miércoles, 22 de enero de 2020

LA ERMITA DE SAN LÁZARO


Salía de su casa con una trilogía que completar: un libro bajo el brazo, el bolsillo vacío y el estomago en ayunas. La noche había sido gélida y, a ratos lluviosa, aunque sin gran intensidad: la típica noche lagunera de finales de Enero. Hacía mucho frío y el hombre del tiempo aventuraba chubascos dispersos. De hecho, en ese momento el cielo tenía un color grisáceo y las nubes corrían como locas huyendo de no se sabe muy bien qué. Los árboles de la calle emitían un sonido lastimero y trataban de protegerse del frío moviendo sus ramas como si quisieran abrigarse. La acera estaba mojada y, por los bordillos de la calle, bajaba un hilo de agua, testigo de la lluvia nocturna. El pequeño jardín que separaba la puerta de su casa de la verja de la calle estaba repleto de Calas -Zantedeschia aethiopica- y, en su parte derecha, una frondosa Buganvilla de color magenta -Bouganvilla Kenya- cubría toda la pared y trepaba hasta la planta superior. Había que salir con mucho cuidado porque, tanto las calas como la Buganvilla, estaban mojadas, y con sólo rozarlas te empapabas.

Se había vestido para la ocasión. Con el libro bajo el brazo izquierdo, colgó del antebrazo el mango del paraguas; con la mano derecha anudó la bufanda alrededor de su cuello; cerró la puerta y se dirigió a la verja sin lograr que, una rama alta de la buganvilla, tocara su cabeza y derramara sobre su frente unas heladas gotas de agua.  Abrió la verja y salió a la calle Nijota, en el Cercado del Marqués; bajó hasta la intersección con la avenida de Lucas Vega y subió por ella. Al pasar delante de la panadería Las Gavias, en la esquina con el camino del mismo nombre, sus tripas comenzaron a protestar al llegarles el olor a pan recién horneado. Siguió subiendo por la avenida hasta la calle Marqués de Celada y se encaminó hacia la rotonda de San Benito dispuesto a enmendar la falta de dinero en su bolsillo sacando algo de efectivo en un conocido Banco. Tras efectuar la operación en el cajero automático, había completado la primera parte de la trilogía.

Cruzó por el paso de peatones que unía los antiguos Talleres López, Talomerec, S.L., con Vultesa, justo en la cruz de madera que descansa en una pared y que se enrama en las fiestas de Mayo. Se acercó hasta La Caseta de Madera, una cafetería situada como punta de lanza entre las terminaciones de las calles Marqués de Celada y la avenida de la Candelaria. Se sentó en la terraza cubierta y pidió un chocolate con churros, dispuesto a completar la segunda parte de la trilogía: llenar el estómago vacío. Justo enfrente de dónde estaba sentado, unas dos mesas a la derecha, descubrió a una chica de cara conocida. Por más que la miraba no acertaba a descifrar de qué le sonaba su rostro. El camarero le trajo el chocolate calentito y una media docena de churros humeantes que olían como la gloria. Cuando iba por el cuarto churro, con el estómago más entonado, y al levantar la cabeza para sorber un trago de chocolate, se dio cuenta que la chica lo estaba mirando. Le mantuvo la vista y recordó de qué la conocía. ¡No cabe la menor duda que con el estómago lleno se piensa mejor!, se dijo, y esbozó una sonrisa de complacencia.

A pesar de estar sentada, parecía muy alta, a juzgar por las largas piernas que mantenía cruzadas por debajo de la mesa. Eran unas piernas hidratadas y brillantes, de piel uniforme;  sus huesos rectos, le conferían una apariencia lineal desde la raíz del muslo hasta el tobillo: sólo tenían curvas en la rodilla y en la pantorrilla, lo que las hacía más delicadas y fuertes, al mismo tiempo; una curva cóncava, asimétrica,   en el lado interno de la pierna y otra en el externo sobre el tobillo, quedaban al descubierto en la pierna derecha, que cruzada sobre la izquierda, dejaba al aire un zapato de salón de piel ovina, con puntera afilada y tacones de aguja, de color negro, cogido sólo por los dedos del pie. Las medias panty transparentes de lycra, sin demarcación y puntera invisible, la dotaban de una sensualidad que obligaba a volver la cabeza a cualquiera que se cruzara en su camino. Vestía una coqueta falda negra con corte lápiz, confeccionada en punto elástico con estructura de pata de gallo muy atractiva y moderna; una camisa de algodón, con cuello de sastre y cierre de botón, poco transparente, en color blanco; una chaqueta negra de punto con cuello redondo, elaborado en mezcla de lana merina con elástico y corte ajustado, con una textura de canalé y dobladillo que le daban un aire decididamente femenino.

Los ojos negros azabaches, como la melena corta ligeramente por debajo de las orejas, eran el marco ideal para unos labios prominentes, sublimados por un brillo de labios savage, que realzaban una dentadura nívea, conformando una sonrisa inolvidable; las orejas, resaltadas por unos zarcillos de plata, bañados en oro amarillo, con perlas y circones engastados, sujetos con broche a presión, eran el acabado perfecto para una cara de ensueño. Las manos, finas y estilizadas, con unos dedos aptos para tocar el piano, y unas cuidadas uñas con manicura francesa en fondo rosa, eran el entorno ideal para un complemento de diamantes de 9 quilates compuesto por tres aros de oro blanco que se unían para formar un anillo excepcional gracias a los diamantes de su parte central. ¡Parecía una diosa sacada de Las mil y una noches!

Fuera, el día parecía entonarse y se asomaban tímidamente algunos rayos de sol. El viento había amainado y la posibilidad de lluvia se iba esfumando. Mientras observaba los cambios en el tiempo no advirtió que ella se estaba marchando; cuando se percató, sólo le dio tiempo para ver la hermosa figura, de espaldas, bajando las escaleras y perdiéndose por la calle Marqués de Celada, con un andar elegante y distinguido. Sólo le quedaba pagar la cuenta y completar la tercera parte de la trilogía: sentarse en la plaza de la Ermita de San Lázaro para leer el libro que llevaba encima. Abandonó la cafetería por la salida que da a la avenida de la Candelaria y cruzo por el paso de peatones rumbo a la casa cuartel de la Guardia Civil al comienzo del camino de San Lázaro. Mientras subía no paraba de pensar en la chica de la cafetería y que la había ubicado en una Notaría de la calle La Carrera: de eso la conocía.

La Ermita de San Lázaro, fundada a principios del siglo XVI, pasó por muchas vicisitudes a lo largo de la historia. Enclavada en la carretera que une La Laguna con Tacoronte, su primer destino fue acoger a los enfermos del mal de San Lázaro. En su interior existen dos retablos: uno en el altar mayor donde se venera una antigua talla del patrono junto a una pintura mural y una imagen de vestir de Nuestra Señora de Candelaria; y otro, de madera policromada, en una de las paredes laterales con San José a modo de relieve.  El edificio, de una sola nave que se  cubre con un sencillo artesonado de madera forrado con un cañizo encalado, y planta rectangular, tiene la capilla mayor separada de la nave principal mediante un arco toral rebajado sostenido por pilastras estriadas de madera. En el exterior, se aprecia la cubierta de teja árabe a dos aguas y una fachada ocupada por una portada de medio punto en piedra con bancos laterales, en cuyo vértice se localiza un sencillo campanario pétreo configurado por dos arcos de medio punto  dispuestos perpendicularmente. Enfrente, un majestuoso pino le da sombra y esplendor; a su derecha, la entrada desde el camino de San Lázaro, a través de dos escalones de piedra flanqueados por dos muros terminados en pináculo, recuerdan las entradas de las casonas tradicionales canarias; a su izquierda, la Capilla del Calvario que linda con la carretera general del norte, mediante diez escalones en piedra para salvar el desnivel con la calle; en medio, una amplia, silenciosa y tranquila plaza, con un piso empedrado, donde sentarse a leer a la sombra de sus árboles. Por lo general, la Ermita permanece cerrada, excepto cuando hay culto.

