Corría
el año 2007 cuando, a mitad del mismo, los laguneros recibían la triste noticia
de que el Mercado Municipal, su querida Recova, iba a cerrar las puertas tras
la aparición de unas grietas que podrían hacer peligrar la estructura del edificio.
Ubicada en un lateral de la Plaza del Adelantado, junto a la Ermita de San
Miguel Arcángel, y frente al convento de Santa Catalina de Siena, donde
descansa el cuerpo incorrupto de «La Siervita», era el centro neurálgico de las
compras diarias que satisfacía las necesidades de abastos de cualquier hogar.
Al entrar en el porche nos encontrábamos con variados puestos de flores y plantas;
amoladores de cuchillos, tijeras y herramientas cortantes en general; puestos
variados donde comprar desde una pila hasta alfileres, cinta adhesiva o
cualquier objeto imaginable; la demandada cafetería donde tomarnos el cortadito
de leche y leche, los apetecibles churros con chocolate, el cafelito bautizado
con un poco de coñac, o los bocadillos de media mañana con café y leche. Atravesando
los soportales entrabamos en el corazón de la Recova donde los numerosos
puestos de frutas, verduras, carne y pescado, se mezclaban, a través de una red
de pasillos, con otros de comida de animales,
quesos, pasteles, herbolarios y puestos de comida más general con bebidas,
bollería, enlatados, embutidos y un largo etc.
Ir
de compras al mercado era un ritual cuya ceremonia se desarrollaba con la más
estricta sacralidad que requería un acto como ese. No sólo consistía en
proveerse de todo lo necesario para la casa, desde viandas hasta flores, desde bebidas
hasta tisanas, desde el pan hasta los embutidos, sino encontrarse con los
vecinos y conocidos. Era un rito cuya liturgia exigía el cumplimiento de unas
estrictas reglas: saludos, comentarios, gestos, reverencias y un sinfín de
cumplidos que se realizaban siguiendo el protocolo establecido por la
costumbre. El incumplimiento de estas normas era un pecado que se castigaba con
la terrible pena de la fiscalización: toda persona, generalmente visitantes
ocasionales o clientes novatos en la recova, que no cumplieran con las normas
establecidas por la sacrosanta liturgia, eran objeto del más estricto examen
visual y del análisis más riguroso. No se escapaba ni el gato.
Así
fue como un día de octubre, probablemente un miércoles, se fijó en una
desconocida que, caminando unos cuantos pasos delante de él en la Plaza del
Adelantado, se dirigía hacia la recova. Al subir las escaleras del porche casi
estaban a la misma altura. La miró con disimulo y observó que su grácil andar
se correspondía con su joven edad. Entraron casi juntos en el porche y cruzaron
sus miradas porque cada uno se dirigió al lado contario del elegido por el
otro.
-¡Perdón!
Le dijo, mientras la miraba embelesado y con cara de bobo.
-¡No
hay de que! Le respondió, con una sonrisa picarona y unos enormes ojos de color
miel.
Siguieron
andando, cada uno por su lado, hasta que decidieron, con el mayor de los
disimulos, girarse para observar y darse cuenta que se estaban mirando. Como
impelidos por un resorte, se dieron la media vuelta y siguieron caminando cada
uno por su sitio, pero con la misma idea en la cabeza, « ¡me miró! », y con la
misma sonrisa de satisfacción en la cara. Ese día, la compra fue un desastre:
adquirió artículos que no necesitaba, olvidó otros necesarios para preparar la
comida que había decidido, confundió los ingredientes de la receta que iba a
preparar, se saltó el orden sacrosanto de los puestos en los que debía comprar.
Y es que decidió seguirla con la vista y acudir, disimuladamente, a los mismos
puestos que ella. La encontraba extremadamente guapa, de una hermosura
singular. No era ni muy alta, ni muy
baja; ni muy gorda, ni muy delgada. El pelo, entre castaño y negro; la cara
redonda y agraciada; la boca perfecta, de labios carnosos y sensuales; los
dientes blancos y bien cuidados, con unos colmillos que insinuaban unas voluptuosas,
apasionadas y lujuriosas dentelladas.
-¡Hola!
Nos vemos de nuevo. Y desparramó toda su sonrisa mientras lo miraba fijamente de
arriba abajo desnudándolo y dejándolo como vino al mundo.
-Sí,
que casualidad, balbució nervioso al sentirse delatado, desnudo y a merced de
una chica tan encantadora.
-¡Buenos
días! ¿Qué van a llevar? Les pregunta la señora que regenta el puesto.
-
Él primero. No tengo prisa. Así voy mirando. Le contesta con esa voz dulce,
picarona, seductora, que intenta ganar tiempo para ver cómo reacciona él, qué
quiere en realidad, si la está siguiendo o es una mera casualidad que hayan
vuelto a encontrarse por tercera vez en puestos diferentes.
