lunes, 30 de noviembre de 2020

COSTANZA

 —¡Hola! —Gritó Costanza, mientras empujaba la puerta que Cristina había dejado entreabierta—. ¿Dónde están?

—¡Pasa! Estamos en la terraza —le contestó Cristina.

—¡Uy, que bien se está aquí! ¡Así da gusto!

—¿Quieres un buchito de café? —le ofreció Cristina.

—A eso venía. A invitarles a café en la Plaza del Cristo. ¿Se animan?

Costanza venía dispuesta a pasar el día con los dos. Se había vestido de domingo, aunque de una manera informal. Cuando Willy la vio supo que había venido para quedarse. Y le agradó la idea de pasar el día con sus dos mujeres. Tenía una deuda que pagar con Costanza y estaba dispuesto a liquidarla cuanto antes.

—Si, genial. Por mí, sí. ¿Te apetece? —le preguntó a Cristina.

—Si. También. Me encanta pasar el domingo con mis mejores amigos.

—¡Uy, mejores amigos! Ahora lo llaman —e hizo con los dedos índice y corazón de cada mano el signo de las comillas— ¿mejores amigos? ¡Ja, ja, ja! Yo con mi mejor amigo —y miró a Willy con descaro— no me acuesto. Aunque ya me gustaría…

Cristina se quedó cortada con los ojos abiertos y sin saber qué decir. Willy corrió en su ayuda e intervino diciendo:

—Pues yo soy un suertudo, me acuesto con mi mejor amiga Cristina, y me levanto con mi otra mejor amiga Costanza. Soy un elegido de los Dioses. Y lo mejor de todo, es que me gustan las dos. —Cogió a cada una de ellas por el cuello, las atrajo hacia sí, y se fundieron los tres en un gran abrazo.

—No me gustan los tríos. —dijo Cristina, en voz baja, sin levantar la cabeza y sin separarse de ellos.

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! —Se rieron, Costanza y Willy, mientras abrazaban fuertemente a Cristina y le hacían cosquillas.

—¡Qué bobos son! —Refunfuñó, Cristina, mientras se separaba de ellos—. Volví a picar otra vez, ¿no?

—Me temo que sí —le contestó, Willy.

—De todas formas, querida, espero que éste bobito sea algo más que un amigo para ti. De lo contrario te las verás conmigo. Y tú —dirigiéndose a Willy— espero que la única amiga que tengas sea yo. Cristina es algo… algo… bueno, alguien con quien compartir esa vida solitaria y aburrida que llevas, y que gracias a mi sobrevives. ¿Qué? ¿Vamos a tomar ese café?

Cristina corrió hacia los dos y los volvió a abrazar. Después, le dijo a Costanza.

—¡Eres la mejor amiga que he tenido nunca! —y dirigiéndose a Willy— y tú hazle caso a Costanza.

—Pues entonces no se hable más. Yo tengo que pasar por mi casa para ducharme y vestirme con ropa limpia. Porque las bragas de Cristina, aunque me favorecen mucho, me quedan un poco pequeñas. Por cierto, Costan, estamos empatados, ¿no? Yo tengo a Braulio y tú tienes mi bata. ¿Qué te parece si sellamos el armisticio y no volvemos a utilizar más esos argumentos?

—Pues me parece bien. ¿Sellamos el pacto? —Y se dieron un beso en la boca. Cristina carraspeó y dijo:

—Me alegro mucho que entierren el hacha de guerra. ¿Pero no habría sido mejor que fumaran la pipa de la paz en lugar de besarse?

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! —Comenzaron a reírse los tres.

—Por cierto, anoche conocí a braulio —dijo Cristina.

—¿Que conociste a Braulio? ¿Dónde fue eso? A ver, explícamelo todo con pelos y señales. —Y se sentó en una de las sillas esperando las explicaciones.

—Pues anoche —intervino Willy— mientras paseábamos nos cruzamos con Braulio que salía del casino…

—Borracho, ¿no? —le cortó Costanza.

—Pues sí, borracho y tambaleándose —le contestó Cristina—. La verdad es que tenía mal aspecto y parecía una persona mal encarada. Willy me describió su carácter y cuál era realmente su intención contigo. Comprendí enseguida la preocupación que tenía por ti y como trataba de protegerte. ¡Qué suerte has tenido con este bobito, Costanza! Ya me hubiera gustado a mi tener a alguien que cuidara de mi como Willy lo hace de ti.

—Es verdad. Aunque a veces me saca de quicio, este bobito siempre me ha protegido. Por eso lo quiero tanto —y le estrujó la cara cogiéndosela con las dos manos.

—Bueno, entonces se acabó Braulio y la bata de levantar, ¿vale? —Sentenció Cristina. Y cambió de tema—. Anoche, cuando veníamos hacia aquí, pasamos por delante de tu casa. Estabas en pijama, sentada en tu orejero, leyendo El infinito en un junco. ¿A que sí? —le dijo a Costanza.

—¡Vaya! Cuanto detalle de mi vida íntima ronda por esas calles de La Laguna. ¡Menos mal que no sabían qué pijama llevaba! ¿Por qué no subieron? Le hubiera invitado a un té.

—El pijama de franela blanco lleno de ositos con bufanda escocesa, calcetines térmicos multicolores y la bata polar de borreguillo, de manga larga con cinturón, en color crudo que te compré en Wehbe —dijo Willy—. Y no subimos porque teníamos otros planes más íntimos, ¿verdad Cris?

Cristina se le quedó mirando a los ojos mientras los colores le iban subiendo a la cara sin saber qué decir. Costanza, no sabía si reírse por la cara de estupefacción que se le había quedado a Cristina, o meterse irónicamente con Willy por haber acertado y sentir violada su intimidad. Willy, se levantó y se despidió con un beso en la boca a Cristina y en la mejilla a Costanza.

—Bueno, bobitas, me voy a casa. ¿Dónde me esperan?

—Ya te avisaremos por WhatsApp. Todavía no lo sabemos —se adelantó Costanza a responderle.

—¿Acertó, Willy? —Le preguntó a Cristina nada más oír que la puerta se cerraba.

—¿Cómo?

—¿Que si acertó al describir cómo estabas vestida anoche mientras leías?

—No falló en nada.

—¡Es increíble cómo te conoce! Pero lo que no entiendo es como sabe con tanto lujo de detalle todo lo referente a tus pijamas, calcetines y demás intimidades. Alguna vez me lo tendrás que explicar.

—Pues mira este es el momento. —Se sentaron alrededor de la mesa y comenzó a contarle la relación existente entre ellos.

—Como ya sabes, nos conocimos en el Ies La Victoria. Enseguida nos caímos bien y comenzamos a buscarnos en los momentos que teníamos libres. El siguiente paso fue mirar nuestros horarios para ver si podíamos compartir coche, y tuvimos mucha suerte, porque a excepción de un día, el resto coincidíamos casi a la perfección. Como yo soy una mandona y me gusta tener todo controlado, cuadré los horarios y puse los turnos de coche. Cada noche me acostaba pensando en el trayecto del día siguiente conversando con Willy, esperándolo o yéndolo a buscar a su casa, desayunando juntos, regresando, y a veces, almorzando juntos.

—Qué interesante, Sigue.

—Nos hicimos íntimos. Muchos compañeros creían que éramos pareja. Incluso, el jefe de estudios, intentaba cuadrarnos los horarios, las guardias y las evaluaciones para que nos fuera más cómodo. Los que tenían dudas al respecto, se acabaron de convencer en una comida de navidad cuando Willy casi llega a las manos con Braulio, como sabes.