Se acomodó en uno de sus bancos. Le gustaba sentarse en el pasillo, justo en la mitad de la plaza. De esa manera controlaba las dos entradas y saludaba a las pocas personas que lo transitaban para pasar de un lado al otro. El sol de media mañana comenzaba a abrirse paso entre las nubes. De hecho, se quitó la bufanda que abrigaba su cuello y se la colgó, a modo de estola, a la vez que se desabrochaba el abrigo. Como siempre hacía, antes de comenzar a leer, le gustaba mirar a su alrededor y contemplar el paisaje. Se fijaba en los árboles y en algún que otro pájaro que lo habitaba,  en las hierbas que tenazmente crecían entre los adoquines, en la verja que custodiaba el Calvario y en su puerta de diez y seis cristales. Satisfecho, cogió el libro dispuesto a cerrar la trilogía con la que había salido de casa.

– ¡Buenos días!, le dijo una señora que pasaba con un carrito de la compra en dirección a unas superficies comerciales que habían abierto al comienzo del camino de San Lázaro.

– ¡Buenos días!, le respondió.

– Qué, ¿leyendo como siempre?, le interrogó mientras se sentaba a su lado para descansar un poco, como acostumbra a  hacer. Y entablaron una conversación intrascendente acerca de lo divino y lo humano: del tiempo que no había quién lo entendiera; de lo cambiado que estaban las estaciones; los frutales floreciendo fuera de temporada; del frío que hacía este año; de los dolores propios de la edad; de la falta que hacía que el Ayuntamiento podara un poco los árboles.

– A mi marido, que en paz descanse, también le gustaba leer mucho. Sobre todo novelas del oeste. En casa tengo una colección enorme de Estefanía. -Al parecer, Don Olegario, que así se llamaba su difunto esposo, era un fan de Marcial Lafuente Estefanía, un escritor de novelas ambientadas en el oeste norteamericano donde los personajes de sus obras eran vaqueros altos, pistoleros a sueldos, de violentas historias, en los que el bien siempre triunfaba sobre el mal-.

– ¡De haberlo conocido, seguramente habrían hecho buenas migas! -le dijo con una sonrisa amable y una mirada entrañable- Parecía como si la señora los estuviera viendo a los dos, sentados en el banco, leyendo: él con uno de sus libros y su difunto esposo con una novela del oeste.

– ¡Estoy convencido de ello!, le dijo.

– También le gustaban las novelas de los árabes y de la India, de esos países lejanos. A mi hija le pusimos el nombre de Sherezade por un cuento de Las mil y una noches. Al principio no me gustó. ¡Yo quería ponerle un nombre cristiano! Pero él me explico que el nombre significaba, «la hija más hermosa de la ciudad» y que había sido una princesa que había logrado sobrevivir a su ejecución contándole cada noche al rey de Persia un cuento y dejándole con la curiosidad de saber cómo acababan. Porque, al parecer ese rey se casaba cada día y al día siguiente las mataba. ¡Fíjese usted!

– Si. Conozco la historia. Era una princesa muy lista y muy guapa.

– ¡Lo ve! Sabía que ustedes dos se habrían llevado muy bien. Tienen mucho de qué hablar. Bueno, joven, no lo entretengo más que tengo que ir a hacer la compra. Que se divierta con su lectura.

– ¡Hasta luego! Tenga cuidado al bajar las escaleras.

Se hicieron un gesto con las manos y, mientras ella se alejaba, él la siguió con la vista hasta que desapareció por el camino de San Lázaro. Se quedó pensando un rato en la conversación que habían mantenido y comenzó a imaginarse cómo sería la amistad con Don Olegario. Desde luego tenían algo en común: la lectura. Pero, a juzgar por la edad de la señora, él podría ser su padre. Además, de qué hablarían, ¿de sus novelas del oeste o de sus libros? Tal vez, de nada de eso; a lo mejor, con la excusa de los libros, la conversación tomaba otros derroteros. Pensando en ello estaba, cuando decidió quitarse la bufanda y el abrigo y ponerlos sobre el banco, porque el sol ya había vencido a las tinieblas, y la temperatura había subido unos grados. Miró su móvil y eran las doce y cuarenta y cinco. Entonces, le picó la curiosidad. ¿Sería su hija tan guapa como dice? ¿Tendría la belleza de la princesa Sherezade? ¿O sólo se trataba del amor de unos padres?

El solecito, la conversación con la señora, y, especialmente,  la curiosidad por Sherezade, lo había sumido en un sopor tan agradable y reconfortante que se sintió dichoso con todas las elucubraciones que imaginaba acerca de ella. Recordaba que Sherezade, la del cuento, era una joven de ingenio muy despierto y una fantástica lectora, conocía a la perfección la obra de los filósofos, así como las leyendas de los reyes antiguos y la historia de los pueblos que aquellos gobernaban. Además, era una gran escritora y poseía una rara belleza y una generosidad sin límites. ¡Todo de cuento! Y trató de trasladar todas esas cualidades a la Sherezade de carne y hueso que no conocía. Entonces,  se la imaginó sentada a su lado, en el banco, leyendo. Y se sumió en un profundo letargo hasta que, el chirriar de las ruedas del carro de la compra y las pisadas de dos personas, lo despertaron. Asombrado, miró en dirección a la Ermita y, para su sorpresa, vio cómo se acercaba la señora con su carrito lleno de viandas y una chica con un andar elegante y distinguido, que se le antojaba familiar.

– ¿Todavía está por aquí? Ésta es mi hija Sherezade.

Y dirigiéndose a su hija, le dijo,

– Éste es el joven del que te hablé. Seguro que a tu padre le habría encantado sentarse aquí a leer juntos y tendrían unas largas conversaciones de sus libros y novelas.

Él no salía de su asombro, ¡era la chica de la cafetería, la que trabajaba en la notaría!, y si no fuera porque es de mala educación, se habría frotado los ojos.

– ¡Encantado!, balbució.

– Si, ya lo conocía. -le dijo a su madre- ¡Y le encantan los churros con chocolate!



lunes, 20 de enero de 2020

EL TANQUE ABAJO


El sol entraba sesgado por la ventana que daba al patio interior. Tenuemente comenzaba a calentar la fría estancia del tercer piso del edificio en el que vivía ella, en la calle Pintor Cristino de Vera. Desnuda, a su lado, con los ojos cerrados, la melena rubia, rizada, cubriéndole su cara, dejaba entrever una atractiva boca y un cuello nacarado por el que resbalaba la vista hasta un turgente pecho que, impúdico, le desafiaba la mirada. Sacando fuerzas de flaqueza, se incorporó, y comenzó a vestirse. En su cabeza no dejaba de sonar la melodía de Deseo.

