El
sol entraba sesgado por la ventana que daba al patio interior. Tenuemente
comenzaba a calentar la fría estancia del tercer piso del edificio en el que
vivía ella, en la calle Pintor Cristino de Vera. Desnuda, a su lado, con los
ojos cerrados, la melena rubia, rizada, cubriéndole su cara, dejaba entrever
una atractiva boca y un cuello nacarado por el que resbalaba la vista hasta un
turgente pecho que, impúdico, le desafiaba la mirada. Sacando fuerzas de
flaqueza, se incorporó, y comenzó a vestirse. En su cabeza no dejaba de sonar
la melodía de Deseo.
Y
con las luces del alba antes que tú te despiertes
se hará ceniza el deseo me marcharé para siempre.
se hará ceniza el deseo me marcharé para siempre.
Y
cuando todo se acabe y se hagan polvo las hadas
no habré sabido por qué me he vuelto loco por nada.
no habré sabido por qué me he vuelto loco por nada.
–
¿Te vas? -Le inquirió desde la cama-
–
Sí. Tengo clase de Ética y llego tarde. Además, hoy se cumple el plazo para la
entrega del trabajo sobre el emotivismo
moral. ¡Nos vemos pronto!
–
¿Sin un beso? -Le dijo con una inmensa dulzura y musicalidad, a semejanza de las voces que las sirenas de
la Odisea emitían para atraer a Ulises-
Y
se incorporó, desnuda como estaba, desafiando sus prisas con una lujuriosa
mirada, unos pechos eróticos, unos labios carnales y los brazos licenciosamente
abiertos. Se agachó y cayó en su trampa. Lo abrazo con todas sus fuerzas y lo
atrajo a la cama. Comenzó a besarlo de la manera que sólo ella sabía. Rodaron
por la cama y, con una habilidad extrema, lo
fue desnudando hasta que su piel se encontró agasajada con la desnudez
de él. Se miraron, y como si se encontraran por primera vez, comenzaron a
explorarse de arriba abajo, de izquierda a derecha, de adelante a atrás.
Extenuados, se separaron, y, boca arriba,
le dijo, con la cabeza ladeada y la sonrisa satisfecha,
–
¡Ya te puedes ir!
El
sol había alcanzado la cama y un rayo
iluminaba su cuerpo desnudo. La pierna izquierda flexionada; la derecha
estirada y separada; los brazos extendidos como el hombre de Vitruvio; la cara
relajada; la vista perdida; la sonrisa satisfecha. Así la vio antes de salir.
Cerró la puerta y se lanzó escaleras abajo luchando contra una fuerza que lo
tiraba hacia atrás, hacia arriba, hacia el tercer piso del edificio situado en
el callejón de Briones. Una vez en la vía se dirigió, por la calle Tabares de
Cala, rumbo a la Avenida de la Trinidad, para coger el tranvía que lo llevara
al Campus de Guajara. Pero al llegar a la esquina con la calle Obispo Rey
Redondo, dobló a su izquierda y siguió por
La Carrera, rumbo al Ayuntamiento, para bajar por la calle Consistorio
en dirección al Tanque de Abajo. Se estaba alejando de la parada del tranvía.
Iba a llegar tarde a la clase de Ética II, y hoy era el último día para
entregar el trabajo sobre las investigaciones éticas de David Hume. Concretamente,
le había tocado en suerte un estudio acerca del emotivismo moral que lo había
titulado, « ¿Puede el entendimiento determinar el bien y el mal moral?»
Una
vez allí, en la plaza de San Cristóbal, cruzó y se sentó en uno de sus bancos, junto a la imagen de la
Virgen de la Milagrosa, mirando hacia la calle Catedral, enclave del Búho Club,
el Pub de toda la vida, donde la noche anterior había comenzado todo. El solecito
que calentaba la fría mañana lagunera, templaba sus nervios. Intentando
relajarse, dejó la mochila sobre el banco, estiró las piernas y cruzó sus manos por detrás de la nuca para
estirarse y ofrecer su cuerpo al astro rey. No paraba de darle vueltas en la
cabeza a lo que había pasado la noche anterior en el Búho, en el trayecto hasta el callejón de Briones, en la habitación
del piso que ella compartía con otras compañeras, en lo sucedido hacía apenas
unos minutos. Estaba lleno de contradicciones. La razón se enfrentaba a los
sentimientos; la teoría a la práctica; la vida académica –su trabajo sobre el
emotivismo moral- a los deseos cotidianos.
