La
DANA instalada sobre Canarias desde hacía unos días, mantenía a las islas en
aviso amarillo por fenómenos costeros con olas de hasta cuatro metros, y trajo
consigo vientos del este de hasta 96 kilómetros por hora, lo que había dejado
al Archipiélago sumido en una densa calima. Se dirigió a la biblioteca y cogió
el tomo IV de las Obras Completas de Don Benito Pérez Galdós de la Editorial
Aguilar que había adquirido, en su época madrileña, en el rastro de Madrid. Era
una edición en piel de color rojo. Había elegido el tomo IV porque, entre
otras, contenían las novelas Marianela
–su preferida–, Doña Perfecta, y Gloria, que estaban entre sus favoritas.
Pasó por la cocina, y después de tomarse el cortadito de media mañana con unas
galletas caramelizadas Lotus con
ligero sabor a canela, rellenó su botella de metal, color musgo verde, de 0,5
litros y doble pared de acero inoxidable, que mantenía hasta 24 horas el agua
fresca, y que utilizaba para sus caminatas y paseos laguneros. Al acabar de
atusarse, se refrescó con un poco de colonia Mandate, a la que lo había aficionado un queridísimo amigo de la juventud,
se metió en el coche y puso rumbo a la Mesa Mota.
Hacía
un día de perros a pesar de estar en febrero y que la estrella Sirio, la
abrasadora, no aparecería, antes del amanecer, hasta septiembre. Cosas del
cambio climático, pensó. Aparcó a la sombra de unos eucaliptos que ofrecían su
característico olor balsámico y transformaban el pesado aire en una brisa suave
y fresca. Se sentó sobre una piedra entre dos enormes ejemplares y apoyó su
espalda sobre el tronco de uno de ellos, mirando hacia la Vega Lagunera. La
vista era insólita: las torres de la Concepción y de la Catedral, apenas se vislumbraban
entre la canícula; la pista del aeropuerto se adivinaba por el ruido de los
aviones al despegar o aterrizar; la isla perdía su referencia con el mar, y
Gran Canaria, otras veces en lontananza, había desaparecido del mapa. En ese
instante, el reloj del Convento de Las Claras, expandía el metálico sonido de
las doce del mediodía, con el Ave María
de Fátima. Era tanto el bochorno que bebió un poco de agua fresca y le supo
a gloria. Y decidió comenzar a releer Gloria,
no por su temática del trágico amor entre David y Gloria, ni tampoco por la intolerancia
extrema a la que conduce el fanatismo de
las creencias religiosas, sino por el paralelismo entre la descripción
geográfica con la que comienza la novela y el entorno en el que se encuentra:
«Silencio: ábrese una de las verdes persianas que
dan al jardín por el lado de las montañas. Hermosa mano rápidamente la empuja;
se mueve la cortina, dejando ver una cara de mujer. Sus ojos negros como una
pesadumbre. Durante un rato exploran todo el país, y si la luz va lejos, ellos
van más. […]
Miramos nosotros también hacia los
montes y no vemos más que montes. La graciosa joven desaparece, y al poco rato
torna a presentarse y a mirar, […]
Esta linda casa, que tiene el inmenso
interés de toda vivienda a cuya ventana se asoma un semblante hermoso, esta
mujer graciosa, estos negros ojitos que buscan y no hallan, se enfurecen y
echan rayos insolentes contra una parte de la creación...»
El
fuerte bochorno, la hora del mediodía y la posición que había adoptado, a medio
camino entre apoyado contra el eucalipto y recostado sobre el suelo, fueron
motivos, más que suficientes, para que entrara en un profundo sopor. Por si
fuera poco, el aroma de los eucaliptos, fresco y limpio, recreaban profundos
recuerdos casi imposibles de borrar, debido a que las partículas de olor que
entran por la nariz activan unos
impulsos eléctricos que llegan al hipotálamo y al sistema límbico, lugar
en el que se gestionan los recuerdos y las emociones. De esta manera, Ficóbriga,
el pueblo donde se desarrolla la novela, que es muy parecido a Orbajosa, el
pueblo de Doña Perfecta –caracterizados
por tener un ambiente religioso rayante en el fanatismo–, lo transportó
a su infancia. De pronto, se encuentra corriendo en compañía de otros amigos de
la niñez, delante de Tomasito, el guardián del Parque de San Telmo, rumbo a la
sacristía de la Parroquia de San Bernardo para acogerse a sagrado.