Y con las luces del alba antes que tú te despiertes
se hará ceniza el deseo me marcharé para siempre.
Y cuando todo se acabe y se hagan polvo las hadas
no habré sabido por qué me he vuelto loco por nada.

– ¿Te vas? -Le inquirió desde la cama-

– Sí. Tengo clase de Ética y llego tarde. Además, hoy se cumple el plazo para la entrega del  trabajo sobre el emotivismo moral. ¡Nos vemos pronto!

– ¿Sin un beso? -Le dijo con una inmensa dulzura y musicalidad,  a semejanza de las voces que las sirenas de la Odisea emitían para atraer a Ulises-

Y se incorporó, desnuda como estaba, desafiando sus prisas con una lujuriosa mirada, unos pechos eróticos, unos labios carnales y los brazos licenciosamente abiertos. Se agachó y cayó en su trampa. Lo abrazo con todas sus fuerzas y lo atrajo a la cama. Comenzó a besarlo de la manera que sólo ella sabía. Rodaron por la cama y, con una habilidad extrema, lo  fue desnudando hasta que su piel se encontró agasajada con la desnudez de él. Se miraron, y como si se encontraran por primera vez, comenzaron a explorarse de arriba abajo, de izquierda a derecha, de adelante a atrás. Extenuados, se separaron, y, boca arriba,  le dijo, con la cabeza ladeada y la sonrisa satisfecha,

– ¡Ya te puedes ir!

El sol había alcanzado la cama y un rayo  iluminaba su cuerpo desnudo. La pierna izquierda flexionada; la derecha estirada y separada; los brazos extendidos como el hombre de Vitruvio; la cara relajada; la vista perdida; la sonrisa satisfecha. Así la vio antes de salir. Cerró la puerta y se lanzó escaleras abajo luchando contra una fuerza que lo tiraba hacia atrás, hacia arriba, hacia el tercer piso del edificio situado en el callejón de Briones. Una vez en la vía se dirigió, por la calle Tabares de Cala, rumbo a la Avenida de la Trinidad, para coger el tranvía que lo llevara al Campus de Guajara. Pero al llegar a la esquina con la calle Obispo Rey Redondo, dobló a su izquierda y siguió por  La Carrera, rumbo al Ayuntamiento, para bajar por la calle Consistorio en dirección al Tanque de Abajo. Se estaba alejando de la parada del tranvía. Iba a llegar tarde a la clase de Ética II, y hoy era el último día para entregar el trabajo sobre las investigaciones éticas de David Hume. Concretamente, le había tocado en suerte un estudio acerca del emotivismo moral que lo había titulado, « ¿Puede el entendimiento determinar el bien y el mal moral?»

Una vez allí, en la plaza de San Cristóbal, cruzó y se sentó  en uno de sus bancos, junto a la imagen de la Virgen de la Milagrosa, mirando hacia la calle Catedral, enclave del Búho Club, el Pub de toda la vida, donde la noche anterior había comenzado todo. El solecito que calentaba la fría mañana lagunera, templaba sus nervios. Intentando relajarse, dejó la mochila sobre el banco, estiró las piernas y  cruzó sus manos por detrás de la nuca para estirarse y ofrecer su cuerpo al astro rey. No paraba de darle vueltas en la cabeza a lo que había pasado la noche anterior en el Búho, en el trayecto hasta el callejón de Briones, en la habitación del piso que ella compartía con otras compañeras, en lo sucedido hacía apenas unos minutos. Estaba lleno de contradicciones. La razón se enfrentaba a los sentimientos; la teoría a la práctica; la vida académica –su trabajo sobre el emotivismo moral- a los deseos cotidianos.

Recompuso su figura y se sentó de forma ortodoxa en el banco; sacó de la mochila su trabajo, encuadernado y listo para ser entregado, y buscó un resaltador amarillo en el bolsillo externo de la misma. Abrió el ensayo, destapó con la boca el resaltador, y comenzó a releerlo. «Hume considera que las concepciones morales, estén basadas en la religión o en la filosofía, son arbitrarias», y subrayo arbitrarias. Siguió leyendo, y ésta vez subrayó una frase entera, no hay nada en la realidad que posibilite a la razón formular juicios morales. Es decir, el “deber-ser” no se deduce necesariamente del “es”: así pues, no existen verdades fácticas que propicien valores morales, sino sólo sentimientos que establecen relaciones entre los objetos. Y siguió subrayando, la relación entre los objetos no implica ninguna valoración moral, por lo que las relaciones fácticas no se convierten en afirmaciones morales, y, consecuentemente, no producen ninguna conclusión valorativa.

– Uffff. -Respiró aliviado, mientras su vista se perdía por la calle Catedral buscando la cartelera del Búho, y sus manos dejaban caer el trabajo y el resaltador sobre el banco-. ¿Cómo había sucedido?, se preguntaba; ¿En qué momento dieron el paso?; ¿Qué había pasado para que Irene, la novia de su mejor amigo, y él se liaran? De siempre le había gustado Irene. Era guapa, con esa belleza de diosa griega, de manos y pies pequeños pero proporcionados; delgada sin ser flaca, pero con anchas caderas y muslos generosos donde perderse eternamente; de cabello ondulado detrás de la cabeza y ojos grandes donde mirarse y ser mirado con aquella placidez que lo embelesaba;  la nariz afilada sin ser prominente; la boca,  mejillas y  mentón ovalados donde besarse, acariciarse y extraviarse continuamente;  y los senos turgentes –en esto no cumplía con los cánones, cosa que agradecía-  y bien  torneados para solazarse y gozar mientras disfrutaban de sus cuerpos.

Pensando en ello estaba cuando se fijó en la Ermita de San Cristóbal, que aparecía a su izquierda, enfrente y en alto, del final de la plaza. Según Torriani, estaba situada en un terreno a la salida de la ciudad, muy cerca al antiguo camino de Santa Cruz donde, al parecer,  los aborígenes y conquistadores libraron la célebre batalla de Aguere en 1495; y donde, según Marín de Cubas, Tenesor Semidán, último guanarteme de Gáldar, bautizado con el nombre de Fernando Guanarteme, estuvo de parte de los castellanos en su lucha contra los guanches, hallando la muerte y siendo enterrado en dicha Ermita. Se quedó meditando en la historia un buen rato, y después de darle muchas vueltas, intentó arrimar el ascua a su sardina. ¿Fernando Guanarteme –se preguntaba-, el rey aborigen de Gáldar, luchando contra sus hermanos guanches de La Laguna? Instintivamente, desvió su mirada hacia el Búho, su ermita particular, donde había luchado contra su amigo liándose con Irene. Intentaba buscar un justificante histórico para lo que había sucedido; procuraba apuntalarlo con las tesis morales de Hume, donde el fundamento moral, no lo encontramos en la razón sino en el sentimiento que las acciones de las personas despiertan en nosotros.

– Y Álvaro, ¿no viene? -le había preguntado la noche anterior al llegar al pub-

– Saluda primero, ¿no? -y le estampó un beso que prometía una larga noche-

– No puede. Al final le pusieron una guardia. Pero te manda recuerdos  y los deseos de que pasemos una gran noche con Pedro Guerra.

