sábado, 6 de febrero de 2021

LA LAGUNA TAMBIEN VIVE

FERNANDO

Había nacido en Santa Cruz de La Palma. Su infancia giró alrededor de dos polos: la familia y la religión católica. Fernando se había educado en los valores tradicionales de ambas instituciones. Recordaba con cariño esa etapa de su vida. La añoraba no por lo feliz que era —que lo fue— sino porque en esa época no tuvo que tomar ninguna decisión importante. Todo le venía rodado. Sus ideas, sus convicciones políticas y religiosas, sus amigos y amigas, lo que tenía que estudiar, el futuro que le esperaba. Todo, absolutamente todo, estaba diseñado, preparado y puesto en bandeja por la sociedad que le tocó vivir, por la familia en la que creció y por la religión que practicaba. Y era muy feliz. Claro que entonces no se planteaba las preguntas que décadas después tuvo que responder; las decisiones que tuvo que tomar; las responsabilidades que tuvo que afrontar. Desde la atalaya que construye los años y cimenta la experiencia, miraba hacia atrás en el tiempo. Estaba sentado con su pareja, tomándose el té con pastas de todas las tardes, para luego pasear por La Laguna rumbo a la Ermita de San Diego del Monte, partiendo del Carrera, en la calle Obispo rey Redondo, y recorrer el Callejón de Belén para subir por la Avenida de San Diego. Era el paseo favorito de ambos que, a veces, completaban recorriendo el Camino de Fuente Cañizares hasta enlazar con la Calle Pozo Cabildo, para bajar por la Avenida de la Universidad —su querido Camino Largo— y volver a penetrar en el casco por la Avenida de Silverio Alonso.

En la mesa de al lado, dos chicas habían pedido unos sándwich mixtos con café con leche. Parecían muy felices y charlaban alegremente sobre diversos temas que no acertaba a oír. Una, la que parecía mayor, llevaba la voz cantante. Bea —así la llamaba la que no paraba de hablar— era más joven y callada. Eso sí, se reía mucho y la miraba con ojos tiernos. Cuando su pareja se ausentó para ir al baño —iba a la meadilla, como le gustaba decir— agudizó el oído para escuchar la conversación. No es que Fernando fuera un metomentodo, no. Pero le llamaba la atención la complicidad de las dos chicas y quiso enterarse de lo que se reían.

—¡Vaya cara se le quedó a aquel Don Juan del tres al cuarto! Jajaja… mira que pretender ligar contigo… ¡Y encima en mi presencia! Como si no me hubiera dado cuenta de sus intenciones…

—Reconócelo. A ti lo que te molestó es que se fijara en mí y no en ti. Jajaja —le decía mientras llevaba la taza del café con leche a la boca para no tener que decir otras cosas.

—¿Envidiosa, yo? ¿De un vulgar enamoradizo? ¡Ja! Parece que no me conoces… —Le dijo un poco enojada.

—No mujer. Lo que quiero decir es que estás molesta porque se fijó en mí y te miraba como pidiéndole permiso a mi madre para hablar conmigo. Jajaja… —le espetó sin anestesia.

—¡Siempre con tus bromas sobre mi edad! Tampoco te saco tantos años. Lo que pasa es que tú tienes una cara de niña que engaña a los no avezados en rostros femeninos. —Zanjó la conversación refunfuñando y dándole un buen mordisco despiadado al pobre sándwich.

Su pareja llegó en ese momento, miró con descaro a las dos chicas, se sentó con parsimonia, y le preguntó con curiosidad:

—¿De qué te estas sonriendo?

—¿Yo? ¿Sonriendo? De nada. Cosas tuyas. —Le dijo mostrando indiferencia.

—Vamos, Ferna. Que te conozco. Lo veo en tu cara, en tus ojos. Ya sabes que te conozco mejor que si tu hubiera parido. —Y lo miraba fijamente, a los ojos. Hasta que ambos se reían y se destensaba la situación.

