domingo, 23 de febrero de 2020

TOMASITO Y DON BENITO


La DANA instalada sobre Canarias desde hacía unos días, mantenía a las islas en aviso amarillo por fenómenos costeros con olas de hasta cuatro metros, y trajo consigo vientos del este de hasta 96 kilómetros por hora, lo que había dejado al Archipiélago sumido en una densa calima. Se dirigió a la biblioteca y cogió el tomo IV de las Obras Completas de Don Benito Pérez Galdós de la Editorial Aguilar que había adquirido, en su época madrileña, en el rastro de Madrid. Era una edición en piel de color rojo. Había elegido el tomo IV porque, entre otras, contenían las novelas Marianela –su preferida–, Doña Perfecta, y Gloria, que estaban entre sus favoritas. Pasó por la cocina, y después de tomarse el cortadito de media mañana con unas galletas caramelizadas Lotus con ligero sabor a canela, rellenó su botella de metal, color musgo verde, de 0,5 litros y doble pared de acero inoxidable, que mantenía hasta 24 horas el agua fresca, y que utilizaba para sus caminatas y paseos laguneros. Al acabar de atusarse, se refrescó con un poco de colonia Mandate, a la que lo había aficionado un queridísimo amigo de la juventud, se metió en el coche y puso rumbo a la Mesa Mota.

Hacía un día de perros a pesar de estar en febrero y que la estrella Sirio, la abrasadora, no aparecería, antes del amanecer, hasta septiembre. Cosas del cambio climático, pensó. Aparcó a la sombra de unos eucaliptos que ofrecían su característico olor balsámico y transformaban el pesado aire en una brisa suave y fresca. Se sentó sobre una piedra entre dos enormes ejemplares y apoyó su espalda sobre el tronco de uno de ellos, mirando hacia la Vega Lagunera. La vista era insólita: las torres de la Concepción y de la Catedral, apenas se vislumbraban entre la canícula; la pista del aeropuerto se adivinaba por el ruido de los aviones al despegar o aterrizar; la isla perdía su referencia con el mar, y Gran Canaria, otras veces en lontananza, había desaparecido del mapa. En ese instante, el reloj del Convento de Las Claras, expandía el metálico sonido de las doce del mediodía, con el Ave María de Fátima. Era tanto el bochorno que bebió un poco de agua fresca y le supo a gloria. Y decidió comenzar a releer Gloria, no por su temática del trágico amor entre  David y Gloria, ni tampoco por la intolerancia extrema a la que conduce  el fanatismo de las creencias religiosas, sino por el paralelismo entre la descripción geográfica con la que comienza la novela y el entorno en el que se encuentra:

«Silencio: ábrese una de las verdes persianas que dan al jardín por el lado de las montañas. Hermosa mano rápidamente la empuja; se mueve la cortina, dejando ver una cara de mujer. Sus ojos negros como una pesadumbre. Durante un rato exploran todo el país, y si la luz va lejos, ellos van más. […]
Miramos nosotros también hacia los montes y no vemos más que montes. La graciosa joven desaparece, y al poco rato torna a presentarse y a mirar, […]
Esta linda casa, que tiene el inmenso interés de toda vivienda a cuya ventana se asoma un semblante hermoso, esta mujer graciosa, estos negros ojitos que buscan y no hallan, se enfurecen y echan rayos insolentes contra una parte de la creación...»

El fuerte bochorno, la hora del mediodía y la posición que había adoptado, a medio camino entre apoyado contra el eucalipto y recostado sobre el suelo, fueron motivos, más que suficientes, para que entrara en un profundo sopor. Por si fuera poco, el aroma de los eucaliptos, fresco y limpio, recreaban profundos recuerdos casi imposibles de borrar, debido a que las partículas de olor que entran por la nariz activan unos impulsos eléctricos que llegan al hipotálamo y al sistema límbico, lugar en el que se gestionan los recuerdos y las emociones. De esta manera, Ficóbriga, el pueblo donde se desarrolla la novela, que es muy parecido a Orbajosa, el pueblo de Doña Perfecta –caracterizados por tener un ambiente religioso rayante en el fanatismo–, lo transportó a su infancia. De pronto, se encuentra corriendo en compañía de otros amigos de la niñez, delante de Tomasito, el guardián del Parque de San Telmo, rumbo a la sacristía de la Parroquia de San Bernardo para acogerse a sagrado.