Efectivamente, el güimarero Pedro Guerra actuaba esa noche en el Búho y haría un recorrido por las mejores canciones de su discografía, con temas como Deseo, Contamíname o Siete Puertas. Pidió un Gin Tonic con Matcha, para disfrutar del aroma a té verde, con notas cítricas en la boca y una sequedad final alta; ella saboreaba, como siempre, del color profundo y del sabor y aromas excepcionales del Pampero Aniversario con Cola. Estaba preciosa, radiante, con su pelo ondulado, su mirada penetrante y sus sensuales labios ligeramente pintados de rosa, en los que creía leer espero con ansias tus besos; llevaba un top transparente con volumen fruncido de color negro que insinuaba un sujetador triangular de satén con encajes de Women´Secret.

Mi casa está en el mar con siete puertas,
yo ya no vivo allí pero me esperan
la calle, el futbolín, las emociones,
la línea que divide las naciones,
los días de "Taller", "Mujer que no tendré"
y el barro que manchó mis pantalones.

Comenzó el recital con la canción de la añoranza por su tierra, y cuando entonaba "Mujer que no tendré" y el barro que manchó mis pantalones, se cogieron de las manos. Se miraron con complicidad y pidieron una segunda ronda. El ambiente era festivo y los fans vibraban con cada una de las canciones. Cuando llegó el momento de  Contamíname, iban por la cuarta o quinta ronda.

Contamíname
[…]
pero sí con los labios que anuncian besos
Contamíname,
mézclate conmigo
que bajo mi rama
tendrás abrigo.

Y aquellos labios que anuncian besos, que llevaban escrito espero con ansias tus besos, se fundieron en un ósculo interminable, infinito, eterno, que sólo acabó cuando la música entonaba Deseo,

Te seguiré hasta el final entre los musgos del bosque
te pediré tantas veces que hagamos nuestra la noche
te seguiré hasta el final con el tesón del acero
te buscaré por la lluvia para mojarme en tu beso.

El concierto siguió con El marido de la peluquera; Mujer que no tendré; Dos mil recuerdos; El aire en que no estás, etc.; siguieron también las consumiciones; se prodigaron los abrazos; se sucedieron los besos. Y cuando el cantautor entonó el poema de Neruda, Antes de amarte, Amor, decidieron que ya habían bebido bastante, que habían oído suficiente, que la noche era de ellos. Mientras salían, agarrados de las manos y mirándose a los ojos, escuchaban la peculiar voz de Pedro Guerra actualizando a Pablo Neruda.
Antes de amarte, amor, nada era mío:
vacilé por las calles y las cosas:
nada contaba ni tenía nombre:
el mundo era del aire que esperaba.
Yo conocí salones cenicientos,
túneles habitados por la luna,
hangares crueles que se despedían,
preguntas que insistían en la arena.
Todo estaba vacío, muerto y mudo,
caído, abandonado y decaído,
todo era inalienablemente ajeno,
todo era de los otros y de nadie,
hasta que tu belleza y tu pobreza
llenaron el otoño de regalos.

Salieron a la calle y el fresco aire lagunero les quitó el olor a tabaco, el sabor a alcohol y el calor de sus cuerpos. Por eso se fundieron en uno solo y, antes de emprender el regreso hacia la casa de ella, se besaron con tanta fruición y complacencia, como tiempo estuvo sonando la canción. Se pusieron en camino, abrazados y con las cabezas juntas, en silencio, mirándose de hito en hito y besándose continua y constantemente. Parecían una pareja feliz, enamorada, dichosa, que tenían una larga relación. En realidad, tenían una relación de amigos, larga, pero de amigos; una relación que se podía acabar esa noche; una relación que tenía un futuro incierto. Pero a la proximidad de sus cuerpos, de sus besos, de sus sentimientos y de su pasión desenfrenada, no le importaba el futuro.

Hicieron una parada en la Zumería Tamarindo para reponer fuerzas. Pidieron dos bocatas de lomo y unos batidos de fresa y papaya. Comieron sin hablarse, pero se comían con las miradas. Saciados y recompuestos, retomaron el camino hacia el callejón de Briones por la calle del Agua hasta que torcieron a la izquierda, por la calle Anchieta, para subir por la antigua calle de los Álamos y llegar a la del Pintor Cristino de Vera. Se pararon en el portal de la casa y sin mediar palabras, sólo con la mirada y el deseo, comenzaron a subir rápidamente, casi desesperadamente, los tres pisos que los separaban de la habitación donde sabían que iban a consagrar ese amor recién estrenado, pero que llevaban tiempo, mucho tiempo, deseándolo con vehemencia y anhelo.

Y allí estaba él. Al día siguiente. Sentado en un banco de la plaza de la Milagrosa en el Tanque Abajo. Con un trabajo sobre el emotivismo moral de Hume. Con una duda inquietante. Intentando justificar lo acontecido la noche anterior y justificarse consigo mismo. Tratando de entender sus sentimientos por Irene y los de ella por él. Tanteando su posterior relación con su amigo Álvaro. Proyectando su futuro con Irene. Deseando argumentar, razonar, argüir, que lo acontecido no estaba mal, que no habían hecho nada reprobable. Que surgió sin pretenderlo, sin planearlo, sin buscarlo. Que la falacia naturalista no era tal falacia. Que G. H. Moore estaba equivocado. Que lo que ellos habían sentido, experimentado, gozado y disfrutado la noche anterior era natural y, por ello, bueno. ¿Por qué no puede ser moral lo que naturalmente habían sentido el uno por el otro? ¿Cuál de los besos, de los abrazos, de los requiebros, de las miradas, fueron malos? ¿Qué sentimientos, arrebatos, pasión o frenesí en los que vivieron toda la noche eran reprobables?

Cogió nuevamente el ensayo que tenía que presentar y el resaltador amarillo. Comenzó a leer y, tras analizar varios folios, subrayó la siguiente conclusión: A pesar de ello se pueden postular juicios morales de la categoría del “deber-ser”, y no quedarse en el subjetivismo del “es”. Para Hume, cualquier sentimiento conlleva una consideración de lo útil  y lo agradable que lo capacita para transformar un juicio en norma moral. De esta manera -continuó subrayando- distingue en el “es” una realidad fáctica y un valor subjetivo que puede universalizarse. Se paró a pensar en lo acontecido con Irene y se preguntó ¿de dónde surgen los principios que regulan nuestra conducta? Siguió leyendo hasta que llegó a una recomendación de Hume en su «Tratado de la naturaleza humana»,  la distinción entre vicio y virtud, ni está basada meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón. Y subrayo repetidas veces la frase, tantas y con tanta fuerza,  que casi la hizo desaparecer. Dejó el trabajo sobre el banco y el resaltador dentro de él. Se dio cuenta que a Irene la  quería por sí misma y no por ser la novia de Álvaro. Y es precisamente ese sentimiento, y no la relación con él, lo que provocaba que la quisiera. Además, ella también había dado el paso. Seguramente percibía el mismo sentimiento por él, lo que lo convertía en una acción universalizable, es decir, en un sentimiento moral.