—Si. Me acuerdo de la anécdota.

—Poco a poco, quedábamos más a menudo para vernos por las tardes, para salir los findes, para cenar, para ir al cine, al auditorio, para hacer casi —e hizo con los dedos índice y corazón de cada mano el signo de las comillas— vida de pareja. Incluso creo que en nuestro subconsciente lo asumíamos. Nos comportábamos como si en realidad lo fuéramos en todo, excepto en el sexo. Nos queríamos, nos abrazábamos, nos besábamos, y manifestábamos nuestras diferencias peleándonos con naturalidad y confianza. Nos corregíamos con espontaneidad, y nos hacíamos preguntas y reproches con total libertad y familiaridad.

—Y de sexo. ¿Nada de nada? —Preguntó intrigada, Cristina.

—Al principio, no.

—Y después. ¿Qué pasó después? —la interrogó con avidez.

—Pues… nunca me olvidaré de ese día… Para mí fue una experiencia inolvidable… Ahí terminé de descubrir al verdadero Willy. A partir de esa noche, me enamoré perdidamente de él… Y sigo enamorada hasta los tuétanos de ese hombre que tienes la suerte de tener por compañero.

—¿Cómo? ¡No entiendo nada! ¿Se acostaron…? ¡Te enamoraste de él…! ¿Sigues enamorada…? ¿Él lo sabe...?

—Tranquila. No te adelantes a los acontecimientos. ¡Si, estoy enamorada de Willy! Enamorarse es como iniciar una disputa: fácil de empezar, difícil de acabar e imposible de olvidar. Fue un sábado de abril. El día había amanecido primaveral y decidimos subir al Teide para ver la floración de los tajinaste. Willy preparó unas tortillas de papa con cebollas y perejil, y un par de botellas de vino. Yo aporté algo de fruta, el pan, las pastas, el café y los tarecos para acampar bajo los pinos a comer y retozar.

Cristina no salía de su asombro. Estaba desconcertada. Primero, imaginó que Costanza se estaba riendo de ella; luego, pensó que era una broma para ponerla celosa; por último, sospechó que era verdad, que seguían enamorados, pero que no querían reconocerlo para no perder la amistad. No sabía qué pensar. Comenzó a presentir que se había metido en un triángulo amoroso y no quería entrar por miedo a que no le gustara y no pudiera salir. Costanza era su amiga, la que la había ayudado a escapar de su mala experiencia anterior, y la quería con todas las entrañas. Willy, se había apoderado de su voluntad, y lo amaba con toda su alma.

—¿Entonces?... —bisbiseó, Cristina.

—Subimos por La Esperanza y paramos en el Mirador de Chipeque. Ya sabes la impresionante vista que se ve desde allí. Generalmente, se puede contemplar la vertiente norte de la isla, especialmente unas maravillosas vistas del Valle de La Orotava con el Teide al fondo. Al frente se puede observar la silueta de la isla de La Palma. En aquella ocasión, desgraciadamente el mar de nubes no permitía ver nada más. Estábamos mirando, extasiados, la impresionante extensión del pinar canario con el Teide al fondo. La inmensidad nos embrujaba y el silencio —apenas roto por el silbido del viento al chocar con las agujas de los pinos y el zumbido de algunas abejas— nos embelesaba. Queríamos inmortalizar el momento y les pedimos a unas turistas alemanas que si nos podían sacar unas fotos. Muy amablemente nos dijeron que sí y les dimos el móvil de Willy. Nos colocamos de espaldas al Teide y nos sacaron unas cuantas fotos. La turista estaba muy animada sacándonos instantáneas. Incluso nos pedía que nos abrazáramos como si fuéramos una pareja, cosa que hicimos con mucho gusto. —Costanza paró un momento para beber agua.

—¡Sigue! ¿Qué pasó después? —le decía ansiosa Cristina.

—¡Vaya mujer! No me dejas ni tomar agua. Bueno, pues las turistas alemanas nos pidieron que les sacáramos unas fotos a ellas. Willy cogió su cámara fotográfica y comenzó a tomárselas. Se pusieron de mil posturas, alegres y sonrientes, hasta que comenzaron a besarse con besos de todos los gustos y colores. ¡Eran una pareja! Se besaban con tanta dulzura, con tanta pasión, con tanta vehemencia y con tanta naturalidad que Willy parecía un fotógrafo profesional haciendo un book para una boda. Incluso se permitió el lujo de indicarles cierto ángulo para que se viera mejor el Teide mientras se besaban. Nos dieron las gracias y se marcharon hacia el coche cogidas de la mano. Nos quedamos mirándolas mientras se alejaban e, instintivamente, nos dimos la vuelta y comenzamos a besarnos. Al principio eran unos besos suaves, cariñosos, como los que nos dábamos al despedirnos. Después, se convirtieron en unos besos sensuales, sintiendo los labios del otro, saboreando la cercanía de la boca. Luego, fueron besos lujuriosos, explorando el interior de la boca, paladeándola con fruición. Al final, se convirtieron en unos besos voluptuosos que abarcaban desde las comisuras de los labios hasta el paladar. ¡Era la primera vez que alguien me besaba así!... y desgraciadamente, la última.

—Pero bueno, ¿te estás riendo de mí? La verdad es que no me hace ninguna gracia. —le decía a Costanza mientras pensaba y recordaba que a ella le había pasado lo mismo, que los besos de Willy eran tal como los estaba relatando ella.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! No me levantes el labio. ¿Quieres o no quieres que te cuente porqué Willy me conoce tan bien?

—Perdóname, Costanza. Pero es que lo relatas de manera tan real y vívida que me produce desasosiego o celos o qué se yo. Sigue, por favor.

—Me cortas el lote y ahora me cuesta seguir. Bueno, pues cuando terminamos de besarnos, nos miramos, nos cogimos de la mano, nos dirigimos al coche, y en silencio nos pusimos en movimiento. No nos dijimos nada. Tan sólo nos mirábamos, pero eran unas miradas muy elocuentes. Willy, mientras conducía con la mano izquierda, descansaba su mano derecha sobre mi muslo y yo se la acariciaba con mucha ternura. Así llegamos hasta las faldas del Teide. Aparcamos cerca de la estación del teleférico y nos pusimos a caminar por los alrededores buscando los impresionantes tajinaste rojos. Ninguno se atrevía a hablar de lo sucedido. Actuábamos como si nada hubiera pasado o como si lo ocurrido fuera de lo más natural. Poco a poco, mientras descubríamos un tajinaste, lo fotografiábamos y nos poníamos a ponderar su belleza, se fueron normalizando nuestros sentimientos y volvimos a actuar como antes de besarnos.

—¿Por qué no se dijeron nada? ¿Por qué no hablaron de lo ocurrido? ¿Se habían arrepentido de hacerlo o qué? La verdad es que no lo entiendo. —Comentó Cristina.

—No sé. No era tan fácil asimilar lo que había pasado. Lo que habíamos sentido. Quién daba el primer paso. Cómo lo explicábamos.

—Si, debió ser muy raro y extraño. Sigue. ¿Qué pasó después?

—Un accidente.

—¿Un accidente? Cuenta, cuenta, chica —dijo ansiosa por conocer el desenlace.

