Habían
pasado unos treinta y pico de años desde que se encontraron en la inmensidad
del océano. No habían nacido en las mismas aguas; no habían comido del mismo
plancton; no habían tenido las mismas cuevas que explorar; no nadaban con la
misma velocidad, aunque avanzaban de manera similar moviendo la cola a ambos
lados, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Tampoco tenían una agregación en común, esa reunión de
peces sueltos y desorganizados que a menudo contienen diferentes
especies. Desde luego, no pertenecían a ningún banco pues eran de especies distintas. En cambio, había algo que
los unía: los sentimientos. Ya se sabe que la cognición de los peces y su percepción
sensorial están por regla general a la par de las de otros animales. Y eso fue lo que permitió que se
conocieran y decidieran nadar juntos por
el amplio mar.
«…El cristal de los
acuarios
De los peces de ciudad
Que mordieron el anzuelo
Que bucean a ras del suelo…»
De los peces de ciudad
Que mordieron el anzuelo
Que bucean a ras del suelo…»
Mientras suena la canción de Sabina, Peces de
ciudad, se acuerdan de aquella historia que comenzó hace unas cuantas
décadas. Desde entonces, años y años -como
buenos habitantes del mar- rigiéndose por
la ballestilla, el astrolabio y el cuadrante de Davis, mediante el octante y el
sextante, para determinar la Latitud; por los meridianos y paralelos para
determinar la Longitud geográfica; por la aplicación de las Leyes de Kepler
para fijar la hora del reloj de sol o la hora civil de Greenwich mediante relojes atómicos. Durante todo ese
tiempo, desafiando al tiempo y a la mar; recorriendo cantidades ingentes de
millas marinas; enfrentándose a tornados, huracanes y tifones; eludiendo la
sobrepesca diaria; evitando la contaminación marina de los residuos
industriales; sorteando remolinos gigantes de millones de piezas de
plástico y otros residuos.
«Se peinaba a lo garçon
La viajera que quiso enseñarme a besar
En la gare d'austerlitz
Primavera de un amor
Amarillo y frugal como el sol
Del veranillo de san Martín…»
La viajera que quiso enseñarme a besar
En la gare d'austerlitz
Primavera de un amor
Amarillo y frugal como el sol
Del veranillo de san Martín…»
Recordaron como anécdota, la aventura, la
narración, el relato del pececito de
color. Aquel que describía los inicios de una comunicación idílica radicalmente
opuesta a un diálogo de besugos. El feeling que inmediatamente se forjo entre ellos, a
semejanza de la sensibilidad química por la que se produce el regreso de los
salmones a sus ríos de nacimiento para desovar, presagiaba un efecto
indefinido en el tiempo que propiciara una relación duradera y complementaria
en la vida personal y amorosa. De esta manera comenzaron los atracones en Paco
Millet; las habituales concurrencias al cine; las arraigadas asistencias a
los pubs, cafeterías, bares y cervecerías de moda; los desembarcos en La
Marisquería Ramón; los paseos nocturnos por Las Teresitas, etc. Como buenos peces, les encantaba todo lo
relacionado con el mar. Así comenzó todo:
«Se cuenta que una vez había un pez de hermosos y
bellos colores que no creía que los tenía. Había pasado, al sumergirse en el
mundo, por una mala experiencia: se había adentrado en una oscura cueva donde
dejó de verse a sí mismo: a sus colores. El lindo pez, al verse en aquella
oscura soledad, rompió a llorar; las lágrimas enturbiaron sus ojos y dejó de
ver sus hermosos y bellos colores. Aunque los tenía, no veía el verde de la
esperanza, ni el azul del mar, ni el celeste del cielo, ni el amarillo refulgente
del sol, ni el rosa del amor, ni el rojo de la pasión, ni… solo el negro
rondaba sus expresivos ojos de pez encantador.
Nadando, nadando, se encontró con otro pez. Un día
el pez de color y el otro decidieron nadar juntos por el agua de la amistad. Su
nuevo compañero quedó prendado de su belleza multicolor y no comprendía como
aquel pez encantador estaba solo, sin admiradores, sin otros peces, o leones, o
escorpiones, o toros, o cabras, o cangrejos, o… lo que sea. Tampoco comprendía
por qué su hermoso pez no “lucía” sus colores; no “creía” en ellos; no los
“valoraba” en su justa medida. Pero una noche que salieron a nadar juntos por
las deliciosas, pero turbulentas, aguas
del alcohol, comprendió e intuyo el por qué de la oscuridad de su hermoso
compañero de vivos colores. Tal vez lo supo porque él también tenía su mismo
problema; tal vez porque su amigo bajo la guardia y se mostró asequible; o tal
vez porque terminaron su paseo en la playa como dos buenos peces.
Desde entonces, decidió ayudarlo y ayudarse a sí
mismo. Se dijo: «Si pudiera devolverle la confianza perdida y la visión de sus
multicolores posibilidades, su hermoso arco iris iluminaría mi vida». Así fue
como el pez de color se convirtió en «su patria, su bandera, su segunda piel:
el lugar donde quiere volver»
Y cuentan que la historia está por realizarse.
¡Ah, sí! Sólo hay un animal al que éste pez le
teme: el canguro. Tiene pesadillas en las que ve como se lleva en su
barriga-transporte al lindo pececito de color lejos de él. Cada vez que lo
sueña, teme adentrase en una cueva oscura y tenebrosa.»
A partir de entonces, iniciaron una
circunnavegación que les ha llevado por los mares y océanos más impredecibles y
maravillosos jamás imaginados. El miedo al canguro languideció con el tiempo y dos
nuevos pececitos de colores bucean en sus alrededores, braceando en el inmenso
mar de la vida que tienen por delante. Entretanto, continúan su periplo mientras
siguen peinando escamas.
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