-¡Ah!
Pues… No sabe que pedir. Se acaba de dar cuenta que está en un puesto que no acostumbra visitar. Mira hacia arriba, de
soslayo, y lee «Comida vegana: productos 100% vegetarianos y veganos». ¡Tierra
trágame! -Pues… Y comienza a leer disimuladamente las existencias anunciadas
por todo el puesto. -Póngame… ¡unos panecillos asiáticos!… ¿Son frescos?,
pregunta con voz temblorosa. La dependienta lo mira extrañado y con una sonrisa
de complicidad con la otra clienta que le había cedido la vez, le responde: -Eso
depende de cuándo los haga. Aquí sólo vendemos los ingredientes para
prepararlos. Si quiere le puedo vender la harina, la leche de soja, la
levadura, que es fresca, y la sal marina. Las cebollas, el cilantro, la
hierbabuena, el comino y el aceite de oliva, lo puede comprar en los otros
puestos.
Las
piernas comenzaron a temblarle, las manos se le helaron, la cara enrojecía por
momentos, la vista se le nublaba y la voz se escondió en lo más profundo de su
garganta. Miraba con incredulidad a la señora que lo acaba de enterrar en vida
y que lo estaba desacreditando ante el ser más hermoso que jamás había visto. Entonces,
una cólera incontrolable, un odio irreprimible y un rencor descomunal, se
apoderaron instintivamente de su voluntad y se dirigió a esa persona de bata y
gorro blanco que lo miraba con cara de burla e incredulidad para decirle,
-Pues, si no los tiene hechos todavía, póngame medio kilo de Chips crocantes de
tofu. Y su cara se llenó de satisfacción (-Si cree que me va a dejar en
ridículo, va apañada. Se dijo con un placer infinito). Los pies se volvieron
fuertes, con aplomo; las manos ya no estaban frías; la voz le salió exultante y
pletórica y la vista la dirigió dulcemente hacia su compañera de compras, que
esperaba paciente su turno, para comprobar que sus palabras habían conseguido
el efecto deseado en ella.
Antes
de que la tendera le dijese, que ella sólo le podía vender el tofu, sin
azucares añadidos, 100% vegetal y sin gluten, así como las especias, el
orégano, el pimentón dulce, la pimienta negra molida, el ajo en polvo y el
perejil seco molido, y que el microondas lo tenía que poner él, Anabel, que así
se llamaba su colega de compras, le dijo
a la dependienta: -Perdone la broma. Es
mi novio. Estábamos apostando a ver si era capaz de comprar los
ingredientes para la comida. Hoy le toca cocinar a él, sabe. Pero visto lo
visto, creo que me va a servir usted los ingredientes que ha enumerado para
hacer esos panecillos asiáticos tan apetecibles y los sabrosos chips de tofu. Lo de comer, ya
lo discutiremos, ¿verdad cariño? Al menos tendremos algo para picar mientras
vemos una peli. Y le dedicó una sonrisa tan encantadora a la vendedora,
mientras agarraba el brazo de su recién estrenado novio, que ésta no tuvo más
remedio que despacharle con una amplia sonrisa.
Patidifuso,
y con los ojos que parecían se le iban a salir de las órbitas, abrazó con su
mano las manos de ella que le rodeaban el brazo y, sin poder decir palabra, le
agradeció la larga cambiada que le
había hecho a la dependienta y la chicuelina
con la que había sostenido la situación, con ambas manos a la altura del pecho
para acercarse a él y, a la embestida de la vendedora, se acercó por debajo,
envolviéndose en su brazo. ¡No se lo podía creer! Recogió las bolsas, pagó la
factura y, cogidos de la mano, desaparecieron de la vista de la atónita
vendedora por uno de los pasillos que llevaban a la calle. Salieron por el
lateral que daba a los aparcamientos, por la puerta en la estaba la vieja
romana que se utilizaba para pesar los grandes sacos y cajas, y que en alguna
ocasión había utilizado para controlar su peso y decidir si se tomaba la
penúltima cerveza antes de regresar con la compra.
Una
vez fuera, separaron las manos que tan cariñosamente habían unido desde que
abandonaron el puesto de comida vegana y que habían mantenido, de manera suave
y tierna, durante el corto espacio de tiempo que duró el recorrido, como si
estuviesen acostumbrados a hacerlo toda la vida. Desconcertado, la miraba
fijamente sin saber qué decir, sin atreverse a hablar, a pestañear, sin querer
que aquello se acabara. Ella, sonriente y deslumbrante, lo mira con aquellos
ojos de ensoñación y encanto, le tiende la mano y le dice: -Me llamo Anabel. ¿Y
tú? Temblando, acepta gustoso la suave, caliente y delicada mano y le responde:
-Jhony. Encantado. Gracias por el capote que me has echado. Perdona si te he
incomodado o puesto en un apuro. Y si te preguntas si te estaba siguiendo, sí,
lo estaba haciendo. Lo siento. –No lo sientas. Me estabas siguiendo porque yo
quise, porque me lo propuse, porque desde que te vi en el porche, me fije en ti,
en tus lindos ojos azules y en tus suaves labios.
