El
episodio de calima que asolaba Canarias en las Navidades había convertido las
mismas en unas fiestas atípicas, diferentes, extrañas y desacostumbradas. La sorprendente
canícula que atrapaba el archipiélago con sus altas temperaturas por el día,
tan inusuales en ésta época, y sus drásticos descensos nocturnos, transformaban
las islas y las Pascuas en un acontecimiento insólito, raro y chocante. Parecía
que estuviéramos conmemorando cualquiera de las innumerables festividades que
durante el verano se celebraban por todos los rincones de la Comunidad Canaria. La masa de aire
cálido procedente del norte de África, debido a la dirección de los vientos de
componente este, arrastraba el polvo del
desierto del Sáhara y provocaba que la visibilidad se redujera de forma
considerable, aumentando drásticamente las temperaturas y propiciando un
bochorno considerable.
Salir
a pasear se tornaba un acto de heroicidad, aun haciéndolo por la sombrita. La
calina habría otras posibilidades bien distintas: el jardín era una de ellas.
Sentarse bajo la sombra de una de las Araucarias, junto a la acogedora fuente
de cuatro caños por los que manaban chorros de agua fresca cuyo tintineo
semejaba el ruido de agradables cascadas,
con un refrescante zumo de limón y un buen libro, se convertía en una de las oportunidades más
apetecibles. Se dirigió a la biblioteca
y, tras echar un vistazo, se decidió por un libro que contenía varios
cuentos de Mark Twain, titulado El
vendedor de ecos; tal vez lo hiciera por la sugerente ilustración de la
portada -El cazador de mariposas de
Carl Spitzweg-, o por lo ligero de su lectura. Pasó por la cocina y sacó de la
nevera una refrescante jarra de limonada que había hecho esa misma mañana,
después de recoger varios limones del frondoso limonero del jardín. Se sirvió
un generoso vaso de la refrigerante bebida y, tras enfundarse su sombrero
Panamá, trenzado, hecho y tejido a mano con paja toquilla, que le habían traído
del Ecuador, se encaminó al jardín dispuesto a pasar un agradable rato de
lectura a la fresquita, y soportar mejor la inaguantable calima.
Atravesó
la zona de las orquídeas, que en ésta época estaban florecidas con varas de
todos los colores y tamaños, deprisa, huyendo del fuerte sol y las altas
temperaturas, pero recreándose en los Cymbidium de hojas largas, sutiles,
perennifolias y de colores inestables: amarillas, verdes, rosas, blancas,
monocromáticas o con colores combinados; pasó junto al nisperero que, en plena floración, estaba invadido por abejas
melifluas que se afanaban en recolectar el néctar de las flores; se apartó con
sumo cuidado para esquivar los limoneros, naranjos y mandarinos repletos de
frutos, y se dirigió a la zona donde habitaban los dragos, las palmeras, los
ficus y las araucarias, salpicadas por frondosas enredaderas como la
buganvilla, de hoja semicaduca y de flores pequeñas, de color blanco-amarillo, rosas,
rojas o naranjas, así como el oloroso jazmín de flores blancas y la wisteria
que, semejando abundantes racimos de uvas, produce tantos ramilletes de flores
lilas que aparenta una frondosa parra. En medio de semejante vergel, la fuente
de estilo Isabelina de cuatro caños, con un ciclo interno para aprovechar el
chorro que sale y entra lentamente, consiguiendo de esta manera que el agua que
se encuentra en la parte superior vaya pausadamente cayendo a los niveles
inferiores, pudiéndose escuchar el suave susurro del agua correr. A su lado,
debajo de una gigantesca araucaria y junto a una Euphorbia pulcherrima de doble
flor roja, que hacía años se la habían traído de Los Realejos, un banco de
madera, tratada para resistir la intemperie y cuya estructura y respaldo es de
hierro forjado, se ofrece amablemente para
acogerlo en su regazo.
Se
sienta con el cansancio propio del que ha corrido un maratón y la premura del
que huye del calor; se acomoda el sombrero panamá después de abanicarse varias
veces para coger resuello; bebe un trago de la refrescante limonada y, antes de
depositar el vaso en el banco, lo mira con fruición y se lo vuelve a llevar a
la boca para tomar otro sorbo de la agradable bebida; cruza las piernas, la
izquierda sobre la derecha –en una clara muestra inconsciente de sus ideas
sociales-; abre la obra, El vendedor de
ecos, mientras coloca, pulcramente, el marcador de libros entre las páginas
finales del ejemplar siguiendo el ritual de costumbre, y comienza a leer con la
satisfacción, el regocijo y la placidez del devorador de libros que era.