Tomasito –como era conocido por todos-, era de baja estatura, de unos cincuenta y tantos años. Vestía un uniforme de color gris y una gorra de plato del mismo color con unos ribetes en negro. Solía llevar un palo que hacía de bastón. Era una persona muy querida por todos y su misión consistía en guardar los jardines del parque evitando que fueran pisoteados, que se arrancaran las cuidadas flores o que las parejitas utilizaran sus parterres para demostrarse cuánto se querían. Vivía en la Barriada de Los Arapiles –situada entre los barrios de Schamann y Las Rehoyas Bajas–, topónimo que toma su nombre en recuerdo de la Batalla de Arapiles de la Guerra de la Independencia Española, que Galdós inmortalizó en el tomo décimo de la primera serie de los Episodios Nacionales. Tomasito no era Gabriel –el personaje central de la primera serie–, pero como él, tenía un alto sentido del honor y de la responsabilidad. El Parque de San Telmo era para Tomasito su Trafalgar iniciático y su postrero Arapiles: allí se sentía como Lord Wellington defendiendo la independencia de su parque frente a los gabachos invasores.

Por el día, mientras duraba la jornada laboral de Tomasito, se comportaban como unos buenos ciudadanos y unos obedientes niños. Las correrías por el parque se limitaban a jugar a la cogida, a patinar con un sólo patín –eran tantos que no daban los patines para que tuvieran dos cada uno–, o a sentarse en grupo para narrar sus batallitas. Si se tropezaban con él mientras corrían o patinaban lo saludaban con respeto.

—¡Adiós Tomasito! ¡Buenos días Tomasito!

Él levantaba el palo y murmuraba algo que nunca entendían, porque pasaban corriendo o patinando a mucha velocidad,  pero que todos deducían por los gestos y los antecedentes. En cambio, cuando era él el que pasaba junto a ellos en el momento que estaban sentados contándose mil y una aventuras o planificando las travesuras de la tarde, se paraba y como hablando para sí, rezongaba en voz alta:

—Reunión de pastores, oveja muerta. ¡A ver con qué me encuentro mañana! –Y seguía su paseo refunfuñando y mascullando frases entre dientes.

Por las tardes, cuando Tomasito abandonaba el parque por la calle de Triana y subía por Buenos Aires para dirigirse a la parada de la guagua nº 9, junto a Correos en la calle General Franco, para regresar a su casa de los Arapiles,  se abría la veda. La tarde anterior –después que Tomasito había terminado su jornada laboral–, en el parterre más grande del parque, situado en la parte que daba a la Avenida de Rafael Cabrera, que estaba plantado de césped salvo el lateral que daba a la avenida, que tenía un seto para separarlo de la acera, y una zona en forma de judía en el centro del mismo plantado de flores de temporada, concretamente de pensamientos, habían disputado una liguilla de futbol de tres contra tres. El resultado ya se lo pueden imaginar: el seto, pensado para separarlo de la acera, mas bien parecían las puertas de entrada al mismo; el césped, pisoteado y con calvas en muchos sitios; los pocos pensamientos que quedaron, aplastados y quebrados. Ese era el motivo por el que corrían despavoridos delante de Tomasito rumbo a la Sacristía para acogerse a sagrado.

Al entrar, se escondían en el cine –una sala contigua a la Iglesia donde los domingos por la tarde se echaba una peli, generalmente del oeste americano. Y allí se quedaban expectantes, tramando lo que dirían en su defensa que básicamente era negarlo todo,  hasta que el sacristán aparecía con Tomasito.