—Estuvimos como un par de horas recorriendo la zona, haciendo fotografías, admirando la belleza de los tajinaste y la inmensidad del Llano de Ucanca. Después nos dirigimos al coche y bajamos hasta el Parador para tomarnos algo fresco. Aparcamos el coche en los alrededores y al llegar a la terraza nos encontramos con un tajinaste precioso, majestuoso, que estaba lleno de abejas. Me acerqué con sigilo hasta él para sacar unas fotografías con el Teide de fondo y con las abejas libando y pululando a su alrededor. Willy se acercó por detrás y me abrazó. Apoyó su cabeza en mi hombro derecho y yo arrimé mi cara contra la suya. Estaba concentrada, con los ojos cerrados, pensando en él y sintiendo su respiración, cuando me despertó un estruendoso grito de Willy que, soltándome de improviso, decía «¡coño, me picó una puta abeja!» y se echaba mano a la nariz. Cuando se me pasó el susto comencé a reírme sin parar, mientras él pataleaba con la nariz agarrada y lanzando mil imprecaciones.

—¡Ja, ja, ja! Eso no es un accidente, es una putada. —Comentó Cristina, muerta de risa.

—¡Ja, ja, ja! Sí es verdad. Cada vez que lo recuerdo no puedo parar de reírme. ¡Si hubieras visto como se le puso la nariz! Parecía la de un payaso: gorda y roja. ¡Ja, ja, ja!

—Pobre, Willy. Lo tuvo que pasar mal.

—Si. La verdad. Le dolía bastante.

—Y después, ¿qué hicieron? Supongo que no sería alérgico, ¿no?

—No. Menos mal. Como es normal la gente comenzó a mirarnos. Unos se reían comentando el hecho. Otros miraban extrañados no logrando comprender qué había pasado y porqué gritaba aquel hombre. Un camarero que estaba atendiendo una mesa se acercó y nos dijo que lo siguiéramos, que no éramos los primeros a los que picaban las abejas. Nos llevó hasta la barra del bar y le dijo a Willy que esperara hasta que le trajera un poco de hielo. Yo le miré la nariz y descubrí que la abeja le había dejado clavado el aguijón. Con las uñas le apreté la zona hasta que logré que saliera. Cuando llegó el camarero le dijo que se pusiera una bolsita con hielo para bajar la hinchazón, y al rato le puso una especie de pomada antihistamínica, creo. Luego nos sentamos a tomar una tónica mientras el pobre Willy no hacía sino quejarse de los latidos que sentía en la punta de la nariz. Poco a poco se le fue pasando y cuando se encontró mejor, pagamos la consumición, le dimos las gracias al camarero y nos fuimos de regreso para almorzar en el primer sitio que encontrásemos a la sombra de un pino.

—El pobre. No sé cómo se quedó con ganas de seguir. Yo me hubiera vuelto inmediatamente. —Intervino Cristina, a la que el relato de la picadura de la abeja la había distendido un poco, por la angustia en la que estaba inmersa pensando en Willy y Costanza besándose. 

—La verdad es que el dolor se le fue quitando poco a poco, aunque la hinchazón le duró un par de días. Mientras bajábamos, encontramos un lugar ideal para comer, alejado de la carretera y resguardado por el Monte bajo. Aparcamos el coche, cogimos las viandas y nos situamos bajo unos pinos. Extendimos las esterillas con la manta y comenzamos a repartir los alimentos. La tortilla estaba buenísima. Willy siempre la dejaba cuajadita. Abrimos la botella de vino y nos sentamos a comer. Se notaba que no estaba a gusto porque de vez en cuando se tocaba la nariz. A mí me daba mucha pena verle sufriendo, pero a la vez no podía aguantar la risa al ver el pimiento morrón en el que se había convertido su nariz. Me acerqué a él y lo abracé como una madre abraza a su hijo desvalido. Él me miró con cara de desamparado y… comenzó a reírse.

—­Lo de ustedes no hay por donde cogerlo —interrumpió Cristina—. ¿Al final eran madre e hijo? La verdad que no entiendo nada. ¿Y el beso que se dieron en el Mirador de Chipeque?

—Al final, la picadura de la abeja, nos salvó de hablar del beso. De verbalizar lo que estábamos sintiendo. De exteriorizar lo que habíamos sentido. Los sentimientos estaban a flor de piel. Los dos lo notábamos y los dos lo esquivábamos. Terminamos de comer y nos servimos el café. Nos vino bien porque comenzaba a hacer frío. Aunque decía que no le dolía mucho, la nariz cada vez estaba más hinchada. Al acabarnos el café, nos servimos la última copa de vino. Recogimos los restos de la comida, los platos, vasos y cubiertos. En una bolsa pusimos las sobras, las servilletas, los envoltorios de las pastas y la botella de vino para llevárnoslo y reciclarlo. Willy los llevó al coche y volvió con una manta que siempre lleva en el maletero. Me encontró acostada boca arriba contemplando las copas de los pinos. Se tumbó a mi lado y nos tapó con la manta. Una ligera niebla comenzaba a apoderarse del pinar y la humedad empezaba a hacerse notar. Nos abrazamos bajo la manta y al intentar besarnos el roce de mi cara con su nariz le produjo tanto dolor que pegó un grito estentóreo.

—Ya, ya. Hablar no hablaban, pero no dejaban de intentarlo por lo que parece —la cortó Cristina mostrando unos celos impresionantes.

—Si vas a seguir dándome la tabarra con tus celos, me callo y no te cuento nada más. Y si no quieres saber lo que pasó entre nosotros, me lo dices y cambiamos de tema.

—No, no. Perdona. Claro que me interesa saber lo que pasó entre ustedes. Pero es que no acabo de asimilar lo que pasó… lo del beso…

—Pues cállate y aguanta hasta que acabe de contártelo. Para ti es difícil asimilar que nos besáramos, pero para mí es traumático recordarlo. ¿Tú sabes lo que es estar con tu mejor amigo, sentir lo que yo sentía, recordar el sabor de sus besos, y no poderlo disfrutar? Porque a Willy le pasaba lo mismo. En fin, como le dolía tanto la nariz, terminamos abrazados cubiertos por la manta. Él se durmió un rato, mientras yo lo observaba con el alma partida. Me gustaba mucho, lo quería más que a mi vida y no podía soportar que le doliera tanto aquella nariz que crecía por momentos. Pero a la vez, sentía como un amor de madre hacía el hijo indefenso. Lo miraba y lo veía como una madre ve a su hijo en los momentos más dramáticos de la vida. Aquella dualidad amorosa me desconcertaba y me preguntaba si lo quería como una madre o lo deseaba como una amante. Si recordaba el sabor cálido de sus besos, lo deseaba como se adora a un amante. Si lo veía como lo estaba viendo en aquel momento, dormido y desvalido con la nariz hinchada, lo quería como una madre quiere a su hijo. Una lluvia suave y fina comenzó a caer por entre los pinos y nos dio tiempo para recoger las mantas y correr hasta el coche.

—Lo siento mucho, Costanza. Sé que recordarlo es muy violento para ti. Perdóname por mi egoísmo. Al fin y al cabo, Willy acaba de llegar a mi vida y no tengo ningún derecho a juzgar nada de su vida anterior, y mucho menos de la amistad o lo que hubiera entre ustedes dos. Además, tú eres mi mejor amiga y no quiero perderte bajo ningún concepto.

