Hacía
mucho tiempo que no frecuentaba esa zona de La Laguna. Solía pasar en ocasiones
camino de Lemus para comprar algún
libro u hojear las últimas novedades pero no a tomarse un cortado, unas copas,
unos vikingos o de tertulia con los amigos. Pero ese día fue al Centro de
Profesores, en la Avenida Ángel Guimerá Jorge, para recoger algunas
certificaciones de cursos, charlas y trabajos realizados en los últimos años
académicos. Cruzó por el paso de peatones, con mucho cuidado de que no hubiera
ningún tranvía por las cercanías, y atravesó el Campus Universitario entre el
Colegio Mayor San Fernando y el Edificio Central para desembocar en la calle Pedro
Zerolo y subir hasta la calle Heraclio Sánchez. Mientras caminaba por la acera
de la antigua Escuela Normal de Magisterio de La Laguna se percató que la
mayoría de los bares que frecuentaba en su etapa de universitario habían desaparecido
y en su lugar habían abierto negocios de copistería, peluquería, venta de
motos, Telepizza, cafetería-zumería y muchos locales con el cartel se vende o se traspasa.
Sumido en estos pensamientos llegó a
la altura del Bar La Tropical y se le
iluminó el semblante, avanzó unos pasos hacia delante para ver si existía el Benjamín y se congratuló de su presencia
aunque estaba cerrado. Volvió sobre sus pasos y entró en La
Tropical. Se acomodó en la mesa
que ocupaba el lugar donde solía sentarse antaño y pidió una Premium de Tropical. Se la sirvieron con
unas aceitunas verdes aliñadas. En la mesa de al lado había un grupo de unas
siete personas y dos chicas se encontraban en la barra frente a él. Recordó que
en sus tiempos la afluencia de parroquianos era inmensa y había que estar al
quite para conseguir una mesa o, en su defecto, un taburete en la barra. Mientras
saboreaba la cerveza y se entretenía con las pipas en la boca comenzó a
recordar algunos de aquellos momentos vividos en sus años de universitario;
algunas de las conversaciones mantenidas en esa misma mesa; anécdotas casi siempre
protagonizadas por los mismos compañeros; amores fugaces con alguna compañera
de clase o de Facultad; charlas encendidas sobre el momento político de la
época.
Corría la segunda mitad de la década
de los setenta. España entera estaba inmersa en los acontecimientos ocurridos
en la transición hacia la democracia. Canarias no estaba al margen. Y La
Laguna, sede universitaria, tampoco. Recordaba como a finales del año 1976 se
había generado un revuelo general acerca de la muerte del joven Bartolomé García
Lorenzo, a quien confundieron con el Rubio, el alias de Ángel Cabrera Batista, delincuente grancanario al que se
condenó por el secuestro y asesinato del industrial Eufemiano Fuentes y que fue
asesinado por las fuerzas de seguridad. Un año después, seguían las protestas generalizadas de los trabajadores
portuarios, los empleados del transporte, del sector del tabaco, etc. a las que se unieron los estudiantes. Recordaba
las barricadas que se montaron, una en la Cruz de Piedra y otra en la avenida
de La Trinidad, donde los estudiantes tuvieron enfrentamientos con la Policía Armada.
Varias personas resultaron detenidas en la
calle Heraclio Sánchez. La Laguna quedó completamente paralizada.
Lo
noticia trágica había ocurrido en el Campus Universitario donde los estudiantes
se habían refugiado por la acción de la Guardia Civil. Los estudiantes lanzaban
piedras e increpaban a la policía y estos respondían con balas de goma. Sobre
las tres de la tarde varios jeeps de la Guardia Civil entraron en el Campus y
comenzaron a disparar indiscriminadamente contra los estudiantes que huyeron
alocadamente por las escaleras que dan acceso al edificio central. Una bala alcanzó a Javier Fernández
Quesada, estudiante de 2º de Biología, natural de Las Palmas de Gran Canaria, y
lo mató en el acto. Se armó un revuelo mientras las balas impactaban contra la
fachada. Fueron unos días muy duros y tristes. Recordaba como el ambiente era
muy tenso, se sucedían las asambleas, se suspendían clases, se confeccionaban
pancartas, se pintaban las paredes con lemas antifascistas, se sucedían las manifestaciones.
Recordaba
una anécdota que le había pasado a un compañero de Facultad natural de La
Laguna, del Barrio del Timple. Había sido monaguillo de la Parroquia de Santo
Domingo de Guzmán, junto al Seminario Viejo, al lado de Correos. Don Sixto, el Párroco,
le había encargado que se acercara a las Claras para comprar hostias, grandes y
pequeñas, que se le estaban agotando. Javier, que así se llamaba su compañero,
puso rumbo por la calle del agua hacia el Convento de Santa Clara de Asís y de San Juan Bautista, para llevar a cabo su
encargo. Al salir del convento con su cartucho de hostias y mientras se comía
unos “recortes” que las monjitas siempre le regalaba, peleándose con su paladar
que se empeñaba en atrapar los menudos trozos ensalivados, puso rumbo por la calle
San Agustín hacia el estanco Penedo, en la calle Juan de Vera, porque tenía que comprar unos papeles
timbrados. Al salir se dirigió a la fotocopiadora de Mateo en la calle Heraclio
Sánchez que tenía encargados unos apuntes.
Al pasar por la plaza de la Catedral notó una
presencia excesiva de Policias con varias “lecheras” aparcadas en la calle de
la Carrera. Cruzó rápido por el túnel que desembocaba en la calle Herradores y corriendo,
con el cartucho de hostias abrazado contra su pecho, se dirigió hacia el túnel del
Aguere. Los grises sospecharon de aquel joven que corría con un paquete
escondido y le dieron el alto. Lo acorralaron y lo empujaron contra la pared, mientras
un policía blandiendo con la mano
derecha una porra lo amenazó mientras le gritaba,
- “¿Qué llevas ahí?”
-“Nada”, balbució ininteligiblemente.
-“¡Cómo que nada!”, le gritaba enfurecido el
policía.
-“Hostias”, acertó a decir.
-“¿Hostias? A ti sí que te voy a dar un par de
hostias”
Y quitándole violentamente el cartucho lo rompió y
lo tiro al suelo. Todo el piso se lleno de hostias, grandes y pequeñas. Sólo le
faltaba llorar del miedo que tenía. La cara de los policías era un poema al ver
todo el suelo regado de hostias. Durante una eternidad que duró unos segundos se
hizo el silencio. De pronto el policía reaccionó y dijo,
- “¡HOSTIA!.... pero si son ¡HOSTIAS!”
Uno de los policías lo agarro del brazo y le dijo “sal
de aquí cagando leches”. Javier se inclinó para recoger las hostias y le volvió
a gritar, “¡cagando leches!”. Se levantó y no paró de correr hasta que llegó a
la Iglesia.
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