miércoles, 22 de enero de 2020

LA ERMITA DE SAN LÁZARO


Salía de su casa con una trilogía que completar: un libro bajo el brazo, el bolsillo vacío y el estomago en ayunas. La noche había sido gélida y, a ratos lluviosa, aunque sin gran intensidad: la típica noche lagunera de finales de Enero. Hacía mucho frío y el hombre del tiempo aventuraba chubascos dispersos. De hecho, en ese momento el cielo tenía un color grisáceo y las nubes corrían como locas huyendo de no se sabe muy bien qué. Los árboles de la calle emitían un sonido lastimero y trataban de protegerse del frío moviendo sus ramas como si quisieran abrigarse. La acera estaba mojada y, por los bordillos de la calle, bajaba un hilo de agua, testigo de la lluvia nocturna. El pequeño jardín que separaba la puerta de su casa de la verja de la calle estaba repleto de Calas -Zantedeschia aethiopica- y, en su parte derecha, una frondosa Buganvilla de color magenta -Bouganvilla Kenya- cubría toda la pared y trepaba hasta la planta superior. Había que salir con mucho cuidado porque, tanto las calas como la Buganvilla, estaban mojadas, y con sólo rozarlas te empapabas.

Se había vestido para la ocasión. Con el libro bajo el brazo izquierdo, colgó del antebrazo el mango del paraguas; con la mano derecha anudó la bufanda alrededor de su cuello; cerró la puerta y se dirigió a la verja sin lograr que, una rama alta de la buganvilla, tocara su cabeza y derramara sobre su frente unas heladas gotas de agua.  Abrió la verja y salió a la calle Nijota, en el Cercado del Marqués; bajó hasta la intersección con la avenida de Lucas Vega y subió por ella. Al pasar delante de la panadería Las Gavias, en la esquina con el camino del mismo nombre, sus tripas comenzaron a protestar al llegarles el olor a pan recién horneado. Siguió subiendo por la avenida hasta la calle Marqués de Celada y se encaminó hacia la rotonda de San Benito dispuesto a enmendar la falta de dinero en su bolsillo sacando algo de efectivo en un conocido Banco. Tras efectuar la operación en el cajero automático, había completado la primera parte de la trilogía.

Cruzó por el paso de peatones que unía los antiguos Talleres López, Talomerec, S.L., con Vultesa, justo en la cruz de madera que descansa en una pared y que se enrama en las fiestas de Mayo. Se acercó hasta La Caseta de Madera, una cafetería situada como punta de lanza entre las terminaciones de las calles Marqués de Celada y la avenida de la Candelaria. Se sentó en la terraza cubierta y pidió un chocolate con churros, dispuesto a completar la segunda parte de la trilogía: llenar el estómago vacío. Justo enfrente de dónde estaba sentado, unas dos mesas a la derecha, descubrió a una chica de cara conocida. Por más que la miraba no acertaba a descifrar de qué le sonaba su rostro. El camarero le trajo el chocolate calentito y una media docena de churros humeantes que olían como la gloria. Cuando iba por el cuarto churro, con el estómago más entonado, y al levantar la cabeza para sorber un trago de chocolate, se dio cuenta que la chica lo estaba mirando. Le mantuvo la vista y recordó de qué la conocía. ¡No cabe la menor duda que con el estómago lleno se piensa mejor!, se dijo, y esbozó una sonrisa de complacencia.

A pesar de estar sentada, parecía muy alta, a juzgar por las largas piernas que mantenía cruzadas por debajo de la mesa. Eran unas piernas hidratadas y brillantes, de piel uniforme;  sus huesos rectos, le conferían una apariencia lineal desde la raíz del muslo hasta el tobillo: sólo tenían curvas en la rodilla y en la pantorrilla, lo que las hacía más delicadas y fuertes, al mismo tiempo; una curva cóncava, asimétrica,   en el lado interno de la pierna y otra en el externo sobre el tobillo, quedaban al descubierto en la pierna derecha, que cruzada sobre la izquierda, dejaba al aire un zapato de salón de piel ovina, con puntera afilada y tacones de aguja, de color negro, cogido sólo por los dedos del pie. Las medias panty transparentes de lycra, sin demarcación y puntera invisible, la dotaban de una sensualidad que obligaba a volver la cabeza a cualquiera que se cruzara en su camino. Vestía una coqueta falda negra con corte lápiz, confeccionada en punto elástico con estructura de pata de gallo muy atractiva y moderna; una camisa de algodón, con cuello de sastre y cierre de botón, poco transparente, en color blanco; una chaqueta negra de punto con cuello redondo, elaborado en mezcla de lana merina con elástico y corte ajustado, con una textura de canalé y dobladillo que le daban un aire decididamente femenino.

