Iba en el tranvía rumbo
al Campus de Guajara para devolver un libro que había sacado de la Biblioteca
General y de Humanidades. Estaba escribiendo un ensayo sobre la filosofía del
lenguaje natural. Le interesaban los problemas filosóficos tratados desde el
lenguaje ordinario para evitar la desconexión con la realidad y, sobre todo, la
falta de interés de los ciudadanos por ellos. No en balde, los problemas
prácticos de la vida, aquellos que realmente interesan a las personas, son los
tratados desde el lenguaje natural u ordinario, ya que permiten un acercamiento
a los mismos sin el temor de caer en el solipsismo lingüístico del Wittgenstein
del Tractatus. De por sí, el lenguaje ordinario, encierra ciertas
dificultades para hacernos entender. De ahí la necesidad de estudiarlos y
tratarlos desde la comprensión del lenguaje natural. Ya lo había enunciado
Aristóteles al separar los ámbitos correspondientes a la Palabra y la Mimesis,
en su estudio sobre la metáfora. Como miembro de la tradición de Oxford, bebió
en las obras éticas de Aristóteles, donde aprendió la importancia del lenguaje natural
como inicio para la resolución de problemas filosóficos.
El libro a devolver era
del filósofo británico, J.L. Austin, «Como hacer cosas con palabras». Obra
póstuma en la que culmina su teoría de los Actos de habla, distinguiendo entre enunciados constatativos –aquellos
que se limitan a describir hechos y pueden ser evaluados como verdaderos o falsos– y
performativos –aquellos que no sólo describen hechos sino que por la
misma acción de ser expresados realizan el
hecho–. A su vez, éstos últimos pueden ser enunciados locutivos, se
refieren al acto físico, a la frase
dicha en sí misma; enunciados ilocutivos, es la intención de la frase como, afirmar, prometer, etc.; y enunciados
perlocutivos, es la reacción, la
conducta que se produce en el interlocutor.
Se bajó del tranvía en
la parada del Campus de Guajara, por la calle Profesor José Luis Moreno Becerra,
y subió hasta la entrada al Campus por la puerta que da al Aulario. Pasó junto
a la cafetería en la que solía desayunar cuando estudiaba la Licenciatura de
Filosofía. Su promoción había sido la última con esta titulación. Todavía
recordaba los ratos que pasaba en la cafetería y, especialmente, los bocadillos
de tortilla que se metía entre pecho y espalda. Sólo de recordarlos comenzaba a
salivar. Al recordarlos, y porque sabía que en cuanto devolviera el libro,
acudiría a cumplir con la sacrosanta misión de sentarse en una de sus mesas, y nutrirse
con un zumo de naranja, un bocata de tortilla con mahonesa y tomate, un
cortadito natural y un vaso de agua con gas. Aceleró el paso y atravesó el
Aulario para salir por la puerta que da a la Biblioteca General y de
Humanidades. Cumplido el trámite burocrático de la devolución del libro de J.L.
Austin, y retirar varios ejemplares de la revista Gavagai, se dirigió,
desandando el camino recorrido, hacia la cafetería por la zona interna del Hall
del Aulario, a través de las escaleras que dan acceso a la misma.
Al entrar, el ruido, el
trasiego de gentes y el olor a comida, lo transportaron varios años atrás con
la oculta intención de rejuvenecerlo. Miró en derredor y sólo había dos mesas libres.
Estaban situadas entre la barra y los ventanales que dan al patio interior. Una
junta a lo otra. Dejó las revistas sobre una de ella y se acercó a la barra
para pedir su desayuno. Todavía recordaba a Fernando, uno de los camareros de
su época de estudiante que, al verlo, le preguntó,
—Bocata de tortilla con
mahonesa y tomate, ¿no? –y se saludaron con complicidad.
— ¡Por supuesto! y no
te olvides del zumo de naranja. Luego te pido el cortadito y el vaso de agua
con gas.
Mientras esperaba a que
le prepararan el bocadillo y el zumo, compartieron
viejas anécdotas y alguna que otra nota de humor referente a antiguos
profesores. Recordaban aquella vez que una profesora de él había pedido medio
bocadillo de tortilla a la vez que él pedía el suyo; se acordaban que sólo
quedaba un bocata de tortilla, y que se lo estaba guardando para él; que le
había dicho a la profe que no le quedaban bocadillos de tortilla, con la
esperanza de que pidiera otro diferente y, en su defecto, que se fuera pronto de
la barra como era su costumbre, para podérselo vender a su amigo; que la profe,
resignada, había pedido otro de pollo a la vez que abría un libro; que estuvo
media hora sentada en la barra, mientras él se moría de hambre y Fernando,
muerto de risa y disimulando cuanto podía, no se lo podía servir.
