De pie, apoyado en una baranda, miraba expectante el bramar del nuevo volcán que había alumbrado en Montaña Rajada, en las estribaciones de Cumbre Vieja. La Plaza de la Iglesia de Tajuya se había llenado de propios y foráneos: vecinos residentes, moradores colindantes, científicos de diversas especialidades relacionadas con la erupción, políticos, periodistas, bomberos, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, voluntarios y un sinfín de personajes atraídos por la emisión de lava y ruido. El espectáculo que ofrecía el volcán no hacía presagiar nada bueno. En su futuro recorrido hacia el mar —en caso de producirse— se encontraría con barrios populosos, fincas e invernaderos de plátanos, plantaciones de aguacates, terrenos dedicados a la viña y una infinidad de infraestructuras. Una vez más, los palmeros y palmeras, tendrían que enfrentarse a las fuerzas de la Naturaleza a las que ya estaban acostumbrados. La última experiencia databa de cincuenta años atrás con la erupción del Teneguía.
Mientras
contemplaba el espectáculo, recordaba las tardes que había pasado justo debajo
del nacimiento del nuevo volcán. Sentado sobre la roca volcánica que había dado
origen a la isla de La Palma, a la sombra de un almendrero y acariciado por la
brisa que el Alisio le ofrecía, disfrutaba de la puesta de sol más occidental
de Canarias. A sus pies se mostraba en toda su magnificencia la ladera que,
desde Cumbre Vieja, resbalaba hacia el Océano Atlántico formando parte del fértil
Valle de Aridane. A su espalda, Montaña Rajada —Tajogaite, para los antiguos
moradores de la Isla, los Benahoaritas— se elevaba majestuosa con sus comunidades
de pino canario y su joven lava que agoraba futuros flujos de basalto y canales
de lava. En el horizonte, allende el Atlántico azulado y calmo, el sol comenzaba
a bajar la persiana para que la tierra —en esta parte del globo— descansara de
su arduo trabajo de rotación.
Sabía
que estaba sentado sobre un volcán; que el sol no se ponía por el horizonte;
que la rotación no era un padecimiento extenuante del planeta. Y no le
importaba. Estaba allí disfrutando del enorme placer que la Naturaleza le
prodigaba cada día, cada tarde. Se hallaba embelesado por la integración
sensorial que le permitía escuchar el sonido del aire ululando entre los
almendros y el lejano canto de los pájaros; el olor a tierra recién regada y la
fragancia a pino y resina que el Alisio le bajaba de la cumbre; los colores
negruzcos de la lava solidificada que inundaban el contorno con el naranja de
la puesta de sol que, abrazando el azul del mar, teñía el horizonte con un intenso
arrebol; saboreando el puñado de almendras —que masticaba cadenciosamente,
acorde con el paisaje que contemplaba— recogidas de los vetustos almendreros que
le rodeaban.
«La
Palma, terrenal mansión, donde siempre hallarás la aventura y la calma…»,
sonaba melodiosa en su cabeza la habanera que enmarcaba el idílico atardecer. La
primera vez que la escuchó fue a bordo de un Fokker F-27 de la compañía Aviaco.
Era su primer viaje a La Isla Bonita. Un compañero, sentado a su lado, la
cantaba sotto voce, henchido de satisfacción porque volaba a su isla. Se
trataba de un grupo amateur de teatro que, por medio de ese amigo palmero,
habían sido invitados a representar la obra de Alfonso Sastre, «Escuadra hacia
la muerte», en varios pueblos de la isla. La obra, enmarcada en una hipotética tercera
guerra mundial, describe el miedo a lo desconocido en los personajes de seis
militares, un cabo y cinco soldados, que tienen que enfrentarse, entre otros
problemas, al sentido de la existencia y al determinismo de nuestra conducta. Encerrados
en una cabaña —a semejanza de la Habitación 101 de Orwell en su novela
«1984»— sólo les llegan los ecos y reverberaciones del exterior que, como
sombras de la realidad, tendrán que asimilar e incorporar a la propia
existencia.