Tomasito
–como era conocido por todos-, era de baja estatura, de unos cincuenta y tantos
años. Vestía un uniforme de color gris y una gorra de plato del mismo color con
unos ribetes en negro. Solía llevar un palo que hacía de bastón. Era una
persona muy querida por todos y su misión consistía en guardar los jardines del
parque evitando que fueran pisoteados, que se arrancaran las cuidadas flores o
que las parejitas utilizaran sus parterres para demostrarse cuánto se querían. Vivía
en la Barriada de Los Arapiles –situada entre los barrios de Schamann y Las Rehoyas Bajas–, topónimo que toma su nombre en recuerdo
de la Batalla de Arapiles de la Guerra de la Independencia
Española, que Galdós inmortalizó en el tomo décimo de la primera serie de
los Episodios Nacionales. Tomasito no era Gabriel –el
personaje central de la primera serie–, pero como él, tenía un alto sentido del
honor y de la responsabilidad. El Parque de San Telmo era para Tomasito su Trafalgar
iniciático y su postrero Arapiles: allí se sentía como Lord Wellington defendiendo la independencia
de su parque frente a los gabachos invasores.
Por el día, mientras
duraba la jornada laboral de Tomasito, se
comportaban como unos buenos ciudadanos y unos obedientes niños. Las correrías
por el parque se limitaban a jugar a la cogida, a patinar con un sólo patín –eran
tantos que no daban los patines para que tuvieran dos cada uno–, o a sentarse
en grupo para narrar sus batallitas. Si se tropezaban con él mientras corrían o
patinaban lo saludaban con respeto.
—¡Adiós
Tomasito! ¡Buenos días Tomasito!
Él
levantaba el palo y murmuraba algo que nunca entendían, porque pasaban
corriendo o patinando a mucha velocidad,
pero que todos deducían por los gestos y los antecedentes. En cambio,
cuando era él el que pasaba junto a ellos en el momento que estaban sentados
contándose mil y una aventuras o planificando las travesuras de la tarde, se
paraba y como hablando para sí, rezongaba en voz alta:
—Reunión
de pastores, oveja muerta. ¡A ver con qué me encuentro mañana! –Y seguía su
paseo refunfuñando y mascullando frases entre dientes.
Por
las tardes, cuando Tomasito abandonaba el parque por la calle de Triana y subía
por Buenos Aires para dirigirse a la parada de la guagua nº 9, junto a Correos
en la calle General Franco, para regresar a su casa de los Arapiles, se abría la veda. La tarde anterior –después
que Tomasito había terminado su jornada laboral–, en el parterre más grande del
parque, situado en la parte que daba a la Avenida de Rafael Cabrera, que estaba
plantado de césped salvo el lateral que daba a la avenida, que tenía un seto
para separarlo de la acera, y una zona en forma de judía en el centro del mismo
plantado de flores de temporada, concretamente de pensamientos, habían
disputado una liguilla de futbol de tres contra tres. El resultado ya se lo
pueden imaginar: el seto, pensado para separarlo de la acera, mas bien parecían
las puertas de entrada al mismo; el césped, pisoteado y con calvas en muchos
sitios; los pocos pensamientos que quedaron, aplastados y quebrados. Ese era el
motivo por el que corrían despavoridos delante de Tomasito rumbo a la Sacristía
para acogerse a sagrado.
Al
entrar, se escondían en el cine –una sala contigua a la Iglesia donde los
domingos por la tarde se echaba una
peli, generalmente del oeste americano. Y allí se quedaban expectantes,
tramando lo que dirían en su defensa que básicamente era negarlo todo, hasta que el sacristán aparecía con Tomasito.