Cuando se dirigió al
sitio donde había dejado las revistas, con el bocata en una mano y el zumo en la
otra, se percató que la mesa contigua la había ocupado una chica que leía un
libro de color beige, antiguo y bastante manoseado, con el tejuelo de la
Clasificación Decimal Universal de la Biblioteca de la ULL. Al sentarse, observó de cerca el título del libro, «Del
sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos» de Don Miguel
de Unamuno. Concretamente, el volumen segundo de sus obras completas. Y se
quedó impresionado. No era un libro que estuviera en boga entre el alumnado; ni
siquiera era uno de los autores preferidos de la generación del 98. Tal vez,
Ortega y Gasset, Xavier Zubiri o María Zambrano, estaban más de moda y parecían
representar mejor la filosofía española entre los alumnos y alumnas, aunque no
así entre el profesorado de la Universidad y los currículos oficiales del
ministerio, donde Unamuno tenía un sitio privilegiado en la línea del
pensamiento existencialista.
Tenía una abundante
melena negra; unos ojos de color miel, enormes; unas cejas arqueadas, gruesas y
bastante pobladas, que contribuían a que los ojos se vieran mucho más grandes,
y el rostro, redondo, pareciera más perfilado. Vestía una camiseta
reivindicativa, de color malva, con la inscripción Basta de violencia contra la mujer sosteniendo una mano compuesta
por palabras en varios colores, tales como, violación,
desprecio, acoso sexual, etc.; unos leggins negros y unos tenis deportivos. Tenía
un porte intelectual con el libro entre las manos, y cuando descansaba la
vista, mirando al infinito, parecía una erudita intentando comprender y
asimilar lo que acababa de leer. Mientras disfrutaba de las primeras mordidas
de su bocadillo y masticaba saboreando cada uno de los ingredientes –las papas,
el perejil, las cebollas, el huevo poco hecho, el queso, el tomate, y la
mahonesa–, paladeando y relamiéndose con una fruición propia de un gourmet de
las estrellas Michelin, no paraba de fijarse en aquella chica que le parecía bella a la par que
inteligente.
— ¿Qué tal? ¿Cómo
estás? –le dijo un chico que se acercaba a la mesa a la vez que se inclinaba
para darle un beso.
— ¡Holi! –le respondió,
mientras le correspondía con otro beso.
—Ya veo que te estás
empollando el volumen –observó mientras se sentaba y sacaba de la mochila un
libro.
Observó que el tomo que
puso sobre la mesa era también de Unamuno, concretamente, su novela «Niebla»,
considerada una de las obras cumbres de la Generación del 98. Estarán
preparando un seminario sobre Miguel de Unamuno, pensó. Leopoldo, que así se
llamaba el compañero, era alto, con cuerpo atlético y el pelo rizado de color caoba.
Vestía pantalón vaquero y camisa de algodón con estampado de cuadros de manga
larga conjuntado con unos tenis Pumas azul con rayas blancas.
—No te quejes, Leo, que
a mí me tocó el más gordo –le dijo con una amplia sonrisa.
—A ver, que la idea fue
tuya. Nos enrollaste con la excusa de la peli –le contestó poniendo cara de
circunstancias.
—Por cierto, ¿sabes
algo de Chano? –le preguntó a media voz y con cara desinteresada.
—Pues no. Anoche no
durmió en el piso. Fueron a ver la peli y esta mañana no estaba.
— ¡Cómo! ¿No durmió
anoche en el piso? –Y le salió una voz entre preocupada y enfadada; puso una
cara entre sorprendida y enojada; y gesticuló a medias entre desconcertada y
disgustada. Parecía como si tuviera alguna relación con Leo, o al menos le
importase algo. Y le volvió a preguntar con una voz entre quiero saber y no me
lo digas.
— ¿Sara estaba con él?
–Y los ojos se agrandaron, las cejas se arquearon, la cara se contrajo y el
cuerpo se puso en tensión como un felino a punto de caer sobre la presa.
—Anoche, no sé. Ahora
sí que están juntos. Míralos, por ahí vienen –le contestó despreocupadamente
mientras abría la novela.
Los ojos de Lorena, que
así se llamaba, miraban con estupor a sus compañeros que venían riéndose y de
muy buen rollo. Sara, era alta, delgada y con un cuerpo que nada tenía que
envidiar a las mejores modelos de cualquier pasarela de moda. Vestía unos
vaqueros culotte y un top negro, baggy, de tipo túnica y palabra de
honor, combinado con unas sandalias de tacón en un tono plateado. Tenía
una planta que quitaba el hipo. Chano, en cambio, vestía más informal: pantalón
vaquero Corte slim, de talle bajo, con diseño de cinco bolsillos para un look
actual, y rotos y arreglos para un acabado desgastado; una camisa de cuello
solapa y manga larga acabada en puño con botón, bolsillo de plastrón en pecho y
cierre frontal con botones; y unos tenis de tela de punta redonda de color
negro.
La cara de Lorena era
un poema: a medio camino entre la satisfacción y el desconcierto. ¡Pero si no
pegan ni con cola! –Parecía decir su rostro– y siguió escudriñándolos mientras
se acercaban. Chano y Sara se acercaron
a la mesa donde estaban sus colegas y los saludaron efusivamente. Se besaron,
se abrazaron, se dijeron las chorradas de costumbre y descargaron sus mochilas
mientras se sentaban. Faltaba una silla y Chano se dirigió a él, que estaba en
la mesa de al lado.