Recordando
aquellos días y aquella obra, le vino a la memoria que el tono realista y
existencialista de las escenas nos interrogaba acerca de las posibles
soluciones que demos a la realidad. Y la realidad ahora era el volcán que tenía
delante. Cuando aterrizó por primera vez en la isla hacía pocos años que había
explotado el Teneguía. Era una de sus ilusiones: ver el volcán y contemplar la
nueva superficie ganada al mar. En su visita a Fuencaliente todo giraba en
torno al joven cráter. Fotografías de la emisión de lava, de gente sentada en
las inmediaciones contemplándolo, de turistas con prismáticos y cámaras al
cuello, adornaban todos los bares y casas de comida del pueblo. Postales de
todo tipo y colorido, trozos de lava, paquetitos de picón, eran los suvenires más
solicitados por los turistas. Todavía conservaba un trozo de lava recogida en
su paseo alrededor del cráter. Las soluciones dadas a la aparición del Teneguía
eran positivas y emprendedoras, habiendo ayudado a Fuencaliente en particular y
a la isla en general, para potenciar el turismo entre otras acciones de
infraestructura y ocupacional.
Pero
este volcán que contemplaba atónito era otra cosa. Solamente el lugar que había
escogido para presentarse en sociedad hablaba de futuros desastres en su natural
recorrido hacia el mar. La fuerza con la que se mostraba auguraba semanas de
sufrimiento e incertidumbre. La profusión de lava que evacuaba hacía sospechar
la inmensa cantidad de magma que habitaba en su interior. Y ese magma y esa
lava presagiaban enormes coladas solidificadas, anchas y altas, malpaíses que
cambiarían para siempre —tal vez hasta la próxima erupción de otro volcán— la
geografía de la isla. Y le vino a la memoria escenas del cuadro segundo de
«Escuadra hacia la muerte» donde todos se sienten desmoralizados y repiten
compungidos, consternados y desesperanzados: Somos una escuadra de
condenados a esperar la muerte. Y se sienten así porque se encuentran en
otro país y no conocen al enemigo, no saben qué esperar de él. Es un enemigo
desconocido. Pero los palmeros y palmeras están en su tierra, y conocen
perfectamente al enemigo que acaba de manifestárseles con tanta virulencia. Y
saben qué esperar de él: desastre, desolación y devastación. Pero también saben
que lo vencerán, que el volcán se apagará y ellos seguirán aprovechando la
oportunidad de comenzar de nuevo. Saben que subirán hasta lo alto del cono que
ahora les aflige y lo conquistarán, lo domeñarán y aprovecharán la oportunidad
para rehacerse y reinventarse como han hecho siempre.
Se
le había quedado grabada en la retina la imagen de la Iglesia de Todoque, donde
además se encuentra la sede de la Asociación de Vecinos, —perfecta simbiosis de
religión y laicismo— resistiendo el embate del volcán, enhiesta frente a una
colada de lava incandescente de hasta 12 metros de altura y medio kilómetro de
extensión, encarnando el carácter palmero que no se rinde ante las
circunstancias, por muy adversas que éstas sean. Pero el derrumbe de su torre,
tras varios días de resistencia y desafío, dejó helado el corazón de los
palmeros y palmeras y de todos los habitantes de Canarias. En especial de los
vecinos y vecinas del barrio que las habían levantado mediante el trabajo
comunitario en la segunda mitad del pasado siglo para tener un lugar donde
reunirse y celebrar la fe y la cultura. Recordó que, en aquella primera visita
a la isla, estaba de plena actualidad la Misa Campesina Nicaragüense del
compositor Carlos Mejía Godoy que hundía sus raíces en la Teología de la
liberación y proclamaba el protagonismo de una Iglesia popular. Esa simbiosis
de fe y cultura popular, arraigó fuertemente en la juventud de la época. A esa
simbiosis le sonaba la desaparecida Iglesia de Todoque. Evocaba que en las
plazas de los pueblos donde actuaban se cantaba indistintamente el Credo,
Son tus perjúmenes mujer, o El Cristo de Palacagüina. Y ese
trabajo comunitario para celebrar la fe, la cultura y el ocio de un barrio
popular se vino abajo con el colapso de la torre de la Iglesia. Sin embargo, el
espíritu palmero, su determinación y coraje para enfrentarse a las
adversidades, así como la perfecta conjunción de voluntades, independientemente
de su fe o ideología, volverán a ser capaces de reconstruir su barrio, su
plaza, su Iglesia y su Asociación de vecinos. En definitiva, el lugar de
encuentro de la comunidad, porque están convencidos que todos juntos son
mejores que uno solo.