Las chicas seguían a lo suyo y ya no pudo escuchar nada más de lo que hablaban. Ellos también se enzarzaron en una conversación que tenían pendiente acerca de las vacaciones de carnavales. No se ponían de acuerdo sobre el destino del viaje que harían. Los dos eran alérgicos a las carnestolendas y siempre que podían se iban de viaje en esas fechas. Por lo general no les costaba mucho elegir destino. Compartían los mismos gustos en cuestión de viajes, hoteles, países y actividades. Eran muy europeos. En África no se les había perdido nada; Norteamérica les parecía muy snob; un año fueron a Chile por insistencia de Fernando y juraron no volver más por el cono sur de ese continente; Asia les daba reparos sanitarios; Australia les seducía, pero era un viaje tan largo y había que hacer tantas paradas de varios días en cada sitio que los echaba para atrás. Al final sólo quedaba Europa, pero la Europa que terminaba en Los Pirineos. Habían viajado por casi todo el continente, pero desconocían en su mayor parte la Península Ibérica.

—No seas pesado. No pienso transigir en esa idea tan peregrina. A mí no se me ha perdido nada en Andalucía. Y menos en Carnavales. ¡Nos vamos de Guatemala huyendo de los carnavales y nos metemos en Guatepeor para aguantar chirigotas! —Le dijo sin miramientos a Fernando.

—Vale. Sé que tienes razón. Pero siempre habrá algún sitio donde nos podamos refugiar de la vorágine desaforada de tanta manifestación bullangera. Es que no me apetece un viaje largo. Son pocos días y no quiero pasar la mitad en los aeropuertos.

—Si, en eso llevas razón. Ya sabes que odió las esperas en esas terminales tan impersonales. Y que si no fuera por ti me perdería en todos los viajes. ¿Te acuerdas cuando nos pusimos en cola para Hong Kong creyendo que íbamos para Suecia? Jajaja…

—¿Qué si me acuerdo? Eso me pasó por fiarme de ti. Mira que insististe e insististe en que confiara en ti. En que te habías fijado bien en los paneles. En que era hora que te dejara tomar decisiones en las terminales. En que la confianza se demostraba en cosas pequeñas como esa… ¡Menos mal que la azafata de tierra fue muy comprensible y nos permitió embarcar a pesar de estar el vuelo cerrado!… ¿Y el viaje que me diste hasta Estocolmo?... ¡Todo el trayecto de morros porque yo estaba ligando con aquella belleza rubia de ojos azules de la Scandinavian Airlines!... A la que sólo le había pedido un gin tonic. ¡Como para no acordarme!

—¡Jo, Ferna! Siempre te acuerdas de las minucias. De anécdotas sin importancia. ¿Pero qué me dices lo bien que lo pasamos? ¿Ya no te acuerdas del crucero que hicimos por el archipiélago de Estocolmo? A ver, ¿quién fue el que se puso celoso de aquel capitán tan apuesto, alto, rubio, de ojos azules y bigote dorado que, según tú, yo no hacía sino mirarlo? ¡Eh! De eso no te acuerdas. Menos mal que después de la suculenta cena a bordo pasamos una de las mejores noches que recuerdo entre botellas de champan en aquella habitación del hotel con vistas.

—Si. Tienes razón. ¿Te acuerdas del miedo que llevabas en el cuerpo cuando hicimos la excursión nocturna para conocer los fantasmas de Estocolmo?... Jajaja… Te agarrabas a mí con tanta fuerza, mientras seguíamos la luz del farol de aquel guía por las calles y callejones adoquinados, escuchando historias de fantasmas, asesinatos y horror mientras me destrozabas el brazo. ¡Vaya cara de terror que llevabas!

—¡Ves lo que te digo! ¡Siempre te acuerdas de las anécdotas sin importancia! —le respondió con voz de pocos amigos— ¡Por qué no hablas del fantasma que se te apareció en la habitación del hotel! … y lo bien que lo pasaste corriendo detrás de él para desnudarlo y poseerlo como si el fantasma fueras tú. ¿No te acuerdas?