De pronto sintió una premura improrrogable, una urgencia perentoria, por contárselo a Irene. Por primera vez lo vio claro. Se había convencido que lo sucedido entre ellos no era nada malo, inmoral, deshonesto, ni  mucho menos,  indecoroso. Sino que era algo legítimo, auténtico, razonable y lícito. Metió atropelladamente el trabajo, el resaltador, los pañuelos y toda la parafernalia que había desplegado sobre el banco, dentro de la mochila, y salió disparado rumbo al callejón de Briones, al tercer piso del edificio que Irene compartía con unas compañeras. Mientras subía velozmente por la calle Consistorio, le asaltaron varias dudas que propiciaron que ralentizara la marcha. ¿Y si se encontraba con Álvaro en la casa? -Se preguntaba-; ¿Y si lo de anoche fue un pasatiempo para Irene? -Se interpelaba-; ¿Y si en realidad Irene no lo amaba? -Se cuestionaba-. Anduvo errático, sumido en esos pensamientos negativos, hasta que llegó, por la calle Nava y Grimón,  a la altura de Anchieta, donde torció a la izquierda. El viento fresco, ligeramente biruji, que le llegó a la cara al girar por la calle Tabares de Cala, procedente de Las Mercedes, se llevó los pensamientos nocivos en los que estaba sumido, y corrió como un loco, convencido de que Irene había sentido lo mismo que él, para contárselo y comprobar que no se equivocaba.

Subió las escaleras de dos en dos y llegó, extenuado, al rellano del tercer piso. Cogió aire, respiró profundo, se aliso el pelo y exhalo todo el miedo que llevaba dentro. Tocó en la puerta y los segundos que tardó Irene en abrir le parecieron una eternidad. Allí estaba ella, en bata, con los pelos desaliñados, recién levantada de la cama, con la sonrisa abierta y los ojos grandes. La miró con cara de cordero degollado y no se atrevió o no pudo preguntarle nada. Petrificado, ante la más epicúrea de las diosas del Olimpo, se limitó a dejarse llevar, cogido de la mano, mientras penetraba en su casa. Sintió el ruido de la puerta de la calle al cerrarse; el frio que recorría su cuerpo al caminar mientras ella lo desnudaba; la calidez de la piel de su amada al atraerlo hacia sí; y la voz de Irene que le decía, al entrar en la mampara del baño,

– Vamos a ducharnos que esta mañana te fuiste muy rápido.



sábado, 11 de enero de 2020

LA RECOVA LAGUNERA


Corría el año 2007 cuando, a mitad del mismo, los laguneros recibían la triste noticia de que el Mercado Municipal, su querida Recova, iba a cerrar las puertas tras la aparición de unas grietas que podrían hacer peligrar la estructura del edificio. Ubicada en un lateral de la Plaza del Adelantado, junto a la Ermita de San Miguel Arcángel, y frente al convento de Santa Catalina de Siena, donde descansa el cuerpo incorrupto de «La Siervita», era el centro neurálgico de las compras diarias que satisfacía las necesidades de abastos de cualquier hogar. Al entrar en el porche nos encontrábamos con variados puestos de flores y plantas; amoladores de cuchillos, tijeras y herramientas cortantes en general; puestos variados donde comprar desde una pila hasta alfileres, cinta adhesiva o cualquier objeto imaginable; la demandada cafetería donde tomarnos el cortadito de leche y leche, los apetecibles churros con chocolate, el cafelito bautizado con un poco de coñac, o los bocadillos de media mañana con café y leche. Atravesando los soportales entrabamos en el corazón de la Recova donde los numerosos puestos de frutas, verduras, carne y pescado, se mezclaban, a través de una red de pasillos, con otros de  comida de animales, quesos, pasteles, herbolarios y puestos de comida más general con bebidas, bollería, enlatados, embutidos y un largo etc.

Ir de compras al mercado era un ritual cuya ceremonia se desarrollaba con la más estricta sacralidad que requería un acto como ese. No sólo consistía en proveerse de todo lo necesario para la casa, desde viandas hasta flores, desde bebidas hasta tisanas, desde el pan hasta los embutidos, sino encontrarse con los vecinos y conocidos. Era un rito cuya liturgia exigía el cumplimiento de unas estrictas reglas: saludos, comentarios, gestos, reverencias y un sinfín de cumplidos que se realizaban siguiendo el protocolo establecido por la costumbre. El incumplimiento de estas normas era un pecado que se castigaba con la terrible pena de la fiscalización: toda persona, generalmente visitantes ocasionales o clientes novatos en la recova, que no cumplieran con las normas establecidas por la sacrosanta liturgia, eran objeto del más estricto examen visual y del análisis más riguroso. No se escapaba ni el gato.

Así fue como un día de octubre, probablemente un miércoles, se fijó en una desconocida que, caminando unos cuantos pasos delante de él en la Plaza del Adelantado, se dirigía hacia la recova. Al subir las escaleras del porche casi estaban a la misma altura. La miró con disimulo y observó que su grácil andar se correspondía con su joven edad. Entraron casi juntos en el porche y cruzaron sus miradas porque cada uno se dirigió al lado contario del elegido por el otro. 

-¡Perdón! Le dijo, mientras la miraba embelesado y con cara de bobo.

-¡No hay de que! Le respondió, con una sonrisa picarona y unos enormes ojos de color miel.

Siguieron andando, cada uno por su lado, hasta que decidieron, con el mayor de los disimulos, girarse para observar y darse cuenta que se estaban mirando. Como impelidos por un resorte, se dieron la media vuelta y siguieron caminando cada uno por su sitio, pero con la misma idea en la cabeza, « ¡me miró! », y con la misma sonrisa de satisfacción en la cara. Ese día, la compra fue un desastre: adquirió artículos que no necesitaba, olvidó otros necesarios para preparar la comida que había decidido, confundió los ingredientes de la receta que iba a preparar, se saltó el orden sacrosanto de los puestos en los que debía comprar. Y es que decidió seguirla con la vista y acudir, disimuladamente, a los mismos puestos que ella. La encontraba extremadamente guapa, de una hermosura singular. No era ni  muy alta, ni muy baja; ni muy gorda, ni muy delgada. El pelo, entre castaño y negro; la cara redonda y agraciada; la boca perfecta, de labios carnosos y sensuales; los dientes blancos y bien cuidados, con unos colmillos que insinuaban unas voluptuosas, apasionadas y lujuriosas dentelladas.
-¡Hola! Nos vemos de nuevo. Y desparramó toda su sonrisa mientras lo miraba fijamente de arriba abajo desnudándolo y dejándolo como vino al mundo. 

-Sí, que casualidad, balbució nervioso al sentirse delatado, desnudo y a merced de una chica tan encantadora.

-¡Buenos días! ¿Qué van a llevar? Les pregunta la señora que regenta el puesto.

- Él primero. No tengo prisa. Así voy mirando. Le contesta con esa voz dulce, picarona, seductora, que intenta ganar tiempo para ver cómo reacciona él, qué quiere en realidad, si la está siguiendo o es una mera casualidad que hayan vuelto a encontrarse por tercera vez en puestos diferentes.