— ¿Puedo? –preguntó mientras
cogía una de las sillas.
—Sí, claro. Por
supuesto –y se sonrieron amablemente.
Mientras seguía
disfrutando del bocata de tortilla y del zumo de naranja, pensaba en aquellos
cuatro compañeros de la mesa de al lado. Les recordaba sus tiempos de estudiante y su grupo de amigos; las reuniones que tenían en ese mismo lugar;
los debates al salir del aula por alguna teoría en la que unos se enfrentaban a
los demás; las discusiones por decidir que peli iban a ver por la noche, etc.
Mientras pensaba en ello, Chano se levantó y preguntó qué querían tomar, y tras
tomar la comanda del grupo se dirigió a la barra para pedírsela al camarero.
Lorena aprovechó para interrogar a Sara sobre lo ocurrido la noche anterior.
— ¿Entonces fueron a
ver la peli? –le dijo a Sara con un tono meloso y una sonrisa almibarada.
—Sí. Fuimos a la sesión
golfa porque antes estuvimos en mi piso preparándonos por el guión que nos
diste. Por cierto, muy bueno. Gracias a él pudimos concentrarnos y seguir el
argumento, porque ya sabes que en esas sesiones lo de menos es la película –y
esbozó una sonrisa picarona que enervó la cara de su amiga y le hirvió la
sangre–. En un tono menos amable, pero mordiéndose la lengua, preguntó.
— ¿Y después?... –y sin
dejar que acabara la frase, Sara dejo caer lo que ella sospechaba y no quería
saber.
—Nos fuimos directamente
a mi casa a repasar la peli, tus preguntas del guión, el talante de los
personajes, especialmente los de Millán-Astray y Unamuno. Y después nos fuimos
a dormir. Chano se empeñó en quedarse porque era muy tarde y estaba cansado. Yo
le dije que el sillón era peor que una tortura china, pero insistió en acostarse.
—Por cierto, ¿Andrea y
Ana les ayudaron? –y soltó la pregunta como sueltan los destructores las cargas
de profundidad: silenciosamente, cadenciosamente, discretamente, pero con la
firme intención de encontrar un submarino enemigo y hacerlo explotar por los
aires.
— ¡No! ¡Qué va!
Aprovechando una oferta de Airbnb se fueron de finde romántico a una casa
rural. Hasta ésta tarde no vienen. Pero ya sabes que Chano no entra en su
habitación y mucho menos en su cama.
¡Ajá!, pensó mientras
ponía cara de incrédula y sonrisa fingida. Se coge más pronto a una mentirosa
que a una coja. ¿A qué viene dar tantas explicaciones? ¿Una cama libre y se
queda en el sillón? Excusatio non petita, accusatio manifesta. En eso, llegó Chano con los cortados y Leo se
levantó para ayudarlo a traer las magdalenas y las palmeras de chocolate que
habían pedido. Ellas se sonrieron falsamente y comenzaron a distribuir a cada uno lo suyo. Con increíble habilidad,
Lorena, puso al lado suyo, en el sitio que ocupaba Leo, el único cortado de
leche y leche, sabedora que era el de Chano, y una palmera de chocolate. De esta
manera, paralelo a él, en la otra mesa,
se sentaba Lorena; enfrente de ella, Leo; a su derecha, Sara; y a su
izquierda, de espaldas a él, Chano.
El bocadillo de
tortilla estaba llegando a su fin. Le estaba sabiendo como nunca. Y no sólo por
lo sabroso que estaba; ni siquiera por la satisfacción de recordar viejos
tiempos mientras lo saboreaba; tampoco por el placer que le producía desayunar
en aquel lugar del que guardaba tantos y tantos recuerdos con sus amigos y
amigas; esta vez, además, estaba asistiendo a la farándula de la vida, donde
cada uno de los actores desarrollaba su papel en un microcosmos individual interconectado
por las relaciones sociales. El grupo que tenía delante, sus relaciones
profesionales, sociales, de amistad, de ocio, sus deseos ocultos, así lo
confirmaban. Y estaba satisfecho de lo que estaba viendo y oyendo.
—Bueno, al lío -dijo
Chano mientras daba un bocado a la palmera-. Dirige tú el debate, Lore, que al
fin y al cabo eres la que ideó este trabajo.
Todos asintieron
mientras miraban a Lorena y ponían sobre la mesa la tarea encomendada a cada
uno: Leo, los apuntes que había sacado de su lectura de «Niebla»; Lorena, los
suyos del libro «Del sentimiento trágico de la vida»; Sara y Chano los apuntes
que habían obtenido de la película «Mientras dure la guerra». Con todo el
material dispuesto, con la tarea encomendada hecha y con las ganas de comenzar
a descifrar la controvertida figura de Don Miguel de Unamuno, utilizando como
pretexto la película de Alejandro Amenábar, Lorena comenzó a dirigir la
reunión.
—Comencemos entonces
glosando la figura de Unamuno que como sabemos es uno de los escritores más
importante de la generación del 98, entre los que destacan Pío Baroja, Azorín,
Ramiro de Maeztu, Valle-Inclán y Antonio Machado, entre otros, y con los que
comparte argumentos como el de la decadencia española y su destino histórico.
