jueves, 9 de enero de 2020

EL JARDÍN

El episodio de calima que asolaba Canarias en las Navidades había convertido las mismas en unas fiestas atípicas, diferentes, extrañas y desacostumbradas. La sorprendente canícula que atrapaba el archipiélago con sus altas temperaturas por el día, tan inusuales en ésta época, y sus drásticos descensos nocturnos, transformaban las islas y las Pascuas en un acontecimiento insólito, raro y chocante. Parecía que estuviéramos conmemorando cualquiera de las innumerables festividades que durante el verano se celebraban por todos los rincones  de la Comunidad Canaria. La masa de aire cálido procedente del norte de África, debido a la dirección de los vientos de componente este, arrastraba el polvo del desierto del Sáhara y provocaba que la visibilidad se redujera de forma considerable, aumentando drásticamente las temperaturas y propiciando un bochorno considerable.

Salir a pasear se tornaba un acto de heroicidad, aun haciéndolo por la sombrita. La calina habría otras posibilidades bien distintas: el jardín era una de ellas. Sentarse bajo la sombra de una de las Araucarias, junto a la acogedora fuente de cuatro caños por los que manaban chorros de agua fresca cuyo tintineo semejaba el ruido de agradables cascadas,  con un refrescante zumo de limón y un buen libro,  se convertía en una de las oportunidades más apetecibles. Se dirigió a la biblioteca  y, tras echar un vistazo, se decidió por un libro que contenía varios cuentos de Mark Twain, titulado El vendedor de ecos; tal vez lo hiciera por la sugerente ilustración de la portada -El cazador de mariposas de Carl Spitzweg-, o por lo ligero de su lectura. Pasó por la cocina y sacó de la nevera una refrescante jarra de limonada que había hecho esa misma mañana, después de recoger varios limones del frondoso limonero del jardín. Se sirvió un generoso vaso de la refrigerante bebida y, tras enfundarse su sombrero Panamá, trenzado, hecho y tejido a mano con paja toquilla, que le habían traído del Ecuador, se encaminó al jardín dispuesto a pasar un agradable rato de lectura a la fresquita, y soportar mejor la inaguantable calima.

Atravesó la zona de las orquídeas, que en ésta época estaban florecidas con varas de todos los colores y tamaños, deprisa, huyendo del fuerte sol y las altas temperaturas, pero recreándose en los Cymbidium de hojas largas, sutiles, perennifolias y de colores inestables: amarillas, verdes, rosas, blancas, monocromáticas o con colores combinados; pasó junto al nisperero que, en plena floración, estaba invadido por abejas melifluas que se afanaban en recolectar el néctar de las flores; se apartó con sumo cuidado para esquivar los limoneros, naranjos y mandarinos repletos de frutos, y se dirigió a la zona donde habitaban los dragos, las palmeras, los ficus y las araucarias, salpicadas por frondosas enredaderas como la buganvilla, de hoja semicaduca y de flores pequeñas, de color blanco-amarillo, rosas, rojas o naranjas, así como el oloroso jazmín de flores blancas y la wisteria que, semejando abundantes racimos de uvas, produce tantos ramilletes de flores lilas que aparenta una frondosa parra. En medio de semejante vergel, la fuente de estilo Isabelina de cuatro caños, con un ciclo interno para aprovechar el chorro que sale y entra lentamente, consiguiendo de esta manera que el agua que se encuentra en la parte superior vaya pausadamente cayendo a los niveles inferiores, pudiéndose escuchar el suave susurro del agua correr. A su lado, debajo de una gigantesca araucaria y junto a una Euphorbia pulcherrima de doble flor roja, que hacía años se la habían traído de Los Realejos, un banco de madera, tratada para resistir la intemperie y cuya estructura y respaldo es de hierro forjado, se ofrece amablemente para  acogerlo en su regazo.

Se sienta con el cansancio propio del que ha corrido un maratón y la premura del que huye del calor; se acomoda el sombrero panamá después de abanicarse varias veces para coger resuello; bebe un trago de la refrescante limonada y, antes de depositar el vaso en el banco, lo mira con fruición y se lo vuelve a llevar a la boca para tomar otro sorbo de la agradable bebida; cruza las piernas, la izquierda sobre la derecha –en una clara muestra inconsciente de sus ideas sociales-; abre la obra, El vendedor de ecos, mientras coloca, pulcramente, el marcador de libros entre las páginas finales del ejemplar siguiendo el ritual de costumbre, y comienza a leer con la satisfacción, el regocijo y la placidez del devorador de libros que era.

