jueves, 17 de diciembre de 2020

¿QUIÉN SABE?

 —Pero ¿cómo qué no? —Se preguntaba tímidamente repasando las actuaciones desconcertantes de ella durante los últimos tiempos.

—No que no. No puede ser. Aunque parezca lo que parezca. No puede ser y se acabó. Es imposible que después de tanto tiempo y tantos años y tantas vivencias juntos pueda ser así. No y no. No puedo aceptarlo. La evidencia no es tal. Seguro que tiene que haber una razón oculta. Y no tan oculta. Lo que pasa es que soy incapaz de verla. Pero lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. En cabeza de quién cabe tal despropósito. De la noche a la mañana no se puede cambiar tan rápidamente de opinión. De ahora para después nadie cambia de parecer en asuntos tan trascendentales. No que no. Que es imposible mutar el juicio tan de repente y sin razón aparente.

Se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor del escritorio como si el número continuo de vueltas y la velocidad constante a la redonda de la escribanía le fueran a desvelar el misterio. Pero por más que le diera vueltas —a las ideas en la cabeza y al escritorio en derredor— no encontraba ninguna explicación. Seguía con el mismo sonsonete.

—No, no y no. Además, yo la conozco bien. Imposible desde todos los puntos de vista que actúe así.

Pero así está actuando. ¿Cómo puede ser? Dejó de dar vueltas alrededor del escritorio —aunque no en su cabeza— y se paró frente a la ventana. Fijo. Inmóvil. Pétreo.

El día, gris y lluvioso por momentos, invitaba al pesimismo. No se veía la luz del sol. Ningún rayo del astro rey que pudiera alumbrarle alguna idea acerca del proceder, tan insospechado, que ella tenía desde hacía varias semanas y que lo traía por el camino de la incertidumbre. La mirada perdida en el infinito. Las manos a la espalda. Circunspecto. De fondo, los Conciertos de Brandemburgo números 1, 2 y 3 de Bach, se afanaban por aportarle un poco de serenidad y lucidez a sus negros pensamientos. En lontananza, la Mesa Mota se cubría con un espléndido arco iris que lo invitaba a verla con otros colores.

—No, no y no. —Repitió en voz alta.

Repasaba mentalmente el último mes, las últimas semanas, los últimos días, las ultimas horas. Y todas le decían lo mismo: ha cambiado. Pero él les contestaba siempre igual:

—No que no. No puede ser. Aunque parezca lo que parezca. No puede ser y se acabó. ¡Si la conoceré yo! —Pero no encontraba ninguna explicación para el proceder tan raro que estaba teniendo.

Mientras observaba el arco iris que insistía en ofrecerle un resquicio de vida, de luz y color, a sus negros pensamientos, se acordó de los versos de Milton en el libro VI del Paraíso perdido.

[…] Así firmes la lucha

aguantaron, inmunes a dolores de heridas,

aunque a veces del sitio los movió la violencia.

No encontraba respuesta alguna. Al menos, que fuera convincente. Que si eran cosas mías. Que si estaba susceptible. Que si el tiempo no ayudaba. Que si patatín. Que si patatán. Se debatía entre aceptar la realidad o la coherencia; entre lo que sucedía o lo que imaginaba; entre los hechos o los deseos. Estaba hecho un galimatías. Para colmo de males, el arco iris desapareció detrás de una tupida cortina de agua que oscureció el paisaje y más, si cabe, sus pensamientos.

Se sentó. Echó el respaldo hacia atrás. Estiró las piernas. Cerró los ojos. Sólo el oído permanecía despierto mientras se deleitaba con Bach y el chapoteo de la lluvia en los cristales. Infinidad de recuerdos acudieron prestos sin esperar a que fueran llamados. Diligentes se presentaron ante él. Pugnaban por mostrarse. Se empujaban a empellones. Todos tenían en común la remembranza de los momentos que pasó con ella.

—Me enamoré de ti con sólo mirarte —le decía bajito una jovencita tímida y callada.

—Sólo con oír hablar de ti me subían los colores a la cara y tenía que esconderme. Yo no lo sabía entonces, pero mis hormonas te deseaban —profería otro de los recuerdos.

—Te buscaba a todas horas. Preguntaba por ti. Acudía donde sabía que podías estar. Sólo con verte me bastaba —le contaba otra evocación a la vez que se peleaba a empujones para hacerse oír.

—Cuando nos besamos por primera vez, ¿te acuerdas?, fue como estar en el cielo. Recuerdo pensar que si me moría esa noche ya no me importaba nada. Nunca he olvidado tus suaves labios. El calor de tus besos. Tu lengua tersa y sedosa —le mencionaba un recuerdo tan vívido que preparó sus labios para recibirla nuevamente en su boca.

Abrió los ojos y se escondieron rápidamente, cada uno en el lugar que ocupaban en el tiempo, como se esconden las cucarachas cuando enciendes la luz y las coges infraganti por toda la estancia. Los recuerdos no mentían. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo. Se levantó y fue a prepararse un café. Mientras lo servía echó de menos otra taza. La de ella. Ya no venía a tomarse el buchito de café. Se dio cuenta que no sólo los recuerdos, sino también las acciones le hablaban de ella. Estaba perdido. ¿Es que ya no lo quería? No tenía ningún recuerdo que lo atestiguará. Mas bien, al contrario. Pero los hechos de los últimos meses eran incontestables. Había desaparecido, poco a poco, de su vida.

—No, no y no. —Repitió en voz alta, tras saborear el último buche de café.

Siempre le había gustado su mirada limpia, su carácter sereno, su discreción y el amor que sentía por él. Se había enamorado de ella sin darse cuenta, al tran tran, despacito. Cuando cayó en la cuenta, era demasiado tarde. Nunca la pudo olvidar. De hecho, estaba en esas. Se negaba a olvidarla a pesar de su desaparición misteriosa, de su alejamiento inusual y de sus mentirijillas infantiles. No podía entender su proceder. Ella no era así. Pero, así se estaba comportando.

Ya no lo llamaba por teléfono con la asiduidad que lo hacía antes. No le consultaba las cosas y proyectos que tenía entre manos. No le contaba las interioridades de su familia. No le ponía al día de los avatares de su empresa. No recibía ningún WhatsApp picante como solía enviarle. Se había convertido en el Guadiana de su existencia. Cuando la veía —de tarde en tarde— aparecía serena, espléndida, sosegada. Pero después desaparecía sigilosa como el río en las Lagunas de Ruidera. No podía entender lo que estaba pasando. Tal vez la tenía idealizada. Quizás se había entregado en demasía esperando que le correspondiera de la misma manera. Acaso pensó que el amor que se profesaban era para siempre. Aunque probablemente, lo que estaba pasando era que había idealizado algo tan pasajero, tan efímero, tan transitorio como la pasión, el deseo carnal, la sensualidad que había en su relación.

No que no. No puede ser. Aunque parezca lo que parezca. No puede ser nada de eso. De ninguna de las maneras. Eso sólo son elucubraciones para engañarme. Son maquinaciones para justificarla, para disculparla… Pero entonces, ¿qué es? —se preguntaba.