—¡A ver, muchachos! –y todos se ponían en pie, escondiéndose unos detrás de los otros–: Tomasito ya me ha  contado lo que hicieron anoche. ¿Qué tienen que decir en su defensa?

Todos bajaban la vista y se empujaban con los codos, mientras murmuraban.

—Nada. ¡Nosotros no fuimos!

—Lo ve Tomasito. Ya se lo dije. Ellos no fueron. Seguramente fueron otros chicos mayores, de madrugada, cuando nadie los ve.

—¡No! ¡No! ¡Fueron ellos! –y les señalaba las piernas con el bastón y sus expresivos ojos–: ¡Fíjese! ¡Fíjese, usted! ¿No ve los muslos y las piernas llenas de cortaditas? ¡Esos arañazos los produce el césped! ¡Ya se podrían ir a molestar a Don Benito!

Y vaya si los producía el césped. Por la noche, al llegar a casa y ducharse veían las estrellas cuando el agua y el jabón comenzaban a escocerles en todas y cada una de las cortadas producida por el contacto con el césped. Parecía como si los estuvieran hiriendo, punzando, mordiendo por todas partes. ¡Y Tomasito lo sabía!

—¡Pues yo no veo nada! Seguramente se habrán lastimado corriendo o jugando en el picón. De todas formas –y se dirigía a ellos en tono severo–, espero que sea verdad lo que dicen que no fueron ustedes, Y espero que sea la última vez que Tomasito me viene a dar quejas de ustedes. Tomasito es la máxima autoridad en el parque –y en ese momento, Tomasito se relajaba, recomponía su figura, se cuadraba y exhalaba un aire de superioridad– y tienen que respetarlo.

—Sí, señor –respondían todos cabizbajos.

—¡Ya está! –le decía a Tomasito mientras le pasaba un brazo por los hombros y lo acompañaba a la puerta–. Vamos al quiosco que lo invito a un carajillo. –Y mientras se alejaban, escuchaban que le decía–: ¡Y deje usted en paz a Don Benito, hombre! Al pobre le queda poco en el martillo del muelle.

Ese era el otro espacio al que les gustaba ir a jugar, aunque lo tenían prohibido por la bravura de las olas: el Muelle de Las Palmas. A pesar de ello, solían escaparse a comprar unos cucuruchos de turrón en la heladería La Canaria y saborearlos sentados a los pies del monumento y mausoleo –aunque los restos del escritor nunca llegaron a reposar en él– a Galdós, realizado por el escultor Victorio Macho con granito procedente de las canteras de Ajuí en Fuerteventura, que había sido inaugurado oficialmente el 28 de septiembre de 1930, y que, en 1968 se desmontó y trasladó a las Academias Municipales para restaurarlo, aunque debido a su avanzado estado de deterioro no pudo ser acondicionado. Fue, precisamente, a los pies del monumento donde leyó por primera vez a Galdós mientras el aire fresco del Atlántico le chapoteaba la cara.

Detrás de la Parroquia había un kiosco pequeño de madera donde, entre otras cosas, se podían alquilar todo tipo de tebeos y novelas, desde El Capitán Trueno y El Jabato hasta las de amor de Corín Tellado, pasando por las del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía. Tenía una puerta lateral por donde entraba el dueño, Don Abraham –un señor de unos sesenta años, muy hablador, que contaba unas historias increíbles y que los dejaba a todos embobados–, y una ventanilla que, al abatirse, servía de mostrador. Por dentro, numerosas baldas donde se colocaban las novelas y las revistas. Alquilar una novela costaba media peseta, y por una peseta podías obtener tres. ¡Era un dineral! Pero cuando podía reunir la peseta corría para alquilarlas, aunque tenía un inconveniente: ¡Había que entregarlas en el plazo de una semana! Las del Oeste eran sus preferidas. Pero en una ocasión, Don Abraham se equivocó, y en medio de las tres supuestas novelas del oeste, deslizó una novela de Don Benito Pérez Galdós, Marianela. Esa fue la primera vez que leyó a Galdós, a los pies de su monumento, con un cucurucho de turrón y el Atlántico  por testigo.

