Amaneció
lloviendo sobre Aguere. La borrasca que azotaba Canarias descargaba en tromba
sobre la Ciudad de los Adelantados. Los chaparrones se sucedían sin solución de
continuidad. El repiqueteo de la lluvia no cesaba sobre las tejas que meaban
abundantemente convirtiendo la calle en un rio. Miro por la ventana empañada y
se encontró con un día gris, plomizo, sombrío. Se frotó las manos, en parte por
el frio, en parte por la fruición que le producía pasear bajo la lluvia. Se
dirigió alegre y contento, con esa alegría que solo los laguneros encuentran en
un tiempo como ese, al cuarto de baño para ducharse. Después de desayunar su
tazón de leche y gofio con queso, se encaminó al dormitorio para vestirse
adecuadamente y disponerse a dar su paseo mañanero. ¡Como le encantaba lagunear
bajo la lluvia!
Se
puso los calcetines de lana de ovejas merinas que tanto le gustaban, no sólo
porque le ayudaban a mantener calentitos los pies sino porque evitaba que le
sudaran en demasía. El jaspeado era su favorito, aunque los tenía negros,
grises y marrones. Se vistió con un pantalón de pana en color beige sin pliegues, con cinco
bolsillos que se cierra mediante botón y cremallera, lo que lo convertía en una
prenda muy cómoda para pasear. Se enfundó una camisa de color marrón y blanco,
estampada a cuadros de corte regular y manga larga con cuello camisero y cierre
con botones. El suéter, entrenzado con cuello asimétrico de color topo y puño elástico con acabados acanalados.
La bufanda, también a cuadros, confeccionada con lana de cordero y con un
acabado de flecos finos, muy abrigada. La Trenka de color gris marengo con
capucha extraíble y con interior estampado de cuadros. Se calzó unas chukkas Timberland confeccionadas en cuero granulado
impermeable para llevar los pies secos y protegidos en todo momento. El
paraguas, largo de puño de Java, marrón, antiviento y acabado en teflón para repeler
el agua. ¡Estaba dispuesto para su paseo mañanero y, mirándose al espejo, lucio
su mejor sonrisa!
Abrió
la puerta y una boconada de aire fresco y húmedo le llegó al rostro dejándole
la cara fría y la nariz roja, a la vez que la lluvia empapaba su cuidado atuendo.
Sorprendido, cerró la puerta de golpe y se dirigió al baño para secarse. Volvió
a mirar por la ventana y se percató del temporal de viento y agua que caía
sobre La Laguna. No se resignaba a suspender su paseo mañanero por la ciudad de
sus amores. Contrariado, volvió a intentarlo cuando se percató que el viento
amainaba y la fuerte lluvia se convertía en un aguacero. Salió, esta vez con el
paraguas abierto, y comenzó a bajar por la calle que parecía más un rio que una
vía. Evitando los charcos, saltaba a diestro y siniestro y el paraguas,
bamboleado por el viento y sus movimientos al esquivarlos, le servía de muy
poco y comenzaba a mojarse. De repente, el viento se volvió huracanado y el
aguacero se convirtió en una tromba de
agua que le impedía ver a dos pasos delante de él, mientras se preguntaba si
había sido una buena idea dar el paseo.
Un taxi, que venía en su dirección, terminó por convencerlo de lo
erróneo de su decisión. Al pasar a su lado levantó tal cantidad de agua que lo
empapó de arriba abajo. Acordándose de toda la familia del taxista, y de su
mala suerte, dio media vuelta y volvió a su casa empapado como un pollo.
Entró
con un humor de perros. Dio un portazo y se dirigió al baño para dejar que el
paraguas desprendiera toda el agua acumulada; para que las botas se secaran;
para que la ropa, empapada y fría, se escurriera. Abrió el agua caliente de la
ducha y se sumergió bajo su cálida caricia para recuperar el tono muscular y el
calor corporal. Con bata y en zapatillas se traslado a la cocina para tomarse
un reconfortante té con leche y unas pastas de La Princesa. Mientras disfrutaba de la frugal vianda, miraba por la
ventana desconsolado por no poder salir; entretanto el viento persistía en
empujar la lluvia con tanta profusión contra los cristales que parecía un
diluvio. Resignado, decidió subir a la buhardilla donde tenía la biblioteca.
