«La
esposa del alguacil se retiró dando un respingo. Le impresionaba que la cautiva
fuera de su misma edad. Decían que tenía cuatro hijos. Jamás se le abría
ocurrido que resultara tan atractiva. Una mujer inteligente debería ser menos hermosa,
sobre todo cuando ha cometido un delito de escándalo. […] En ese momento, la
poetisa de Qazvin contemplaba la alberca vacía. La esposa del alguacil observó
el bonito peinado que sobresalía del velo. Llevaba unas trenzas cortas
entretejidas de un hilillo de cobre que brillaba contra la nieve ya casi
disuelta y dos tirabuzones pegados a las mejillas, siguiendo la moda de la
época. No tuvo más remedio que reconocer la belleza de su cutis traslúcido y
sus cejas encantadoras. Le pareció coqueta por su modo de alisarse los
tirabuzones con la punta de los dedos.»
A
la sombra de los eucaliptus, recostado sobre el tronco de uno de ellos, leía
parsimonioso la novela de la escritora británica de origen iraní, Bahiyyih
Nakhjavani, La mujer que leía demasiado.
Es una novela sobre la apasionante historia de una mujer, la poetisa de Qazvin,
que acabó convirtiéndose en leyenda por sus ideas consideradas subversivas y
heréticas. A lo lejos, entre los ruidos del aterrizar y despegar de los
aviones, se escuchan las campanadas de la Torre de la Concepción. Es mediodía.
El sopor provocado por la hora y el fuerte sol de un día espléndido comienza a
hacer estragos. La imaginación, alimentada por las hazañas de la poetisa de
Qazvin, lo introduce en el desarrollo de la novela y entabla una historia
paralela acerca de vivencias, recuerdos y deseos.
Cuando
tenía catorce o quince años, no lo recuerda bien, llegó al Instituto del pueblo
una profesora de filosofía muy joven, guapa y extrovertida. Enseguida se fijó
en ella y se enamoró a primera vista. A esa edad, los amores son eternos,
fieles, monógamos. Sus lindos ojos azules, su pelo rubio rizado, su tez blanca
y su sonrisa eterna fueron la puerta de entrada a ese enamoramiento de
ensoñación y encanto que acabó por afirmarse con la conversación desenfadada,
la agilidad mental y las habilidades sociales de la profesora para con todos
sus alumnos y alumnas. Notó, por primera vez, que el corazón, ese músculo
pequeñito, le latía más deprisa y de manera diferente cuando estaba en presencia
de la profe o cuando pensaba en ella.
¡Cuántos sentimientos cabían en un músculo tan chico!
Las
clases de filosofía eran las mejores. Comenzó a interesarse por los autores que
la profe explicaba con una facilidad y sencillez inusual en el gremio. Incluso
se apuntó a unos seminarios voluntarios para aprender los rudimentos de la
filosofía. Se sentía un filósofo en ciernes con un futuro prometedor. Y todo
gracias a la profesora de ojos azules, pelo rubio, tez blanca y sonrisa
cautivadora. Nunca la miraba a la cara porque era muy tímido pero no se perdía
ninguna de sus explicaciones, de sus demostraciones, de sus interpretaciones: la
miraba de hito en hito para saciar el inmenso amor que sentía por ella. Cuando Mabel, que así se llamaba la
profesora, lo requería para una explicación, o lo llamaba a la pizarra, o se
dirigía a su pupitre para hablarle personalmente, le entraba tal debilidad y
comenzaba a temblarle las piernas de tal manera que a duras penas podía
disimularlo.
Al
igual que la poetisa de Qazvin, Mabel tenía la costumbre de alisarse los
tirabuzones con la punta de los dedos. Si coincidía la mirada de ella con la
mirada de él mientras se alisaba los tirabuzones, su pequeño corazón se
desbocaba, latía incesantemente y la sangre acudía presurosa a su cara dejando
en evidencia que estaba enamorado hasta las trancas. ¡Qué recuerdos! Los sentía
tan nítidamente como si hubieran ocurrido ayer. Y eso que Mabel sólo estuvo un
curso en el Instituto. Cuando se enteró que el siguiente año no estaría como profesora
de filosofía, el mundo se le vino encima. Los días que quedaban para acabar el
curso se le fueron volando, las horas de filosofía se le fueron como agua entre
las manos, la coincidencia con ella en los pasillos, los recreos, la cafetería,
la sala de profesores –a la que acudía con cualquier excusa con tal de verla-
se intensificaron en busca de estar el mayor tiempo posible con ella. ¡Incluso
se atrevió a dedicarle unos versos de despedida que le entregó en un folio
doblado y por el que recibió un abrazo y dos besos en sus enrojecidas mejillas!
Hoy,
35 años después, a la sombra de unos frondosos eucaliptus en la cima de la Mesa
Mota y con 33 grados de temperatura, mientras se embelesa con la novela la mujer
que leía demasiado, se sorprende con unos recuerdos tan vívidos, claros y elocuentes
que parece que los acaba de vivir. El primer amor no se olvida tan fácilmente,
pensaba. ¿Qué pasaría si la volviera a ver? ¿Lo reconocería? ¿Guardaría Mabel
el folio con los versos que le dedicó? ¿Sentiría lo mismo por ella? ¿Le
volverían a temblar las piernas y a sonrojarse sus mejillas? ¿Estaría casada?
Todas estas preguntas le asaltaron sin encontrar respuestas para ellas.
«Suaviza
mis bucles enredados cuando estaba viva con aceites olorosos.
Péiname
los cabellos tupidos y divídelos ahora para siempre.
Colócame
una trenza en el hombre derecho y la
otra en el izquierdo
para
atrapar a los ángeles,
pero
deja que la tercera caiga por la espalda
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