Además, y por lo que a nuestro estudio nos concierne, su obra literaria se encuentra cargada de
implicaciones filosóficas muy ligadas al pensamiento existencialista.
Concretamente, se centra en el tema de la inmortalidad y la fe religiosa:
partiendo de la idea de la individualidad del ser humano, a través de doble
principio de conservación y reproducción, intenta fundamentar su afán por la
inmortalidad individual que exige la supervivencia del propio cuerpo –aquí
entra su novela «Niebla» y tu trabajo, Leo–; y este anhelo de inmortalidad
conduce a un debate entre la fe y
la razón que desarrolla en la obra «Del sentimiento trágico de la vida» que me
tocó a mí comentar; por último, vamos a ver como se refleja todo ello en la
película que Sara y Chano han destripado. Comienzas tú, Leo.
— ¡Ejem, ejem! –carraspeo y comenzó–: Bueno, primero tengo que decir que
me costó lo suyo, porque se mete un rollo con los personajes y con él mismo ya
que actúa como si fuera un ser superior o extraño a los mismos personajes.
—Vamos a ver, Leo –le interrumpió Lorena–. Eso forma parte de la novela:
Unamuno hace el papel de Dios y Augusto el de criatura. Pero sigue, sigue
–añadió.
— ¡Vale, empollona! –Y se oyeron unas risas socarronas de sus
compañeros–. Pues –continuó, Leopoldo–, la novela narra la situación de un hijo
único de madre viuda, Augusto Pérez, que
a la muerte de ella no sabe qué hacer con su vida hasta que conoce a una guapa
pianista, huérfana como él, que vive con sus tíos, don Fermín y doña
Hermelinda, llamada Eugenia Domingo del Arco, de la que cree enamorarse y no
descansa hasta conseguir su amistad. Luego comienza a cortejarla y es rechazado
por Eugenia, porque tiene un novio, llamado Mauricio. Entonces, Augusto entabla
una relación amorosa con la señorita que le planchaba, una tal Rosario, para
darle celos a Eugenia.
—Esas son las telenovelas que te gustan a ti –dijo Chano, provocando la risa
generalizada–: ¡Ja, ja, ja!; ¡je, je, je!;¡ji, ji, ji!; ¡jo, jo, jo!
— ¡Cállate! ¡Mira quien fue a hablar! –le espetó Leopoldo, y siguió con la
narración.
—Después de algunas movidas, Eugenia, celosa, decide aceptar a Augusto
como novio y futuro esposo. Fijan el día de la boda, pero antes de que ésta se
realice, Augusto recibe una carta de Eugenia, en la que le dice que nanay, que se vuelve con Mauricio, y encima, a vivir de un empleo que Augusto le había
conseguido, porque éste era un holgazán de tomo y lomo. –Leopoldo levanta la
vista, mira a sus compañeras con cara de sorna y, tras un inciso, les espeta–:
¿Ves lo que digo yo de las mujeres? ¡No hay quien las entienda!
— ¡Hiaaa, hiaaa! –Comenzó a rebuznar, Sara–. ¡Ya habló el burro de
Apuleyo!
—Venga, chicos. ¡Vamos a seguir! –intermedió Lorena.
—Ante esto –prosiguió Leopoldo–, Augusto decide suicidarse, pero antes acude
a Salamanca a hablar con Unamuno, donde el autor interpreta el papel de Dios y
Augusto el de criatura. De éste encuentro sale muy confundido, pues el
Dios-Unamuno le revela que él no existe, sino que es una criatura de ficción y
que está destinado a morir, no a suicidarse. Confundido, Augusto discute el
carácter real de Unamuno-Dios, lo desafía y le recuerda que él, Don Miguel, y
todos los que lo lean, también han de morir: morirán cuando Dios deje de
soñarles, o ellos dejen de soñar el sueño de Dios. Abandona Salamanca dejando
muy perturbado a don Miguel, su creador, que deja de soñarle y,
consecuentemente, Augusto muere. –Leo
levantó la vista y con cara de satisfacción por el trabajo realizado, añadió–: ¡Ya
está! ¿Y ahora, qué?
—Mis respetos, pardillo –le dijo Chano, con una amplia sonrisa, mientras
le daba unos golpecitos en la espalda–. Ahora entiendo porqué te empeñaste –dijo,
dirigiéndose a Lorena– en meter ésta novela en el proyecto: por las dudas
existenciales de Unamuno y su lucha entre la razón y la fe, ¿no?
—Exacto. Es como un aperitivo para lo que nos espera ahora en el resumen
que voy a exponer de su obra filosófica, «Del sentimiento trágico de la vida».
—Yo veo otra cosa –intervino Sara–. ¿Puede ser que la relación de Augusto
con Eugenia no fructificara porque aquél no supo convencerla? ¿Qué Augusto se
fue desazonado de Salamanca y Unamuno se quedó perturbado porque éste no fue
suficientemente persuasivo al explicarle su condición de mortal?
— ¡Jobar, Sara! ¡Muy bien! Pero no me hagas spoiler –y le dedicó una
amplia sonrisa.