Fue su primer descubrimiento de la belleza y la bondad. Por primera vez leía algo que sentía pero que no sabía expresar. Nela, encarnaba la bondad y la pureza de corazón; Florentina, la belleza adornada de caridad. Por primera vez echó en falta la justicia social. Nela, con su falda sencilla y no muy larga; su estatura pequeña; su talle delgado; sus pies ágiles y pequeños; sus cabellos rizados, sueltos y cortos; sus ojos, negros y vividores; sus miradas, fugaces y momentáneas; sus labios, pequeños y sonrientes; su voz,  simpática y cortes; sus palabras, recatadas y humildes; su cara pecosa de adolescente y, sobre todo, su espíritu independiente,  lo habían conquistado. A pesar de la descripción que Teodoro hace de ella y de su expresión «Dios no ha sido generoso contigo», el carácter y la bondad que resuman sus acciones con Pablo, así como la sencillez de sus acciones y una vida llena de desdichas, la convierten en una heroína.

«—¿Y tu amo, te quiere mucho?
—Sí, señor, es muy bueno. Él dice que ve con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las cosas...
—Todas las cosas que no puede ver.
El forastero parecía muy gustoso de aquel coloquio.
—Sí, señor; yo le digo todo. Él me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, las nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
—Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo feo y lo bonito! Ahí es nada... ¿Te ocupas de eso?... Dime, ¿sabes leer?
—No, señor. Si yo no sirvo para nada.»

Florentina fue su primer referente social en la literatura, aunque le parecía que en sus palabras había más de caridad que de redistribución. Por eso, a pesar de su belleza y de su bondad, terminó identificándose con Marianela por su espíritu independiente y por encarnar los valores románticos de la superación.

«—Es cosa que no comprendo... ¡que algunos tengan tanto y otros tan poco!... Me enfado con papá cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por igual todo lo que hay en el mundo. ¿Cómo se llaman esos tipos, Pablo?
—Esos serán los socialistas, los comunistas -replicó el joven sonriendo.
—Pues esa es mi gente. Soy partidaria de que haya reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de sobra... ¿Por qué esta pobre huérfana ha de estar descalza y yo no?... Ni aun se debe permitir que estén desamparados los malos, cuanto más los buenos... Yo sé que la Nela es muy buena, me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho también tu padre... No tiene familia, no tiene quien mire por ella. ¿Cómo se consiente que haya tanta y tanta desgracia? A mí me quema el pan la boca cuando pienso que hay muchos que no lo prueban. ¡Pobre Mariquita, tan buena y tan abandonada!... ¡Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las criaturas!... Se me parte el corazón de pensarlo.»