—Lo sé, Cristina. Lo sé. Porque te conozco también y te quiero tanto, sé que puedo contártelo. Creo, además, que debes saberlo para que nunca haya sombras de sospechas entre Willy y tú y entre nosotras dos. Estás con un hombre estupendo y no debes permitir que ninguna duda ensombrezca vuestra relación.

—¡Gracias, amiga! —Se levantó y la abrazó.

—¡Vale, vale! Siéntate tranquila que tengo que terminar la historia. Pero me gusta que abraces a tu suegra con tanto cariño. —Le picó un ojo y continúo con el relato—. Willy puso el coche en marcha y nos dirigimos a La Laguna bajando por la Orotava. Ahora fui yo la que, con mi mano izquierda, acariciaba el cuello de él. Atravesamos el mar de nubes a la altura de Aguamansa, y apareció ante nuestros ojos la impresionante vista del Valle de la Orotava. Willy me miró, mientras se dejaba acariciar, y me dijo «difícilmente encontraré a otra persona que me quiera como tú me quieres». Yo le sonreí sin dejar de acariciarlo y me cayeron dos lágrimas que oculté inmediatamente. No sabía si lloraba porque lo que me había dicho significaba que me quería como pareja o como amiga. Intentaba convencerme que estaba enamorado de mi como pareja, pero a la vez me repetía que había dicho «como tú me quieres» y no «como yo te quiero». Mi alma se acongojó de tal manera que fui incapaz de disfrutar de la presencia de Willy.

—¡No puedo imaginarme lo mal que lo tuviste que pasar! —le dijo Cristina, que estaba a punto de llorar.

—Durante la bajada hasta la autopista reinó un silencio ensordecedor. Cuando por fin entramos en ella, y a la altura de Santa Úrsula, Willy me dijo que no hacía sino pensar en el beso de Chipeque. Yo me hice la despistada, como no dándole importancia al hecho, porque sabía que lo estaba pasando mal, y también para evitar que me dijera claramente que fue un error, que no me quería, que lo mejor era que lo olvidáramos. Haciendo de tripas corazón, le dije que no tenía importancia, que ya estaba olvidado, y me apresuré a cambiar de conversación preguntándole por su nariz. Se quedó un poco desconcertado y me contestó que ya casi no le dolía, que sólo tenía un malestar y una extraña sensación de hinchazón en ella. Llegamos en silencio a La Laguna. Aparcó delante de mi casa y le pedí que me ayudara a subir todo. Como el caballero que es, subió conmigo a pesar de lo molesto que estaba con su nariz. Una vez arriba, le dije que se sentara para curársela. Fui al botiquín y traje una gasa empapada en alcohol que le puse en la nariz.

—Pero, entonces, ¿se acostaron?...

—Una vez que guardé todos los tarecos de la excursión, me acerqué al salón. A Willy se le había secado la gasa y se la quitó de la nariz. Nos miramos con cara de cansados, pero con ganas de saber lo que había pasado, con la necesidad de comprobar si aquel beso fue un acierto, un error o un accidente sin mayores consecuencias. Willy se levantó y se puso frente a mí. Yo no sabía cómo interpretarlo. No sabía si abrazarlo, besarlo o despedirlo. Él tomó la iniciativa, me abrazó y nos besamos. Fue un beso corto pero intenso. Nos miramos a la cara, nos cogimos de la mano y nos dirigimos a mi habitación. Nos volvimos a abrazar, y mientras comenzábamos a desnudarnos el uno al otro, nos encaramos y nos dijimos al unísono «¿estamos seguros?». Aquella pregunta nos descubrió que nos queríamos pero que no nos amábamos; que nos teníamos un inmenso cariño, pero que no estábamos enamorados; que lo nuestro, era adoración, ternura y devoción, pero distaba mucho de estar prendados el uno del otro. Comprendimos que lo que había entre nosotros era amistad, aprecio y cariño. Que nos gustábamos mucho y nos deseábamos pero que no podíamos poner en peligro nuestra amistad por un polvo. ¿Y si por satisfacer nuestra líbido echábamos a perder todo lo que nos unía?

—¡Oh! No puedo imaginarme en esa circunstancia. Debió ser muy duro para los dos desearse y desengañarse de esa manera.

—Bueno, en realidad no fue un desengaño, fue el comienzo de una realidad que perdura hasta hoy. Descubrimos que no nos amábamos pero que nos queríamos con locura. Que habíamos cimentado una amistad duradera basada en el cariño y el afecto. Nos dimos cuenta que nuestra amistad estaba por encima de la atracción sexual que sentíamos como mujer y hombre. Reconocimos que el beso de Chipeque —así lo llamábamos siempre— había sellado nuestra amistad para siempre.

—O sea, ¡que una abeja es la artífice de que Willy esté conmigo! Y yo que nunca he creído en estas cosas.

—Bueno, tu puedes creer en lo que quieras. En el destino, en una intervención divina, en una visión panteísta, incluso animista de la realidad. Puedes escoger la opción que mejor te venga como anillo al dedo. Ya sabes cómo son las religiones y para qué sirven. Yo me limito a describirte los hechos tal y como sucedieron.

—Nunca he conocido una historia igual entre dos personas, sean del sexo que sean. Pero tiene que ser bonito y excitante. Y qué hicieron después, ¿se fue?

—Nos abrasamos, sellando una amistad inmarcesible, durante un largo rato. No queríamos separarnos, ni física ni emocionalmente. Al fin, cogidos de las manos y mirándonos a la cara, me dijo que se iba a su casa. Yo lo miré con cara asustada, indefensa, temerosa de que me soltara para siempre. Le apreté con fuerza las manos y le dije «¡quédate!». Me atrajo hacia él, me dio un abrazo de oso —fuerte y cálido— y me contestó, «pensé que no me lo ibas a pedir nunca». Volvió a renacer, si es que alguna vez había muerto, nuestra amistad. Mientras se duchaba le preparé la habitación de invitados y le llevé al baño el pijama de franela blanco lleno de ositos con bufanda escocesa.

—¡Ah! Por eso te describió anoche con ese pijama. La verdad es que entre ustedes hay una conexión muy, muy especial. Tendré que acostumbrarme a ello porque son las dos personas que mas quiero en el mundo.

—Si. Bueno. Por eso, y porqué en realidad lo llevaba puesto. Desde que Willy se lo puso aquella noche es mi pijama preferido. Y él lo sabe. De hecho, cuando se ha quedado en casa de manera imprevista siempre acabamos peleándonos por ese pijama. Y siempre gana él.

—Tienen tantas cosas en común, tantas historias compartidas, tantos momentos inolvidables que, si no fuera porque sé que sólo son amigos, me apartaría de Willy, con todo el dolor de mi alma, para no entrometerme entre ustedes dos.

—¡Que buena eres, Cristina! Porque te conozco muy bien y sé que quieres a Willy, y él está loquito por ti, estoy contentísima de que sean pareja. Ten por seguro que, si no fuera así, ya los estaría torpedeando en la misma línea de flotación. Además. ¿conoces a muchas parejas donde la suegra y la nuera se lleven tan bien?

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! —Empezaron a reírse como locas. En eso comenzó a sonarle repetidamente el móvil a Costanza. Eran unos WhatsApp de Willy.

 Hoy

Dónde están.

😑😑😑😑😑

Voy saliendo de casa

Las recojo o las espero en algún sitio??