Desde allí podía ver llover a través de los grandes ventanales y extasiarse con
la vista de la Mesa Mota, siempre y cuando la cantidad de agua y la neblina no
se lo impidieran.
Encendió
su equipo de música y puso un CD con La Sinfonía del Nuevo Mundo, Nº 9 en mi
menor, Op. 95, de Dvorak. Mientras
comenzaba a sonar el primer movimiento, Adagio-Allegro Molto, se dirigió a la
cristalera y, con las manos en la espalda, miraba embelesado hacia la Mesa
Mota. Al cabo de un rato, decidió ponerse a leer. Con el dedo índice de la mano
derecha iba recorriendo las estanterías repletas de libros. De repente se
detiene en uno y lo saca. Lo había leído en varias ocasiones, al menos
recordaba dos. Era una preciosa novela de
José Luis Sampedro sobre el eterno problema del amor, La sonrisa etrusca. En su caso le recordaba su primera pasión: el amor
de una mujer que ilumino una etapa importante de su vida. Al hojearlo, caen
varias fotos de su interior. Se inclina para recogerlas y cuando las tiene en
sus manos el corazón comienza a bombear con tanta rapidez, que tiene que
sentarse para no perder el equilibrio y desmayarse. ¡Son fotografías de ella!
Recuperado de la sorpresa y con el corazón aún
exaltado, mira las fotografías que tiene entre sus temblorosas manos y, con los ojos vidriosos y
el alma compungida, comienza a recordarla. De manera especial se acuerda de su
sonrisa, su amplia sonrisa: en todas las fotografías que tenía entre sus manos
estaba sonriendo. Era su marca de identidad. Bueno, eso, y sus amplios ojos,
sus sensuales labios y sus peculiares dedos. En una de ellas, estaba tumbada en
la playa con sus gafas de sol negras, grandes, que ocultaban sus hermosos ojos,
pero que realzaban su alegre sonrisa, dejando al descubierto una boca
seductora, sensual, erótica, concupiscente, que enaltecía su risueño rostro,
enmarcado por una abundante mata de pelo negro que le caía hasta el cuello y la
hacía aún más atractiva. Dos pendientes de perlas blancas señalaban, cual faro
en una noche de tormenta, la situación exacta de sus sexys orejas que tantas
veces besó y a las que tantas veces le susurró su amor. Los hombros, desnudos y
carnales, enmarcaban el grácil cuello de una divinidad griega a la que
acostumbraba a acariciar con sus manos y con sus labios, recorriéndolo en toda
su extensión, hasta llegar a las oídos, produciéndole una sensación erótica
indescriptible y que ahora recordaba, vívidamente, su sistema de recompensa
cerebral. Era una fotografía de retrato, en blanco negro, por lo que el resto del cuerpo tenía
que recordarlo. ¡Y vaya si lo recordaba! Estuvo un buen rato poniéndose al día
con él.
Fuera seguía lloviendo; las gotas de agua resbalaban
raudas por los cristales, formando una especie de surco vertical con gotas
asimétricas que sugerían mandar un mensaje en Morse. Al fondo, la Mesa Mota
parecía jugar al escondite, apareciendo y desapareciendo en medio de la
neblina. El viento seguía ululando mientras buscaba un hueco por el que
colarse. Se levantó, cogió de la estantería el disco de Sabina, Esta boca es mía y lo colocó en el tocadiscos;
situó el brazo en el surco de la segunda canción, Por el Boulevard de los sueños rotos, y se volvió a sentar.
«En el bulevar de los
sueños rotos
Vive una dama de poncho rojo,
Pelo de plata y carne morena...»
Vive una dama de poncho rojo,
Pelo de plata y carne morena...»
Recordaba perfectamente que la foto que tenía delante la había sacado él en
el muelle de Agaete. Le gustaba mucho esa instantánea porque reflejaba a la
perfección lo que ella era: una diva del Olimpo. Pero no una cualquiera de los
doce, no. Era Afrodita, la diosa del amor y la belleza. El retrato era la viva
imagen de la deidad, la del Olimpo y la de la canción de Sabina, Frida. Su
vestimenta, camisa roja y pantalón vaquero, actualizaban el atuendo de la del
Olimpo y la indumentaria de la mexicana. Aparecía mirando a cámara, de cuerpo
entero, junto a un charco que la reflejaba, uniendo el cielo con la tierra, el
Olimpo con México, lo divino con lo humano. Era un retrato sugerente: aparecía
mundana, de pie, con su mochila, sus gafas grandes negras, su colgante de
amatista y su amplia sonrisa; encandilada por el sol que, envidioso, pretendía
hacerle la competencia. El charco la reflejaba grácil, de revés, etérea; los
pies para el cielo y la cabeza para la tierra; la sonrisa, de revés, se
insinuaba seductora, sugestiva, ampulosa. La recordaba así: humana y divina,
cercana y lejana, grácil y normal, sensual y calculadora.