Un silencio abrumador, atosigante, casi agotador se apoderó de él. No había respuesta a la pregunta. Al menos no la encontraba. O no quería buscarla. Tal vez no estaba haciéndose las preguntas correctas por eso no encontraba las respuestas adecuadas. O quizás no se estaba haciendo las preguntas adecuadas y por eso no encontraba las respuestas correctas. Ya no sabía ni lo que decía ni lo que pensaba. Pero se negaba a seguir insistiendo en esa dirección. De ahora para después nadie cambia de parecer tan de repente y sin motivos aparentes en asuntos tan trascendentales. No que no.

Recordaba sus turgentes pechos que sabían a ambrosía. Se acordaba de cómo le gustaba que se los comiera a besos. Evocaba cómo se los ofrecía a la manera como se ofrendaba una virgen en el altar de un Dios. Cómo lo invitaba a saborear sus lujuriosos pezones mientras apretaba su cabeza contra sus senos como queriendo retenerlo para siempre, entretanto se los mordisqueaba suavemente y los libaba con pasión. Eran unos pechos de color ambarino sobre una piel de terciopelo. ¡Ay!, ¡Cómo los echaba de menos! Le vino a la memoria el ambiente que preparaba siempre para estas ocasiones. Las persianas bajadas; la luz tenue; la cama descorrida; las velas encendidas; el vino descorchado; la música susurrando. Y casi siempre de Joan Baptista Humet. Se acordaba de la letra de una de sus melodías y la asociaba a momentos de placer inusitado mientras recorría su piel de terciopelo.

Siente, siente

por lo que quieras siente,

olvida el mundo conmigo,

si no, no tiene sentido.

Fuego, fuego

para perder estribos

y acurrucarse luego.

Esa imagen tan nítida le producía sentimientos encontrados. Por un lado, recapitulaba percepciones de placer, de fruición, de deleite; por otro, padecía sensaciones de rabia, de ira, de desamor. Mientras el enojo por su ausencia lo corroía, tarareaba a Humet con lágrimas en los ojos.

Quiero sentirte presente

bajo mis dedos en celo,

quiero encontrar en tu vientre

terciopelo ardiente.

 […]

Quiero sentirme simiente

y echar campanas al vuelo

cuando descubra en tu vientre

terciopelo ardiente.

Decidió coger el toro por los cuernos. La llamaría por teléfono y le preguntaría que qué coño le pasaba. Que ya estaba bien. Que él no se merecía ese desdén con el que lo trataba. Que si tenía que decirle algo que fuera valiente y se lo dijera a la cara. Como se hacen las cosas, con valentía. Que le explicara de una vez por todas porqué había cambiado tanto. Porqué tanta indiferencia. Cogió el teléfono y comenzó a marcar. Esperó para oír su voz y decirle todo lo que le tenía preparado. «El teléfono marcado está apagado o fuera de cobertura», fue la única voz que pudo oír. Se quedó con las ganas de escuchar su dulce y melodiosa voz. Se quedó con las ganas de soltarle todas las preguntas que lo reconcomía. Se quedó con las ganas de invitarla a su casa y hacerle el amor como antes, como siempre. Desesperado, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar, se tiró en el sillón como quién se rinde en la batalla final, en la batalla decisiva, la que gana o pierde las guerras.

Cogió el móvil y le puso un WhatsApp.

—Holiii…

—Te estoy llamando y me dice que lo tienes apagado o fuera de cobertura…

Quería decirte que no te mereces mi cariño… ¿Qué te he hecho yo?

   ¿Por qué me tratas así? Será mejor que me olvides para siempre…

   No te molestes en llamarme. —Y con la misma lo borró.

Sólo quería oír tu voz. Tu dulce y melodiosa voz…

   ¡Te echo de menos! —Y también lo borró.

—Bueno. A ver cuando nos vemos…

—😘👄😘👄😘👄😘👄

Repantingado en el sofá se sintió un guiñapo, un desecho humano, un cobarde incapaz de plantarle cara y decirle dos cosas bien dichas. De expresarle todo el mal que le estaba haciendo. No sabía si su inteligencia le pedía quererla con toda el alma o quererla perder de vista para siempre. No atinaba a descifrar si su voluntad quería luchar por ella o luchar contra ella. La amaba y la deseaba con locura. La echaba mucho de menos. Pero a la vez detestaba su comportamiento, su alejamiento, su distancia. Se sentía un títere en manos de un titiritero cruel que movía los hilos de los sentimientos a su conveniencia. ¡Pero ella no era así! Al menos no lo era hasta ahora. ¿Qué le había pasado? No lograba comprenderlo. Se resistía a aceptar que simplemente ya no lo quería. Le parecía una respuesta baladí. Una solución inconsistente. Una ocurrencia fuera de lugar.

Cogió el móvil y abrió el WhatsApp para comprobar si los había leído. Sólo tenía un tick. Ni siquiera los había recibido. ¿Le habrá pasado algo? Ella nunca apagaba el móvil. ¡Seguro que no quiere hablar conmigo! No, no. Lo más probable es que se haya quedado sin batería. ¡Con lo que le gusta hablar y Wasapear! Eso es. Sí. Se habrá quedado sin batería. Bueno, esperaré a que lo cargue. Seguro que cuando vea mis mensajes me llamará enseguida. ¡Igual hasta viene y todo! Y comenzó a imaginársela entrando por la puerta con su sonrisa puesta y la ropa interior quitada. Con sus ojos encendidos y su boca abierta dispuesta a comérselo todo, de arriba abajo. Con unas ganas locas de follárselo. Empezó a embriagarse de felicidad. Los ojos se le abrieron como platos. La boca salivaba de pasión. El pene, lujurioso se asomaba para verla entrar y poseerla.

Cogió el móvil y lo puso cerca para cogerlo en cuanto sonase. Pero no sonó. ¡Seguro que todavía no lo ha cargado! Lo abrió para comprobarlo y certificar que así era. Para tranquilizar la voz interior que burlonamente le susurraba que no se engañara. Que parecía bobo. Que si no tenía ojos en la cara. Que qué más quería que le pasara para darse cuenta que ya no lo quería. Que pasaba de él. Intranquilo por la dichosa voz, cogió el móvil y abrió el WhatsApp. Los mensajes tenían dos tick. ¡Y estaban en azul! El móvil ya lo había cargado o nunca se quedó sin batería. ¡Y había leído los mensajes! El corazón se le cayó a los pies. Se tapó instintivamente los oídos con sus manos para no escuchar la vocecita que impertinente y con retintín le decía machaconamente, «lo ves. No te lo decía yo».

Comenzó a llorar como se llora a un ser querido que se ha perdido para siempre. Como se llora irremediablemente la ausencia infinita. Como se llora ante la constancia de que nunca más se volverán a ver. Como se llora ante la despedida postrera. La despedida que se hace con el alma partida y los recuerdos a flor de piel. Y mientras las lágrimas resbalaban por su cara, con el corazón transido de dolor, recordaba cuánto la había querido, con qué intensidad la quería, y probablemente cómo la seguiría queriendo. No sabe cómo se acordó de la canción de Joan Baptista Humet, Y tú disimulando.

Te quiero con mi amor de aficionado,

te quiero con la urgencia del soldado.

Te quiero porque soy tu jardinero,

te quiero porque hay tiempo y flor, y espero.

