lunes, 25 de octubre de 2021

TAJOGAITE

 De pie, apoyado en una baranda, miraba expectante el bramar del nuevo volcán que había alumbrado en Montaña Rajada, en las estribaciones de Cumbre Vieja. La Plaza de la Iglesia de Tajuya se había llenado de propios y foráneos: vecinos residentes, moradores colindantes, científicos de diversas especialidades relacionadas con la erupción, políticos, periodistas, bomberos, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, voluntarios y un sinfín de personajes atraídos por la emisión de lava y ruido. El espectáculo que ofrecía el volcán no hacía presagiar nada bueno. En su futuro recorrido hacia el mar —en caso de producirse— se encontraría con barrios populosos, fincas e invernaderos de plátanos, plantaciones de aguacates, terrenos dedicados a la viña y una infinidad de infraestructuras. Una vez más, los palmeros y palmeras, tendrían que enfrentarse a las fuerzas de la Naturaleza a las que ya estaban acostumbrados. La última experiencia databa de cincuenta años atrás con la erupción del Teneguía.  

Mientras contemplaba el espectáculo, recordaba las tardes que había pasado justo debajo del nacimiento del nuevo volcán. Sentado sobre la roca volcánica que había dado origen a la isla de La Palma, a la sombra de un almendrero y acariciado por la brisa que el Alisio le ofrecía, disfrutaba de la puesta de sol más occidental de Canarias. A sus pies se mostraba en toda su magnificencia la ladera que, desde Cumbre Vieja, resbalaba hacia el Océano Atlántico formando parte del fértil Valle de Aridane. A su espalda, Montaña Rajada —Tajogaite, para los antiguos moradores de la Isla, los Benahoaritas— se elevaba majestuosa con sus comunidades de pino canario y su joven lava que agoraba futuros flujos de basalto y canales de lava. En el horizonte, allende el Atlántico azulado y calmo, el sol comenzaba a bajar la persiana para que la tierra —en esta parte del globo— descansara de su arduo trabajo de rotación.

Sabía que estaba sentado sobre un volcán; que el sol no se ponía por el horizonte; que la rotación no era un padecimiento extenuante del planeta. Y no le importaba. Estaba allí disfrutando del enorme placer que la Naturaleza le prodigaba cada día, cada tarde. Se hallaba embelesado por la integración sensorial que le permitía escuchar el sonido del aire ululando entre los almendros y el lejano canto de los pájaros; el olor a tierra recién regada y la fragancia a pino y resina que el Alisio le bajaba de la cumbre; los colores negruzcos de la lava solidificada que inundaban el contorno con el naranja de la puesta de sol que, abrazando el azul del mar, teñía el horizonte con un intenso arrebol; saboreando el puñado de almendras —que masticaba cadenciosamente, acorde con el paisaje que contemplaba— recogidas de los vetustos almendreros que le rodeaban.

«La Palma, terrenal mansión, donde siempre hallarás la aventura y la calma…», sonaba melodiosa en su cabeza la habanera que enmarcaba el idílico atardecer. La primera vez que la escuchó fue a bordo de un Fokker F-27 de la compañía Aviaco. Era su primer viaje a La Isla Bonita. Un compañero, sentado a su lado, la cantaba sotto voce, henchido de satisfacción porque volaba a su isla. Se trataba de un grupo amateur de teatro que, por medio de ese amigo palmero, habían sido invitados a representar la obra de Alfonso Sastre, «Escuadra hacia la muerte», en varios pueblos de la isla. La obra, enmarcada en una hipotética tercera guerra mundial, describe el miedo a lo desconocido en los personajes de seis militares, un cabo y cinco soldados, que tienen que enfrentarse, entre otros problemas, al sentido de la existencia y al determinismo de nuestra conducta. Encerrados en una cabaña —a semejanza de la Habitación 101 de Orwell en su novela «1984»— sólo les llegan los ecos y reverberaciones del exterior que, como sombras de la realidad, tendrán que asimilar e incorporar a la propia existencia.