«
¡Desventurado caminante! Su actitud humilde, su mirada triste, su traje, de
buena tela e impecable corte, pero hecho jirones –último vestigio de un antiguo esplendor-,
conmovieron aquel resorte, solitario y perdido que llevo en los más oculto de
mi corazón, desierto ahora. Vi el maletín que el forastero llevaba bajo el
brazo y me dije:
-¡Contempla,
alma mía! ¡Has caído una vez más en las garras de un viajante de comercio!»
Se trataba de un viajante que vendía una colección
de ecos que había heredado de su tío. Éste, tras muchos desengaños
coleccionando objetos, había tomado la decisión de coleccionar algo que nadie
más coleccionaría: se había propuesto coleccionar ecos.
- ¡Hum! ¡Ecos! ¡Interesante! ¿Cómo diantres se
coleccionan ecos?
Tomó un nuevo sorbo de limonada, antes de que se
acabara de calentar, y prosiguió ávido la lectura con el fin de conocer cómo se
podría coleccionar ecos. Mientras leía apresuradamente las explicaciones
previas del viajante, enredado en los prolegómenos de su historia, un leve
sopor se iba apoderando de él. Nervioso por llegar al momento en el que el
forastero contara cómo su tío consiguió coleccionar ecos, se fue acomodando en
el banco, mientras su cuerpo se aletargaba por la calima, por el relajante
sonido del agua de la fuente y por las onomatopeyas de los mirlos, las tórtolas
y los agapornis. Al parecer, el tío del viajante había comprado un eco de
cuatro voces en Georgia; otro de seis en Maryland; uno de trece repeticiones en
Maine; en Tennessee le vendieron uno, muy barato, de catorce, porque una parte
de la roca de reflexión estaba partida, se había caído y necesitaba ser
reparada.
- ¡Ah, claro! Para coleccionar ecos hay que comprar
el terreno donde se producen. Cuanto más altas sean las montañas, más sonoros
serán; cuantos más largos sean los valles, más veces repetirán los sonidos;
cuanta menos vegetación tengan las paredes donde rebota la voz, más diáfanos se
oirán. Una sonrisa de satisfacción iluminó su cara al comprender cómo se podían
coleccionar los ecos.
La imaginación se le disparó con las cábalas de los
ecos, del número de repeticiones, de la sonoridad, de la resonancia de los
tañidos; comenzó a recordar lugares ideales para los ecos, montañas y valles en
los que había estado y nunca se le había ocurrido descubrirlos. La Gomera era
un lugar ideal para descubrir ecos, pensó. Sus valles, sus montañas, toda su
orografía era propicia para ello. Recordaba su estancia en Vallehermoso y los
momentos agradables que pasaba en el barranco del Ingenio, junto a la presa de
La Encantadora en la Rosas de las Piedras; en el barranco de Ambrosio, junto al
del Ingenio que recogía las aguas del monte superior; en el barranco del Valle
que desemboca en la playa de Vallehermoso; el barranco del Mono en Alojera y
los barrancos de San Juan y Tazo en Arguamul y Tazo, respectivamente.
Se imaginaba descubriendo ecos, propagando sonidos, chillando
voces. Probaba a gritar, «Isabel», desde la plaza de la Iglesia de Nuestra
Señora de la Concepción en Alojera, hacia el barranco del Mono, con la
esperanza de que rebotara y se propagara por sus paredes hasta bordear la playa
de Alojera y desembocara, conjuntamente con el barranco de Tazo –que caía desde
la Ermita de Santa Lucía-, en la playa
del Trigo. Por su largo recorrido, reconoció un eco de ¡doce voces! Sorprendido
lo repitió, una y otra vez; y, una y otra vez, el eco le devolvía doce veces el
nombre de Isabel. Se sentía dichoso por el descubrimiento.
En el barranco de San Juan, que descendía en picado
desde la Ermita de Santa Clara hacia la playa de Arguamul, vociferó, «Leonor»,
con todas sus fuerzas y escuchó un eco de ¡seis voces!, probablemente por su
fuerte descenso y la exposición a los vientos que se llevaba los sonidos en
volandas. Se sentía satisfecho por el hallazgo y por tener sus propios ecos.