Había acabado con el bocadillo de tortilla y se estaba bebiendo el último
sorbo del zumo de naranja. Se iba a levantar a pedir el cortadito y el vaso de
agua con gas pero, al percatarse que Lorena iba a hablar, decidió esperar para
escucharla y, todo sea dicho, para disfrutar de su dulce voz, de sus gráciles
gestos y de sus enormes y persuasivos ojos. Pero lo que más le gustaba de ella
eran sus razonamientos, su habilidad para reconducir la situación, su capacidad
para mediar y sus dotes innatas de líder. Vamos a ver -se dijo- si su
exposición se puede encuadrar dentro de la teoría los Actos de habla de Austin.
—Para empezar –comenzó a hablar Lorena– «Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos» lo
publicó Unamuno en el año 1913 y la película de Amenábar
está ambientada en 1936. Sin embargo, es muy pertinente para entender el
personaje de Karra Elejalde en el filme:
en primer lugar, elabora una concepción del hombre concreto, de carne y hueso, y conjuntamente una
preocupación por la muerte y la inmortalidad, sentida o vivida más que razonada;
en segundo lugar, la colisión entre el pensamiento científico, incapaz de dar
un sentido a la vida, y la moral religiosa carente de justificación personal desemboca
ineludiblemente en la desesperación; y en tercer lugar, como consecuencia de lo
anterior, Unamuno argumenta que necesitamos creer en Dios y que esta necesidad
es suficiente para justificar la adopción de la creencia religiosa.
—Ahora se entiende la
personalidad atormentada de Unamuno en la peli –interrumpió Chano. Y añadió–: No
sólo por los acontecimientos de la Historia de España que le tocó vivir: la
última guerra carlista, el anarquismo y el proceso de Montjuic, su destierro a
Fuerteventura, la guerra de Cuba, etc., sino por la vida íntima de un hombre
preso de una violenta crisis espiritual y angustiado por el porvenir de su
familia.
—Así es, Chano. Pero no
adelantemos acontecimientos –y prosiguió con su exposición.
—No podemos obviar la
deriva del pensamiento unamuniano hacia el existencialismo después que los
sistemas metafísicos, con pretensiones explicativas de totalidad, de naturaleza
definitiva, caen por tierra, y sólo le queda dar el salto de Kant desde la
razón pura a la razón práctica; pero como este salto lo deja en una constante agonía
dado que la esencia del hombre es el anhelo, el ansia y el hambre de
inmortalidad, se produce el acercamiento
a los existencialistas, tales como Kierkegaard, Sartre, Heidegger, Jaspers,
Camus... Bien, pues todo esto está detrás del Sentimiento Trágico de la Vida,
donde argumenta que necesitamos creer en Dios y que esta necesidad es
suficiente para justificar la adopción de la creencia religiosa.
—¿Necesidad de creencia
religiosa? ¡Después de todo lo que la Iglesia lo machacó, incluido el destierro
a Fuerteventura en 1924! –intervino, Leopoldo.
—Pues sí, Leo. Voy a
terminar precisamente con la reseña de dos Cartas Pastorales, de dos Obispos,
en dos fechas diferentes, contra Don Miguel de Unamuno. La primera en 1938 por
el Obispo de Salamanca, preconizado Cardenal Primado de Toledo, Don Enrique Plá
y Deniel, titulada «Los delitos del pensamiento y los falsos ídolos
intelectuales» contra el fetichismo de los intelectuales, especialmente contra
el libro «Del sentimiento trágico de la vida» que, posteriormente, el 20 de
marzo de 1942, prohibió mediante un Decreto por el cual «
ningún
católico puede editar dicho Libro, ni sin especial permiso de la Santa Sede,
venderlo, leerlo o retenerlo». La otra Carta Pastoral, la publicó el Obispo de
la Diócesis de Canarias, Don Antonio de Pildain y Zapiain, con el título «Don
Miguel de Unamuno, hereje máximo y maestro de herejías», fechada en Las Palmas
de Gran Canaria, el 19 de septiembre de 1953, en la que criticaba que, con
motivo del homenaje que iba a rendirse a D. Miguel de Unamuno, consistente en
la inauguración de la Casa-Museo de su nombre con ocasión del VII Centenario de
la Universidad de Salamanca, en dicha Casa-Museo pudieran figurar en primer
término sus propios libros y los libros por él adquiridos –y, cito
textualmente– «con las ideas mondas y lirondas de Kant y Hegel, de Schopenhauer
y William James, de Ibsen y Kierkegaard y Loisy, etc., y, sobre todo, con las
de su triada dilecta, de los que preferentemente se sirvió, según confesión
propia, para el estudio de la teología luterana, de Herrmann, de Harnack y de
Ritschl». Y concluía la Carta Pastoral llamando «gravemente la atención de los
padres, maestros, profesores para que desaconsejen y prohíban, sobre todo a la
juventud, la lectura de obras tan reprobables para todo el que con criterio
auténticamente católico las juzgue»
—Vaya, Lorena, estás
condenada, anatematizada, reprobada y condenada a arder en los infiernos por toda
la eternidad –dijo Sara, sentenciando–: ¡Por haberte leído ese libro prohibido
por los curas! –Y comenzaron todos a reírse–: ¡Ja, ja, ja!; ¡je, je, je!;¡ji, ji, ji!; ¡jo, jo, jo!