Estamos saliendo de casa de Cristina

Vete cogiendo mesa en la terraza

Vale. Pero mira que las conozco, eh. No me vayan a tener un año esperándolas.

😡😡😡😡

No seas quejica. ¿Cuándo te he hecho esperar?

😜😜😜😜

💃💃💃💃💃

No me dejes hablar

Vengan rápido

👭👭👭🙏🙏🙏

—Era Willy. Vámonos que nos está aguardando en la terraza. Y no le gusta esperar.

—¿Era Willy? ¿Y porqué no me Wasapeo a mí? —contestó entre indignada y confusa, Cristina.

—¿Ya vas a empezar? —Le contestó, Costanza. Y salieron al encuentro con Willy.



viernes, 27 de noviembre de 2020

LA TERRAZA

 Salieron a la calle cogidos de la mano. Hacía una noche fantástica para pasear. De esas que sólo existen en La Laguna. Se dirigieron sin rumbo fijo hacia la Plaza del Adelantado contemplando las estrellas que titilaban en una noche absolutamente despejada, inusual para las fechas en las que estaban. El fino y suave aire que les daba en la cara, lograban el milagro de despejarlos y suavizar el efecto balsámico de las dos botellas de vino que se habían metido entre pecho y espalda. A medida que paseaban se fueron acomodando los cuerpos hasta que se fundieron en uno solo. Caminar en silencio los llenaba de regocijo y complacencia. Al llegar a la plaza se sentaron en un banco dándole la espalda al Ayuntamiento mientras contemplaban la luna sobre la Montaña de San Roque.

—¿Sabes? —comentó, Cristina—. Es la primera vez que sin hablar me he sentido escuchada. Mientras veníamos hacia aquí, agarrada a ti, protegida por tus brazos, escuchando los latidos del corazón y tu cadenciosa respiración, he notado que me querías como yo deseo que me quieran.

Él no dijo nada. Se limitó a abrazarla más fuerte. A besarla en la cabeza, y a mirar a la luna. Ella no necesitaba respuesta. Sólo quería ser escuchada. Los grillos acompasaban los latidos de su corazón y ponían la nota musical a la fúlgida luna lagunera. Una pareja que pasaba rumbo a Santo Domingo los miró con insistencia como pensado «lástima de enamorados que no se hablan con lo mágica que está la noche y lo bonita que la luna brilla». Ella ajena a esos pensamientos disfrutaba de la cercanía de Willy. El, mirando fijamente al Astro nocturno, recordaba la canción del venezolano, Vicente Emilio Sojo, Fúlgida luna, y repetía para sus adentros,

«Anda, ve y dile que ni un momento,

desde que el alba nos separó,

no se me borra del pensamiento,

ni se me aparta del corazón».

—¿Damos un paseo hasta La Concepción? —Preguntó, Willy.

—Si. Vale. Qué espléndida está la luna, ¿verdad?

—Mucho. Me embelesa y me vuelve melancólico.

—Mientras no te conviertas en un hombre lobo. ¡Ja, ja, ja!

—Ríete todo lo que quieras. Pero conocí al hijo de un Pastor Protestante que en una noche de luna llena… —y se calló para despertar la curiosidad en Cristina.

—¿Qué? —Preguntó ella—. ¡Me vas a decir que se convirtió en hombre lobo! No te lo crees ni tú.

—No. En hombre lobo, no. En algo mucho peor. ¡Pobres padres! Con la cantidad de tiempo y dinero que invirtieron en su educación, total para nada.

—¿Qué pasó? —preguntó intrigada—. Si no se convirtió en hombre lobo, ¿en qué se convirtió?

—Pues… se convirtió… —hizo una larga pausa— se convirtió… ¡al catolicismo! —Y mientras lo decía gritándole al oído, comenzó a hacerle cosquillas. Ella dio un salto y gritó asustada, separándose de su lado. Cuando se le pasó el susto, corrió hacia él y comenzó a pegarle con las dos manos mientras le decía imprecaciones de todo tipo.

—¡Qué bobo eres! —Le dijo mientras se agarraba y se acomodaba en su cuerpo.

Siguieron subiendo por la calle La Carrera, y al llegar a la Plaza de la Catedral, vieron pasar a un hombre caminando, entre deprisa y tambaleándose, que salía del Ateneo en dirección a la calle San Juan.

—Mira. ¿Ves a ese tipo de bigote que sale del Ateneo?

—Si. Que mal aspecto tiene. ¿Lo conoces?

—Ese es Braulio. El amante secreto y persistente de Costanza. Un machista empedernido, un egoísta. Sólo ve en las mujeres un cuerpo bonito, algo que poderse follar. Y con los hombres, igual. Incapaz de tener amigos, insensible, altivo y pendenciero. No conoce el valor de la amistad ni la dulzura de los sentimientos. Por eso termina siempre así, sólo y tambaleándose frente a la vida.

—¿Ese es Braulio? —preguntó con asombro—. Mira cómo va, medio borracho. Ahora entiendo la repulsión de Costanza… y tus supuestos celos.

Siguieron caminando rumbo a la Villa de Arriba. A medida que se acercaban el bullicio era mayor. Decidieron coger a la derecha, a la altura de La Princesa, por la calle Ascanio y Nieves para bajar por San Agustín y girar a la izquierda por el Callejón del Remojo. Poco a poco, la algarabía quedaba atrás y se internaron en la paz y tranquilidad del Camino Largo. El aroma de las madreselvas, el jazmín, los guisantes de color, entre otras trepadoras que adornaban los muros de los jardines, embriagaban la noche haciéndola aún más placentera.

—¡Qué lujo vivir en La Laguna! ¿verdad? —comentó Cristina.

—El lujo en pasear contigo por La Laguna. —Se pararon y se besaron a la altura de un magnolio que perfumó el instante haciéndolo inmarcesible.

De vuelta, pasaron delante de la casa de Costanza que aún tenía la luz encendida.

—Mira, todavía está despierta —comentó Cristina.

—Seguro que está en pijama, sentada en su sillón orejero, comiéndose los bombones mientras lee el último libro que compró, El infinito en un junco.

—Parece que la conoces bien. Es muy predecible para ti.

—Si. Y yo también para ella.

Llegaron al edificio, cogieron el ascensor y entraron en el ático. Cristina cerró la puerta con llave y se dirigieron al salón.

—¿Sabes qué me apetece? —le preguntó mientras lo abrazaba por detrás—. Darme un baño con mucha espuma y relajantes sales olorosas. ¿Te apuntas?

—Excelente idea —le dijo mientras se daba la vuelta, la abrazaba y la callaba con un beso.

—Pues voy a prepararlo.

Se dirigió al cuarto de baño mientras él se fue a poner algo de música. Ojeó los vinilos y CD que tenía a la vista y eligió la Sinfonía del nuevo mundo. Introdujo el CD en el aparato y esperó para elegir el volumen. Cuando se inicia el Primer Movimiento: Adagio-Allegro molto, y comienzan a sonar las violas, violonchelos, clarinetes, fagotes y trompas, Cristina le dice en voz alta.

—¡Dvořák! ¡Fantástico! Pulsa la tecla repetir para no quedarnos sin música. Ya puedes venir.