Comenzaba a hacerse una idea de la calidad de los ecos y el número de voces que
podían repetir en virtud de la conformación de la orografía.
Desde el barranco de Ambrosio, corto, aunque de
fuerte pendiente, voceó, «Encarna», y se encontró con un eco de ¡dos voces! -a
pesar de estar compuesto por capas de basalto superpuestas-, seguramente
ahogado por la exuberante cubierta de Monteverde. Por más que lo repitiera, el
eco sólo le devolvía dos voces. Ufano por incorporar un nuevo, aunque modesto,
eco a su colección, se dirigió al barranco del Ingenio. Al llegar a la presa de
la Encantadora, se sentó a contemplar la majestuosidad del paisaje que de forma
gratuita le ofrecía ese idílico rincón de Vallehermoso.
Después de solazarse y alimentar los sentidos con
semejante atracón paisajístico, decidió subir, por el barranco del Ingenio, hasta la Banda de las Rosas y sentarse bajo el
eucalipto de la plaza de la Ermita del Carmen. Desde allí, repitió a voz en
grito el nombre de «Isabel» y escuchó, maravillado y absorto, un eco de ¡quince
voces! que se deslizaba hasta las tranquilas aguas de la presa y rebotaba, de
palmera en palmera, hasta perderse en las inmediaciones de la calle Triana.
Complacido, eufórico y contento lo repetía cada cinco minutos para saborear al
máximo la devolución de quince ecos con el nombre de Isabel.
Dichoso, se despidió de aquel paradisiaco lugar que le
recordaba las estampas pastoriles de la literatura y pintura del Renacimiento,
y se dirigió, barranco abajo, hacia el
Mirador de Vallehermoso. Al llegar, se situó con el Roque Cano a sus espaldas,
y la Iglesia de San Juan Bautista a su izquierda; con las manos rodeando su
boca para amplificarlo, chilló el nombre de «Melania», mientras dirigía el
sonido hacia el barranco del Valle para que fluyera veloz hacia la playa; el
majestuoso y amplio valle lo obsequió con un eco de ¡ocho voces! que bajaba
raudo hacia el mar y se perdía en el horizonte en busca de Tenerife. No podía
estar más eufórico, contento y feliz. ¡Había conseguido una colección de ecos
que iban, desde los dos del barranco de Ambrosio hasta los quince del barranco
del Ingenio!
Un golpe seco y el aleteo de dos mirlos que bebían
de la fuente huyendo despavoridos por el impacto del libro contra el suelo, lo
despertaron de su sueño. Sorprendido, acalorado y atolondrado por el sopor,
recompuso su figura, recogió el libro y se acomodó en el banco intentando
adivinar qué había pasado. Se frotó los ojos y, cuando quiso beber un poco de
limonada, la apartó de su boca y la derramó sobre los parterres junto al banco
por lo caliente que estaba. Definitivamente se había quedado dormido; la
lectura del libro de Mark Twain no había pasado de la página 13. ¡Maldita
calima! ¡Maldito bochorno! Ellos eran los culpables de haberse embelesado, se
decía. ¿Cómo era posible que un lector
empedernido como él hubiera sucumbido a sus seducciones? ¿Con qué malas artes lo
habían embaucado? ¿Cómo se había dejado sugestionar por sus incitaciones? Malhumorado,
se levantó, se alisó los pantalones, se acercó a la fuente y se remojó la cara
con un poco de agua fresca. ¡Qué alivio! El tórrido calor pareció que
retrocedía de su cara.
Se volvió a
sentar pensativo. Miraba la portada del libro y no paraba de darle vueltas a su
colección de ecos; no tenía claro si continuar con la lectura o reflexionar
acerca de su colección; le picaba la curiosidad por ver cuál de las dos
historias, la del vendedor de ecos o su sueño, eran más interesantes, atrayentes,
seductoras. De pronto, cayó en la cuenta que en su peculiar colección, el mismo
apelativo, el de Isabel, era el nombre que más repeticiones de voces había
cosechado: doce en el barranco del Mono y quince en el barranco del Ingenio. Y
entonces se preguntó: ¿la cantidad de voces de los ecos se debía a las magnificas
condiciones de los barrancos, a sus paredes acondicionadas para repetir y
propagar las resonancias, o más bien se debía a la sonoridad del nombre de
Isabel?
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