Los ojos negros azabaches, como la melena corta ligeramente por debajo de las orejas, eran el marco ideal para unos labios prominentes, sublimados por un brillo de labios savage, que realzaban una dentadura nívea, conformando una sonrisa inolvidable; las orejas, resaltadas por unos zarcillos de plata, bañados en oro amarillo, con perlas y circones engastados, sujetos con broche a presión, eran el acabado perfecto para una cara de ensueño. Las manos, finas y estilizadas, con unos dedos aptos para tocar el piano, y unas cuidadas uñas con manicura francesa en fondo rosa, eran el entorno ideal para un complemento de diamantes de 9 quilates compuesto por tres aros de oro blanco que se unían para formar un anillo excepcional gracias a los diamantes de su parte central. ¡Parecía una diosa sacada de Las mil y una noches!

Fuera, el día parecía entonarse y se asomaban tímidamente algunos rayos de sol. El viento había amainado y la posibilidad de lluvia se iba esfumando. Mientras observaba los cambios en el tiempo no advirtió que ella se estaba marchando; cuando se percató, sólo le dio tiempo para ver la hermosa figura, de espaldas, bajando las escaleras y perdiéndose por la calle Marqués de Celada, con un andar elegante y distinguido. Sólo le quedaba pagar la cuenta y completar la tercera parte de la trilogía: sentarse en la plaza de la Ermita de San Lázaro para leer el libro que llevaba encima. Abandonó la cafetería por la salida que da a la avenida de la Candelaria y cruzo por el paso de peatones rumbo a la casa cuartel de la Guardia Civil al comienzo del camino de San Lázaro. Mientras subía no paraba de pensar en la chica de la cafetería y que la había ubicado en una Notaría de la calle La Carrera: de eso la conocía.

La Ermita de San Lázaro, fundada a principios del siglo XVI, pasó por muchas vicisitudes a lo largo de la historia. Enclavada en la carretera que une La Laguna con Tacoronte, su primer destino fue acoger a los enfermos del mal de San Lázaro. En su interior existen dos retablos: uno en el altar mayor donde se venera una antigua talla del patrono junto a una pintura mural y una imagen de vestir de Nuestra Señora de Candelaria; y otro, de madera policromada, en una de las paredes laterales con San José a modo de relieve.  El edificio, de una sola nave que se  cubre con un sencillo artesonado de madera forrado con un cañizo encalado, y planta rectangular, tiene la capilla mayor separada de la nave principal mediante un arco toral rebajado sostenido por pilastras estriadas de madera. En el exterior, se aprecia la cubierta de teja árabe a dos aguas y una fachada ocupada por una portada de medio punto en piedra con bancos laterales, en cuyo vértice se localiza un sencillo campanario pétreo configurado por dos arcos de medio punto  dispuestos perpendicularmente. Enfrente, un majestuoso pino le da sombra y esplendor; a su derecha, la entrada desde el camino de San Lázaro, a través de dos escalones de piedra flanqueados por dos muros terminados en pináculo, recuerdan las entradas de las casonas tradicionales canarias; a su izquierda, la Capilla del Calvario que linda con la carretera general del norte, mediante diez escalones en piedra para salvar el desnivel con la calle; en medio, una amplia, silenciosa y tranquila plaza, con un piso empedrado, donde sentarse a leer a la sombra de sus árboles. Por lo general, la Ermita permanece cerrada, excepto cuando hay culto.

Se acomodó en uno de sus bancos. Le gustaba sentarse en el pasillo, justo en la mitad de la plaza. De esa manera controlaba las dos entradas y saludaba a las pocas personas que lo transitaban para pasar de un lado al otro. El sol de media mañana comenzaba a abrirse paso entre las nubes. De hecho, se quitó la bufanda que abrigaba su cuello y se la colgó, a modo de estola, a la vez que se desabrochaba el abrigo. Como siempre hacía, antes de comenzar a leer, le gustaba mirar a su alrededor y contemplar el paisaje. Se fijaba en los árboles y en algún que otro pájaro que lo habitaba,  en las hierbas que tenazmente crecían entre los adoquines, en la verja que custodiaba el Calvario y en su puerta de diez y seis cristales. Satisfecho, cogió el libro dispuesto a cerrar la trilogía con la que había salido de casa.

– ¡Buenos días!, le dijo una señora que pasaba con un carrito de la compra en dirección a unas superficies comerciales que habían abierto al comienzo del camino de San Lázaro.

– ¡Buenos días!, le respondió.

– Qué, ¿leyendo como siempre?, le interrogó mientras se sentaba a su lado para descansar un poco, como acostumbra a  hacer. Y entablaron una conversación intrascendente acerca de lo divino y lo humano: del tiempo que no había quién lo entendiera; de lo cambiado que estaban las estaciones; los frutales floreciendo fuera de temporada; del frío que hacía este año; de los dolores propios de la edad; de la falta que hacía que el Ayuntamiento podara un poco los árboles.