Recordando aquellos días y aquella obra, le vino a la memoria que el tono realista y existencialista de las escenas nos interrogaba acerca de las posibles soluciones que demos a la realidad. Y la realidad ahora era el volcán que tenía delante. Cuando aterrizó por primera vez en la isla hacía pocos años que había explotado el Teneguía. Era una de sus ilusiones: ver el volcán y contemplar la nueva superficie ganada al mar. En su visita a Fuencaliente todo giraba en torno al joven cráter. Fotografías de la emisión de lava, de gente sentada en las inmediaciones contemplándolo, de turistas con prismáticos y cámaras al cuello, adornaban todos los bares y casas de comida del pueblo. Postales de todo tipo y colorido, trozos de lava, paquetitos de picón, eran los suvenires más solicitados por los turistas. Todavía conservaba un trozo de lava recogida en su paseo alrededor del cráter. Las soluciones dadas a la aparición del Teneguía eran positivas y emprendedoras, habiendo ayudado a Fuencaliente en particular y a la isla en general, para potenciar el turismo entre otras acciones de infraestructura y ocupacional.

Pero este volcán que contemplaba atónito era otra cosa. Solamente el lugar que había escogido para presentarse en sociedad hablaba de futuros desastres en su natural recorrido hacia el mar. La fuerza con la que se mostraba auguraba semanas de sufrimiento e incertidumbre. La profusión de lava que evacuaba hacía sospechar la inmensa cantidad de magma que habitaba en su interior. Y ese magma y esa lava presagiaban enormes coladas solidificadas, anchas y altas, malpaíses que cambiarían para siempre —tal vez hasta la próxima erupción de otro volcán— la geografía de la isla. Y le vino a la memoria escenas del cuadro segundo de «Escuadra hacia la muerte» donde todos se sienten desmoralizados y repiten compungidos, consternados y desesperanzados: Somos una escuadra de condenados a esperar la muerte. Y se sienten así porque se encuentran en otro país y no conocen al enemigo, no saben qué esperar de él. Es un enemigo desconocido. Pero los palmeros y palmeras están en su tierra, y conocen perfectamente al enemigo que acaba de manifestárseles con tanta virulencia. Y saben qué esperar de él: desastre, desolación y devastación. Pero también saben que lo vencerán, que el volcán se apagará y ellos seguirán aprovechando la oportunidad de comenzar de nuevo. Saben que subirán hasta lo alto del cono que ahora les aflige y lo conquistarán, lo domeñarán y aprovecharán la oportunidad para rehacerse y reinventarse como han hecho siempre.

Se le había quedado grabada en la retina la imagen de la Iglesia de Todoque, donde además se encuentra la sede de la Asociación de Vecinos, —perfecta simbiosis de religión y laicismo— resistiendo el embate del volcán, enhiesta frente a una colada de lava incandescente de hasta 12 metros de altura y medio kilómetro de extensión, encarnando el carácter palmero que no se rinde ante las circunstancias, por muy adversas que éstas sean. Pero el derrumbe de su torre, tras varios días de resistencia y desafío, dejó helado el corazón de los palmeros y palmeras y de todos los habitantes de Canarias. En especial de los vecinos y vecinas del barrio que las habían levantado mediante el trabajo comunitario en la segunda mitad del pasado siglo para tener un lugar donde reunirse y celebrar la fe y la cultura. Recordó que, en aquella primera visita a la isla, estaba de plena actualidad la Misa Campesina Nicaragüense del compositor Carlos Mejía Godoy que hundía sus raíces en la Teología de la liberación y proclamaba el protagonismo de una Iglesia popular. Esa simbiosis de fe y cultura popular, arraigó fuertemente en la juventud de la época. A esa simbiosis le sonaba la desaparecida Iglesia de Todoque. Evocaba que en las plazas de los pueblos donde actuaban se cantaba indistintamente el Credo, Son tus perjúmenes mujer, o El Cristo de Palacagüina. Y ese trabajo comunitario para celebrar la fe, la cultura y el ocio de un barrio popular se vino abajo con el colapso de la torre de la Iglesia. Sin embargo, el espíritu palmero, su determinación y coraje para enfrentarse a las adversidades, así como la perfecta conjunción de voluntades, independientemente de su fe o ideología, volverán a ser capaces de reconstruir su barrio, su plaza, su Iglesia y su Asociación de vecinos. En definitiva, el lugar de encuentro de la comunidad, porque están convencidos que todos juntos son mejores que uno solo.