Se dirigió al baño justo cuando Cristina terminaba de preparar la bañera. Le gustaba el ambiente que había creado: la música de fondo, la bañera llena de espuma y olorosas sales, el cuarto de baño con una temperatura ideal para desnudarse, tres velas con olor a vainilla encendidas sobre una repisa, y sobre todo la presencia de Cristina. Quiso comenzar a desnudarla, pero ella se negó diciendo:

—¡Quita, bobo! Primero hay que preparar todo bien para poder disfrutar sin que nos falte nada. ¿Quieres que te traiga unas bragas limpias o prefieres la bata? —le dijo mientras lo mirada con una sonrisa picarona.

—Prefiero la bata que ya nos conocemos y realza mi lado femenino. Aunque tus sensuales bragas tampoco me sentarían nada mal. Lástima que me queden tan cortas y no las pueda disfrutar en tu presencia. ¡Te asombrarías si me las vieras puesta! Aunque la verdad, no necesito ningún ropaje para expresar mis sentimientos y emociones.

—Vale, sex symbol. Vete desnudándote que se enfría el agua. Vuelvo enseguida. —Y se alejó pensando que Willy era un hombre emocionalmente desarrollado, un romántico que la hacía sentir feliz, sin renunciar a su masculinidad.

Willy se quitó la ropa y se metió en la calentita y agradable agua. Cerró los ojos y se embriagó del olor a vainilla mientras escuchaba la Sinfonía n⁰ 9. Cristina entró con su ropa interior limpia y las batas que dejó sobre el lavamanos. Volvió a salir y apareció con una botella de champán y dos copas.

—Toma. Ábrela mientras me desnudo. Me muero por estar ahí contigo.

Willy no atinaba a descorcharla extasiado viendo cómo se desnudaba Cristina y mostraba su níveo cuerpo. Por fin lo consiguió con el consiguiente estruendo del tapón al salir. Ella entró y se fue sumergiendo poco a poco hasta que se abrazó a él y lo besó tiernamente.

—No te quedes con esa cara de bobo y la botella en las manos. Sirve las copas para brindar. ¿Nunca te has dado un baño caliente?

—Si. Muchas veces. Pero con una sirena dentro, no. —Llenó las copas y brindaron por ellos, por su felicidad. Ella, con la mano que le quedaba libre, comenzó a explorar su cuerpo, hasta que encontró el pene.

—¡El pobre! Mira cómo está. ¿No sabe nadar? —le dijo mientras lo sobaba.

Willy, excitado, comenzó a besarla mientras se dejaba hacer. Ella disfrutaba sintiendo como el pene crecía en su mano. Se bebieron lo que quedaba en la copa y se abrazaron sintiendo el cuerpo del otro suave y delicado en medio de tanta espuma. Se enjabonaban muy despacio todo el cuerpo, recorriendo cada centímetro de su piel, centrándose en sus zonas más erógenas, enjabonándose el pelo y descubriendo la extraordinaria sensación táctil que los envolvían y despertaban sus sentidos. Ella se puso sobre él mientras sentía como la penetraba y se echó hacia delante para apoderarse de su boca y penetrarla con su lengua. El agua caliente había abierto sus poros propiciándoles un placer infinito. Por un momento perdieron la noción del tiempo y la corporeidad sintiéndose como si flotaran en el espacio. La boca de cada uno de ellos se negaba a dejar la del otro disfrutando como niños que no querían soltar la tarta de chocolate que los embadurnaba y aprovechaban para relamerse. El sentía los pechos de ella sobre su piel y con las palmas de las manos le acariciaba y estrujaba las nalgas que se movían rítmicamente sintiendo el pene en su interior. Ella se sentía poderosa sobre él, y mientras lo besaba, acariciaba su cabeza, sus orejas y su cara con las manos, queriendo reconocer y aprovechar hasta el último poro de placer.

Justo en el momento que ambos llegaron al cénit del deleite, comenzó el cuarto movimiento de la Sinfonía del nuevo mundo: Allegro con fuoco, con su carácter dramático, resuelto, decidido y heroico. Ellos, disfrutando en pleno goce, complacidos y satisfechos, mientras la Sinfonía se encaminaba hacia el apoteósico y triunfal final. Extasiados, se abandonaron, uno en los brazos del otro. Willy llenó de nuevo las copas y se la acercó a Cristina. Bebieron y disfrutaron de las burbujas que recorrían la boca. Se miraban sin decirse nada, observándose como si quisieran poseer al otro, apoderarse de su alma, aprehenderlo para siempre, para toda la eternidad. El cava aliviaba la triste realidad, la fatal conclusión, por la imposibilidad de lograrlo. Cuando acabaron la última copa, el agua comenzaba a enfriarse. Quitaron el tapón del desagüe, se pusieron de pie y se ducharon abrazados, mientras el agua caliente resbalaba por sus cuerpos. Salieron de la bañera, se secaron y se vistieron: ella con su erótica ropa interior, su sensual y trasparente bata de levantar, y él con la no menos impúdica bata de muselina que realzaba su lado femenino.

—¡Qué pena que lo bueno dure tan poco! —dijo Cristina mientras caminaban rumbo a la habitación. Y mostrando su lado masculino le dio unas palmaditas en el culo de Willy medio descubierto por la corta bata de muselina, actuando de forma firme y decidida.

—Es verdad. El lado positivo es que se puede volver a repetir cuantas veces queramos.

Una vez en la habitación, se quitó la bata y se metió en la cama, mientras ella se acercaba al cuadro para tocarlo con ambas manos y quedarse un ratito mirándolo, como quien le cuenta a su madre lo ocurrido en el día. Él la miraba con cariño, observando las muecas de su cara que parecían denotar felicidad, paz y sosiego. Cuando se metió en la cama y se abrazó a él, le susurró al oído.

—Espero que no te moleste mi relación con el cuadro. Pero es que soy tan feliz que temo perderte. No soportaría otra experiencia como la que tú sabes. —Unas lágrimas afloraron a sus ojos— Por eso me agarro fuertemente al cuadro, a mi medicina.

—No llores. —Le secó las lágrimas con las manos y le besó los ojos—. Disfruta del momento. La historia no tiene porqué repetirse. Aunque entiendo tu temor, no puedes vivir pendiente de perder lo que tienes, sino de disfrutarlo en cada minuto. —La abrazó y la colmó de besos, mientras se quedaba dormida.

Por la mañana temprano, mientras ella seguía dormida, se levantó despacito, sin hacer ruido, y se fue a la cocina a preparar el desayuno. Una tortilla francesa, dos lonchas de jamón cocido, varios trozos de queso, tostadas, mantequilla, mermelada de arándanos, zumo de naranja y café. Lo colocó todo con las servilletas y los cubiertos en dos bandejas, y las llevó a la cama. Cuando entró en la habitación, ella seguía durmiendo. Encendió la luz, la besó en la frente y le dio los buenos días. Cristina se sorprendió al ver el desayuno y le dijo.

—¡Oh! Qué maravilla. Has preparado el desayuno y me lo traes a la cama. ¡Eres un primor! Ven. —Abrió los brazos para recibirlo entre los suyos. Willy se acercó y la abrazó—. Vamos a desayunar como príncipes. Que digo como príncipes, como reyes. Qué digo como reyes, como emperadores. Qué digo como emperadores, como dioses. Porque este desayuno, en la cama, contigo al lado, y —pulsó el interruptor para que la persiana de la ventana se abriera— viendo cómo amanece la Mesa Mota, es un espectáculo sólo al alcance de los dioses del Olimpo.

—Cierto, Afrodita. Disfrutemos del momento.