Pero
el destructor volcán parecía querer poner a prueba el carácter palmero, su
tesón, perseverancia y tenacidad ante los infortunios de la Naturaleza; aparentaba
tener inteligencia para idear la forma de hacer más daño del imprescindible; manifestaba
poseer la voluntad de llevar a cabo los más horrendos destrozos posibles. En
lugar de seguir un curso sobre sus propias coladas rumbo al mar, evitando así
nuevos estragos, se diversificaba en coladas secundarias buscando destruir más
casas, más invernaderos, más colegios, más infraestructuras. Pareciera querer
horadar el temple de los palmeros y palmeras mediante la perforación de sus más
firmes convicciones, de sus inquebrantables esfuerzos por domeñar la
Naturaleza, de sus profundas convicciones de ser más fuertes y solidarios ante
cualquier circunstancia que se les presentara. No contento con destruir Todoque,
la segunda colada que se precipitó sobre la Playa del Charcón se quedaba a
escasos metros del mar, para que otro brazo destructor inicie un nuevo recorrido
hacia el Mirador del Perdido ralentizando su caída al mar, mientras decide
volver a la carga por el polígono industrial del Callejón de la Gata para
engullir el campo de futbol, el Spar y penetrar en el corazón del populoso
barrio de La Laguna, arrasando su colegio, la gasolinera, empaquetados de plátanos,
casas y el trabajo comunal de un pueblo que se había autoconstruido desde el
arraigo y la solidaridad de sus vecinos.
Paralelamente,
en Puerto Naos, se ponían manos a la obra para lograr potabilizar agua del mar,
mezclarla con agua dulce traída por un buque cisterna desde Tazacorte, y
bombearla a la balsa de Cuatro Caminos para regar las parcelas que se salvaron
de la voracidad del volcán, pero se habían quedado sin la infraestructura necesaria
para regar. Todavía el cráter estaba en plena erupción —sin visos de acabar a
corto plazo— y ya estaban comenzando la reconstrucción de la zona. ¡No sabe el volcán
contra quienes está luchando! La inefable constancia del carácter palmero acabará
con la fuerza destructora del volcán convirtiendo su existencia en efímera, por
mucho daño que esté causando, por muchas historias que esté truncando, por
mucho desastre que quede por ocurrir.
Recordaba
que, coincidiendo con ese viaje, el palmero Ezequiel Perdigón Benítez había
compuesto la letra y música de la canción «Isla mía», interpretada por el grupo
Los Viejos de Santa Cruz de La Palma. Se le había quedado grabado la
sensación de pertenencia a La Palma después de ese primer viaje por el carácter
acogedor de sus gentes, por la inmensidad del paisaje, por la paz y
tranquilidad que se respiraba y por la peculiar forma de vida de los palmeros y
palmeras: en una perfecta simbiosis entre el paisaje y el paisanaje. Acabó
entendiendo la añoranza endémica de los palmeros y palmeras por su tierra: «Yo
quisiera volver a La Palma»; comprendió la necesidad que tienen de encontrarse
con los suyos: «revivir otra vez mi niñez / encontrar el calor de mi gente»;
asimiló que la personalidad palmera estaba marcada por su carácter cosmopolita
y la nostalgia por su tierra: «Ese mar que me aleja de ti / no consigue que
pueda olvidar / que La Palma es la isla mía / donde yo aprendí a soñar». Pero,
sobre todo, experimentó la exquisita amabilidad de su trato, la meliflua poesía
de su habla, y su sensibilidad y ternura familiar: «Cuando veo una flor / no me
puedo olvidar / que una palmera fue / quién me enseñó a amar / quién me enseñó
a querer / quién me enseñó a soñar». Y ésta es la enseñanza que ni este volcán
ni ninguno de los anteriores, han sabido aprender de los palmeros y palmeras:
que por muchas erupciones que haya, por muchos cráteres que afloren, por muchas
coladas que deformen su geografía, por muchos deltas que intenten cambiar su
forma de corazón, siempre cantarán:
que me vio nacer
la llevo en mi alma
y no la he de perder»
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