Salía
de su casa con una trilogía que completar: un libro bajo el brazo, el bolsillo
vacío y el estomago en ayunas. La noche había sido gélida y, a ratos lluviosa,
aunque sin gran intensidad: la típica noche lagunera de finales de Enero. Hacía
mucho frío y el hombre del tiempo aventuraba chubascos dispersos. De hecho, en
ese momento el cielo tenía un color grisáceo y las nubes corrían como locas
huyendo de no se sabe muy bien qué. Los árboles de la calle emitían un sonido
lastimero y trataban de protegerse del frío moviendo sus ramas como si
quisieran abrigarse. La acera estaba mojada y, por los bordillos de la calle,
bajaba un hilo de agua, testigo de la lluvia nocturna. El pequeño jardín que separaba
la puerta de su casa de la verja de la calle estaba repleto de Calas -Zantedeschia
aethiopica- y, en su parte derecha, una frondosa Buganvilla de color magenta -Bouganvilla Kenya- cubría toda la
pared y trepaba hasta la planta superior. Había que salir con mucho cuidado
porque, tanto las calas como la Buganvilla, estaban mojadas, y con sólo
rozarlas te empapabas.
Se había vestido para la ocasión. Con el libro bajo
el brazo izquierdo, colgó del antebrazo el mango del paraguas; con la mano
derecha anudó la bufanda alrededor de su cuello; cerró la puerta y se dirigió a
la verja sin lograr que, una rama alta de la buganvilla, tocara su cabeza y
derramara sobre su frente unas heladas gotas de agua. Abrió la verja y salió a la calle Nijota, en
el Cercado del Marqués; bajó hasta la intersección con la avenida de Lucas Vega
y subió por ella. Al pasar delante de la panadería Las Gavias, en la esquina con el camino del mismo nombre, sus
tripas comenzaron a protestar al llegarles el olor a pan recién horneado. Siguió
subiendo por la avenida hasta la calle Marqués de Celada y se encaminó hacia la
rotonda de San Benito dispuesto a enmendar la falta de dinero en su bolsillo
sacando algo de efectivo en un conocido Banco. Tras efectuar la operación en el
cajero automático, había completado la primera parte de la trilogía.
Cruzó por el paso de peatones que unía los antiguos
Talleres López, Talomerec, S.L., con Vultesa, justo en la cruz de madera que
descansa en una pared y que se enrama en las fiestas de Mayo. Se acercó hasta La Caseta de Madera, una cafetería
situada como punta de lanza entre las terminaciones de las calles Marqués de
Celada y la avenida de la Candelaria. Se sentó en la terraza cubierta y pidió
un chocolate con churros, dispuesto a completar la segunda parte de la
trilogía: llenar el estómago vacío. Justo enfrente de dónde estaba sentado,
unas dos mesas a la derecha, descubrió a una chica de cara conocida. Por más
que la miraba no acertaba a descifrar de qué le sonaba su rostro. El camarero
le trajo el chocolate calentito y una media docena de churros humeantes que
olían como la gloria. Cuando iba por el cuarto churro, con el estómago más
entonado, y al levantar la cabeza para sorber un trago de chocolate, se dio
cuenta que la chica lo estaba mirando. Le mantuvo la vista y recordó de qué la
conocía. ¡No cabe la menor duda que con el estómago lleno se piensa mejor!, se dijo, y esbozó una sonrisa de
complacencia.
A pesar de estar sentada, parecía muy alta, a juzgar
por las largas piernas que mantenía cruzadas por debajo de la mesa. Eran unas
piernas hidratadas y brillantes, de piel uniforme; sus huesos rectos, le conferían una apariencia
lineal desde la raíz del muslo hasta el tobillo: sólo tenían curvas en la
rodilla y en la pantorrilla, lo que las hacía más delicadas y fuertes, al mismo
tiempo; una curva cóncava, asimétrica, en el lado interno de la pierna y otra en el
externo sobre el tobillo, quedaban al descubierto en la pierna derecha, que
cruzada sobre la izquierda, dejaba al aire un zapato de salón de piel ovina,
con puntera afilada y tacones de aguja, de color negro, cogido sólo por los
dedos del pie. Las medias panty transparentes de lycra, sin demarcación y
puntera invisible, la dotaban de una sensualidad que obligaba a volver la
cabeza a cualquiera que se cruzara en su camino. Vestía una coqueta falda negra con
corte lápiz, confeccionada en punto elástico con estructura de pata de gallo
muy atractiva y moderna; una camisa de algodón, con cuello de sastre y cierre
de botón, poco transparente, en color blanco; una chaqueta negra de punto con
cuello redondo, elaborado en mezcla de lana merina con elástico y corte
ajustado, con una textura de canalé y dobladillo que le daban un aire
decididamente femenino.