Pero el destructor volcán parecía querer poner a prueba el carácter palmero, su tesón, perseverancia y tenacidad ante los infortunios de la Naturaleza; aparentaba tener inteligencia para idear la forma de hacer más daño del imprescindible; manifestaba poseer la voluntad de llevar a cabo los más horrendos destrozos posibles. En lugar de seguir un curso sobre sus propias coladas rumbo al mar, evitando así nuevos estragos, se diversificaba en coladas secundarias buscando destruir más casas, más invernaderos, más colegios, más infraestructuras. Pareciera querer horadar el temple de los palmeros y palmeras mediante la perforación de sus más firmes convicciones, de sus inquebrantables esfuerzos por domeñar la Naturaleza, de sus profundas convicciones de ser más fuertes y solidarios ante cualquier circunstancia que se les presentara. No contento con destruir Todoque, la segunda colada que se precipitó sobre la Playa del Charcón se quedaba a escasos metros del mar, para que otro brazo destructor inicie un nuevo recorrido hacia el Mirador del Perdido ralentizando su caída al mar, mientras decide volver a la carga por el polígono industrial del Callejón de la Gata para engullir el campo de futbol, el Spar y penetrar en el corazón del populoso barrio de La Laguna, arrasando su colegio, la gasolinera, empaquetados de plátanos, casas y el trabajo comunal de un pueblo que se había autoconstruido desde el arraigo y la solidaridad de sus vecinos.

Paralelamente, en Puerto Naos, se ponían manos a la obra para lograr potabilizar agua del mar, mezclarla con agua dulce traída por un buque cisterna desde Tazacorte, y bombearla a la balsa de Cuatro Caminos para regar las parcelas que se salvaron de la voracidad del volcán, pero se habían quedado sin la infraestructura necesaria para regar. Todavía el cráter estaba en plena erupción —sin visos de acabar a corto plazo— y ya estaban comenzando la reconstrucción de la zona. ¡No sabe el volcán contra quienes está luchando! La inefable constancia del carácter palmero acabará con la fuerza destructora del volcán convirtiendo su existencia en efímera, por mucho daño que esté causando, por muchas historias que esté truncando, por mucho desastre que quede por ocurrir.  

Recordaba que, coincidiendo con ese viaje, el palmero Ezequiel Perdigón Benítez había compuesto la letra y música de la canción «Isla mía», interpretada por el grupo Los Viejos de Santa Cruz de La Palma. Se le había quedado grabado la sensación de pertenencia a La Palma después de ese primer viaje por el carácter acogedor de sus gentes, por la inmensidad del paisaje, por la paz y tranquilidad que se respiraba y por la peculiar forma de vida de los palmeros y palmeras: en una perfecta simbiosis entre el paisaje y el paisanaje. Acabó entendiendo la añoranza endémica de los palmeros y palmeras por su tierra: «Yo quisiera volver a La Palma»; comprendió la necesidad que tienen de encontrarse con los suyos: «revivir otra vez mi niñez / encontrar el calor de mi gente»; asimiló que la personalidad palmera estaba marcada por su carácter cosmopolita y la nostalgia por su tierra: «Ese mar que me aleja de ti / no consigue que pueda olvidar / que La Palma es la isla mía / donde yo aprendí a soñar». Pero, sobre todo, experimentó la exquisita amabilidad de su trato, la meliflua poesía de su habla, y su sensibilidad y ternura familiar: «Cuando veo una flor / no me puedo olvidar / que una palmera fue / quién me enseñó a amar / quién me enseñó a querer / quién me enseñó a soñar». Y ésta es la enseñanza que ni este volcán ni ninguno de los anteriores, han sabido aprender de los palmeros y palmeras: que por muchas erupciones que haya, por muchos cráteres que afloren, por muchas coladas que deformen su geografía, por muchos deltas que intenten cambiar su forma de corazón, siempre cantarán:

«Esa isla mía
que me vio nacer
la llevo en mi alma
y no la he de perder»

 Ahora más que nunca todos estamos con La Palma. Todos somos La Palma. La Palma es la Isla Bonita. ¡Fuerza La Palma!



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