Te quiero porque escondes tus amores,

te quiero porque juego a exploradores.

Mientras ella no sabía muy bien a qué jugaba. Mientras ella no respondía a sus WhatsApp, ni a sus llamadas, ni a sus sentimientos. El estribillo de la canción la retrataba.

Es todo cuanto sé

y tú disimulando,

yo consumiéndome,

y el tiempo va pasando.




viernes, 11 de diciembre de 2020

YESTERDAY

 Estaba viendo el Facebook. Leía un artículo en el muro de pijamasurf.com cuyo titular, La ciencia confirma que el 97% de nuestro cuerpo está constituido por polvo de estrellas, por Javier Barros Del Villar, escrito el 01/15/2017, le había llamado la atención. Un antiguo proverbio serbio nos exhortaba: Sé humilde pues estás hecho de tierra. Sé noble pues estás hecho de estrellas. Era una idea que le había oído a Carl Sagan muchas veces. Recordaba el capítulo 7 de la serie Cosmos, y la cantidad de veces que lo había comentado con sus alumnos y alumnas: El cosmos esta también dentro de nosotros. Estamos hechos de la misma sustancia que las estrellas. El artículo, después de exponer los datos que sostenían la afirmación del titular, concluía, partiendo de la premisa de Sagan —somos polvo de estrellas que piensa acerca de las estrellas—, que somos estrellas autodisfrutándose.

Le impresionaba recordar que habíamos nacido de los elementos internos de una estrella, completados con los elementos sintetizados después de la implosión y la explosión de la misma en lo que se conoce como supernova, y que repartidos por todo el espacio forman una nebulosa, con polvo de estrellas, que formará una nueva estrella después de millones de años, con sus planetas correspondientes, como el nuestro. Por eso podemos afirmar que estamos hechos de polvo de estrellas. Pensar que todos los átomos que componen nuestro cuerpo, salvo el hidrógeno, han sido fabricados en el interior de una estrella era una idea no sólo poética sino tremendamente real y desmitificadora del creacionismo.

Recordaba la filosofía presocrática. Aquellos filósofos de la naturaleza, de la physis que, dejando atrás explicaciones antropomórficas, se volcaron en descubrir la Naturaleza — el principio constitutivo de todas las cosas—, en naturalizar el cosmos. En especial, recordaba la tradición científica-jónica que inauguraba Tales de Mileto para el cual, la tierra descansaba sobre el agua, ésta era el principio de todas las cosas, y estaba dotada de vida y movimiento propios. En Anaximandro de Mileto, se encontraba ya una cosmología que describe la formación del universo por el ápeiron —lo indefinido, lo indeterminado—. En el ápeiron se separan —por un proceso de rotación— lo frío y lo caliente. Lo frío-húmedo ocupa el centro; en torno suyo gira una masa de fuego. El calor hace que se evapore una parte del agua: surge la tierra seca y se forma una cortina de vapor —el cielo—, por cuyos orificios se vislumbra el fuego exterior —las estrellas—. Se imaginaba a Anaximandro, seis siglos antes de Cristo, pensando en que éramos polvo de estrellas y se emocionaba al reconocerse en sus pensamientos.

Rememoraba que Anaxímenes de Mileto afirmaba que el principio constitutivo de la realidad era el aire, y que concebía el mundo como algo vivo. Afirmaba que el aire se diferenciaba en distintas substancias en virtud de la rarefacción y la condensación. Por la rarefacción se convierte en fuego; por la condensación, se transforma en viento; después en nube, y aún más condensado, en agua; posteriormente en tierra, y de ahí finalmente en piedra. ¡Eran unas ideas magníficas, espléndidas, para la época en las que fueron pensadas! Se conmovía al recordarlas y se soñaba parte del ADN de la Vía Láctea.

En su repaso por las ideas presocráticas evocaba que, para Heráclito de Éfeso, el principio constitutivo de la realidad era el fuego: «Este mundo, el mismo para todos los seres, no lo ha creado ninguno de los dioses o de los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego eternamente vivo, que se enciende con medida y se apaga con medida». Este fuego, por sus propias características, dotaba al mundo de un flujo permanente, todo estaba en movimiento: «No es posible descender dos veces al mismo río, tocar dos veces una substancia mortal en el mismo estado, sino que por el ímpetu y la velocidad de los cambios se dispersa y nuevamente se reúne, y viene y desaparece». Para él, ésta permanente movilidad se fundamentaba en la estructura contradictoria de la realidad que, sin embargo, engendraba una armonía oculta, gracias a una ley única que rige el curso del universo: el Logos, que todo lo unifica y orienta. Mientras recordaba el pensamiento dialéctico de Heráclito, se soñaba parte del fuego siempre nuevo y siempre eterno que formaba parte del cosmos.

Con Pitágoras, el universo se armoniza a través de la música y los números. El principio básico de la armonía estaba basado en la perfección matemática del cosmos que parecía resultar de cualquier investigación que hicieran los pitagóricos con ellos. Por una parte, el cosmos lo entendía como Uno, unidad, concepto que extraía del estudio de las matemáticas. Un estudio que le había abierto los ojos a una armonía global o cósmica que se manifestaba constantemente en pequeñas armonías como las de la escala musical o la geometría. Por otra parte, tenemos la dualidad, que observamos en la existencia de oposiciones como par-impar, uno-múltiple, límite-ilimitado, etc. Los números no eran para ellos meras cantidades, sino auténticas cualidades de las cosas; no eran símbolos, sino la realidad misma. Estas ideas pitagóricas lo subyugaban mientras recordaba la imagen de la Vía Láctea, el espinazo de la noche, como la llamaban los bosquimanos Kung del desierto del Kalahari, que sostiene la noche y evita que trozos de oscuridad caigan, rompiéndose, a nuestros pies.

Pensaba en Parménides y Zenón, ambos de Elea, que se esforzaron en proclamar la unicidad del cosmos, del ser. Aseguraban que el cambio y los movimientos que percibíamos del universo eran ilusorios porque la realidad era corpórea. El mundo, pues, es algo limitado, compacto, inengendrado e imperecedero, excluyéndose la posibilidad de cambios y movimientos. Es como «una esfera bien redonda», inmóvil y eterna. Eran ideas contrapuestas a Pitágoras, Anaxímenes, y quizás a Heráclito, pero que confirmaban la unicidad y corporeidad del cosmos. Se imaginaba, semejante a lo que había relatado la mitología, la Vía Láctea como un todo indivisible, fantaseando que era la leche de Hera que le salía a chorro de su pecho y atravesaba el cielo para alimentar la tierra.

Todas estas ideas le traían a la memoria los cuatro elementos o «raíces de todas las cosas»: fuego, aire, tierra y agua, de Empédocles, que se mezclaban y combinaban merced a dos fuerzas cósmicas: el Amor y el Odio. Anaxágoras ampliaba los cuatro elementos afirmando que todo lo que se produce y sucede es resultado de la mezcla de innumerables elementos que llamaba semillas, las cuales son cualitativamente distintas e indefinidamente divisibles. En todas las cosas hay semillas de todas las cosas, de tal manera que «todo está en todo». Así se explicaba que cualquier cosa pueda llegar a ser otra distinta. Cerró los ojos y más que nunca se sintió polvo de estrellas.