Los ojos negros azabaches, como la melena corta ligeramente
por debajo de las orejas, eran el marco ideal para unos labios prominentes,
sublimados por un brillo de labios savage, que realzaban una dentadura nívea,
conformando una sonrisa inolvidable; las orejas, resaltadas por unos zarcillos
de plata, bañados en oro amarillo, con perlas y circones engastados, sujetos con
broche a presión, eran el acabado perfecto para una cara de ensueño. Las manos,
finas y estilizadas, con unos dedos aptos para tocar el piano, y unas cuidadas uñas con
manicura francesa en fondo rosa, eran el entorno ideal para un complemento de diamantes
de 9 quilates compuesto por tres aros de oro blanco que se unían para formar un
anillo excepcional gracias a los diamantes de su parte central. ¡Parecía una
diosa sacada de Las mil y una noches!
Fuera, el día parecía entonarse y se asomaban tímidamente
algunos rayos de sol. El viento había amainado y la posibilidad de lluvia se
iba esfumando. Mientras observaba los cambios en el tiempo no advirtió que ella
se estaba marchando; cuando se percató, sólo le dio tiempo para ver la hermosa
figura, de espaldas, bajando las escaleras y perdiéndose por la calle Marqués
de Celada, con un andar elegante y distinguido. Sólo le quedaba pagar la cuenta
y completar la tercera parte de la trilogía: sentarse en la plaza de la Ermita
de San Lázaro para leer el libro que llevaba encima. Abandonó la cafetería por
la salida que da a la avenida de la Candelaria y cruzo por el paso de peatones
rumbo a la casa cuartel de la Guardia Civil al comienzo del camino de San
Lázaro. Mientras subía no paraba de pensar en la chica de la cafetería y que la
había ubicado en una Notaría de la calle La Carrera: de eso la conocía.
La Ermita de San Lázaro, fundada a principios del
siglo XVI, pasó por muchas vicisitudes a lo largo de la historia. Enclavada en
la carretera que une La Laguna con Tacoronte, su primer destino fue acoger a
los enfermos del mal de San Lázaro. En su interior existen dos retablos: uno en el altar mayor donde se
venera una antigua talla del patrono junto a una pintura mural y una imagen de
vestir de Nuestra Señora de Candelaria; y otro, de madera policromada, en una
de las paredes laterales con San José a modo de relieve. El edificio, de
una sola nave que se cubre con un
sencillo artesonado de madera forrado con un cañizo encalado, y planta rectangular,
tiene la capilla mayor separada de la nave principal mediante un arco toral
rebajado sostenido por pilastras estriadas de madera. En el exterior, se
aprecia la cubierta de teja árabe a dos aguas y una fachada ocupada por una
portada de medio punto en piedra con bancos laterales, en cuyo vértice se
localiza un sencillo campanario pétreo configurado por dos arcos de medio
punto dispuestos perpendicularmente. Enfrente, un majestuoso pino le da
sombra y esplendor; a su derecha, la entrada desde el camino de San Lázaro, a
través de dos escalones de piedra flanqueados por dos muros terminados en
pináculo, recuerdan las entradas de las casonas tradicionales canarias; a su
izquierda, la Capilla del Calvario que linda con la carretera general del norte,
mediante diez escalones en piedra para salvar el desnivel con la calle; en
medio, una amplia, silenciosa y tranquila plaza, con un piso empedrado, donde
sentarse a leer a la sombra de sus árboles. Por lo general, la Ermita permanece
cerrada, excepto cuando hay culto.
Se acomodó en uno de sus bancos. Le gustaba sentarse en el pasillo, justo
en la mitad de la plaza. De esa manera controlaba las dos entradas y saludaba a
las pocas personas que lo transitaban para pasar de un lado al otro. El sol de
media mañana comenzaba a abrirse paso entre las nubes. De hecho, se quitó la
bufanda que abrigaba su cuello y se la colgó, a modo de estola, a la vez que se
desabrochaba el abrigo. Como siempre hacía, antes de comenzar a leer, le
gustaba mirar a su alrededor y contemplar el paisaje. Se fijaba en los árboles
y en algún que otro pájaro que lo habitaba,
en las hierbas que tenazmente crecían entre los adoquines, en la verja
que custodiaba el Calvario y en su puerta de diez y seis cristales. Satisfecho,
cogió el libro dispuesto a cerrar la trilogía con la que había salido de casa.
– ¡Buenos días!, le dijo una señora que pasaba con un carrito de la
compra en dirección a unas superficies comerciales que habían abierto al
comienzo del camino de San Lázaro.
– ¡Buenos días!, le respondió.
– Qué, ¿leyendo como siempre?, le interrogó mientras se sentaba a su lado
para descansar un poco, como acostumbra a
hacer. Y entablaron una conversación intrascendente acerca de lo divino
y lo humano: del tiempo que no había quién lo entendiera; de lo cambiado que
estaban las estaciones; los frutales floreciendo fuera de temporada; del frío
que hacía este año; de los dolores propios de la edad; de la falta que hacía
que el Ayuntamiento podara un poco los árboles.