—¡A
ver, muchachos! –y todos se ponían en pie, escondiéndose unos detrás de los
otros–: Tomasito ya me ha contado lo que
hicieron anoche. ¿Qué tienen que decir en su defensa?
Todos
bajaban la vista y se empujaban con los codos, mientras murmuraban.
—Nada.
¡Nosotros no fuimos!
—Lo
ve Tomasito. Ya se lo dije. Ellos no fueron. Seguramente fueron otros chicos
mayores, de madrugada, cuando nadie los ve.
—¡No!
¡No! ¡Fueron ellos! –y les señalaba las piernas con el bastón y sus expresivos
ojos–: ¡Fíjese! ¡Fíjese, usted! ¿No ve los muslos y las piernas llenas de
cortaditas? ¡Esos arañazos los produce el césped! ¡Ya se podrían ir a molestar
a Don Benito!
Y
vaya si los producía el césped. Por la noche, al llegar a casa y ducharse veían
las estrellas cuando el agua y el jabón comenzaban a escocerles en todas y cada
una de las cortadas producida por el contacto con el césped. Parecía como si los
estuvieran hiriendo, punzando, mordiendo por todas partes. ¡Y Tomasito lo
sabía!
—¡Pues
yo no veo nada! Seguramente se habrán lastimado corriendo o jugando en el
picón. De todas formas –y se dirigía a ellos en tono severo–, espero que sea
verdad lo que dicen que no fueron ustedes, Y espero que sea la última vez que
Tomasito me viene a dar quejas de ustedes. Tomasito es la máxima autoridad en
el parque –y en ese momento, Tomasito se relajaba, recomponía su figura, se
cuadraba y exhalaba un aire de superioridad– y tienen que respetarlo.
—Sí,
señor –respondían todos cabizbajos.
—¡Ya
está! –le decía a Tomasito mientras le pasaba un brazo por los hombros y lo
acompañaba a la puerta–. Vamos al quiosco que lo invito a un carajillo. –Y
mientras se alejaban, escuchaban que le decía–: ¡Y deje usted en paz a Don Benito,
hombre! Al pobre le queda poco en el martillo del muelle.
Ese
era el otro espacio al que les gustaba ir a jugar, aunque lo tenían prohibido
por la bravura de las olas: el Muelle de Las Palmas. A pesar de ello, solían
escaparse a comprar unos cucuruchos de turrón en la heladería La Canaria y saborearlos sentados a los
pies del monumento y mausoleo –aunque los restos del escritor nunca llegaron a
reposar en él– a Galdós, realizado por el escultor Victorio Macho con granito
procedente de las canteras de Ajuí en Fuerteventura, que había sido inaugurado
oficialmente el 28 de septiembre de 1930, y que, en 1968 se desmontó y trasladó
a las Academias Municipales para restaurarlo, aunque debido a su avanzado
estado de deterioro no pudo ser acondicionado. Fue, precisamente, a los pies
del monumento donde leyó por primera vez a Galdós mientras el aire fresco del
Atlántico le chapoteaba la cara.
Detrás
de la Parroquia había un kiosco pequeño
de madera donde, entre
otras cosas, se podían alquilar todo tipo de tebeos y novelas, desde El Capitán
Trueno y El Jabato hasta las de amor de Corín Tellado, pasando por las del
Oeste de Marcial Lafuente Estefanía. Tenía una puerta lateral por donde entraba
el dueño, Don Abraham –un señor de unos sesenta años, muy hablador, que contaba
unas historias increíbles y que los dejaba a todos embobados–, y una ventanilla
que, al abatirse, servía de mostrador. Por dentro, numerosas baldas donde se
colocaban las novelas y las revistas. Alquilar una novela costaba media peseta,
y por una peseta podías obtener tres. ¡Era un dineral! Pero cuando podía reunir
la peseta corría para alquilarlas, aunque tenía un inconveniente: ¡Había que
entregarlas en el plazo de una semana! Las del Oeste eran sus preferidas. Pero
en una ocasión, Don Abraham se equivocó, y en medio de las tres supuestas
novelas del oeste, deslizó una novela de Don Benito Pérez Galdós, Marianela. Esa fue la primera vez que
leyó a Galdós, a los pies de su monumento, con un cucurucho de turrón y el
Atlántico por testigo.
