Amanecía
el 9 de junio sobre la ciudad de La Laguna. Durante la noche el viento no cesó
de soplar y el agua caía repiqueteando sobre las tejas de la casa desde altas
horas de la madrugada. Abrió la ventana de su cuarto, una especie de buhardilla que se asomaba a la calle, y tuvo
que cerrarla inmediatamente porque el fuerte viento empujaba con fuerza las
gotas de agua en su interior. El fresco lagunero lo espabiló y con gesto
contrariado por el viento pero contento por la lluvia se dispuso a prepararse
el desayuno. La primera comida que se toma en el día debe ser consistente por
eso acostumbraba a tomarse una taza de leche con gofio y queso. Metódicamente,
con un ritual que cada mañana llevaba a cabo, fue poniendo dentro de la
escudilla trozos de queso semicurado, los cubrió con gofio de trigo y millo que
adquiría en La Molineta, que desde
1866 ofrecía los productos de su molienda en la calle Núñez de la Peña para, finalmente, añadirle leche y comenzar a revolverlos hasta conseguir
el punto cuajado de leche y gofio que tanto le gustaba.
Fuera el viento dejó de rugir y la
lluvia cedió el paso al sirimiri. Se abrigó convenientemente, anudó la bufanda
al cuello, cogió el paraguas y salió a dar su paseo mañanero. Al abrir la
puerta de la calle el fresco lagunero invadió su rostro y alegró su alma.
Sonrió, inhaló el aire frío, abrió el paraguas y comenzó a caminar calle arriba
hacia la Plaza del Adelantado. Mientras subía por la calle Molinos de Agua,
alejado de la pared del viejo Seminario para evitar los charcos, pensaba en lo acertado del refrán que decía hasta el 40 de mayo no te quites el sayo; y
si vuelve a llover, vuélvetelo a poner. Ensimismado sobre lo acertado del
refranero español no se dio cuenta que Don Jacinto, asomado a la ventana de su
casa en la calle Santo Domingo por encina del callejón de la Amargura, le daba
los buenos días y, con la misma frase que siempre empezaba cualquier
conversación le decía, “¿no es verdad, Alemán, que el tiempo está loco?”.
Entablaron una conversación
intrascendente sobre el tiempo y sus veleidades. Don Jacinto pontificando desde
su atalaya lagunera, la ventana canaria sencilla y funcional de madera de tea,
de pino canario antiguo, formada por unos maderos largos y por otros cruzados
de tamaños regulares que descansaban sobre un muro en cuyo interior se adosaban
dos asientos que servían para sentarse a tomar el café, para leer con la luz
natural o para mirar al exterior y conversar; era una ventana de guillotina
tradicional con los cristales incrustados en unas varillas finas que se aprovechaban
para dejar pasar la luz y que, al ser móvil, don Jacinto gustaba bajar la parte superior para apoyar sus brazos
sobre ella y sacar su cabeza al exterior. Abajo, en la acera, después de tan
intrascendente y breve conversación se despide con un “hasta luego” y se aleja
en dirección a la Plaza del Adelantado.
Cruzó la plaza rodeando la fuente
de mármol de estilo neoclásico y origen marsellés situada dos escalones por encima del nivel de
la misma, compuesta por cuatro elementos o cuerpos superpuestos coronados por
un ánfora. Se dirigía al bar situado en la acera opuesta cerca de la esquina
con la calle del Agua donde tenían, a su entender, el mejor café de La Laguna.
Lo regentaba una señora de avanzada edad muy simpática que gustaba contar
anécdotas y comentarios laguneros de lo más enjundiosos. Después de tomarse su
cuota mañanera de café y de escuchar algunos chascarrillos laguneros puso rumbo
a la Plaza de los Remedios por el callejón de la Caza hasta que llegó al Ateneo
para leer el periódico y gozar de un rato de tertulia amena y distendida. Con
toda seguridad el tema central sería el tiempo que estaba empeorando por
momentos, volviendo el viento a hacer acto de presencia, bamboleando los altos
ejemplares de palmeras centenarias de la plaza de la Catedral.
El reloj de la Catedral marcaba
las doce y cincuenta minutos. “Bueno, señores, me despido hasta mañana. Acaba
de dar la una por el reloj de la iglesia” –todo el mundo sabía que dicho reloj
atrasaba diez minutos-. Se levantó, se pertrechó para hacerle frente al viento
y la lluvia y salió rumbo al Tanque Abajo por la calle La Carrera hasta el Ayuntamiento
para luego bajar por la calle Consistorio. A esta hora solía tomarse el
aperitivo en Casa Telesforo, una casa
de comidas que se había inaugurado en
1930 y que seguía manteniendo el sabor de la tradición y unas potas en salsa
con papas arrugadas con vino de La Victoria que quitaban el hipo. Después de jincarse
un par canario de vasos de vino y dar cuenta del plato de potas con papas
arrugadas se dirigió a su casa cruzando desde la Plaza de San Cristóbal a la
calle Santo Domingo y bajando por Molinos de Agua.
El día seguía desapacible,
la pared de piedra del Seminario viejo destilaba agua dando vida a los Bejeques
y musgos de sus grietas y cubriendo de charcos la carretera. La montaña de San
Roque estaba cubierta por un manto de niebla y el Barranco de Gonzaliánes comenzaba
a llevar su ración de agua rumbo al Barranco de Santos en Santa Cruz. A pesar
de ello regresaba contento a su casa. No había nada como un paseo por la Ciudad
de La Laguna y si estaba lloviendo, mejor. El aire fresco de la Vega lo
despertaba, lo animaba, le ayudaba a evocar viejos tiempos, anécdotas, amigos,
amores.
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