Aprovechando las risas y los comentarios jocosos que se sucedieron acerca
de la condena eterna de Lorena, se acercó a la barra a pedir su cortado y el
vaso de agua con gas. Cuando volvió, sólo acertó a oír un comentario de Chano
que incitaba a Lorena a pasar una noche loca con él: ¡total, ya estaba
condenada a arder en el fuego eterno!; a la vez observó como Lorena lo miraba
con cara de reproche, no por lo que acababa de decir y proponer, sino por no
haberlo sugerido antes.
—Pero a pesar de lo que digan los Obispos –continuó Lorena–. El libro argumenta
que necesitamos creer en Dios y que esta necesidad es suficiente para
justificar la adopción de la creencia religiosa. ¿Qué les parece?
— ¡Uff! Yo creo que el
argumento no puede usarse para justificar la adopción de la creencia religiosa
–dijo Sara.
—Yo estoy de acuerdo
contigo y, además, este argumento parece ser más convincente si se entiende en
términos de deseo y no de necesidad. Que es lo que también se desprende de la
lectura de «Niebla» –sentenció Leopoldo.
— ¡Totalmente de
acuerdo! Aunque añadiría que, ya sea en términos de deseo o necesidad, lo que
realmente demuestra el argumento es el conflicto entre la necesidad o el deseo
de creer en Dios, y la coherencia epistémica para adoptar dicha creencia
–decretó Chano.
—Pues muy bien. –Lorena
los miró y añadió–: Ahora que ya conocemos al personaje, sus vicisitudes
históricas, sus creencias y sus escritos, vamos a ver si eso queda reflejado en
la película. ¿Les parece?
Todos asintieron,
mientras se miraban entre sí, para ver si alguien tenía algo que decir. Lorena,
satisfecha, propuso comenzar en torno a la escena del discurso en la
Universidad de Salamanca. Concretamente, con la famosa frase pronunciada en el
discurso de Unamuno, que ella proponía en forma de slogan: Vencer, convencer, persuadir. Mientras ella planteaba el debate y
sugería el slogan, él sintió la necesidad de formar parte del mismo, no en
balde el slogan podría catalogarse como un enunciado performativo, y cada una
de las palabras que lo componían podrían tipificarse como un enunciado locutivo, ya
que se refiere al acto físico, «vencer»; un enunciado ilocutivo, ya
que la intención de la frase es, «convencer»; y un enunciado perlocutivo, puesto
que la reacción, la conducta que se pretende
en el interlocutor es, «persuadir»
— ¿Estamos de acuerdo,
entonces, en partir del siguiente slogan -comenzó diciendo Lorena-: «Vencer,
convencer, persuadir»? –Y todos lo admitieron de buen grado.
—Bueno, si les parece
–dijo Sara–, puedo repetir el discurso para refrescarlo. –A lo que todos asintieron
y se dispusieron a escucharla.
—«¡Éste es el templo de
la inteligencia! ¡Y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su
sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta
en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis
sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa
persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la
lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho».
—Perfecto, Sara. –Dijo
Lorena y añadió–: Podemos comenzar a debatir.
—Yo pienso –empezó
hablando Leopoldo– que la personalidad de Unamuno está perfectamente descrita
en la novela –refiriéndose a Niebla–:
es un personaje contradictorio –ama a Eugenia pero se enrolla con Pilar–; paradójico
–le consigue un empleo a Mauricio, el novio de Eugenia, que es su máximo
competidor–; inquieto y rebelde –en guerra consigo mismo, en continua tensión, sin
encontrar nunca la paz, acosado por sus dudas religiosas y existenciales–; y tremendamente
individualista, siempre rindiendo culto a su propia personalidad
–convirtiéndose en el Dios-Unamuno frente al Augusto-criatura.
—Eso es, Leo. Has
descrito muy bien la personalidad de Unamuno. –Intervino Lorena.
—En cuanto a sus ideas
políticas –prosiguió Leopoldo–, Unamuno fue militante del PSOE, pero con el
paso del tiempo se fue desencantando y abandonó su militancia política. Fue un
gran crítico de los distintos regímenes y acontecimientos políticos que le tocó
vivir: la tercera guerra carlista, la restauración borbónica, la dictadura de
Primo de Rivera, la II República y la sublevación de los militares en el 36. Se
podría decir que Unamuno fue un perpetuo disidente: se enfrentó al nacionalismo
católico vasco de Arana y al
nacionalismo catalán; a la dictadura de Primo de Rivera –lo que le ocasionó el
destierro a Fuerteventura– y a la II República –costándole su puesto de Rector
de la Universidad de Salamanca–; a los militares sublevados –después de haber
donado cinco mil pesetas en su apoyo– en el fatídico día del 12 de octubre de
1936 que le costó nuevamente su cargo de Rector de la Universidad y el
confinamiento en su casa, donde moriría unos meses después, por enfrentarse a
Millán Astray.