El parque y el muelle eran dos de los tres sitios comunes de la infancia. El tercero eran los cines del entorno: el cine Rex, en la calle Eusebio Navarro; el cine Avenida en la Calle General Franco; el Pabellón Recreativo, en la esquina de las calles Dr. Juan de Padilla y Perdomo; el cine Cuyás, en la calle Viera y Clavijo, al que se accedía por un túnel desde la calle a un patio interior; el Capitol, en el Paseo Tomás Morales; el cine Avellaneda, en la confluencia de las calles Mesa de León, Herrería y Pelota; el cine Cairasco, en la calle San Justo esquina a la subida de San Nicolás; el cine Vegueta, en la calle Padre José de Sosa. Recordaba cada uno de ellos por una película en concreto o por las temáticas más habituales. Así, por ejemplo, el Pabellón Recreativo, lo recordaba por las películas del oeste y de romanos, así como por su función continua de 5 de la tarde a 12 de la noche con dos películas seguidas –solía ir los domingos por la tarde con medio duro que le daban para la entrada, las roscas y el Baya Baya–; en el Rex, había visto El Resplandor, de Kubric y la magistral interpretación de Jack Nicholson; en el Avellaneda, El Graduado, con Dustin Hoffman y la música de  Simon and Garfunkel; en el Avenida, Le Genou de Claire, donde descubrió la inocencia de Laurence de Monaghan; en el Capitol, Belle de Jour, de Buñuel, donde se enamoró perdidamente de Catherine Denueve y de los helados de la Horchatería Beltrá; en el Cairasco, películas de aventura como 20.000 leguas de viaje submarino; en el Vegueta, La naranja mecánica, de Stanley Kubrick que tanto revuelo levantó en la ciudad; en el Cuyás,  Fortunata y Jacinta, de Galdós, llevada al cine por Angelino Fons, donde Fortunata, mujer del pueblo llano y de escasos recursos, pero muy alegre, vivaz y fecunda, le disputa a Jacinta, mujer acomodada, frágil, delicada y estéril, su legítimo esposo: Juanito Santa Cruz. Aunque el carácter predominantemente social de la narración –que era lo que más le interesaba– no quedara recogido en la película porque tenía que adaptarse a una representación esquemática de la novela,  le había dejado una impronta que lo marcaría para siempre en su pensamiento social. Le impresionó en extremo la manera en la que Galdós utilizaba la descripción de la vestimenta para acoger bajo ella a todas las clases sociales: Aristocracia, burguesía y clases medias, clase popular.

«…Es el ingenio bordador de los pañuelos de Manila, el inventor del tipo de rameado más vistoso y elegante, el poeta fecundísimo de esos madrigales de crespón compuestos con flores y rimados con pájaros. A este ilustre chino deben las españolas el hermosísimo y característico chal que tanto favorece su belleza, el mantón de Manila, al mismo tiempo señoril y popular, pues lo han llevado en sus hombros la gran señora y la gitana…»
Existe, además, una clara relación entre los problemas sociales y sexuales. Aparecen claras diferencias entre las personas de las diversas clases sociales –como hemos visto– y entre las mujeres y los hombres. Por ejemplo, las relaciones entre Fortunata, Juanito y Jacinta se desenvuelven en un proceso de atracción y repulsión basado en condiciones de clase y de sexo: esposa-madre; esposa-amante; amor tierno-amor sensual. Todo ello queda reflejado en el empuje maternal de Jacinta, el erotismo femenino de Fortunata, y el deseo sexual de Juanito que convierte a Jacinta en su fantasía sexual arrogándole las formas de Fortunata.

« Y la pobre Jacinta, a todas estas, descrismándose por averiguar qué demonches de antojo o manía embargaba el ánimo de su inteligente esposo. Este se mostraba siempre considerado y afectuoso con ella; no quería darle motivo de queja; mas para conseguirlo, necesitaba apelar a su misma imaginación dañada, revestir a su mujer de formas que no tenía, y suponérsela más ancha de hombros, más alta, más mujer, más pálida... y con las turquesas aquellas en las orejas... Si Jacinta llega a descubrir este arcano escondidísimo del alma de Juanito Santa Cruz, de fijo pide el divorcio. Pero estas cosas estaban muy adentro, en cavernas más hondas que el fondo de la mar, y no llegara a ella la sonda de Jacinta ni con todo el plomo del mundo.»
Un ruido seco y la sensación de caer al vacío lo despertaron sacudiendo su cuerpo amodorrado. El libro se le había caído de las manos. Por un momento no supo dónde estaba. Se incorporó y apoyó la espalda en el tronco. Se frotó los ojos, se pasó la mano por la frente y bebió un poco de agua. Poco a poco fue tomando conciencia de lo que pasaba. Se había quedado dormido con el libro en las manos y su imaginación lo había llevado en volandas hasta su infancia. La calima se había incrementado y el calor se había hecho sofocante. La tenue brisa de los eucaliptos apenas lo refrescaba. Volvió a beber agua mientras su vista seguía perdida en el infinito y una voz  repetía las palabras de Cicerón, O tempora, o mores.



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