-¡Ah! Pues… No sabe que pedir. Se acaba de dar cuenta que está en un puesto que  no acostumbra visitar. Mira hacia arriba, de soslayo, y lee «Comida vegana: productos 100% vegetarianos y veganos». ¡Tierra trágame! -Pues… Y comienza a leer disimuladamente las existencias anunciadas por todo el puesto. -Póngame… ¡unos panecillos asiáticos!… ¿Son frescos?, pregunta con voz temblorosa. La dependienta lo mira extrañado y con una sonrisa de complicidad con la otra clienta que le había cedido la vez, le responde: -Eso depende de cuándo los haga. Aquí sólo vendemos los ingredientes para prepararlos. Si quiere le puedo vender la harina, la leche de soja, la levadura, que es fresca, y la sal marina. Las cebollas, el cilantro, la hierbabuena, el comino y el aceite de oliva, lo puede comprar en los otros puestos.

Las piernas comenzaron a temblarle, las manos se le helaron, la cara enrojecía por momentos, la vista se le nublaba y la voz se escondió en lo más profundo de su garganta. Miraba con incredulidad a la señora que lo acaba de enterrar en vida y que lo estaba desacreditando ante el ser más hermoso que jamás había visto. Entonces, una cólera incontrolable, un odio irreprimible y un rencor descomunal, se apoderaron instintivamente de su voluntad y se dirigió a esa persona de bata y gorro blanco que lo miraba con cara de burla e incredulidad para decirle, -Pues, si no los tiene hechos todavía, póngame medio kilo de Chips crocantes de tofu. Y su cara se llenó de satisfacción (-Si cree que me va a dejar en ridículo, va apañada. Se dijo con un placer infinito). Los pies se volvieron fuertes, con aplomo; las manos ya no estaban frías; la voz le salió exultante y pletórica y la vista la dirigió dulcemente hacia su compañera de compras, que esperaba paciente su turno, para comprobar que sus palabras habían conseguido el efecto deseado en ella.

Antes de que la tendera le dijese, que ella sólo le podía vender el tofu, sin azucares añadidos, 100% vegetal y sin gluten, así como las especias, el orégano, el pimentón dulce, la pimienta negra molida, el ajo en polvo y el perejil seco molido, y que el microondas lo tenía que poner él, Anabel, que así se llamaba su colega  de compras, le dijo a la dependienta: -Perdone la broma. Es  mi novio. Estábamos apostando a ver si era capaz de comprar los ingredientes para la comida. Hoy le toca cocinar a él, sabe. Pero visto lo visto, creo que me va a servir usted los ingredientes que ha enumerado para hacer esos panecillos asiáticos tan apetecibles  y los sabrosos chips de tofu. Lo de comer, ya lo discutiremos, ¿verdad cariño? Al menos tendremos algo para picar mientras vemos una peli. Y le dedicó una sonrisa tan encantadora a la vendedora, mientras agarraba el brazo de su recién estrenado novio, que ésta no tuvo más remedio que despacharle con una amplia sonrisa.

Patidifuso, y con los ojos que parecían se le iban a salir de las órbitas, abrazó con su mano las manos de ella que le rodeaban el brazo y, sin poder decir palabra, le agradeció la larga cambiada que le había hecho a la dependienta y la chicuelina con la que había sostenido la situación, con ambas manos a la altura del pecho para acercarse a él y, a la embestida de la vendedora, se acercó por debajo, envolviéndose en su brazo. ¡No se lo podía creer! Recogió las bolsas, pagó la factura y, cogidos de la mano, desaparecieron de la vista de la atónita vendedora por uno de los pasillos que llevaban a la calle. Salieron por el lateral que daba a los aparcamientos, por la puerta en la estaba la vieja romana que se utilizaba para pesar los grandes sacos y cajas, y que en alguna ocasión había utilizado para controlar su peso y decidir si se tomaba la penúltima cerveza antes de regresar con la compra.

Una vez fuera, separaron las manos que tan cariñosamente habían unido desde que abandonaron el puesto de comida vegana y que habían mantenido, de manera suave y tierna, durante el corto espacio de tiempo que duró el recorrido, como si estuviesen acostumbrados a hacerlo toda la vida. Desconcertado, la miraba fijamente sin saber qué decir, sin atreverse a hablar, a pestañear, sin querer que aquello se acabara. Ella, sonriente y deslumbrante, lo mira con aquellos ojos de ensoñación y encanto, le tiende la mano y le dice: -Me llamo Anabel. ¿Y tú? Temblando, acepta gustoso la suave, caliente y delicada mano y le responde: -Jhony. Encantado. Gracias por el capote que me has echado. Perdona si te he incomodado o puesto en un apuro. Y si te preguntas si te estaba siguiendo, sí, lo estaba haciendo. Lo siento. –No lo sientas. Me estabas siguiendo porque yo quise, porque me lo propuse, porque desde que te vi en el porche, me fije en ti, en tus lindos ojos azules y en tus suaves labios.

Y sin mediar ninguna otra palabra, en un abrir y cerrar de ojos, rodeo su cuello con sus gráciles brazos, lo atrajo hacia sí y lo beso de manera suave,  sutil, delicada, exquisita y sosegada, como saboreando un placer infinito, eterno, inagotable, perenne. Él, la abraza con pasión, entusiasmo y vehemencia, devolviéndole con frenesí, unos besos apasionados, ardientes y efusivos. Luego, perpetuán el impulsivo abrazo y, al levantar la vista, se fija en uno de los grafitis que enaltecen el arte urbano de los muros del aparcamiento, donde una pareja se besa apasionada, amorosa y vehementemente debajo de una frase que nunca olvidará:  «Que sólo los besos te hagan cerrar la boca»

Se despiden con una mirada cómplice, con un hasta pronto, prometiendo encontrarse en la próxima compra. Entretanto, saborean la dulzura del beso eterno y terso, imaginando la suavidad de los labios que hasta hace pocos segundos tenían en sus bocas. Y mientras ella se aleja, caminando con ese grácil andar que lo había cautivado en la Plaza del Adelantado, él intenta llamarla, pero  no le salen las palabras. Impotente, quiere gritarle que le haga el amor… pero de su vida; quiere retenerla entre sus brazos y comerla a besos; desea contarle que cuando escuchó a sus ojos se acabo el silencio; que no se puede ser fuerte con alguien que es tu debilidad; que cuando le sonrió, se enamoró. Cuando dobló la esquina y desapareció de su vista, con lágrimas en los ojos, acertó a decir: -¡Hasta nuestro próximo beso!

Todos los días, especialmente los miércoles,  mientras iba a la recova a hacer la compra, no paraba de mirar, buscar, escudriñar, cada uno de los rincones del mercado,  intentando descubrirla en cualquiera de los puestos: comprando flores, carne o verduras; incluso pasaba varias veces, disimuladamente, delante del puesto de comida vegana. Pero nada, nunca más volvió a verla. Para su desgracia, la alcaldesa de La Laguna, Ana Oramas, anunció la decisión de instalar un mercado provisional en la Plaza del Cristo, que se preveía abrir a partir del 1 de diciembre y en el que se reubicará a los más de 200 comerciantes afectados por el cierre del Mercado Municipal. Desde entonces, no sintió mucha simpatía por la Sra. Oramas y el tiempo le daría la razón.