—La verdad es que ahora se entiende mejor esos vaivenes existenciales que
se aprecian en la peli –apuntó, Sara–. No supo aplicarse a sí mismo, a su vida,
lo que les echaba en cara a los militares: que no bastaba con vencer, sino que
había que convencer.
—Eso mismo estaba pensando yo –intervino Chano–. Al parecer no logró
nunca vencer en su lucha particular entre la fe y la razón. Tal vez
porque no supo convencerse de la futilidad de una fe perdurable; de la
inanidad de la existencia y la inmortalidad del hombre; de la insignificancia
en la creencia de que la mente sobrevive a la muerte.
—Sí, está claro –Lorena cogió el libro y se lo mostró a sus compañeros–.
Aquí aparece recogido todo lo que acaban de exponer: una
concepción antropológica centrada en la preocupación por la muerte y la
inmortalidad; el enfrentamiento entre el pensamiento científico y la moral; la
necesidad de creer en Dios y que esta exigencia es suficiente para justificar
la adopción de la creencia religiosa. ¡Pero no está persuadido de ello! Porque mantiene la duda epistémica en torno a
la licitud del argumento.
—¡Jobar! La verdad es que tuvo una existencia convulsa,
Unamuno –dijo Leopoldo–. Me pregunto si cuando pronunciaba su discurso,
mientras les decía aquello de «venceréis, pero no convenceréis», pensaba en sí
mismo, en su vida, en su búsqueda personal de la inmortalidad, de la
trascendencia. Si se estaba interrogando a sí mismo, si tenía «razón y derecho en la lucha» como les
estaba echando en cara a aquellos exaltados que proferían enardecidamente, «¡Viva la muerte!», es decir, viva la
irracionalidad.
Mientras discutían todo
esto, él se sentía abrumado por tantos argumentos, por tanto trabajo minucioso,
por tanto empeño en descubrir la figura de Unamuno. En el fondo estaba
orgulloso al contemplar que los jóvenes filósofos mantenían viva la llama de la
filosofía. Se sentía satisfecho al comprobar todo lo que daba de sí la película
de Amenabar si se la miraba con ojos críticos. Incluso le sirvió para comprobar
la relación existente entre el slogan propuesto por Lorena con su ensayo sobre
los Actos de habla de Austín, ya que estaba
proferido en el lenguaje natural. Sólo estaba esperando a ver la resolución que
le iban a dar al asunto porque, si bien habían dejado claro la propuesta a las
locuciones vencer y convencer, todavía no habían abordado la
más complicada, persuadir. En eso, Lorena,
comenzaba a hablar.
—Por último, nos falta
comprobar si verdaderamente Unamuno consiguió persuadir con su discurso; si
logró persuadirse después de tantos vaivenes políticos, religiosos y
filosóficos; si ha conseguido apoderarse de nuestras voluntades y razonamientos
y persuadirnos de su verdad –Ésta chica vale un potosí, pensó mientras cruzaba
sus piernas y agudizaba el oído–. Lo primero que tenemos que hacer es definir
el término.
—Bueno, persuadir es convencer a alguien
para que haga o deje de hacer algo, ¿no? –se adelantó a decir Chano.
—¡Exacto! –dijo
Lorena–. ¿Estaba convencido Unamuno? ¿Convenció con su discurso al auditorio
que tenía delante? ¿Nos ha convencido a nosotros? Porque persuadir es algo más
que convencer. Para persuadir hay que elegir el momento adecuado; hablar
sosegadamente y poner en valor las dotes del otro; hablarle con convicción de
manera clara y directa; permitirle que se sienta parte de la solución y, sobre
todo, ceder un poco para que sea una solución colaborativa.
—Pues mira, qué quieres
que te diga, Lore –intervino Leopoldo–. A mí sí me convenció con su discurso
antifascista. ¡Y eso que todavía no había sufrido la dictadura del Chaparro del
Pardo!
—¡Ja, ja, ja!; ¡je, je, je!;¡ji, ji, ji!; ¡jo,
jo, jo! –comenzaron todos a reírse.
—Después dices que no estás enganchado a las telenovelas. ¡Si hablas
igual que Pelayo Gómez! El de Amar es
para siempre –Dijo Chano. Y continuaron las risas–: ¡Ja, ja, ja!; ¡je, je,
je!;¡ji, ji, ji!; ¡jo, jo, jo!
—Venga, centrémonos –intermedió Lorena–. ¿Hay algún momento persuasivo
durante el discurso de Unamuno? ¿Nos ha persuadido a nosotros?
—Yo creo que no –comenzó a decir Sara–. Por ejemplo, cuando Unamuno dijo,
aludiendo a lo afirmado por los oradores anteriores con respecto al País Vasco
y Cataluña, que «el señor obispo lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido
en Barcelona, y aquí está para enseñar la doctrina cristiana que no queréis
conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la
lengua española, que no sabéis…», lo único que consigue es el grito airado de Millán Astray, «¡Cataluña y el País
Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación!
¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne
viva y sana como un frío bisturí!», lo cual evidencia que persuadir, persuadir,
no persuadió.