—¡Jajaja! —Comenzaron a reírse recordando el esperpento que habían armado en la habitación del hotel y las llamadas telefónicas recibidas desde la recepción por las quejas de los huéspedes quejándose de los gritos, los gemidos y las risas. Las mismas que en ese momento estaban produciendo y que hacía volver la cabeza a medio establecimiento. De manera especial a las dos chicas que estaban sentadas a su lado.

—Anda, vete pagando la cuenta mientras voy al baño. Ya basta de hacer el ridículo con tantas risas —le comentó mientras se alejaba sin dejar de mirar a las dos chicas.

 

BEATRIZ

Natural del norte de Tenerife, de Tigaiga, un barrio de Los Realejos, Beatriz había estudiado magisterio y daba clases de educación física en un colegio público de La Laguna. Tenía un cuerpo escultural y siempre vestía de manera informal, acostumbrada como estaba a pasarse las mañanas en chándal y tenis. Era de mediana estatura, de ojos vivaces, melena larga y labios carnosos. De natural tranquilo, acostumbraba a estar callada y pasar desapercibida si no fuera por sus prominentes pechos. De pequeña había sido catequista en la parroquia de su pueblo. Por su timidez y la asiduidad con la que frecuentaba la iglesia, los que la conocían le auguraban una larga carrera de monja. Ella misma llegó a creérselo y soñaba con tomar los hábitos, hasta que en segundo de carrera conoció a Andrea en el colegio mayor de monjas donde vivían.

Andrea estudiaba enfermería y había venido de La Gomera, de Vallehermoso. Mas preocupada por vivir la vida y aprovechar el tiempo de estudiante, convencida que nunca se volvería a repetir, repetía los cursos como quien repite una salsa de ajos con pimienta roja. Era unos cuatro o cinco años mayor que Beatriz. Hablaba hasta por los codos y era alegre y risueña, todo lo contrario que su compañera de cuarto. Tenía el pelo corto, y su tez morena. Sus ojos negros y su enorme boca de sensuales labios, resaltaban la blanca dentadura que a todos encantaba. Beatriz quedó prendada de ella nada más verla: era la chica que le hubiera gustado ser.

Sin embargo, Andrea se llevó un disgusto cuando la conoció. Callada, discreta, insignificante, vestida como una monja. Incluso pensó que era una novicia que las monjas le habían puesto para espiarla. Desde el primer momento trazó un plan para aburrirla y amargarla. Se metería con ella, la ningunearía y la haría sentir incómoda en su presencia. Y por supuesto, no la invitaría a salir ni le presentaría a ninguna de sus amistades. Una cosa tenía la condenada a su favor: era guapa y tenía unos pechos prometedores. ¡Lástima que se quisiera meter a monja!

El primer trimestre pasó sin pena ni gloria. Andrea pasando olímpicamente de ella y viviendo al margen de la facultad. Beatriz, en cambio era una aplicada alumna y sentía admiración por aquella compañera de cuarto a la que todo el mundo quería. Todo el mundo menos las monjas, que no hacían sino reprocharle su conducta poco edificante. Todo cambió cuando la cogieron saltando por la ventana para escarpase con unas amigas al Búho. Las monjas citaron a sus padres que se desplazaron desde la isla colombina, para comunicarles la expulsión de la residencia de su hija, Era la enésima falta grave que cometía y no estaban por la labor de soportarla ni un minuto más. Pero no contaban con que la testigo principal, su compañera de cuarto, desmintiera que se estaba fugando para irse de juerga. Afirmó que lo que hacía era ir a la farmacia a comprarle unas pastillas para mitigar sus dolorosas reglas. Y que lo hacía por la ventana porque las monjas tenían todo cerrado y no atendían a las necesidades dolorosas de su menstruación. No les quedó más remedio que aguantarlas todo el curso. Pero al año siguiente no las admitieron.