Mientras desayunaban se repetía el milagro diario del amanecer. Los rayos del sol comenzaban a iluminar la Vega Lagunera. A medida que el sol iba subiendo se apreciaban los cambios en la tonalidad de los colores de la montaña. Era un auténtico espectáculo ver como los árboles recibían los rayos del sol y transformaban la melanina de sus hojas en una multitud de tonos de verde. Era el espectáculo siempre nuevo y siempre viejo de la evolución. Aunque lo contemplaran todos los días, siempre era una función nueva. El desayuno les estaba sabiendo a gloria bendita.

—¡Mm! Qué bueno está todo. Eres un encanto, Willy. ¿Dónde te habías metido? Nunca le perdonare a Costanza que no me hablara de ti. —Le dio un cariñoso beso y siguió comiendo mientras disfrutaba del bello amanecer.

Al acabar, recogieron la habitación y las bandejas del desayuno. Se vistieron y fueron a la terraza para disfrutar de las orquídeas. Era la primera vez que Willy salía y las veía. Y lo que miraba era un auténtico espectáculo. La terraza tendría unos 30 m². Estaba techada con planchas de policarbonato para dejar entrar la luz del sol, a la vez que evitaba que los rayos solares incidieran violentamente sobre las orquídeas. El frente estaba cerrado con grandes ventanas de corredera para permitir la aireación y evitar las heladas nocturnas. Algunas estaban colgadas del techo mostrando sus raíces aéreas, por donde discurría un entramado de tuberías encargadas de regar por aspersión. Otras aparecían enrolladas en troncos secos de árboles. Varias estaban plantadas en grandes macetas colocadas en el suelo. Las más, descansaban sobre largas mesas forradas con un tapete verde que por efecto del riego y como consecuencia de la humedad, estaban llenas de moho verde y culantrillo, en macetas transparentes mostrando sus raíces. La pared donde estaba la ventana de la cocina formaba un ángulo recto con el tabique que la separaba de la entrada de la casa. En este último había colgado un cuadro de Soey Milk. Había conseguido un coqueto rincón, de unos 9 m², donde colocó un juego de terraza de madera de Tailandia que había comprado en Pérez Ortega, con una mesa y cuatro sillas. En el centro de la mesa había colocado la orquídea que él le había regalado el día anterior.     

Podrían haber más de sesenta o setenta orquídeas y ninguna era igual a otra, aunque todas se parecían entre sí. Habían Phalaenopsis, con sus hojas carnosas y sus flores en forma de mariposa. Dendrobium, con sus hojas mucho más estrechas y puntiagudas que las Phalaenopsis y sus flores de lo más diverso, pero de una increíble belleza. Vandas, una orquídea aérea que se alimenta de la humedad del ambiente, cuyas flores tienen un tamaño espectacular. Cambrias, que conseguidas a partir de híbridos cuentan con una gran variedad de tipos de flores. Cattleyas, cuyos tallos cuentan con pocas flores, pero siempre de gran tamaño. Cymbidium, en las macetas que estaban en el suelo, con una gran variedad de flores de enorme fragancia. Oncidium, apreciadas por el gran número de flores, y en su inmensa mayoría amarillas con leves tonos entre naranjas y rojizos, de pequeño tamaño que pueblan sus ramas. Zygopetalum, que destacan por la espectacularidad de sus flores, generalmente de colores morados, púrpuras y lilas, y por su ligera fragancia. Epidendrum, con una amplia variedad de flores y colores. Brassia, que conocida como «orquídea araña» por su parecido con estos arácnidos, tiene multitud de varas florales de múltiples colores.

Todos los colores del arco iris estaban allí representados. La tonalidad era inmensa. La combinación espectacular. La fragancia que desprendían semejaba a una tienda de perfumes. El efluvio que despedían embriagaba los sentidos. El aroma que empapaba el ambiente transportaba los sentidos a esencias primordiales. Era un placer para los sentidos contemplar aquella especie de paraíso. Cristina se desenvolvía como pez en el agua. Señalaba una u otra de las orquídeas y disertaba acerca del nombre científico, de su cuidado, reproducción o especie a la que pertenecía. Con la cara sonriente y el pecho henchido de satisfacción se pavoneaba por entre las mesas con orquídeas y las enumeraba contando cómo y cuándo las había adquirido o quién se las había regalado. Willy observaba delicadamente cómo disfrutaba, mientras la seguía y atendía respetuosamente a todas las explicaciones, indicaciones y descripciones de todas y cada una de las orquídeas. En un momento determinado, Cristina se paró, lo miró y llevándose la mano derecha a la frente, le dijo.

—Pero que tonta soy. Me acabo de dar cuenta que le estoy dando lesiones sobre orquídeas a un experto en ellas.

—¡Ja, ja, ja! ¿Experto, yo? ¡Qué va! Un simple aficionado que está aprendiendo mucho de una maestra avezada en el cuidado de tan delicadas, hermosas y fragantes plantas. Sigue, por favor, que me está encantando el tour gratis por tu terraza. —Y le guiñó un ojo.

—Eres muy atento y educado. Me limitaré a contarte cómo, dónde y cuándo las adquirí o quién me las regaló. Los aspectos técnicos los conoces tan bien o mejor que yo. —Y siguió relatando cómo había conseguido semejante tesoro botánico.

Fue tan minuciosa y pormenorizada la descripción que le había hecho de todas y cada una de las orquídeas, que Willy se percató que se había dejado una atrás. Bueno, dos. Pero la otra era la que estaba sobre la mesa del juego de terraza que se la había regalado él, el día anterior. Y cuando acabó, le preguntó:

—¿Creo que te dejaste una atrás? Una de la que no me comentaste nada.

—Si. Lo sé. Pero esa es la reina de las orquídeas. El mejor regalo que me han hecho jamás. Aúna en sus pétalos el color rosa con el libelo amarillo que conjugan el significado del amor y el cariño con el erotismo. Me la regalaste tú, bobito. Y ocupa el lugar privilegiado de esta terraza: la mesa donde me siento todos los días a contemplar mi pequeño jardín, para verla y tenerla junto a mí. Para que me hable de ti. Para que me recuerde lo que me quieres. Para decirle lo que te amo. Para disfrutar de nuestro amor. —Lo abrazó como se abraza a alguien que no se desea perder.

 —Me alegro que te haya gustado tanto. Pero no me refería a esa, sino a aquella —y señaló una Oncidium que se encontraba en la zona más alejada de la mesa, casi escondida entre macetas vacías, sustrato para las orquídeas, fungicidas ecológicos y herramientas de jardín.

—Ah. Aquella. Sí. Es muy bonita. Las flores amarillas con leves tonos entre naranjas y rojizos es espectacular. Es la zona de curas. La tengo en cuarentena porque le cayó una plaga.

—¡Vaya! Tienes hasta un hospital para las orquídeas. Nunca se me habría ocurrido. Pero, me refería a que no me contaste nada acerca de cómo llegó hasta aquí. ¿Quién te la regaló? —preguntó adivinando la respuesta por las evasivas que le daba acerca de su adquisición.

—¿Quién me la regaló?... —Su cara se entristeció y comenzó a balbucear—. Pues… pues…

Willy la abrazó y comenzó a besarle la cabeza, diciéndole:

—¡Lo siento! No quería incomodarte. Te la regaló él, ¿verdad? —Ella sollozaba ocultando la cabeza en su pecho—. Perdóname, perdóname. Vamos a sentarnos. No debí preguntarte nada. Si no me lo dijiste es porque no querías —la acompañó agarrada a él hasta que la sentó en una silla. Fue a la cocina y trajo una botella de agua con dos vasos. Los sirvió y le ofreció uno a ella. Bebieron y poco a poco se fue recomponiendo.