Recompuso
su figura y se sentó de forma ortodoxa en el banco; sacó de la mochila su
trabajo, encuadernado y listo para ser entregado, y buscó un resaltador
amarillo en el bolsillo externo de la misma. Abrió el ensayo, destapó con la
boca el resaltador, y comenzó a releerlo. «Hume considera que las concepciones
morales, estén basadas en la religión o en la filosofía, son arbitrarias», y
subrayo arbitrarias. Siguió leyendo, y
ésta vez subrayó una frase entera, no hay
nada en la realidad que posibilite a la razón formular juicios morales. Es
decir, el “deber-ser” no se deduce
necesariamente del “es”: así pues, no
existen verdades fácticas que propicien valores morales, sino sólo sentimientos
que establecen relaciones entre los objetos. Y siguió subrayando, la relación entre los objetos no implica
ninguna valoración moral, por lo que las relaciones fácticas no se
convierten en afirmaciones morales, y, consecuentemente, no producen ninguna
conclusión valorativa.
–
Uffff. -Respiró aliviado, mientras su vista se perdía por la calle Catedral
buscando la cartelera del Búho, y sus
manos dejaban caer el trabajo y el resaltador sobre el banco-. ¿Cómo había
sucedido?, se preguntaba; ¿En qué momento dieron el paso?; ¿Qué había pasado
para que Irene, la novia de su mejor amigo, y él se liaran? De siempre le había
gustado Irene. Era guapa, con esa belleza de diosa griega, de manos y pies pequeños
pero proporcionados; delgada sin ser flaca, pero con anchas caderas y muslos
generosos donde perderse eternamente; de cabello ondulado detrás de la cabeza y ojos grandes donde
mirarse y ser mirado con aquella placidez que lo embelesaba; la nariz
afilada sin ser prominente; la boca, mejillas y mentón ovalados donde
besarse, acariciarse y extraviarse continuamente; y los senos turgentes
–en esto no cumplía con los cánones, cosa que agradecía- y bien torneados para solazarse y gozar
mientras disfrutaban de sus cuerpos.
Pensando
en ello estaba cuando se fijó en la Ermita de San Cristóbal, que aparecía a su
izquierda, enfrente y en alto, del final de la plaza. Según Torriani, estaba
situada en un terreno a la salida de la ciudad, muy cerca al antiguo camino de
Santa Cruz donde, al parecer, los
aborígenes y conquistadores libraron la célebre batalla de Aguere en 1495; y
donde, según Marín de Cubas, Tenesor Semidán, último guanarteme de Gáldar,
bautizado con el nombre de Fernando Guanarteme, estuvo de parte de los
castellanos en su lucha contra los guanches, hallando la muerte y siendo
enterrado en dicha Ermita. Se quedó meditando en la historia un buen rato, y
después de darle muchas vueltas, intentó arrimar el ascua a su sardina.
¿Fernando Guanarteme –se preguntaba-, el rey aborigen de Gáldar, luchando
contra sus hermanos guanches de La Laguna? Instintivamente, desvió su mirada
hacia el Búho, su ermita particular,
donde había luchado contra su amigo liándose
con Irene. Intentaba buscar un justificante histórico para lo que había sucedido;
procuraba apuntalarlo con las tesis morales de Hume, donde el fundamento moral,
no lo encontramos en la razón sino en el sentimiento que las acciones de las
personas despiertan en nosotros.
–
Y Álvaro, ¿no viene? -le había preguntado la noche anterior al llegar al pub-
–
Saluda primero, ¿no? -y le estampó un beso que prometía una larga noche-
–
No puede. Al final le pusieron una guardia. Pero te manda recuerdos y los deseos de que pasemos una gran noche
con Pedro Guerra.
Efectivamente,
el güimarero Pedro Guerra actuaba esa noche en el Búho y haría un recorrido por las mejores canciones de su
discografía, con temas como Deseo, Contamíname o Siete Puertas.
Pidió un Gin Tonic con Matcha, para disfrutar del aroma a té verde, con notas
cítricas en la boca y una sequedad final alta; ella saboreaba, como siempre,
del color profundo y del sabor y aromas excepcionales del Pampero Aniversario
con Cola. Estaba preciosa, radiante, con su pelo ondulado, su mirada penetrante
y sus sensuales labios ligeramente pintados de rosa, en los que creía leer espero con ansias tus besos; llevaba un
top transparente con volumen fruncido de color negro que insinuaba un sujetador
triangular de satén con encajes de Women´Secret.
Mi
casa está en el mar con siete puertas,
yo ya no vivo allí pero me esperan
la calle, el futbolín, las emociones,
la línea que divide las naciones,
los días de "Taller", "Mujer que no tendré"
y el barro que manchó mis pantalones.
yo ya no vivo allí pero me esperan
la calle, el futbolín, las emociones,
la línea que divide las naciones,
los días de "Taller", "Mujer que no tendré"
y el barro que manchó mis pantalones.