Pasaron los años y dejó de ir a comprar al mercado nuevo. Le queda muy lejos para ir cargando con las bolsas de la compra. Echa de menos su querida recova. Éste mercado nuevo no tiene el sabor ni la solera del viejo mercado. Y, sobre todo, no tiene historias que contar; especialmente, su historia con Anabel. Y no la extraña porque esté aburrido, porque el mercado nuevo no tenga memoria, no: la extraña siempre. Por eso continúa yendo todos los días  con la esperanza de encontrarla comprando en un puesto, paseando por sus pasillos, esperándolo en el puesto vegano, sentada en uno de sus bancos. En agosto de 2016, la Cámara de Comercio y la Secretaría de Estado de Comercio conceden a La Laguna una subvención de 70.000 € por obras de mejora  en el Mercado antiguo. Pero el verdadero premio gordo sería que saliese adelante la ayuda que se negocia con Madrid para financiar parte de la obra de la nueva Recova. Esa noticia, avivó nuevamente el sueño de ver la nueva recova en su sitio de siempre, en el solar junto a la Ermita de San Miguel Arcángel, en un lateral de la Plaza del Adelantado, mientras  adivina a Anabel atravesando con paso seguro y andar grácil y elegante en dirección a la misma.

Acaba de comenzar el año 2020 y no hay ninguna señal de que pronto se inicien los trabajos para la construcción de la nueva recova. Y comienza a preguntarse si no será idiota por echar de menos a alguien que, probablemente, esté bien sin él. Pero termina pensando que siempre se echa de menos cuando se quiere de verdad y se consolaba pensando en el grafiti, que todos los días leía en la trasera del mercado nuevo: ¡lo imposible solo tarda un poco más!



jueves, 9 de enero de 2020

EL JARDÍN

El episodio de calima que asolaba Canarias en las Navidades había convertido las mismas en unas fiestas atípicas, diferentes, extrañas y desacostumbradas. La sorprendente canícula que atrapaba el archipiélago con sus altas temperaturas por el día, tan inusuales en ésta época, y sus drásticos descensos nocturnos, transformaban las islas y las Pascuas en un acontecimiento insólito, raro y chocante. Parecía que estuviéramos conmemorando cualquiera de las innumerables festividades que durante el verano se celebraban por todos los rincones  de la Comunidad Canaria. La masa de aire cálido procedente del norte de África, debido a la dirección de los vientos de componente este, arrastraba el polvo del desierto del Sáhara y provocaba que la visibilidad se redujera de forma considerable, aumentando drásticamente las temperaturas y propiciando un bochorno considerable.

Salir a pasear se tornaba un acto de heroicidad, aun haciéndolo por la sombrita. La calina habría otras posibilidades bien distintas: el jardín era una de ellas. Sentarse bajo la sombra de una de las Araucarias, junto a la acogedora fuente de cuatro caños por los que manaban chorros de agua fresca cuyo tintineo semejaba el ruido de agradables cascadas,  con un refrescante zumo de limón y un buen libro,  se convertía en una de las oportunidades más apetecibles. Se dirigió a la biblioteca  y, tras echar un vistazo, se decidió por un libro que contenía varios cuentos de Mark Twain, titulado El vendedor de ecos; tal vez lo hiciera por la sugerente ilustración de la portada -El cazador de mariposas de Carl Spitzweg-, o por lo ligero de su lectura. Pasó por la cocina y sacó de la nevera una refrescante jarra de limonada que había hecho esa misma mañana, después de recoger varios limones del frondoso limonero del jardín. Se sirvió un generoso vaso de la refrigerante bebida y, tras enfundarse su sombrero Panamá, trenzado, hecho y tejido a mano con paja toquilla, que le habían traído del Ecuador, se encaminó al jardín dispuesto a pasar un agradable rato de lectura a la fresquita, y soportar mejor la inaguantable calima.

Atravesó la zona de las orquídeas, que en ésta época estaban florecidas con varas de todos los colores y tamaños, deprisa, huyendo del fuerte sol y las altas temperaturas, pero recreándose en los Cymbidium de hojas largas, sutiles, perennifolias y de colores inestables: amarillas, verdes, rosas, blancas, monocromáticas o con colores combinados; pasó junto al nisperero que, en plena floración, estaba invadido por abejas melifluas que se afanaban en recolectar el néctar de las flores; se apartó con sumo cuidado para esquivar los limoneros, naranjos y mandarinos repletos de frutos, y se dirigió a la zona donde habitaban los dragos, las palmeras, los ficus y las araucarias, salpicadas por frondosas enredaderas como la buganvilla, de hoja semicaduca y de flores pequeñas, de color blanco-amarillo, rosas, rojas o naranjas, así como el oloroso jazmín de flores blancas y la wisteria que, semejando abundantes racimos de uvas, produce tantos ramilletes de flores lilas que aparenta una frondosa parra. En medio de semejante vergel, la fuente de estilo Isabelina de cuatro caños, con un ciclo interno para aprovechar el chorro que sale y entra lentamente, consiguiendo de esta manera que el agua que se encuentra en la parte superior vaya pausadamente cayendo a los niveles inferiores, pudiéndose escuchar el suave susurro del agua correr. A su lado, debajo de una gigantesca araucaria y junto a una Euphorbia pulcherrima de doble flor roja, que hacía años se la habían traído de Los Realejos, un banco de madera, tratada para resistir la intemperie y cuya estructura y respaldo es de hierro forjado, se ofrece amablemente para  acogerlo en su regazo.

Se sienta con el cansancio propio del que ha corrido un maratón y la premura del que huye del calor; se acomoda el sombrero panamá después de abanicarse varias veces para coger resuello; bebe un trago de la refrescante limonada y, antes de depositar el vaso en el banco, lo mira con fruición y se lo vuelve a llevar a la boca para tomar otro sorbo de la agradable bebida; cruza las piernas, la izquierda sobre la derecha –en una clara muestra inconsciente de sus ideas sociales-; abre la obra, El vendedor de ecos, mientras coloca, pulcramente, el marcador de libros entre las páginas finales del ejemplar siguiendo el ritual de costumbre, y comienza a leer con la satisfacción, el regocijo y la placidez del devorador de libros que era.

« ¡Desventurado caminante! Su actitud humilde, su mirada triste, su traje, de buena tela e impecable corte, pero hecho jirones –último  vestigio de un antiguo esplendor-, conmovieron aquel resorte, solitario y perdido que llevo en los más oculto de mi corazón, desierto ahora. Vi el maletín que el forastero llevaba bajo el brazo y me dije:
-¡Contempla, alma mía! ¡Has caído una vez más en las garras de un viajante de comercio!»
Se trataba de un viajante que vendía una colección de ecos que había heredado de su tío. Éste, tras muchos desengaños coleccionando objetos, había tomado la decisión de coleccionar algo que nadie más coleccionaría: se había propuesto coleccionar ecos.

- ¡Hum! ¡Ecos! ¡Interesante! ¿Cómo diantres se coleccionan ecos?

Tomó un nuevo sorbo de limonada, antes de que se acabara de calentar, y prosiguió ávido la lectura con el fin de conocer cómo se podría coleccionar ecos. Mientras leía apresuradamente las explicaciones previas del viajante, enredado en los prolegómenos de su historia, un leve sopor se iba apoderando de él. Nervioso por llegar al momento en el que el forastero contara cómo su tío consiguió coleccionar ecos, se fue acomodando en el banco, mientras su cuerpo se aletargaba por la calima, por el relajante sonido del agua de la fuente y por las onomatopeyas de los mirlos, las tórtolas y los agapornis. Al parecer, el tío del viajante había comprado un eco de cuatro voces en Georgia; otro de seis en Maryland; uno de trece repeticiones en Maine; en Tennessee le vendieron uno, muy barato, de catorce, porque una parte de la roca de reflexión estaba partida, se había caído y necesitaba ser reparada.