En los carnavales del segundo trimestre ya eran amigas inseparables. Beatriz la había idealizado hasta el punto de querer ser como ella: alegre, divertida, sociable, guapa, sensual. Por su parte, Andrea la miraba con ojos golositos. No olvidaba que la había salvado de la expulsión y, sobre todo, de la ira de sus padres si se hubiera consumado; por si fuera poco, aquellos turgentes pechos y su cara de ángel la tenían enamorada. En las carnestolendas de aquel curso se disfrazaron de mujeres fatales y Andrea se aprovechó de su papel para iniciarla en el arte de la seducción. Fingiendo ser parejas del Vodevil, Andrea la beso en la boca mientras bailaban en la Plaza del Príncipe con un cubata en las manos. Beatriz se lo tomó como parte de la representación carnavalera y no le dio mayor importancia. Se abrazaban y se estrujaban entre sí, bebían del mismo vaso y compartían los perritos calientes. Los pezones de sus turgentes pechos se enardecían cuando Andrea la abrazaba y estaba un poco desconcertada por aquellos sentimientos, sin duda pecaminosos, que le recorrían todo el cuerpo.

Durante el último trimestre, las manifestaciones amorosas y cariñosas de Andrea se sucedieron. Incluso alguna vez entraba en el baño mientras Beatriz se duchaba alegando que tenía mucha prisa y no podía esperar a que ella acabara. A ella no le importaba, es más le gustaba verla desnuda, tenerla tan cerca, rozar sus pechos contra la piel enjabonada de Andrea. Pero no quería ir más allá. Pensaba que eran sentimientos normales entre personas que vivían juntas y que se querían. Andrea, por su parte, no quería adelantar acontecimientos ni darse mucha prisa en declararle su amor. Temía que no estuviera preparada y se espantara, aunque estaba convencida de su homosexualidad.

Al acabar el curso, los padres de Andrea la invitaron a pasar un mes en su casa de Vallehermoso. Fue un mes mágico para ella. Por primera vez salía de su pueblo sin que fuera para estudiar. Tenía todo el mes para estar con Andrea lejos de los dimes y diretes que tan acostumbrada estaba en su pueblo.  Dormían en la misma habitación en camas separadas. En la otra habitación vivía el hermano menor que en cuanto la vio se enamoró de ella. Los padres tenían la alcoba al fondo de la casa, junto al baño grande y enfrente de la cocina. Era una casa de una planta rodeada por un jardín en el que las flores se mezclaban con los árboles frutales. En Tamargada, un barrio cerca del pueblo en dirección a San Sebastián, tenían otra casa más pequeña de dos habitaciones donde tenían las tierras de labor.

Bea, como la llamaban en la familia, se sentía muy cómoda entre ellos. Disfrutó mucho durante las cuatro semanas que convivieron. Su carácter afable, su sonrisa franca y su natural cariñoso conquistaron, no sólo a la familia de Andrea sino a todas las personas con las que se relacionó. Dos amores aparecieron en su vida en ese corto espacio de tiempo: Andrea y su hermano. Rubén, que así se llamaba el hermano, se le había declarado en Tamargada, detrás de unas palmeras, mientras la abrazaba por detrás y le acariciaba los pechos. Ella, colorada como un tomate, se giró sorprendida, momento que aprovechó Rubén para besarla con pasión. No podía decir que no le gustó. Rubén era muy guapo. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y se dispuso a llegar hasta el final si él se lo hubiese pedido. Pero lo único que le pidió fue ser su novio.

—Me coges por sorpresa. Tan sólo hace unos días que nos conocemos. Me gustas, pero será mejor que vayamos despacito. —le dijo con una entereza desconocida hasta ahora para ella.

No le dijo nada a Andrea. Estaba confundida. Tenía sentimientos encontrados. Durante todo el día no hacía sino pensar en lo que había pasado en Tamargada. Y le gustaba. Era tan transparente que el resto de la familia, especialmente Andrea, se preocuparon.