Comenzó el recital con la canción
de la añoranza por su tierra, y cuando entonaba "Mujer que no tendré" y el barro que manchó mis pantalones,
se cogieron de las manos. Se miraron con complicidad y pidieron una segunda
ronda. El ambiente era festivo y los fans vibraban con cada una de las
canciones. Cuando llegó el momento de Contamíname, iban por la cuarta o quinta
ronda.
Contamíname
[…]
pero sí con los labios que anuncian besos
[…]
pero sí con los labios que anuncian besos
Contamíname,
mézclate conmigo
que bajo mi rama
tendrás abrigo.
mézclate conmigo
que bajo mi rama
tendrás abrigo.
Y aquellos labios que anuncian besos, que llevaban escrito espero con ansias tus besos, se
fundieron en un ósculo interminable, infinito, eterno, que sólo acabó cuando la
música entonaba Deseo,
Te seguiré hasta el final entre
los musgos del bosque
te pediré tantas veces que hagamos nuestra la noche
te seguiré hasta el final con el tesón del acero
te buscaré por la lluvia para mojarme en tu beso.
te pediré tantas veces que hagamos nuestra la noche
te seguiré hasta el final con el tesón del acero
te buscaré por la lluvia para mojarme en tu beso.
El
concierto siguió con El marido de la
peluquera; Mujer que no tendré; Dos mil recuerdos; El aire en que no estás, etc.; siguieron también las consumiciones;
se prodigaron los abrazos; se sucedieron los besos. Y cuando el cantautor
entonó el poema de Neruda, Antes de
amarte, Amor, decidieron que ya habían bebido bastante, que habían oído
suficiente, que la noche era de ellos. Mientras salían, agarrados de las manos
y mirándose a los ojos, escuchaban la peculiar voz de Pedro Guerra actualizando
a Pablo Neruda.
Antes
de amarte, amor, nada era mío:
vacilé por las calles y las cosas:
nada contaba ni tenía nombre:
el mundo era del aire que esperaba.
vacilé por las calles y las cosas:
nada contaba ni tenía nombre:
el mundo era del aire que esperaba.
Yo
conocí salones cenicientos,
túneles habitados por la luna,
hangares crueles que se despedían,
preguntas que insistían en la arena.
túneles habitados por la luna,
hangares crueles que se despedían,
preguntas que insistían en la arena.
Todo
estaba vacío, muerto y mudo,
caído, abandonado y decaído,
todo era inalienablemente ajeno,
caído, abandonado y decaído,
todo era inalienablemente ajeno,
todo
era de los otros y de nadie,
hasta que tu belleza y tu pobreza
llenaron el otoño de regalos.
hasta que tu belleza y tu pobreza
llenaron el otoño de regalos.
Salieron a la calle y el fresco
aire lagunero les quitó el olor a tabaco, el sabor a alcohol y el calor de sus
cuerpos. Por eso se fundieron en uno solo y, antes de emprender el regreso
hacia la casa de ella, se besaron con tanta fruición y complacencia, como
tiempo estuvo sonando la canción. Se pusieron en camino, abrazados y con las
cabezas juntas, en silencio, mirándose de hito en hito y besándose continua y
constantemente. Parecían una pareja feliz, enamorada, dichosa, que tenían una
larga relación. En realidad, tenían una relación de amigos, larga, pero de
amigos; una relación que se podía acabar esa noche; una relación que tenía un
futuro incierto. Pero a la proximidad de sus cuerpos, de sus besos, de sus
sentimientos y de su pasión desenfrenada, no le importaba el futuro.
Hicieron una parada en la Zumería
Tamarindo para reponer fuerzas. Pidieron dos bocatas de lomo y unos batidos de
fresa y papaya. Comieron sin hablarse, pero se comían con las miradas. Saciados
y recompuestos, retomaron el camino hacia el callejón de Briones por la calle
del Agua hasta que torcieron a la izquierda, por la calle Anchieta, para subir
por la antigua calle de los Álamos y llegar a la del Pintor Cristino de Vera. Se
pararon en el portal de la casa y sin mediar palabras, sólo con la mirada y el
deseo, comenzaron a subir rápidamente, casi desesperadamente, los tres pisos
que los separaban de la habitación donde sabían que iban a consagrar ese amor
recién estrenado, pero que llevaban tiempo, mucho tiempo, deseándolo con
vehemencia y anhelo.
Y allí estaba él. Al día siguiente.
Sentado en un banco de la plaza de la Milagrosa en el Tanque Abajo. Con un
trabajo sobre el emotivismo moral de Hume. Con una duda inquietante. Intentando
justificar lo acontecido la noche anterior y justificarse consigo mismo.