Se acordaba que, para Leucipo y Demócrito, el mundo constaba de infinitas partículas indivisibles —átomos—, sólidas y llenas, inmutables, siendo infinitos en número. Además, los átomos carecían de cualidades sensibles y sólo se distinguían entre sí por la figura —como 1 difiere de 3—, el orden —como 13 difiere de 31— y la posición —como 1 difiere de 9—. Poseían, además, movimiento propio y espontáneo en todas las direcciones —algo así como las partículas de polvo en un rayo de sol—, y chocaban entre sí. El choque podía tener dos consecuencias diversas: o bien los átomos rebotaban y se separaban, o bien se «enganchaban» entre sí, gracias a sus figuras diversas. Así se producían torbellinos de átomos y se originaban mundos infinitos, engendrados y perecederos. Mientras recapitulaba las ideas de los presocráticos acerca de la Naturaleza, consolidaba la convicción que, efectivamente somos polvo de estrellas pensando acerca de las estrellas, y que en definitiva somos estrellas autodisfrutándose.

Se quedó pensativo. Absorto en la idea de estar formado por el polvo de alguna nebulosa. Miró por la ventana de la biblioteca y observó el cielo nítido, poblado por infinidad de estrellas. El pensamiento se le fue hasta ellas. Se sentía parte del cosmos y comenzó a recordar el poema de Calderón de la Barca, A las estrellas:

Esos rasgos de luz, esas centellas

que cobran con amagos superiores

alimentos del sol en resplandores,

aquello viven, si se duelen dellas.

 

Flores nocturnas son; aunque tan bellas,

efímeras padecen sus ardores;

pues si un día es el siglo de las flores,

una noche es la edad de las estrellas.

 

De esa, pues, primavera fugitiva,

ya nuestro mal, ya nuestro bien se infiere;

registro es nuestro, o muera el sol o viva.

 

¿Qué duración habrá que el hombre espere,

o qué mudanza habrá que no reciba

de astro que cada noche nace y muere?

 

Mientras pensaba en esta fascinante idea, una fotografía de JLR publicada en el muro de I Love La Laguna, exhibía una panorámica del Camino Largo mostrando una espléndida noche con la luna, varios planetas y muchas estrellas titilando en el firmamento. La visión de la instantánea le embargó el espíritu. Agrandó la foto y se sintió parte del querido paisaje del Camino Largo. El paseo aparecía desierto y las opacas luces de las farolas le conferían una sensación de agradable penumbra. Por entre las abovedadas palmeras se descubrían las estrellas compitiendo entre ellas por ver quien brillaba más. La luna llena parecía que jugaba al escondite con los planetas. Las adelfas, recortadas por la poda anual, estiraban sus tiernos tallos para asomarse a contemplar el bello espectáculo nocturno del titilar de las estrellas.

Cautivado por tan bellas ideas, fascinado por tan hermosa instantánea y embelesado por la visión nocturna de la que disfrutaba por la ventana de su biblioteca, se quedó absorto divagando sobre todo ello. De pronto, una fotografía bajo el epígrafe Personas que quizás conozcas, le mostraba el rostro sereno y sonriente de la única persona que conocía que se llamaba como el Santo cura de Ars. El corazón le dio un vuelco. ¡Claro que la conocía! Miró por la ventana por ver si los astros, aquellos de los que estaba hecho, se habían alineado para propiciar aquella visión después de tantos años. Seguían en su sitio. Si acaso brillaban con mayor fulgor como queriéndole recordar que ella también estaba hecha del mismo polvo de estrellas.

Respiró profundamente y se restregó los ojos. La sugerencia de Facebook seguía allí delante. ¡Estaba guapísima! La cabeza, tocada por lo que parecía un sombrero venezolano de ala ancha, dejaba al descubierto unos ojos oscuros de mirada penetrante y tierna, separados por una delicada nariz, que buscaba no restarle protagonismo a una boca encantadora de suaves labios que sabían a chicle de fresa, de fresa de las de antaño, pintados con un suave brillo que dejaron en sus labios el dulce recuerdo del amor de juventud. Los blancos dientes seguían rubricando una sonrisa encantadora sólo al alcance de una persona como ella. Su tersa cara estaba apoyada delicadamente sobre la mano izquierda que dejaba ver los sensuales y largos dedos con los que un día lo acarició. Llevaba al cuello un pasamontañas negro que hacía que su hermoso rostro refulgiera con luz propia. ¡Era la prueba irrefutable de que estábamos hecho de polvo de estrellas!

Los recuerdos se agolpaban en la memoria. Se peleaban entre sí para hacerse un hueco en el presente. Luchaban denodadamente por salir del inconsciente, por actualizarse en el consciente, en el yo que miraba estupefacto la fotografía. Con una fuerza inusitada la evocó recostada en el asiento del copiloto, con los ojos cerrados y la mano izquierda extendida, acariciándole su muslo derecho, cantando a dúo con Paul McCartney, Hey Jude.

Hey, Jude, don't let me down

You have found her now go and get her

Remember (hey, Jude) to let her into your heart

Then you can start to make it better…

[…] Na, na na na na na, na na na, hey, Jude

Na, na na na na na, na na na, hey, Jude.

Les encantaba los Beatles. Cada vez que salían a dar un paseo en coche sonaba, repetida y machaconamente, el ritmo irresistible de la banda de rock de Liverpool. Se descalzaba y ponía sus grandes y elegantes pies en el salpicadero mientras el viaje los arrebataba. Les seducía la velocidad y vivían el momento con la misma celeridad que conducían. ¡Cuántas veces se besaron acariciados por la melodía de Let it be!

And in my hour of darkness

She is standing right in front of me

Speaking words of wisdom

Let it be.

Let it be, let it be

Let it be, let it be

Whisper words of wisdom

Let it be…

Le agradaba la cerveza. Recorrían kilómetros para tomarse unos botellines a la orilla del mar. Solía remangarse los pantalones y remojarse los pies desnudos con la espuma de la orilla, corriendo y salpicando como una chica menuda. Pasaban las horas sentados en la playa disfrutando de los atardeceres más plácidos y occidentales de Canarias. Tumbados en la arena disfrutaban de sus botellines mientras contemplaban el límpido cielo de su isla, sus estrellas y la luna que los enamoraba. Recordaba los besos con sabor a lúpulo y malta; los cálidos abrazos llenos de ternura; las suaves caricias que recorrían su cuerpo, y la tersa y sedosa voz con la que le decía las cosas más bonitas que jamás le habían dicho.

Mientras contemplaba la foto y se deleitaba con los recuerdos, una creciente amargura iba tiñendo su espíritu hasta el punto que comenzaron a aflorarle algunas lágrimas a sus ojos. La tristeza no le permitía actualizar los recuerdos, disfrutar de la fotografía, evocar los momentos placenteros. Cerró los ojos para intentar recomponerse y lo que logró fue ver una pantalla de cine inmensa, en Panavisión y Technicolor, con la foto de ella que lo miraba fijamente sin dejar de sonreírle mientras en estéreo se escuchaba, con sonido Dolby envolvente, Yesterday.