—¿Qué te pasa, Bea? ¿No te sientes a gusto? ¿Lo estás pasando mal? ¿Quieres irte a Tenerife?

—¡Noooo! Que va. Lo estoy pasando de maravilla. ¡Me encanta tu familia y me encanta Vallehermoso! Es que me vino la regla y ya sabes…

Aquella noche no pegó ojo. El beso, el abrazo, las manos de Rubén en sus pechos, la declaración del noviazgo, el idílico escenario de Tamargada, el escalofrío que le recorrió el cuerpo y que le volvía repetida e insistentemente cada vez que lo recordaba, la tenían desvelada dando vueltas y vueltas sobre la cama. Además, había un sentimiento que la desasosegaba mucho más. Recordaba con muchísima más vehemencia el beso que Andrea le dio en los carnavales que el de Rubén; se excitaba mucho más recordando sus pechos rozando la piel enjabonada de Andrea en la ducha que los tocamientos de Rubén; le gustaba más estar con Andrea y pensar en ella que con su hermano.

Al día siguiente, le propuso a Andrea pasar el día, ellas dos solas, en Tamargada. Andrea vio los cielos abiertos y la abrazó con tanta fuerza que casi la dejó sin respiración. Cuando lo dijo, mientras desayunaban, al resto de la familia, Rubén se apuntó de inmediato.

—No, Rubén. Esta vez iremos nosotras solas. Queremos pasar un día de chicas. Como cuando íbamos las chicas del grupo y lo pasábamos pipas. Tú te aburrirías con nuestras conversaciones de mujeres… Ja, ja, ja…

—No. Insisto. Ustedes van a lo suyo. Yo no las voy a molestar. Pero necesitan tener a un hombre cerca…

—Pero ¡qué dices! Ja, ja, ja… —Intervino la madre—. ¡Anda que menudo hombre las va a proteger!… Además, hoy tienes que ayudar a tu padre, en el jardín. Ustedes vayan a Tamargada —se dirigió a las chicas— y si se quieren quedar a dormir me lo dicen para estar tranquila. Ahora les preparo algo de comer para que no tengan que estar cocinando. Y aprovechen el día tan luminoso que ha amanecido.

Andrea no cabía dentro de sí de lo contenta que se hallaba. Estaba intrigada por la repentina petición de Bea, pero era mayor la alegría de poder estar a solas con ella. Prepararon todo lo que iban a llevar y se fueron en el coche de su padre. Una vez que llegaron y dispusieron todo para pasar el día, y quizás la noche, salieron al porche de la casa desde la que se dominaba una idílica vista de las laderas de Tamargada cuajada de palmeras. Andrea le cogió la mano y Bea la miró con agrado. Inusitadamente, Bea se abalanzó sobre ella y la beso con tanta pasión que la tiró para atrás. Comenzaron a reírse al verse en el suelo, y aprovechando la posición horizontal en la que se encontraban, empezaron a meterse mano con tantas ganas y con tantas prisas, que parecían dos inexpertas adolescentes buscando sin saber muy bien dónde estaba la isla del tesoro. Andrea sorprendida, la agarró por la cara, la miró fijamente, la beso con cariño, y le dijo con voz dulce y convincente:

—Ven. Vamos adentro.

Se levantaron apoyándose la una en la otra. Entraron en la casa y se dirigieron a la habitación de sus padres porque tenían una cama de matrimonio. Se desvistieron despacito, mientras crecía a raudales el deseo. Desnudas, una frente a la otra, se abrazaron y se recorrieron con las manos inspeccionando los cuerpos que ya conocían de memoria. Piel con piel, sintieron el mayor placer que habían experimentado jamás. Se acostaron y comenzaron a quererse, a desearse, a apetecerse, a amarse, a enamorarse. Lujuriosamente, descubrieron todos los deseos sexuales que tenían escondidos; con impudicia, se comieron sus oscuros objetos del deseo; con voluptuosidad, satisficieron todos los placeres de los sentidos; con sensualidad, se gustaron mutuamente hasta el paroxismo.  