« ¡Desventurado caminante! Su actitud humilde, su mirada triste, su traje, de buena tela e impecable corte, pero hecho jirones –último  vestigio de un antiguo esplendor-, conmovieron aquel resorte, solitario y perdido que llevo en los más oculto de mi corazón, desierto ahora. Vi el maletín que el forastero llevaba bajo el brazo y me dije:
-¡Contempla, alma mía! ¡Has caído una vez más en las garras de un viajante de comercio!»
Se trataba de un viajante que vendía una colección de ecos que había heredado de su tío. Éste, tras muchos desengaños coleccionando objetos, había tomado la decisión de coleccionar algo que nadie más coleccionaría: se había propuesto coleccionar ecos.

- ¡Hum! ¡Ecos! ¡Interesante! ¿Cómo diantres se coleccionan ecos?

Tomó un nuevo sorbo de limonada, antes de que se acabara de calentar, y prosiguió ávido la lectura con el fin de conocer cómo se podría coleccionar ecos. Mientras leía apresuradamente las explicaciones previas del viajante, enredado en los prolegómenos de su historia, un leve sopor se iba apoderando de él. Nervioso por llegar al momento en el que el forastero contara cómo su tío consiguió coleccionar ecos, se fue acomodando en el banco, mientras su cuerpo se aletargaba por la calima, por el relajante sonido del agua de la fuente y por las onomatopeyas de los mirlos, las tórtolas y los agapornis. Al parecer, el tío del viajante había comprado un eco de cuatro voces en Georgia; otro de seis en Maryland; uno de trece repeticiones en Maine; en Tennessee le vendieron uno, muy barato, de catorce, porque una parte de la roca de reflexión estaba partida, se había caído y necesitaba ser reparada.

- ¡Ah, claro! Para coleccionar ecos hay que comprar el terreno donde se producen. Cuanto más altas sean las montañas, más sonoros serán; cuantos más largos sean los valles, más veces repetirán los sonidos; cuanta menos vegetación tengan las paredes donde rebota la voz, más diáfanos se oirán. Una sonrisa de satisfacción iluminó su cara al comprender cómo se podían coleccionar los ecos.

La imaginación se le disparó con las cábalas de los ecos, del número de repeticiones, de la sonoridad, de la resonancia de los tañidos; comenzó a recordar lugares ideales para los ecos, montañas y valles en los que había estado y nunca se le había ocurrido descubrirlos. La Gomera era un lugar ideal para descubrir ecos, pensó. Sus valles, sus montañas, toda su orografía era propicia para ello. Recordaba su estancia en Vallehermoso y los momentos agradables que pasaba en el barranco del Ingenio, junto a la presa de La Encantadora en la Rosas de las Piedras; en el barranco de Ambrosio, junto al del Ingenio que recogía las aguas del monte superior; en el barranco del Valle que desemboca en la playa de Vallehermoso; el barranco del Mono en Alojera y los barrancos de San Juan y Tazo en Arguamul y Tazo, respectivamente.

Se imaginaba descubriendo ecos, propagando sonidos, chillando voces. Probaba a gritar, «Isabel», desde la plaza de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción en Alojera, hacia el barranco del Mono, con la esperanza de que rebotara y se propagara por sus paredes hasta bordear la playa de Alojera y desembocara, conjuntamente con el barranco de Tazo –que caía desde la Ermita de Santa Lucía-,  en la playa del Trigo. Por su largo recorrido, reconoció un eco de ¡doce voces! Sorprendido lo repitió, una y otra vez; y, una y otra vez, el eco le devolvía doce veces el nombre de Isabel. Se sentía dichoso por el descubrimiento.

En el barranco de San Juan, que descendía en picado desde la Ermita de Santa Clara hacia la playa de Arguamul, vociferó, «Leonor», con todas sus fuerzas y escuchó un eco de ¡seis voces!, probablemente por su fuerte descenso y la exposición a los vientos que se llevaba los sonidos en volandas. Se sentía satisfecho por el hallazgo y por tener sus propios ecos. Comenzaba a hacerse una idea de la calidad de los ecos y el número de voces que podían repetir en virtud de la conformación de la orografía.