Y
sin mediar ninguna otra palabra, en un abrir y cerrar de ojos, rodeo su cuello
con sus gráciles brazos, lo atrajo hacia sí y lo beso de manera suave, sutil, delicada, exquisita y sosegada, como
saboreando un placer infinito, eterno, inagotable, perenne. Él, la abraza con
pasión, entusiasmo y vehemencia, devolviéndole con frenesí, unos besos
apasionados, ardientes y efusivos. Luego, perpetuán el impulsivo abrazo y, al
levantar la vista, se fija en uno de los grafitis que enaltecen el arte urbano
de los muros del aparcamiento, donde una pareja se besa apasionada, amorosa y vehementemente
debajo de una frase que nunca olvidará: «Que
sólo los besos te hagan cerrar la boca»
Se
despiden con una mirada cómplice, con un hasta pronto, prometiendo encontrarse
en la próxima compra. Entretanto, saborean la dulzura del beso eterno y terso,
imaginando la suavidad de los labios que hasta hace pocos segundos tenían en sus
bocas. Y mientras ella se aleja, caminando con ese grácil andar que lo había cautivado
en la Plaza del Adelantado, él intenta llamarla, pero no le salen las palabras. Impotente, quiere
gritarle que le haga el amor… pero de su vida; quiere retenerla entre sus
brazos y comerla a besos; desea contarle que cuando escuchó a sus ojos se acabo
el silencio; que no se puede ser fuerte con alguien que es tu debilidad; que
cuando le sonrió, se enamoró. Cuando dobló la esquina y desapareció de su vista,
con lágrimas en los ojos, acertó a decir: -¡Hasta nuestro próximo beso!
Todos
los días, especialmente los miércoles, mientras iba a la recova a hacer la compra, no
paraba de mirar, buscar, escudriñar, cada uno de los rincones del mercado, intentando descubrirla en cualquiera de los
puestos: comprando flores, carne o verduras; incluso pasaba varias veces,
disimuladamente, delante del puesto de comida vegana. Pero nada, nunca más volvió
a verla. Para su desgracia, la alcaldesa de La Laguna, Ana Oramas, anunció la
decisión de instalar un mercado provisional en la Plaza del Cristo, que se preveía
abrir a partir del 1 de diciembre y en el que se reubicará a los más de 200
comerciantes afectados por el cierre del Mercado Municipal. Desde entonces, no
sintió mucha simpatía por la Sra. Oramas y el tiempo le daría la razón.
Pasaron
los años y dejó de ir a comprar al mercado nuevo. Le queda muy lejos para ir
cargando con las bolsas de la compra. Echa de menos su querida recova. Éste mercado
nuevo no tiene el sabor ni la solera del viejo mercado. Y, sobre todo, no tiene
historias que contar; especialmente, su historia con Anabel. Y no la extraña
porque esté aburrido, porque el mercado nuevo no tenga memoria, no: la extraña
siempre. Por eso continúa yendo todos los días con la esperanza de encontrarla comprando en
un puesto, paseando por sus pasillos, esperándolo en el puesto vegano, sentada
en uno de sus bancos. En agosto de 2016, la Cámara de Comercio y la Secretaría
de Estado de Comercio conceden a La
Laguna una subvención
de 70.000 € por obras de mejora en el Mercado
antiguo. Pero el verdadero premio gordo sería que saliese adelante la
ayuda que se negocia con Madrid para financiar parte de la obra de la nueva
Recova. Esa noticia, avivó nuevamente el sueño de ver la nueva recova en su
sitio de siempre, en el solar junto a la Ermita de San Miguel Arcángel, en un
lateral de la Plaza del Adelantado, mientras adivina a Anabel atravesando con paso seguro y
andar grácil y elegante en dirección a la misma.
Acaba
de comenzar el año 2020 y no hay ninguna señal de que pronto se inicien los
trabajos para la construcción de la nueva recova. Y comienza a preguntarse si
no será idiota por echar de menos a alguien que, probablemente, esté bien sin
él. Pero termina pensando que siempre se echa de menos cuando se quiere de
verdad y se consolaba pensando en el grafiti, que todos los días leía en la
trasera del mercado nuevo: ¡lo imposible solo tarda un poco más!
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