Yesterday

All my troubles seemed so far away

Now it looks as though they're here to stay

Oh, I believe in yesterday

 

Suddenly

I'm not half the man I used to be

There's a shadow hanging over me

Oh, yesterday came suddenly…




lunes, 7 de diciembre de 2020

ÍTACA

Eran las seis de la tarde cuando entraron en el garaje. El horario de invierno hacía que la noche se apoderara de la ciudad. Paró el coche, apagó el motor y subieron a la casa. Encendió la luz y ante los ojos de Cristina apareció una amplia sala con seis puertas y una escalera: la que daba el garaje, la del acceso al jardín delantero, la de la cocina, la del cuarto de baño, la del despacho y la que accedía al porche del jardín trasero. La escalera subía hacia el piso superior.

—¡Que casa más grande! ¿No te sientes sólo en ella? —Le preguntó.

—Depende del día. En general me encuentro muy cómodo. Es cuestión de costumbre.

—Supongo. Me gusta mucho lo que veo.

—Perdona. Soy un descortés. Te la muestro. El garaje ya lo conoces. La puerta de la derecha —la abrió y encendió el farol de la fachada delantera— da a este jardín de entrada. Por la de la izquierda —la entreabrió y encendió la luz— se accede al cuarto de baño. La que está abierta —se acercaron a ella y prendió la luz— es la cocina. Aquella de enfrente —caminaron hacia ella, la abrió y pulsó el interruptor de la luz— es la del despacho. Y por esa cristalera se accede al porche y al jardín trasero. Es una pena que sea de noche y no puedas apreciar el jardín. Arriba —se dirigieron a las escaleras y comenzaron a subir— están las habitaciones y el cuarto de baño grande. Éste es mi dormitorio —señaló un cuarto enorme que estaba abierto— justo al lado de esta habitación pequeña que uso de vestidor. La siguiente puerta es el baño principal —la abrió y encendió la luz— y esa de enfrente es la habitación de invitados. Aquella es la habitación de Costanza. Esas escaleras —señaló un tramo que ascendía— dan a una pequeña buhardilla. Siéntete como en tu casa.

—Gracias. Eres muy amable. —Se acercó, le pasó las manos por el cuello y lo besó apasionadamente—. Mi primer beso en tu casa. ¿Te gustó? —No dijo nada. La rodeó con sus brazos y se fundieron en un beso apacible, un beso de bienvenida que sonaba a quédate para siempre, un beso de acogida perpetua.

—Me alegro mucho que estés aquí —le dijo Willy mirándola a los ojos.

—Yo también. Lo estaba deseando. No sabía cómo pedirte que me invitaras. Al final recurrí al pijama. ¡Ja, ja, ja! 

—¡Ja, ja, ja! Tienes recursos para todo. ¿Mañana no trabajas?

—No. Tengo toda la semana libre. Me pedí cinco días de convenio. Hasta el lunes de la próxima semana no tengo que ir al Hospital.

—¡Que bueno! Yo entro a primera hora. A las siete y cuarto me recoge Costanza. Si necesitas el coche tiene las llaves puestas, y en la guantera está el mando a distancia del garaje. Sobre el ajedrez que está en la sala te dejo una copia de las llaves de la casa. No hace falta que madrugues. Quédate en la cama hasta que quieras.

—Vaya. Piensas en todo. Eres un sol.

—Vamos que te digo dónde están las cosas en la cocina para que puedas prepararte el desayuno. —Bajaron las escaleras, ella abrazada a la espalda de él.

—Aquí tienes —abrió una puerta dentro de la cocina— la despensa. El resto lo tienes en los armarios y la nevera. Te apañas como quieras. Te vuelvo a repetir que ésta es tu casa.

—Estoy un poco abrumada, pero muy agradecida por tu confianza. Gracias, Willy.

—Bueno. Vamos a ver. Tenemos que ducharnos y cenar. ¿Tienes mucha hambre?

—La verdad es que no. Me quede llenísima. Me tomaré algo antes de acostarme. ¿Y tú?

—Yo no voy a cenar. Estoy igual de lleno que tú. Pero tengo en la nevera un caldito que resucita a un muerto y es muy digestivo. ¿Te apetece una tacita más tarde?

—Si. Me tomaré una tacita contigo antes de acostarme.

—Ya conoces la casa. Tengo que encerrarme en el despacho para preparar las clases de mañana e imprimir los exámenes. ¿Te quieres ir duchando o lo hago yo primero?

—Hombre. Lo que me gustaría es ducharme contigo. —le picó un ojo—. Pero entiendo que tengas que planificar esas clases. Dúchate primero para que las prepares descansado y fresco. Entretanto voy a preparar la habitación de invitados para quedarme en ella.

—¿Cómo? Usted se queda en la habitación principal, señorita. Que para entonces ya habré terminado mi trabajo y estaré enteramente a su disposición.

Subió a ducharse mientras ella comenzó a inspeccionar la casa. En el mueble de la sala, lleno de libros de consulta —enciclopedias generalistas, de historia del arte, de la música, de canarias, sobre orquídeas, diccionarios…— había un solo portarretrato de plata con un diseño moderno y elegante, hecho de contrastes entre líneas, con un bonito diseño de un árbol de la vida, que enmarcaba una foto de Willy con Costanza y el Teide de fondo. Sin lugar a dudas era la foto que las turistas alemanas les había sacado en el Mirador de Chipeque. Era una foto preciosa. Willy estaba guapísimo y mostraba cara de felicidad. Momentáneamente sintió celos de Costanza y se imaginó a ella en su lugar. En diversos niveles del mueble, había varios Tibor. Un Lladró, clásico, coronado por una pareja de elegantes garzas con acabado en porcelana blanca mate y lustre plateado; otro de porcelana china en azul cobalto; un tercero de cerámica vidriada en color crema con florecillas y la superficie cuarteada; el último, de cerámica inglesa Sadler de reflejos o tornasol con motivos orientales. La mitad de la parte baja hacía las veces de mueble bar, y lo otra mitad contenía las copas y vasos. En el centro del mueble había una televisión.

El despacho estaba separado de la sala por un tabique que estaba cubierto por un mueble con puertas de cristal de las que colgaban diversos y variados borlones, que contenía una cantidad enorme de vinilos —LPs y Single, la mayoría de 45 RPM—, torres con CDs, y multitud de cassettes.  En el centro había un equipo de música compacto con diseño en madera. Dos grandes altavoces Sony, destacaban en los extremos superiores del mueble. En el ángulo que dicho tabique formaba con la pared del salón, había ubicado un sillón orejero y una mesita auxiliar con varios libros. Le llamó la atención un ejemplar —con un marcador de metal que llevaba colgando un búho— titulado El Paraíso Perdido. Una lámpara de pie conformaba el apacible lugar que invitaba a la lectura.

Un poco más allá, un conjunto de sofá y sillón de amplios brazos curvados por sus volutas, con unos asientos mullidos y gruesos, tapizado en tela Otomán estampada con motivos de rosas en color arena, ofrecían un cómodo lugar para conversar, ver una película o escuchar música. Delante había una pequeña mesa de centro con un cenicero, un centro de mesa y una bombonera, todos de cristal de Bohemia, sobre un paño rústico de encaje de ganchillo blanco rectangular. Sobre la pared del sofá colgaban tres cuadros. El del centro era una marina al óleo con olas rompientes de la costa de Bajamar. A su derecha, un lienzo con una vista de La Laguna desde el mirador de Jardina con el Teide nevado en la lejanía. A su izquierda, una pareja de espaldas paseando bajo la lluvia por la calle de La Carrera con la torre de La Concepción al fondo.

