en unas varillas finas que se aprovechaban para dejar pasar la luz y que, al ser móvil,  don Jacinto gustaba  bajar la parte superior para apoyar sus brazos sobre ella y sacar su cabeza al exterior. Abajo, en la acera, después de tan intrascendente y breve conversación se despide con un “hasta luego” y se aleja en dirección a la Plaza del Adelantado.

Cruzó la plaza rodeando la fuente de mármol de estilo neoclásico y origen marsellés  situada dos escalones por encima del nivel de la misma, compuesta por cuatro elementos o cuerpos superpuestos coronados por un ánfora. Se dirigía al bar situado en la acera opuesta cerca de la esquina con la calle del Agua donde tenían, a su entender, el mejor café de La Laguna. Lo regentaba una señora de avanzada edad muy simpática que gustaba contar anécdotas y comentarios laguneros de lo más enjundiosos. Después de tomarse su cuota mañanera de café y de escuchar algunos chascarrillos laguneros puso rumbo a la Plaza de los Remedios por el callejón de la Caza hasta que llegó al Ateneo para leer el periódico y gozar de un rato de tertulia amena y distendida. Con toda seguridad el tema central sería el tiempo que estaba empeorando por momentos, volviendo el viento a hacer acto de presencia, bamboleando los altos ejemplares de palmeras centenarias de la plaza de la Catedral.

El reloj de la Catedral marcaba las doce y cincuenta minutos. “Bueno, señores, me despido hasta mañana. Acaba de dar la una por el reloj de la iglesia” –todo el mundo sabía que dicho reloj atrasaba diez minutos-. Se levantó, se pertrechó para hacerle frente al viento y la lluvia y salió rumbo al Tanque Abajo por la calle La Carrera hasta el Ayuntamiento para luego bajar por la calle Consistorio. A esta hora solía tomarse el aperitivo en Casa Telesforo, una casa de comidas que se había inaugurado  en 1930 y que seguía manteniendo el sabor de la tradición y unas potas en salsa con papas arrugadas con vino de La Victoria que quitaban el hipo. Después de jincarse un par canario de vasos de vino y dar cuenta del plato de potas con papas arrugadas se dirigió a su casa cruzando desde la Plaza de San Cristóbal a la calle Santo Domingo y bajando por Molinos de Agua.

            El día seguía desapacible, la pared de piedra del Seminario viejo destilaba agua dando vida a los Bejeques y musgos de sus grietas y cubriendo de charcos la carretera. La montaña de San Roque estaba cubierta por un manto de niebla y el Barranco de Gonzaliánes comenzaba a llevar su ración de agua rumbo al Barranco de Santos en Santa Cruz. A pesar de ello regresaba contento a su casa. No había nada como un paseo por la Ciudad de La Laguna y si estaba lloviendo, mejor. El aire fresco de la Vega lo despertaba, lo animaba, le ayudaba a evocar viejos tiempos, anécdotas, amigos, amores. 


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