Desde el barranco de Ambrosio, corto, aunque de fuerte pendiente, voceó, «Encarna», y se encontró con un eco de ¡dos voces! -a pesar de estar compuesto por capas de basalto superpuestas-, seguramente ahogado por la exuberante cubierta de Monteverde. Por más que lo repitiera, el eco sólo le devolvía dos voces. Ufano por incorporar un nuevo, aunque modesto, eco a su colección, se dirigió al barranco del Ingenio. Al llegar a la presa de la Encantadora, se sentó a contemplar la majestuosidad del paisaje que de forma gratuita le ofrecía ese idílico rincón de Vallehermoso.

Después de solazarse y alimentar los sentidos con semejante atracón paisajístico, decidió subir, por el barranco del Ingenio,  hasta la Banda de las Rosas y sentarse bajo el eucalipto de la plaza de la Ermita del Carmen. Desde allí, repitió a voz en grito el nombre de «Isabel» y escuchó, maravillado y absorto, un eco de ¡quince voces! que se deslizaba hasta las tranquilas aguas de la presa y rebotaba, de palmera en palmera, hasta perderse en las inmediaciones de la calle Triana. Complacido, eufórico y contento lo repetía cada cinco minutos para saborear al máximo la devolución de quince ecos con el nombre de Isabel.

Dichoso, se despidió de aquel paradisiaco lugar que le recordaba las estampas pastoriles de la literatura y pintura del Renacimiento, y se dirigió, barranco abajo,  hacia el Mirador de Vallehermoso. Al llegar, se situó con el Roque Cano a sus espaldas, y la Iglesia de San Juan Bautista a su izquierda; con las manos rodeando su boca para amplificarlo, chilló el nombre de «Melania», mientras dirigía el sonido hacia el barranco del Valle para que fluyera veloz hacia la playa; el majestuoso y amplio valle lo obsequió con un eco de ¡ocho voces! que bajaba raudo hacia el mar y se perdía en el horizonte en busca de Tenerife. No podía estar más eufórico, contento y feliz. ¡Había conseguido una colección de ecos que iban, desde los dos del barranco de Ambrosio hasta los quince del barranco del Ingenio!

Un golpe seco y el aleteo de dos mirlos que bebían de la fuente huyendo despavoridos por el impacto del libro contra el suelo, lo despertaron de su sueño. Sorprendido, acalorado y atolondrado por el sopor, recompuso su figura, recogió el libro y se acomodó en el banco intentando adivinar qué había pasado. Se frotó los ojos y, cuando quiso beber un poco de limonada, la apartó de su boca y la derramó sobre los parterres junto al banco por lo caliente que estaba. Definitivamente se había quedado dormido; la lectura del libro de Mark Twain no había pasado de la página 13. ¡Maldita calima! ¡Maldito bochorno! Ellos eran los culpables de haberse embelesado, se decía. ¿Cómo era posible que un  lector empedernido como él hubiera sucumbido a sus seducciones? ¿Con qué malas artes lo habían embaucado? ¿Cómo se había dejado sugestionar por sus incitaciones? Malhumorado, se levantó, se alisó los pantalones, se acercó a la fuente y se remojó la cara con un poco de agua fresca. ¡Qué alivio! El tórrido calor pareció que retrocedía de su cara.

 Se volvió a sentar pensativo. Miraba la portada del libro y no paraba de darle vueltas a su colección de ecos; no tenía claro si continuar con la lectura o reflexionar acerca de su colección; le picaba la curiosidad por ver cuál de las dos historias, la del vendedor de ecos o su sueño, eran más interesantes, atrayentes, seductoras. De pronto, cayó en la cuenta que en su peculiar colección, el mismo apelativo, el de Isabel, era el nombre que más repeticiones de voces había cosechado: doce en el barranco del Mono y quince en el barranco del Ingenio. Y entonces se preguntó: ¿la cantidad de voces de los ecos se debía a las magnificas condiciones de los barrancos, a sus paredes acondicionadas para repetir y propagar las resonancias, o más bien se debía a la sonoridad del nombre de Isabel?

Pensando en ella, cogió el libro y el vaso de limonada vacío; se alisó los pantalones y se cubrió la cabeza con su panamá; miró alrededor y se encaminó presto a abandonar el jardín. Su semblante radiante, su sonrisa a medias y su canturreo acompasaban sus pasos mientras abandonaba el jardín. Tarareaba la canción de Jose Luis Perales, Isabel, de su álbum «Tiempo de otoño» y, su andar ligero y cantarín, denotaba que estaba contento, encantado y satisfecho. 


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