 

ÍÑIGO

Cuando Fernando salió del baño se encontró con Íñigo hablando con unos amigos en común, Nuria y Matías.

—¡Hola! ¿Cómo están? —Se dieron dos besos.

—Bien. Bien —contestó Nuria— Ya Íñigo nos dijo que se machaban a dar el paseo diario. Qué pena no haber venido antes. Tenemos que quedar para comer.

—Y después jugar una partida al ajedrez. ¡Te recuerdo que me debes la revancha! —le dijo Matías a Iñigo, mientras se despedían.

—Descuida —respondió Íñigo— Y tú sales con blancas.

Mientras realizaban la liturgia de la despedida, Fernando miró de reojo a las dos chicas de la mesa de al lado que, con las manos cogidas sobre la mesa, se miraban sin pestañear augurando un desenlace carnal lleno de amor y cariño. Celoso de semejante cuadro cogió de la mano a Íñigo y no lo soltó hasta que estuvieron a la altura del Teatro Leal.

—¡Vaya parece que ya pasó el peligro! ¿no? —le dijo con ironía a Fernando.

—¿Cómo dices?

—Que en cuanto viste que estaba hablando con Nuria, te entraron los celos de siempre y me cogiste de la mano, marcando el territorio. Como diciendo, este chico es mío. Así que no se te ocurra flirtear con él. ¿Es que no vas a cambiar? ¿No te he dado ya muestras de sobra que al que quiero es a ti? ¿No estás convencido que lo mío con Nuria es pasado, fruto de las circunstancias, de las convenciones sociales?

—Ja, ja, ja… No es por eso bobito por lo que te cogí de la mano. Fue por un deseo irrefrenable de tenerte, de poseerte. ¿Te acuerdas de las dos chicas que estaban en la mesa de al lado?

—Si, claro. Había una, la que no hablaba, que no hacía sino mirarte. Y tú a ella —le dijo con ironía.

—¡Vaya! Y el celoso soy yo, ¿no?... No la miraba con esas intenciones. Las miraba porque me recordaban a nosotros, pero en versión femenina. Y cuando nos íbamos, me percaté que estaban cogidas de las manos, mirándose fijamente a los ojos, comiéndose con la mirada, augurando una velada lujuriosa llena de carnalidad en cuanto llegaran a su casa. Y sentí celos, envidia, pelusa de un amor tan necesitado de poseerse. Por eso te cogí de la mano, porque yo también estoy necesitado de ti. —Allí mismo, en mitad de la calle de La Carrera, delante de la dulcería La Princesa, se fundieron en un beso con sabor a chocolate caliente.

Íñigo, había conocido a Fernando en la iglesia de San José de Santa Cruz de Tenerife. Por aquel entonces, estaba estudiando medicina y salía con Nuria, la hija de unos buenos amigos de sus padres. Aquel domingo se celebraba el Día del Seminario, y como todos los domingos iba con sus padres y su novia a misa de once. Fernando que iba para cura, estaba en el cuarto curso de Institucionales, por lo que le faltaban sólo dos para ordenarse sacerdote. En cuanto lo vio salir al altar acompañando al presbítero, los ojos se le salieron de las órbitas. Le pareció la criatura más hermosa que jamás había visto. Revestido con sotana y roquete, parecía un querubín. Se puso tan nervioso que las manos se le enfriaron y comenzó a temblar.

—Este domingo la iglesia celebra el Día del Seminario, por lo que, como todos los años, los seminaristas salen a predicar por las parroquias de la diócesis para hacerse visibles y pedir por las vocaciones sacerdotales. Este año tenemos entre nosotros a Fernando, un seminarista de La Palma que está en cuarto curso y al que, dentro de dos años, si Dios quiere, lo veremos ordenado sacerdote. —Comenzó diciendo el cura mientras iniciaba la misa de once.