«Por el bulevar de los
sueños rotos
Moja una lagrima antiguas fotos
Y una canción se burla del miedo…»
Moja una lagrima antiguas fotos
Y una canción se burla del miedo…»
Se secó las lágrimas. Dejó las fotos sobre la mesa,
se acercó a la ventana, puso sus pómulos contra el cristal y cerró los ojos
para sentir el frío intenso que atrapaba del exterior, mientras recordaba al calor de los
sentimientos ocultos. Cuando los abrió, las nubes abandonaban la Mesa Mota dejándola
al descubierto. La lluvia seguía cayendo cadenciosamente, rítmicamente,
armoniosamente, como el pesar que lo había abatido al recordarla. Rememoró
viejos tiempos y, en sintonía con la meteorología, se acordó de aquella canción
que tanto les gustaba y que solían escuchar mientras se tomaban un ron, ella, y
un Gin Tonic, él. Guardó el que estaba escuchando y sacó otro de Sabina, el disco
Juez y Parte, concretamente la
canción, «Rebajas de Enero» que siempre la habían vivido como propia, como su
historia de amor hecha carne, tangible y veraz.
«Huyendo del frío busqué
en las rebajas de enero
Y hallé una morena bajita que no estaba mal»
Y hallé una morena bajita que no estaba mal»
Y allí estaba aquella foto que recordaba haberla tomado
en el puerto de Valle Gran Rey, por la tarde -después de haber pasado el día tirados
en la arena, cogiendo sol y nadando en el mar-, mientras paseaban por la avenida que iba,
desde su apartamento hasta el muelle. El sol, tenue, se ponía en el horizonte,
y ella de espaldas al mar lucía su mejor sonrisa, aquella que lo envolvía, lo
atenazaba, lo volvía loco, lo dejaba prendido de su belleza y lo esclavizaba
sin remedio.
-- «Sácame una foto con el mar de fondo»
Acercó el objetivo para enmarcarla de medio cuerpo y
poder atrapar su semblante, destacando de esa manera su enorme sonrisa. La
camisa blanca, de cuello redondo amplio y sin mangas, resaltaba su tez morena tostada
por el sol de La Gomera. Sus níveos dientes competían con las blancas perlas
nacaradas que adornaban sus orejas. La melena, recogida sobre la trasera de su
cabeza, dejaba escapar las puntas que le conferían un aspecto atractivamente
desaliñado. Sus gafas negras la protegían del escaso sol y le proporcionaban
ese misterioso halo de sensualidad tan característico en ella que explicaba por
qué «nos vimos tres veces la cuarta se vino a dormir». De fondo, el Atlántico,
de un azul añil, servía de marco incomparable a la vez que realzaba su natural
belleza. En ese preciso momento, Sabina, le recordaba repetidamente que
«Apenas llegó se instaló
para siempre en mi vida
No hay nada mejor que encontrar un amor a medida
Apenas llegó se instaló para siempre en mi vida
No hay nada mejor que encontrar un amor a medida»
No hay nada mejor que encontrar un amor a medida
Apenas llegó se instaló para siempre en mi vida
No hay nada mejor que encontrar un amor a medida»
No llegaba a comprender qué les había pasado. Por
qué habían terminado distanciándose de esa
manera. Cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo sin tenerse,
sin sentirse, sin amarse. Sobre todo, no entendía cómo era posible que todavía la
quisiera, la echara de menos, la sintiera tan lejos y tan cerca. A qué se debía
esa desazón cada vez que la veía aunque fuera en fotos. Por qué insistía en ir
a la Recova por ver si se encontraba con ella. Cuál era la causa de haber
perdido a su «princesa de la boca de fresa», como le gustaba llamarla.
«Maldito sea el gurú
Que levantó entre tú y yo un silencio oscuro»
Que levantó entre tú y yo un silencio oscuro»
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