– A mi marido, que en paz descanse, también le gustaba leer mucho. Sobre
todo novelas del oeste. En casa tengo una colección enorme de Estefanía. -Al
parecer, Don Olegario, que así se llamaba su difunto esposo, era un fan de
Marcial Lafuente Estefanía, un escritor de novelas ambientadas en el oeste
norteamericano donde los personajes de sus obras eran vaqueros altos, pistoleros
a sueldos, de violentas historias, en los que el bien siempre triunfaba sobre
el mal-.
– ¡De haberlo conocido, seguramente habrían hecho buenas migas! -le dijo
con una sonrisa amable y una mirada entrañable- Parecía como si la señora los
estuviera viendo a los dos, sentados en el banco, leyendo: él con uno de sus libros
y su difunto esposo con una novela del oeste.
– ¡Estoy convencido de ello!, le dijo.
– También le gustaban las novelas de los árabes y de la India, de esos
países lejanos. A mi hija le pusimos el nombre de Sherezade por un cuento de
Las mil y una noches. Al principio no me gustó. ¡Yo quería ponerle un nombre
cristiano! Pero él me explico que el nombre significaba, «la hija más hermosa
de la ciudad» y que había sido una princesa que había logrado sobrevivir a su
ejecución contándole cada noche al rey de Persia un cuento y dejándole con la
curiosidad de saber cómo acababan. Porque, al parecer ese rey se casaba cada
día y al día siguiente las mataba. ¡Fíjese usted!
– Si. Conozco la historia. Era una princesa muy lista y muy guapa.
– ¡Lo ve! Sabía que ustedes dos se habrían llevado muy bien. Tienen mucho
de qué hablar. Bueno, joven, no lo entretengo más que tengo que ir a hacer la
compra. Que se divierta con su lectura.
– ¡Hasta luego! Tenga cuidado al bajar las escaleras.
Se hicieron un gesto con las manos y, mientras ella se alejaba, él la
siguió con la vista hasta que desapareció por el camino de San Lázaro. Se quedó
pensando un rato en la conversación que habían mantenido y comenzó a imaginarse
cómo sería la amistad con Don Olegario. Desde luego tenían algo en común: la
lectura. Pero, a juzgar por la edad de la señora, él podría ser su padre.
Además, de qué hablarían, ¿de sus novelas del oeste o de sus libros? Tal vez,
de nada de eso; a lo mejor, con la excusa de los libros, la conversación tomaba
otros derroteros. Pensando en ello estaba, cuando decidió quitarse la bufanda y
el abrigo y ponerlos sobre el banco, porque el sol ya había vencido a las
tinieblas, y la temperatura había subido unos grados. Miró su móvil y eran las
doce y cuarenta y cinco. Entonces, le picó la curiosidad. ¿Sería su hija tan
guapa como dice? ¿Tendría la belleza de la princesa Sherezade? ¿O sólo se
trataba del amor de unos padres?
El solecito, la conversación con la señora, y, especialmente, la curiosidad por Sherezade, lo había sumido
en un sopor tan agradable y reconfortante que se sintió dichoso con todas las
elucubraciones que imaginaba acerca de ella. Recordaba que Sherezade, la del
cuento, era una joven de ingenio muy despierto y una fantástica lectora,
conocía a la perfección la obra de los filósofos, así como las leyendas de los
reyes antiguos y la historia de los pueblos que aquellos gobernaban. Además,
era una gran escritora y poseía una rara belleza y una generosidad sin límites.
¡Todo de cuento! Y trató de trasladar todas esas cualidades a la Sherezade de
carne y hueso que no conocía. Entonces, se la imaginó sentada a su lado, en el banco,
leyendo. Y se sumió en un profundo letargo hasta que, el chirriar de las ruedas
del carro de la compra y las pisadas de dos personas, lo despertaron.
Asombrado, miró en dirección a la Ermita y, para su sorpresa, vio cómo se
acercaba la señora con su carrito lleno de viandas y una chica con un andar elegante y
distinguido, que se le antojaba familiar.
– ¿Todavía está por aquí? Ésta es mi hija Sherezade.
Y dirigiéndose a su hija, le dijo,
– Éste es el joven del que te hablé. Seguro que a tu
padre le habría encantado sentarse aquí a leer juntos y tendrían unas largas
conversaciones de sus libros y novelas.
Él no salía de su asombro, ¡era la chica de la
cafetería, la que trabajaba en la notaría!, y si no fuera porque es de mala
educación, se habría frotado los ojos.
– ¡Encantado!, balbució.
– Si, ya lo conocía. -le dijo a su madre- ¡Y le
encantan los churros con chocolate!
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