Fue
su primer descubrimiento de la belleza y la bondad. Por primera vez leía algo
que sentía pero que no sabía expresar. Nela, encarnaba la bondad y la pureza de
corazón; Florentina, la belleza adornada de caridad. Por primera vez echó en
falta la justicia social. Nela, con su falda sencilla y no muy larga; su
estatura pequeña; su talle delgado; sus pies ágiles y pequeños; sus cabellos
rizados, sueltos y cortos; sus ojos, negros y vividores; sus miradas, fugaces y
momentáneas; sus labios, pequeños y sonrientes; su voz, simpática y cortes; sus palabras, recatadas y
humildes; su cara pecosa de adolescente y, sobre todo, su espíritu
independiente, lo habían conquistado. A
pesar de la descripción que Teodoro hace de ella y de su expresión «Dios no ha
sido generoso contigo», el carácter y la bondad que resuman sus acciones con
Pablo, así como la sencillez de sus acciones y una vida llena de desdichas, la
convierten en una heroína.
«—¿Y tu amo, te quiere mucho?
—Sí, señor, es muy bueno. Él dice que ve
con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las
cosas...
—Sí, señor; yo le digo todo. Él me
pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para
él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, las
nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo,
los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le
digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
—Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo feo y lo
bonito! Ahí es nada... ¿Te ocupas de eso?... Dime, ¿sabes leer?
Florentina fue su primer referente social en la
literatura, aunque le parecía que en sus palabras había más de caridad que de
redistribución. Por eso, a pesar de su belleza y de su bondad, terminó identificándose
con Marianela por su espíritu independiente y por encarnar los valores
románticos de la superación.
«—Es cosa que no comprendo... ¡que algunos tengan
tanto y otros tan poco!... Me enfado con papá cuando le oigo decir palabrotas
contra los que quieren que se reparta por igual todo lo que hay en el mundo.
¿Cómo se llaman esos tipos, Pablo?
—Pues esa es mi gente. Soy partidaria de
que haya reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de
sobra... ¿Por qué esta pobre huérfana ha de estar descalza y yo no?... Ni aun
se debe permitir que estén desamparados los malos, cuanto más los buenos... Yo
sé que la Nela es muy buena, me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho también
tu padre... No tiene familia, no tiene quien mire por ella. ¿Cómo se consiente
que haya tanta y tanta desgracia? A mí me quema el pan la boca cuando pienso
que hay muchos que no lo prueban. ¡Pobre Mariquita, tan buena y tan
abandonada!... ¡Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie
le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las
criaturas!... Se me parte el corazón de pensarlo.»
El parque y el muelle eran dos de los tres sitios
comunes de la infancia. El tercero eran los cines del entorno: el cine Rex, en
la calle Eusebio Navarro; el cine Avenida en la Calle General Franco; el
Pabellón Recreativo, en la esquina de las calles Dr. Juan de Padilla y Perdomo;
el cine Cuyás, en la calle Viera y Clavijo, al que se accedía por un túnel
desde la calle a un patio interior; el Capitol, en el Paseo Tomás Morales; el
cine Avellaneda, en la confluencia de las calles Mesa de León, Herrería y
Pelota; el cine Cairasco, en la calle San Justo esquina a la subida de San
Nicolás; el cine Vegueta, en la calle Padre José de Sosa. Recordaba cada uno de
ellos por una película en concreto o por las temáticas más habituales. Así, por
ejemplo, el Pabellón Recreativo, lo recordaba por las películas del oeste y de
romanos, así como por su función continua de 5 de la tarde a 12 de la noche con
dos películas seguidas –solía ir los domingos por la tarde con medio duro que
le daban para la entrada, las roscas y el Baya Baya–; en el Rex, había visto El Resplandor, de Kubric y la magistral