La visión del salón era placentera, agradable, y muy grata a los sentidos. Estaba puesto con muy buen gusto. El parquet aportaba calidez al ambiente.  No se atrevió a entrar en el despacho porque le parecía que era una estancia muy personal. Esperaría a que él la invitase. Se sentó en el sofá para disfrutar de la paz que emanaba el ambiente mientras esperaba que bajara Willy. La curiosidad por el libro que descansaba sobre la mesa auxiliar la impulsó a levantarse y sentarse en el sillón orejero. Lo cogió y comenzó a ojearlo. Enfrascada en su lectura, no se dio cuenta que Willy la observaba desde las escaleras.

—¿Está interesante? ¿Te gusta? —le dijo Willy mirándola desde el rellano.

Levantó la vista sobresaltada sin cerrar el libro. La visión de Willy la dejó atónita. Permanecía allí, en alto, mirándola. Estaba en pijama, cubierto con una bata ligera de estar por casa satinada, de color azul cobalto. ¡Estaba muy atractivo!

—¡Ah! ¡Hola! Estaba ojeando el libro. ¡Estás muy guapo! ¿Trata del pecado original? —le preguntó entre sobresaltada y ruborizada.

—Si, bueno. Es un poema narrativo acerca de Adán y Eva y su expulsión del paraíso. Trata sobre la libertad y propone la pregunta de por qué existen el mal y el sufrimiento en el mundo. Plantea dos cuestiones acerca de Dios: por un lado, Dios no es infinitamente bueno porque permite el mal; por otro, si no lo puede remediar, es que no es todopoderoso. Así enlaza la libertad con el mal: Dios nos ha hecho libres y nosotros somos los causantes del dolor, el sufrimiento y el pecado, usando mal nuestra libertad.

—¡Uf! Muy profundo para estas horas. Aunque parece interesante.

—Ya. También trata el tema de las relaciones personales. En el paraíso, Adán y Eva eran muy felices, como todos los enamorados al principio de las relaciones. Después, con el paso del tiempo y los roces viene la rutina, el mal y el pecado. La solución que propone es que se puede ser feliz a través de la fe, la gracia divina y el perdón. Algo así como que el cariño surge con el paso del tiempo, que lejos del enamoramiento inicial, se vuelve más profundo y posibilita alcanzar la felicidad aun partiendo de la infelicidad. A grandes rasgos este es el tema del libro.

—Vaya, parece que ya te lo has leído.

—Si. Unas tres o cuatro veces. Es un libro recurrente, como tantos otros de obligada lectura, que me encanta releer y recuperar ideas que con el paso del tiempo pasan a un segundo plano. —Terminó de bajar las escaleras.

—Me gusta mucho tu casa. Lo que conozco de ella. El salón es muy íntimo y habla mucho de ti —le comentó mientras cerraba el libro y lo dejaba sobre la mesita.

—¿Sí? ¿Habla de mí? ¿Qué te dijo? —le preguntó con socarronería.

—Que eras un preguntón. ¡Ja, ja, ja! —le dijo mientras se reía.

—Buena respuesta. Me la tengo merecida. En el baño tienes toallas limpias, un pijama mío abrigadito, una bata y unas zapatillas. Ten cuidado que te quedan grandes no te vayas a tropezar —le dijo mientras señalaba el piso superior.

—Estupendo. Me apetece darme una ducha calentita. Enseguida bajo.

—Voy preparando la cena. ¿Te apetece entonces un caldito?

—Si. Algo suave y digestivo. Todavía estoy satisfecha de la copiosa comida. —Subió las escaleras mientras Willy la observaba alejarse.

Abrió el mueble, buscó entre los vinilos, y sacó un LP de Alfredo Kraus titulado Siboney. Lo colocó sobre el tocadiscos y comenzó a sonar. Adecuó el sonido al ambiente y se fue a la cocina a preparar la cena. Mientras se calentaba el caldo, salió al jardín a buscar unas hojas de hortelana. Extendió el mantel, colocó los platos y las tazas para el caldo con los cubiertos y las servilletas. En una cestita de mimbre puso tostadas y palitos de pan. Sacó queso, mantequilla, mermelada y algunos embutidos. Una botella de agua y dos vasos.  Estaba contento canturreando cada una de las canciones que Kraus, con su magistral voz de tenor lanzaba al aire del salón, cuando oyó que Cristina salía del baño. Se asomó a la puerta de la cocina, a la vez que comenzaba a sonar la melodía A la orilla de un palmar, mientras Cristina bajaba las escaleras con un pijama de franela dos tallas mayores que ella, preciosa y sensual, con la parte superior desabotonada. Sin dejar de mirarla, con la cara henchida de satisfacción, comenzó a cantar a dúo con el maestro:

A la orilla de un palmar

Yo vi de una joven bella

Su boquita de coral

Sus ojitos dos estrellas…

—Vaya. ¡Que recibimiento! Tú sí que sabes enamorar a una chica. ¡Me encanta Alfredo Kraus! Y que bien huele… —Terminó de bajar las escaleras.

Willy se acercó, le cogió las dos manos, y le cantó mientras la miraba:

Al pasar le pregunté

Qué quién estaba con ella

Y me respondió llorando

Sola vivo en el palmar…

Se dieron un beso y se abrazaron un largo rato, mientras el maestro seguía deleitándoles el oído. Al cabo se dirigieron a la cocina y se sentaron para cenar.

—¿Te apetece unas hojitas de hierba-buena con el caldo? —preguntó Willy.

—Sí. Me encanta. ¿Son de tu jardín?

—Sí. Mañana lo verás. Hay una zona con hierbas aromáticas.

Después de cenar, Cristina le propuso que se fuera al despacho mientras ella fregaba la loza y recogía la cocina, para que él se fuera al despacho a terminar lo que tenía que preparar para mañana. Willy se negó aduciendo que no tardaría mucho en preparar las clases y que quería enseñarle el despacho antes. Entre los dos recogieron la cocina y fueron al despacho. Antes de entrar, guardó el disco de Alfredo Kraus, apagó el equipo y cerró el mueble.

—¡Qué acogedor! —Exclamó Cristina cuando Willy encendió la luz.

Ante sus ojos apareció una habitación de unos 15 m², con el techo machimbrado en color castaño envejecido por los años, y las paredes escondidas detrás de estanterías repletas de libros. En la pared de enfrente había una ventana que daba al jardín, y debajo de ella, a unos 30 cm., una repisa con tres Phalaenopsis que proyectaban sus varas de tallos dobles llenas de flores blancas moteadas de violeta, amarillas con el lobelo rojo y verdosas, sobre el cristal para recibir la luz indirecta del sol. A la izquierda estaba situada la mesa de trabajo para que la luz natural no le hiciera sombra. Estaba llena de libros, algunos abiertos, y un ordenador portátil. De estilo Victoriano, en madera maciza de nogal tallada a mano, y el tablero de escritura tapizado en eco-piel verde. Dos sillas, una a cada lado, tapizadas igualmente en eco-piel verde y madera de nogal. Sobre la mesa una lámpara de escritorio tipo banquero y aspecto tradicional, con pantalla verde y brillante armazón color latón. En los pies, una alfombra de color verde muy suave, de la India, confeccionada en lana.