—Opino como Sara –dijo Chano–. Aunque a mí si me persuadió. Tal vez no
por la forma de exponerlo, ni por lo airado del discurso, ni por la vehemencia
del mismo, sino por los acontecimientos históricos que sucedieron después y nos
sumieron en los cuarenta años de dictadura del Chaparro del Pardo, como diría
Leo. Creo que Unamuno no persuadió en el momento pero si a las generaciones
futuras y nos legó un ejemplo admirable: ante el fascismo, ante las dictaduras,
ante las ideologías que socavan los derechos de los hombres y de las mujeres,
que anteponen los intereses económicos a las necesidades vitales, hay que
gritar alto, muy alto, con toda la persuasión de que seamos capaces, ¡Ni
venceréis, ni convenceréis!
—¡Plas, plas, plas! –comenzaron a aplaudirle todos.
—¡Vaya con el pedazo de político que nos ha salido! –dijo Lorena mientras
lo miraba con una amplia sonrisa y unas ganas locas de comérselo a besos.
Mientras miraba a los cuatro compañeros, pensaba que había aprovechado
muy bien la mañana: había devuelto el libro y sacado varias revistas Gavagai; había desayunado a la antigua
usanza y lo había disfrutado como nunca
–¡Dios, como le gustaban esos bocatas de tortilla!–; había estado atento al
desarrollo del debate de la mesa de al lado, y había establecido algunas
relaciones entre el slogan de Unamuno
y los enunciados performativos de Austin; había disfrutado recordando sus
debates y tertulias en ese mismo sitio con sus antiguos compañeros. Sólo le
quedaba la curiosidad por saber que iba a pasar con Lorena y Chano: si iban a
seguir igual o alguno de los dos se atrevía a declarársele al otro.
—Bueno, pues ya sólo nos falta
llegar a una conclusión consensuada para cerrar el debate. –Mientras lo decía,
Lorena, se echó hacia adelante y le cogió las manos a Sara y a Leopoldo, a la
vez que ponía su pie izquierdo sobre el pie derecho de Chano, por debajo de la
mesa, y añadió–: Lo mejor será hacer dos grupos interdisciplinares y mixtos, es
decir, un miembro que haya leído uno de los libros y el otro que haya visto la
película, así nos aseguramos tener las dos versiones. La conclusión a la que
lleguemos tiene que tener los siguientes elementos: que la persuasión se
produzca mediante un discurso en el cual las pasiones son necesarias para
producirla; que tiene que haber una conexión entre persuasión, pasión y el
discurso; y que las pasiones, que producen cambios en el cuerpo, sean
susceptibles de construirse enunciados sobre
ellas. ¿Están de acuerdo?
—¡Perfecto! –asintieron los tres.
—Pues a trabajar. Tenemos hasta el lunes por la mañana, aquí, a la
misma hora que hoy para presentar las conclusiones. –Y mientras hablaba, sentía como la mano derecha de Leopoldo le
acariciaba el muslo de su pie izquierdo, desde la rodilla hasta la entrepierna.
Y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contenerse.
No podía creer lo que estaba viendo desde su privilegiada situación. ¡Qué
crack!, se decía, mientras observaba las maniobras de Lorena. Había conseguido
vencer, convencer y persuadir a sus amigos. Había vencido porque se
había quedado con Chano. Para ello, tuvo que convencerlos de que lo
mejor serían grupos interdisciplinares y mixtos, con lo cual, ya que Leopoldo
había leído un libro como ella, la única opción era que Chano y ella formaran un
grupo. Y los había persuadido con su encantadora voz, cogiéndoles las
manos a unos y ofreciendo su muslo a otro, además de poner en valor sus
aportaciones y propugnar una conclusión colaborativa. Además, los había
emplazado para el lunes, con lo cual se aseguraba el fin de semana con Chano
para ella sola. Contento y satisfecho con lo que había visto, oído y saboreado,
se dirigió a la barra, pagó la consumición, se despidió de su amigo, y se
dirigió a la parada del tranvía para regresar a su casa. Mientras esperaba en
el andén, observó como salían del campus, cogidos de la mano, Chano y Lorena. Se
sonrió satisfecho y recordó lo escrito por Don Miguel de Unamuno, en su libro «Por
tierras de Portugal y de España» en el
capítulo titulado, La Laguna de Tenerife,
y fechado en Las Palmas (Gran Canaria) Agosto de 1909 cuando visitó La Laguna por
primera vez:
«En La Laguna, un silencio y una soledad que se metían hasta el tuétano
del alma. En el cielo bruma, una bruma de ensueño, de soñarrera más bien. Unas
calles largas, largas como el ensueño; en el fondo una torre oscura tronchada. Acá
y allá, casas con salientes miradores de madera, de celosías, pintados de verde
por lo común; unos miradores muy típicos, tras de los cuales se adivina a la
dama que espera, que espera hace siglos; a la misma dama de los tiempos del
Adelantado…»
Y, sonriendo para sus adentros, se dijo: —¡Ay, Don
Miguel! Si supiera que ya las damas no esperan…
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