interpretación de Jack Nicholson; en el Avellaneda, El Graduado, con Dustin Hoffman y la música de Simon
and Garfunkel; en el Avenida, Le Genou de
Claire, donde descubrió la inocencia de Laurence de Monaghan; en el Capitol, Belle de Jour, de Buñuel,
donde se enamoró perdidamente de Catherine Denueve y de los helados de la
Horchatería Beltrá; en el Cairasco, películas de aventura como 20.000 leguas de viaje submarino; en el Vegueta,
La naranja mecánica, de Stanley
Kubrick que tanto revuelo levantó en la ciudad; en el Cuyás, Fortunata
y Jacinta, de Galdós, llevada al cine por Angelino Fons, donde Fortunata,
mujer del pueblo llano y de escasos recursos, pero muy alegre, vivaz y fecunda,
le disputa a Jacinta, mujer acomodada, frágil, delicada y estéril, su legítimo esposo:
Juanito Santa Cruz. Aunque el carácter predominantemente social de la narración
–que era lo que más le interesaba– no quedara recogido en la película porque tenía
que adaptarse a una representación esquemática de la novela, le había dejado una impronta que lo marcaría
para siempre en su pensamiento social. Le impresionó en extremo la manera en la
que Galdós utilizaba la descripción de la vestimenta para acoger bajo ella a
todas las clases sociales: Aristocracia, burguesía y clases medias, clase
popular.
«…Es
el ingenio bordador de los pañuelos de Manila, el inventor del tipo de rameado
más vistoso y elegante, el poeta fecundísimo de esos madrigales de crespón
compuestos con flores y rimados con pájaros. A este ilustre chino deben las
españolas el hermosísimo y característico chal que tanto favorece su belleza,
el mantón de Manila, al mismo tiempo señoril y popular, pues lo han llevado en
sus hombros la gran señora y la gitana…»
Existe, además, una clara relación entre los
problemas sociales y sexuales. Aparecen claras diferencias entre las personas
de las diversas clases sociales –como hemos visto– y entre las mujeres y los hombres.
Por ejemplo, las relaciones entre Fortunata, Juanito y Jacinta se desenvuelven
en un proceso de atracción y repulsión basado en condiciones de clase y de
sexo: esposa-madre; esposa-amante; amor tierno-amor sensual. Todo ello queda
reflejado en el empuje maternal de Jacinta, el erotismo femenino de Fortunata, y
el deseo sexual de Juanito que convierte a Jacinta en su fantasía sexual
arrogándole las formas de Fortunata.
« Y
la pobre Jacinta, a todas estas, descrismándose por averiguar qué demonches de
antojo o manía embargaba el ánimo de su inteligente esposo. Este se mostraba
siempre considerado y afectuoso con ella; no quería darle motivo de queja; mas
para conseguirlo, necesitaba apelar a su misma imaginación dañada, revestir a
su mujer de formas que no tenía, y suponérsela más ancha de hombros, más alta,
más mujer, más pálida... y con las turquesas aquellas en las orejas... Si
Jacinta llega a descubrir este arcano escondidísimo del alma de Juanito Santa
Cruz, de fijo pide el divorcio. Pero estas cosas estaban muy adentro, en
cavernas más hondas que el fondo de la mar, y no llegara a ella la sonda de
Jacinta ni con todo el plomo del mundo.»
Un ruido seco y la sensación de caer al vacío lo
despertaron sacudiendo su cuerpo amodorrado. El libro se le había caído de las
manos. Por un momento no supo dónde estaba. Se incorporó y apoyó la espalda en
el tronco. Se frotó los ojos, se pasó la mano por la frente y bebió un poco de
agua. Poco a poco fue tomando conciencia de lo que pasaba. Se había quedado
dormido con el libro en las manos y su imaginación lo había llevado en volandas
hasta su infancia. La calima se había incrementado y el calor se había hecho
sofocante. La tenue brisa de los eucaliptos apenas lo refrescaba. Volvió a
beber agua mientras su vista seguía perdida en el infinito y una voz repetía las palabras de Cicerón, O tempora, o
mores.
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