—Pasa y siéntate. Voy a encender el ordenata —le dijo.

Se sentó y observó que, en la pared de enfrente, la estantería tenía un hueco que albergaba una acuarela de la torre de la Concepción, vista desde la calle de La Carrera, a la altura de la Plaza de la Concepción, cuando todavía la calle, mojada por la lluvia, no era peatonal. El marco en madera tallada transmitía una sensación cálida y tradicional, y el passepartout, de color grisáceo, acorde con el paisaje lluvioso, le confería al conjunto una prestancia notable. El cristal mate permitía que la obra se viera mejor. Sobre él, una lámpara para cuadros de latón envejecido le otorgaba una apariencia antigua. Le llamó la atención que no tenía ningún libro de texto sobre la mesa. Varios ejemplares de la escritora Jean M. Auel, de la saga Los Hijos de la Tierra, estaban abiertos o señalados con varios marca libros. Extrañada le preguntó:

—¿No vas a preparar las clases? ¿dónde está los libros de textos?

—No uso. Ni el alumnado tampoco.

—¡Ah, no! Y entonces, ¿qué usan?

—Pues trabajamos por centros de interés mediante situaciones de aprendizaje. Yo les doy las pautas y ellos confeccionan, en grupos de no más de cuatro, los temas. Dedicamos varias clases a prepararlos, yo los superviso, y finalmente los exponen. Durante el proceso nos vamos evaluando cualitativa y cuantitativamente, atendiendo a estándares de aprendizaje evaluables, mediante autoevaluaciones, coevaluaciones y heteroevaluaciones, que nos dan una visión del proceso de enseñanza-aprendizaje muy preciso, permitiéndonos un feedback que nos ayuda a resituarnos en cada momento del proceso.

—Y estos libros de Jean Auel, ¿para qué los utilizas?

—Para las clases de Antropología. Estamos elaborando una situación de aprendizaje para explicar la expansión de la raza humana por el continente europeo utilizando la saga Los Hijos de la Tierra, a caballo entre el rigor científico, la novela histórica y los relatos de aventuras, que engancha a los alumnos y alumnas.

—Muy interesante. ¡Cómo ha cambiado la metodología desde que yo estudiaba! Seguro que has tenido muchas etapas diferentes a lo largo de tu vida profesional.

—Si. Algunas he tenido. La enseñanza, como la vida misma, es un proceso. Es un camino que hay que recorrer, y aunque es hacia adelante, nunca es en línea recta. Es una odisea, como el viaje de Ulises. Ítaca es la excelencia, pero para alcanzarla hay que emprender un viaje lleno de aventuras y desafíos. La enseñanza es un recorrido de crecimiento personal y las diversas etapas forman parte de la vida. Tener la capacidad para afrontarlas y no desanimarnos en nuestro camino es lo que nos permitirá lograr el objetivo: Ítaca.

—Me estaría toda lo noche escuchándote en este despacho. Pero tú tienes que preparar las clases y yo prefiero hablar contigo en la cama. Así que te dejo con tus libros y tus clases y me voy a la cama a esperarte. —Se levantó, le dio un beso y añadió—: ¡No tardes!

—Descuida. Subiré en cuanto termine.

Mientras se alejaba, pensaba en la vida que tenía Willy. Parecía feliz. Tenía estabilidad económica, un trabajo que le encantaba, una espléndida casa, una buena amiga, le gustaba la música, estaba rodeado de libros que formaban parte de su vida, de su forma de ser, de pensar. Lo había descubierto, no sólo por la cantidad que había por toda la casa, sino por los que tenía abiertos o marcados en diferentes lugares de la misma. Incluso tenía un rincón para leer con varios libros sobre la mesita. Se preguntaba si ella llegaría a ser parte del libro de su vida. Si alguna vez Willy la leería con la misma pasión que leía sus libros. Mientras salía del baño, antes de acostarse para esperarlo, le fascinó la idea de llegar a ser una de las páginas favoritas del libro de su vida.

Apagó la luz del pasillo y encendió la de la habitación de Willy. Sobre una mesilla de noche había un libro por lo que supuso que ese era el lado de él. Dio la vuelta a la cama y se acostó por el otro lado. Se fijó en un cuadro colgado en la pared del fondo. Era una pintura al óleo sobre lienzo. Una mujer semidesnuda aparecía sentada sobre sus piernas encima de una manta. De su larga y abundante cabellera negra, recogida por una cinta en la cabeza, le caían dos trenzas sobre el cuerpo. El pecho derecho desnudo, se mostraba complacido y sugerente, mientras con la mano derecha sostenía una tela que escondía el seno izquierdo. Un hombre aparecía acostado, apoyando la cabeza sobre los muslos de la mujer, que mostraba unas caderas voluptuosas y las piernas desnudas. Su brazo extendido y recogido sobre la cabeza descansaba sobre el muslo de ella. Tenía la mirada perdida, como evadido de la realidad. Ella apoyaba su brazo izquierdo sobre el pecho desnudo de él. En el centro del passepartout inferior había una placa que le daba el nombre al cuadro: La evasión de Ulises.

Para mantenerse despierta, cogió el libro que estaba sobre la mesilla de noche de Willy. La portada eran unos palos entrelazados con un mástil y una vela al viento, simulando una balsa. Se titulaba Ítaca y era de C. P. Cavafis. Era un libro de poesía de unas 64 páginas. Tenía dos marcas. Un marcalibros en el poema Ítaca y la esquina de una página doblada en el poema Recuerda, cuerpo. Este último, con los siguientes subrayados:

Recuerda, cuerpo, cuánto te amaron;

no sólo las camas que tuviste,

sino también los deseos que brillaron abiertamente

en los ojos que te vieron;

las voces temblorosas, que algún obstáculo frustró.

Ahora que todos están en el pasado,

parece como si en realidad te hubieras

entregado a esos deseos.

Cómo deslumbraban.

Recuerda los ojos que te vieron,

las voces que temblaron por ti.

Recuerda, cuerpo.

Se quedó muy intrigada por el subrayado. No lo sabía interpretar. Lo leyó varias veces y quiso recordarle su anterior relación. Enseguida desechó la idea como quien disipa un mal pensamiento por miedo a pecar. ¿Por qué tenían diferentes estilos de subrayado? ¿Por qué eran de colores diferentes? Intentó leerlos por colores y no tenían sentido. Por estilos de subrayado y tampoco encontró ningún significado. Cerró los ojos y repitió, recuerda, cuerpo, varias veces. Un temblor la recorrió desde la cabeza hasta la punta de los dedos del pie. Recordaba las noches que había pasado con Willy en su casa. De repente, el temblor se convirtió en angustia al evocar, están en el pasado, como si le recordara que ya pasó, que no sabe si volvería a pasar. De pronto, se sintió desnuda y sola en una cama extraña. Abrió los ojos, como los abre una niña intentando escapar de una pesadilla. Intentó serenarse pensando que en breve subiría y la volvería a amar. Que los recuerdos se volverían presentes y actualizarían el deseo y la pasión con la que se habían amado.