- ¡Ah, claro! Para coleccionar ecos hay que comprar el terreno donde se producen. Cuanto más altas sean las montañas, más sonoros serán; cuantos más largos sean los valles, más veces repetirán los sonidos; cuanta menos vegetación tengan las paredes donde rebota la voz, más diáfanos se oirán. Una sonrisa de satisfacción iluminó su cara al comprender cómo se podían coleccionar los ecos.

La imaginación se le disparó con las cábalas de los ecos, del número de repeticiones, de la sonoridad, de la resonancia de los tañidos; comenzó a recordar lugares ideales para los ecos, montañas y valles en los que había estado y nunca se le había ocurrido descubrirlos. La Gomera era un lugar ideal para descubrir ecos, pensó. Sus valles, sus montañas, toda su orografía era propicia para ello. Recordaba su estancia en Vallehermoso y los momentos agradables que pasaba en el barranco del Ingenio, junto a la presa de La Encantadora en la Rosas de las Piedras; en el barranco de Ambrosio, junto al del Ingenio que recogía las aguas del monte superior; en el barranco del Valle que desemboca en la playa de Vallehermoso; el barranco del Mono en Alojera y los barrancos de San Juan y Tazo en Arguamul y Tazo, respectivamente.

Se imaginaba descubriendo ecos, propagando sonidos, chillando voces. Probaba a gritar, «Isabel», desde la plaza de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción en Alojera, hacia el barranco del Mono, con la esperanza de que rebotara y se propagara por sus paredes hasta bordear la playa de Alojera y desembocara, conjuntamente con el barranco de Tazo –que caía desde la Ermita de Santa Lucía-,  en la playa del Trigo. Por su largo recorrido, reconoció un eco de ¡doce voces! Sorprendido lo repitió, una y otra vez; y, una y otra vez, el eco le devolvía doce veces el nombre de Isabel. Se sentía dichoso por el descubrimiento.

En el barranco de San Juan, que descendía en picado desde la Ermita de Santa Clara hacia la playa de Arguamul, vociferó, «Leonor», con todas sus fuerzas y escuchó un eco de ¡seis voces!, probablemente por su fuerte descenso y la exposición a los vientos que se llevaba los sonidos en volandas. Se sentía satisfecho por el hallazgo y por tener sus propios ecos. Comenzaba a hacerse una idea de la calidad de los ecos y el número de voces que podían repetir en virtud de la conformación de la orografía.

Desde el barranco de Ambrosio, corto, aunque de fuerte pendiente, voceó, «Encarna», y se encontró con un eco de ¡dos voces! -a pesar de estar compuesto por capas de basalto superpuestas-, seguramente ahogado por la exuberante cubierta de Monteverde. Por más que lo repitiera, el eco sólo le devolvía dos voces. Ufano por incorporar un nuevo, aunque modesto, eco a su colección, se dirigió al barranco del Ingenio. Al llegar a la presa de la Encantadora, se sentó a contemplar la majestuosidad del paisaje que de forma gratuita le ofrecía ese idílico rincón de Vallehermoso.

Después de solazarse y alimentar los sentidos con semejante atracón paisajístico, decidió subir, por el barranco del Ingenio,  hasta la Banda de las Rosas y sentarse bajo el eucalipto de la plaza de la Ermita del Carmen. Desde allí, repitió a voz en grito el nombre de «Isabel» y escuchó, maravillado y absorto, un eco de ¡quince voces! que se deslizaba hasta las tranquilas aguas de la presa y rebotaba, de palmera en palmera, hasta perderse en las inmediaciones de la calle Triana. Complacido, eufórico y contento lo repetía cada cinco minutos para saborear al máximo la devolución de quince ecos con el nombre de Isabel.

Dichoso, se despidió de aquel paradisiaco lugar que le recordaba las estampas pastoriles de la literatura y pintura del Renacimiento, y se dirigió, barranco abajo,  hacia el Mirador de Vallehermoso. Al llegar, se situó con el Roque Cano a sus espaldas, y la Iglesia de San Juan Bautista a su izquierda; con las manos rodeando su boca para amplificarlo, chilló el nombre de «Melania», mientras dirigía el sonido hacia el barranco del Valle para que fluyera veloz hacia la playa; el majestuoso y amplio valle lo obsequió con un eco de ¡ocho voces! que bajaba raudo hacia el mar y se perdía en el horizonte en busca de Tenerife. No podía estar más eufórico, contento y feliz. ¡Había conseguido una colección de ecos que iban, desde los dos del barranco de Ambrosio hasta los quince del barranco del Ingenio!

Un golpe seco y el aleteo de dos mirlos que bebían de la fuente huyendo despavoridos por el impacto del libro contra el suelo, lo despertaron de su sueño. Sorprendido, acalorado y atolondrado por el sopor, recompuso su figura, recogió el libro y se acomodó en el banco intentando adivinar qué había pasado. Se frotó los ojos y, cuando quiso beber un poco de limonada, la apartó de su boca y la derramó sobre los parterres junto al banco por lo caliente que estaba. Definitivamente se había quedado dormido; la lectura del libro de Mark Twain no había pasado de la página 13. ¡Maldita calima! ¡Maldito bochorno! Ellos eran los culpables de haberse embelesado, se decía. ¿Cómo era posible que un  lector empedernido como él hubiera sucumbido a sus seducciones? ¿Con qué malas artes lo habían embaucado? ¿Cómo se había dejado sugestionar por sus incitaciones? Malhumorado, se levantó, se alisó los pantalones, se acercó a la fuente y se remojó la cara con un poco de agua fresca. ¡Qué alivio! El tórrido calor pareció que retrocedía de su cara.

 Se volvió a sentar pensativo. Miraba la portada del libro y no paraba de darle vueltas a su colección de ecos; no tenía claro si continuar con la lectura o reflexionar acerca de su colección; le picaba la curiosidad por ver cuál de las dos historias, la del vendedor de ecos o su sueño, eran más interesantes, atrayentes, seductoras. De pronto, cayó en la cuenta que en su peculiar colección, el mismo apelativo, el de Isabel, era el nombre que más repeticiones de voces había cosechado: doce en el barranco del Mono y quince en el barranco del Ingenio. Y entonces se preguntó: ¿la cantidad de voces de los ecos se debía a las magnificas condiciones de los barrancos, a sus paredes acondicionadas para repetir y propagar las resonancias, o más bien se debía a la sonoridad del nombre de Isabel?

Pensando en ella, cogió el libro y el vaso de limonada vacío; se alisó los pantalones y se cubrió la cabeza con su panamá; miró alrededor y se encaminó presto a abandonar el jardín. Su semblante radiante, su sonrisa a medias y su canturreo acompasaban sus pasos mientras abandonaba el jardín. Tarareaba la canción de Jose Luis Perales, Isabel, de su álbum «Tiempo de otoño» y, su andar ligero y cantarín, denotaba que estaba contento, encantado y satisfecho.