—La verdad es que soy una tonta. No debería afectarme tanto. Es una orquídea preciosa. Sí… Me la regaló él… Y no está allí en recuperación. Está allí a ver si me recupero yo… No puedo deshacerme de ella… Ni quiero. Ella no tiene ninguna culpa. —Y lo miró con cara de pedir auxilio.

—No te preocupes. Haces bien en no abandonarla. Ya cumpliste abandonándolo a él. Sé que es muy fácil decirlo, pero tienes que pasar página. Además, el que salió perdiendo fue él: se quedó sin la orquídea y sin la Reina del invernadero —y le dio un beso paliativo con sabor a sosiego.

—¡Gracias! —Se agarró a su cuello— Pensé que lo tenía superado, que lo había olvidado. Pero está claro que todavía no lo he conseguido. Tendré que poner más empeño.

—Creo que te equivocas, Cris. No tienes que empeñarte en nada. Ya hiciste lo más importante cuando tomaste la decisión en Sidney. Ahora sólo tienes que confiar en ti, en tu decisión. Si me permites un consejo, coloca la orquídea en el sitio que la colocarías si no te la hubiera regalado él. Ella no tiene culpa de nada y tú tampoco. Si normalizas la presencia de la orquídea en la terraza, si la pones junta con las otras, donde creas conveniente, entonces te ayudará a verla como una más, no como la que él te regaló.

—Quizás tengas razón. —se levantó y se dirigió decidida hacia la zona de curas. Cogió la maceta enérgicamente y la llevó de manera resuelta hasta un lugar vacío entre dos Oncidium—. ¡Aquí es donde estaba y aquí permanecerá! A fin de cuentas, el que se tiene que ir es él —y se dirigió a la mesa para sentarse junto a Willy.

—¡Bien! —le dijo él, mientras le cogía las dos manos y se las apretaba.

—Mira. ¿Ves ese cuadro de Soey en grafito y acuarela sobre papel? Se titula Sinavro. Algo así como progresar lentamente, casi imperceptiblemente. Es el tercer cuadro que te había comentado. Esa soy yo intentando progresar, poco a poco, con ayuda de las orquídeas.

—Es precioso. Me gusta mucho. ¡Pero ya quisiera la modelo parecerse a ti! Tú eres más interesante y mucho más sexy.

El cuadro dibujaba una chica desde el ombligo hacia arriba. Partiendo de la cabeza, inclinada hacia el lado derecho, le caía una especie de velo por los laterales del cuerpo, que dejaba al descubierto su sensual figura. Mostraba una cara amable, de semblante sosegado. Ojos semiabiertos, de mirada calma. Boca cerrada, de sensuales labios. El cuello, flanqueado por la desordenada melena que le caía despreocupada, semejaba al de una divinidad griega. El brazo derecho, levantado y recogido sobre la cabeza, mostraba una extremidad atractiva que ocultaba la mano detrás de una enorme flor que, comenzando a colorearse, escondía su oreja izquierda. La mano izquierda, a la altura del hombro, entornaba los dedos que parecían sujetar el velo. Al tener los dos brazos erguidos, el torso mostraba sus esplendorosos pechos. El izquierdo se exhibía voluptuoso ofreciendo su erótico pezón enmarcado por una tentadora aureola. El derecho, insinuado tras el velo y la desordenada melena, se mostraba sugestivo. Toda ella era un canto a la autoestima, al renacimiento personal. Y Cristina la había tomado de modelo, de ejemplo a seguir.

—Gracias. ¡Eres tan amable!… ¿Sabes? …La otra noche en el restaurante, cuando te vi por primera vez, pensé que eras un fanfarrón, el típico machote que iba por ahí encandilando a las chicas, presumiendo de entender de vinos y aprovechando cualquier circunstancia para fardar, presentándose como un especialista en lo que fuera. Por eso insistí en preguntarte por el conocimiento que tenías de las orquídeas. Creí que vendías humo aprovechando la orquídea que llevaba puesta. Después, pensé que eras un caradura, que tenías una historia con Costanza, pero que no te importaba ligar conmigo. Por eso te pregunté si eras un gilipollas. Pero a medida que te fui conociendo, me caí con todo el equipo. Ahora que te conozco mejor, veo que eres una persona prodigiosa. Que conjugas maravillosamente en tu vida la razón con los sentimientos, y que no te avergüenzas de mostrarte tal cómo eres. Me fascina ver como en la cama tomas la iniciativa, pero sin anularme, y como te dejas hacer cuando decido tomar el mando. Me encanta cuando me aconsejas como si fueras mi padre, con autoridad y decisión, pero actuando como mi madre, con ternura y convicción. Me seduce tu afición por las orquídeas, que me recojas la ropa y me hagas la cama, que sepas cocinar y que te guste el fútbol, que te encante follar y te embeleses viendo el amanecer de la Mesa Mota. Te acabé de descubrir anoche cuando vimos a Braulio y me describiste cómo era. Había pensado que tu animadversión hacia él eran celos. Pero cuando lo vi tambaleándose, sólo y con aquella pinta de matón de barrio, comprendí que lo que te movía era una repulsión hacia las actitudes machistas, hacia los hombres carentes de sentimientos, y que lo que querías era proteger a Costanza.

—¡Vaya! Parece que te gusta desnudarme, eh. —Se levantó, la besó y la abrazó.

Estuvieron un buen rato abrazados, sintiéndose, necesitándose, comprendiéndose. Parecían dos enamorados que hacía tiempo que no se veían y necesitaban recuperar el tiempo perdido. La fragancia de las orquídeas inundaba el ambiente haciendo más seductor el momento. La multitud de colores, realzados por los rayos del sol, hechizaba la vista. Todo era paz, quietud y armonía.

—Yo también tengo algo que contarte. Tu prestancia me fascinó cuando te cruzaste en mi camino. Tu perfume me embriagó hasta el punto de atenazarme y atreverme a seguirte. Después, me pareciste arrogante con tus preguntas sobre mí, algunas puntillosas. Pero seguías atrapándome con tu belleza. Tu pretendida superioridad, poco a poco se tornó en debilidad. Me quedé desconcertado con tus altibajos mientras nos tomábamos la copa en la terraza. Luego el paseo en silencio me hizo comprender que todo era fachada, que eras una gran mujer navegando por las procelosas aguas de la vida buscando un puerto seguro. No detecté debilidad, sino defensa. No vi angustia, sino recelo. Y cuando me contaste lo de Sidney, te descubrí en plenitud. Eras una mujer que demandabas ternura y cariño, que tenía las cosas claras y los arrestos suficientes para mostrarse como era, como quería ser. ¡Ahí me enamoré de ti!

Se besaron con tanta pasión como fruición; con tanta vehemencia como deseo; con tanto amor como cariño. Mientras se fundían en un abrazo de oso, cálido y fuerte, miraba por encima del hombro de Willy y le picaba el ojo al cuadro diciendo para sus adentros «Sinavro».

¡Rin, rin! ¡Rin, rin! Comenzó a sonar el interfono de manera insistente. Cristina fue a ver quién era.

—¿Quién es?

—¡Soy, yo! Costanza. Abre.