Tratando de entender sus sentimientos por Irene y los de ella por él. Tanteando
su posterior relación con su amigo Álvaro. Proyectando su futuro con Irene. Deseando
argumentar, razonar, argüir, que lo acontecido no estaba mal, que no habían
hecho nada reprobable. Que surgió sin pretenderlo, sin planearlo, sin buscarlo.
Que la falacia naturalista no era tal falacia. Que G. H. Moore estaba
equivocado. Que lo que ellos habían sentido, experimentado, gozado y disfrutado
la noche anterior era natural y, por ello, bueno. ¿Por qué no puede ser moral
lo que naturalmente habían sentido el uno por el otro? ¿Cuál de los besos, de
los abrazos, de los requiebros, de las miradas, fueron malos? ¿Qué
sentimientos, arrebatos, pasión o frenesí en los que vivieron toda la noche
eran reprobables?
Cogió nuevamente el ensayo que
tenía que presentar y el resaltador amarillo. Comenzó a leer y, tras analizar
varios folios, subrayó la siguiente conclusión: A pesar de ello se pueden postular juicios morales de la categoría del “deber-ser”,
y no quedarse en el subjetivismo del “es”. Para Hume, cualquier sentimiento
conlleva una consideración de lo útil y
lo agradable que lo capacita para transformar un juicio en norma moral. De esta
manera -continuó subrayando- distingue en
el “es” una realidad fáctica y un valor subjetivo que puede universalizarse.
Se paró a pensar en lo acontecido con Irene y se preguntó ¿de dónde surgen los
principios que regulan nuestra conducta? Siguió leyendo hasta que llegó a una
recomendación de Hume en su «Tratado de la naturaleza humana», la
distinción entre vicio y virtud, ni está basada meramente en relaciones de
objetos, ni es percibida por la razón. Y subrayo repetidas veces la frase,
tantas y con tanta fuerza, que casi la
hizo desaparecer. Dejó el trabajo sobre el banco y el resaltador dentro de él. Se
dio cuenta que a Irene la quería por sí
misma y no por ser la novia de Álvaro. Y es precisamente ese sentimiento,
y no la relación con él, lo que provocaba que la quisiera. Además, ella también
había dado el paso. Seguramente percibía el mismo sentimiento por él, lo que lo
convertía en una acción universalizable, es decir, en un sentimiento moral.
De pronto sintió una premura
improrrogable, una urgencia perentoria, por contárselo a Irene. Por primera vez
lo vio claro. Se había convencido que lo sucedido entre ellos no era nada malo,
inmoral, deshonesto, ni mucho menos, indecoroso. Sino que era algo legítimo,
auténtico, razonable y lícito. Metió atropelladamente el trabajo, el
resaltador, los pañuelos y toda la parafernalia que había desplegado sobre el
banco, dentro de la mochila, y salió disparado rumbo al callejón de Briones, al
tercer piso del edificio que Irene compartía con unas compañeras. Mientras
subía velozmente por la calle Consistorio, le asaltaron varias dudas que
propiciaron que ralentizara la marcha. ¿Y si se encontraba con Álvaro en la
casa? -Se preguntaba-; ¿Y si lo de anoche fue un pasatiempo para Irene? -Se interpelaba-;
¿Y si en realidad Irene no lo amaba? -Se cuestionaba-. Anduvo errático, sumido
en esos pensamientos negativos, hasta que llegó, por la calle Nava y
Grimón, a la altura de Anchieta, donde torció
a la izquierda. El viento fresco, ligeramente biruji, que le llegó a la cara al
girar por la calle Tabares de Cala, procedente de Las Mercedes, se llevó los pensamientos
nocivos en los que estaba sumido, y corrió como un loco, convencido de que
Irene había sentido lo mismo que él, para contárselo y comprobar que no se
equivocaba.
Subió las escaleras de dos en dos y
llegó, extenuado, al rellano del tercer piso. Cogió aire, respiró profundo, se
aliso el pelo y exhalo todo el miedo que llevaba dentro. Tocó en la puerta y los
segundos que tardó Irene en abrir le parecieron una eternidad. Allí estaba
ella, en bata, con los pelos desaliñados, recién levantada de la cama, con la
sonrisa abierta y los ojos grandes. La miró con cara de cordero degollado y no
se atrevió o no pudo preguntarle nada. Petrificado, ante la más epicúrea de las
diosas del Olimpo, se limitó a dejarse llevar, cogido de la mano, mientras
penetraba en su casa. Sintió el ruido de la puerta de la calle al cerrarse; el
frio que recorría su cuerpo al caminar mientras ella lo desnudaba; la calidez
de la piel de su amada al atraerlo hacia sí; y la voz de Irene que le decía, al
entrar en la mampara del baño,
– Vamos a ducharnos que esta mañana te fuiste muy
rápido.
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