Se quedó mirando el cuadro con el libro caído sobre la cama. Le llamaba la atención la mirada perdida de Ulises. «¿Estará recordando los amores pasados?», pensaba mientras contemplaba la placidez de la escena. Pero «¿cómo se puede recordar amores pretéritos en un escenario como ese?», se decía confusa. Un escalofrío la hizo recostarse y abrigarse con el edredón. Cuando se le pasó, sacó los brazos, cogió el libro y lo abrió por la página donde estaba el marcalibros. Comenzó a leer el poema, Ítaca:

Cuando emprendas el viaje hacia Ítaca,

ruega que tu camino sea largo

y rico en aventuras y descubrimientos.

No temas a lestrigones, a cíclopes o al fiero

Poseidón;

no los encontrarás en tu camino

sí mantienes en alto tu ideal,

si tu cuerpo y alma se conservan puros.

Nunca verás los lestrigones, los cíclopes o a

Poseidón,

sí de ti no provienen,

si tu alma no los imagina.

 

Ruega que tu camino sea largo,

que sean muchas las mañanas de verano,

cuando, con placer, llegues a puertos

que descubras por primera vez.

Ancla en mercados fenicios y compra cosas bellas:

madreperla, coral, ámbar, ébano

y voluptuosos perfumes de todas clases.

Compra todos los aromas sensuales que puedas;

ve a las ciudades egipcias y aprende de los sabios.

 

Siempre ten a Ítaca en tu mente;

llegar allí es tu meta; pero no apresures el viaje.

Es mejor que dure mucho,

mejor anclar cuando estés viejo.

Pleno con la experiencia del viaje

no esperes la riqueza de Ítaca.

Ítaca te ha dado un bello viaje.

Sin ella nunca lo hubieras emprendido;

pero no tiene más que ofrecerte,

y si la encuentras pobre, Ítaca no te defraudó.

 

Con la sabiduría ganada, con tanta experiencia,

habrás comprendido lo que las ítacas significan.

Al acabar de leerlo se quedó pensativa, bajó los brazos que sostenía el libro, y perdió su mirada en el cuadro. Le parecía que Ulises estaba haciendo lo mismo. Que la hermosa y sensual mujer con la que acababa de hacer el amor, le estaba declamando el poema mientras lo acariciaba suavemente con su mano izquierda. Él, descansando la cabeza sobre sus voluptuosos muslos, la oía recitar la composición con la mirada perdida. «Estará evadiéndose de sus lestrigones, cíclopes o Poseidón», pensaba intrigada. Y comenzó a pensar en Willy. Lo echaba de menos y le parecía una eternidad el tiempo que tardaba en subir. Se preguntaba por qué tenía este libro en su mesilla de noche, y por qué lo tenía marcado por esos dos poemas. Cavilaba si cada noche lo leería y se quedaría mirando el cuadro, interrogándose con las mismas preguntas que se estaba haciendo ella.

Cerró los ojos intentando evadirse de la mirada perdida de Ulises que la interpelaba a darse explicaciones de su viaje. Le daba miedo las respuestas. Pensó en Willy y deseaba verlo entrar, meterse en la cama y abrazarla alejando todos los demonios. Deseaba que fueran muchas las mañanas de verano, cuando, con placer, llegues a puertos que descubras por primera vez, y se despertara junto a él. Pensaba que el poema era un periplo con alma, un viaje al centro de su vida, a su interioridad. Un viaje que conjugaba la razón con los sentimientos, los aspectos cognitivos con los emocionales, para que entre ambos sobrellevaran las dificultades, los obstáculos y los fracasos que la propia odisea les iba planteando. Y se volvía a preguntar por qué Willy tenía este libro en su mesilla de noche, y por qué lo tenía marcado por esos dos poemas, sin encontrar una respuesta.

Compra todos los aromas sensuales que puedas, parecía decirle Ulises. Y voluptuosos perfumes de todas clases, le incitaba la mujer del cuadro con aquellos atractivos y sensuales labios. No sabía si el lienzo le hablaba o era ella la que le recitaba la poesía. Se estremeció hasta el punto de desear ser la mujer del cuadro y ofrecer sus muslos desnudos para que Willy descansara la cabeza y se evadiera del pesado viaje hasta Ítaca. Quería acompañarlo en su viaje, quería hacer su propio recorrido acompañada por Willy. Se emocionó al pensar en el camino acompañada por su Ulises particular, y se turbó cuando le pareció escuchar la voz de Willy que le decía «viaja conmigo a Ítaca».

No sabía si era por el cansancio del día o por las emociones que estaba viviendo, pero el sueño la estaba embargando. Hacía verdaderos esfuerzos por mantener los ojos abiertos. No quería que la somnolencia la venciera sin que llegara Willy. Quería proponerle hacer el camino juntos. Aguzaba el oído, pero no oía nada. Seguía en el despacho preparando las clases. La angustia comenzaba a atenazarla y el letargo se hacía insoportable. Se levantó, salió al pasillo y miró por la escalera. El despacho seguía encendido. Se dirigió al baño y se lavó la cara para espabilarse. Se acordó del poema, siempre ten a Ítaca en tu mente; llegar allí es tu meta; pero no apresures el viaje. Inconscientemente, desaceleró el paso para que la calidez de la cama no volviera a provocarle el sueño. Se sentó en las escaleras viendo como el despacho seguía iluminado. El frio la disuadió y abandonó su puesto de guardia. Se metió en la cama y evitó mirar al cuadro.

Es mejor que dure mucho, mejor anclar cuando estés viejo. Parecía decirle los personajes del cuadro. Se tapó la cabeza con el edredón para no oírlos. En la oscuridad de la cama pensaba que el viaje a Ítaca comenzaba allí mismo, en la habitación en la que estaba escondida entre las sábanas, porque el viaje es lo que nos acontece mientras nos ponemos en marcha. Al fin y al cabo, Willy era la excusa para empezar el camino. Y a tenor de lo vivido en aquella cama, sería un viaje incierto y nunca sabría lo que hay al otro lado de las sábanas, de aquella habitación o cuando subiera Willy del despacho. Sudando por el calor y la inquietud del camino, se destapó y miró a su alrededor. Todo estaba en su sitio. El cuadro colgaba en la pared ajeno a su ansiedad. Suspiró profundamente mientras pensaba que lo verdaderamente importante en la vida es el camino y lo que aprendemos al recorrerlo, mientras caía plácidamente en los brazos de Morfeo.

Willy apagó el ordenador, preparó la mochila y cerró el despacho. Subió la escalera y fue al baño. Apagó las luces del pasillo y entró en la habitación. Cristina estaba dormida. Junto a ella descansaba el libro de Cavafis. Puso el libro sobre la mesilla de noche, arropó a Cristina, le dio un beso en la frente y se acostó muy despacio para no despertarla. Apagó la luz y se dio la vuelta para admirar la cara de Cristina mientras se dormía. Comenzaba su viaje a Ítaca.