– A mi marido, que en paz descanse, también le gustaba leer mucho. Sobre todo novelas del oeste. En casa tengo una colección enorme de Estefanía. -Al parecer, Don Olegario, que así se llamaba su difunto esposo, era un fan de Marcial Lafuente Estefanía, un escritor de novelas ambientadas en el oeste norteamericano donde los personajes de sus obras eran vaqueros altos, pistoleros a sueldos, de violentas historias, en los que el bien siempre triunfaba sobre el mal-.

– ¡De haberlo conocido, seguramente habrían hecho buenas migas! -le dijo con una sonrisa amable y una mirada entrañable- Parecía como si la señora los estuviera viendo a los dos, sentados en el banco, leyendo: él con uno de sus libros y su difunto esposo con una novela del oeste.

– ¡Estoy convencido de ello!, le dijo.

– También le gustaban las novelas de los árabes y de la India, de esos países lejanos. A mi hija le pusimos el nombre de Sherezade por un cuento de Las mil y una noches. Al principio no me gustó. ¡Yo quería ponerle un nombre cristiano! Pero él me explico que el nombre significaba, «la hija más hermosa de la ciudad» y que había sido una princesa que había logrado sobrevivir a su ejecución contándole cada noche al rey de Persia un cuento y dejándole con la curiosidad de saber cómo acababan. Porque, al parecer ese rey se casaba cada día y al día siguiente las mataba. ¡Fíjese usted!

– Si. Conozco la historia. Era una princesa muy lista y muy guapa.

– ¡Lo ve! Sabía que ustedes dos se habrían llevado muy bien. Tienen mucho de qué hablar. Bueno, joven, no lo entretengo más que tengo que ir a hacer la compra. Que se divierta con su lectura.

– ¡Hasta luego! Tenga cuidado al bajar las escaleras.

Se hicieron un gesto con las manos y, mientras ella se alejaba, él la siguió con la vista hasta que desapareció por el camino de San Lázaro. Se quedó pensando un rato en la conversación que habían mantenido y comenzó a imaginarse cómo sería la amistad con Don Olegario. Desde luego tenían algo en común: la lectura. Pero, a juzgar por la edad de la señora, él podría ser su padre. Además, de qué hablarían, ¿de sus novelas del oeste o de sus libros? Tal vez, de nada de eso; a lo mejor, con la excusa de los libros, la conversación tomaba otros derroteros. Pensando en ello estaba, cuando decidió quitarse la bufanda y el abrigo y ponerlos sobre el banco, porque el sol ya había vencido a las tinieblas, y la temperatura había subido unos grados. Miró su móvil y eran las doce y cuarenta y cinco. Entonces, le picó la curiosidad. ¿Sería su hija tan guapa como dice? ¿Tendría la belleza de la princesa Sherezade? ¿O sólo se trataba del amor de unos padres?

El solecito, la conversación con la señora, y, especialmente,  la curiosidad por Sherezade, lo había sumido en un sopor tan agradable y reconfortante que se sintió dichoso con todas las elucubraciones que imaginaba acerca de ella. Recordaba que Sherezade, la del cuento, era una joven de ingenio muy despierto y una fantástica lectora, conocía a la perfección la obra de los filósofos, así como las leyendas de los reyes antiguos y la historia de los pueblos que aquellos gobernaban. Además, era una gran escritora y poseía una rara belleza y una generosidad sin límites. ¡Todo de cuento! Y trató de trasladar todas esas cualidades a la Sherezade de carne y hueso que no conocía. Entonces,  se la imaginó sentada a su lado, en el banco, leyendo. Y se sumió en un profundo letargo hasta que, el chirriar de las ruedas del carro de la compra y las pisadas de dos personas, lo despertaron. Asombrado, miró en dirección a la Ermita y, para su sorpresa, vio cómo se acercaba la señora con su carrito lleno de viandas y una chica con un andar elegante y distinguido, que se le antojaba familiar.

– ¿Todavía está por aquí? Ésta es mi hija Sherezade.

Y dirigiéndose a su hija, le dijo,

– Éste es el joven del que te hablé. Seguro que a tu padre le habría encantado sentarse aquí a leer juntos y tendrían unas largas conversaciones de sus libros y novelas.

Él no salía de su asombro, ¡era la chica de la cafetería, la que trabajaba en la notaría!, y si no fuera porque es de mala educación, se habría frotado los ojos.

– ¡Encantado!, balbució.

– Si, ya lo conocía. -le dijo a su madre- ¡Y le encantan los churros con chocolate!



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