Ese día no se enteró de la celebración. Sólo tenía ojos para aquel seminarista guapo que estaba hablando desde el ambón. Tampoco se percató de lo que estaba predicando. Poco le importaba lo que dijera. Lo que realmente le interesaba era aquella divinidad revestida como los ángeles que de vez en cuando se fijaba en él. Eso le puso más nervioso. ¿Realmente se fijaba en él o hacía un barrido con la vista por toda la iglesia? Al final de la misa, sus padres fueron a la sacristía para saludar al párroco como todos los domingos. Él los acompañó, sobre todo por ver al seminarista. En la conversación, salió que Fernando tenía que subir al seminario después de la misa de doce. Ni corto ni perezoso se ofreció a subirlo en su coche. Sus padres aplaudieron la idea y Fernando intento rehusarlo por vergüenza, pero ante la insistencia de Íñigo y sus padres, aceptó el ofrecimiento. ¡Por primera vez en su vida, Íñigo, se tragó dos misas seguidas!

Una vez que terminó de predicar y se despidió del párroco, Fernando se fue con Íñigo hasta su casa para coger el coche. Al principio las conversaciones eran auténticos monosílabos. Poco a poco, se fueron soltando y cogieron confianza. Mientras subían para La Laguna ya estaban más distendidos y entraron en confianza. Antes de dirigirse al seminario le propuso tomar un aperitivo. Inmediatamente, aceptó la invitación y fueron al Carrera. Lo pasaron tan bien y estaban tan a gusto que decidieron ir a almorzar. Cogieron el coche y bajaron a la Punta a comerse un pescadito. A las ocho de la noche lo dejó en la puerta del seminario con la promesa de volverse a ver.

Íñigo pasó la semana pensando en Fernando y en Nuria. El primero le gustaba y lo necesitaba; a Nuria, que nunca le había gustado, ya no la necesitaba. Cada vez que lo pensaba se sentía un miserable por haberla utilizado para ocultar su homosexualidad y tener contentos a sus padres. Pensó en hablar con ella y contárselo todo a pesar de que no sabía si Fernando lo querría y aceptaría su condición de homosexual dejando el seminario. Después de darle muchas vueltas y valorar los pros y los contras de su decisión, determinó hablar con Nuria y contárselo todo. Luego ya vería como conquistar a Fernando. Pero no podía seguir engañando a Nuria, ni a sus padres, ni a él mismo.

—Verás, Nuria. Tengo que contarte algo que probablemente no te vaya a gustar. Soy homosexual. Siempre lo he sabido. Si accedí a salir contigo fue por cobardía, para disimular mi condición, y para tener contentos a mis padres. Yo… —Nuria lo cortó poniéndole la mano en la boca. Y le dijo:

—Lo sé. Siempre lo he sabido. Pero me engañaba a mí misma pensando que podría cambiarte. Que mi amor te apartaría de esa tendencia homosexual. Tú me gustas mucho. Siempre me gustaste. Desde pequeña soñaba contigo. ¿Te acuerdas cuando nuestros padres nos llevaron aquel verano a Gran Canaria? Desde ese viaje me enamoré perdidamente de ti. Con el paso del tiempo, y a pesar de lo amable y solícito que siempre fuiste conmigo, fui descubriendo que entre nosotros había una barrera. Y no era falta de cariño, ni desplantes o desprecios. No entendía lo que era porque yo te seguía queriendo cada día más. Y tú seguías siendo el chico encantador, solícito y considerado del que me había enamorado. Hasta que un día, sentados en la terraza del Náutico, un chico guapísimo se paseaba por la piscina luciendo su escultural cuerpo —reconozco que hasta a mí me cautivo su belleza— y tu mirada se fue detrás de él, tus ojos comenzaron a brillar como nunca te los había visto, ni siquiera la primera vez que hicimos el amor. En ese momento comprendí que no eras para mí. Que nunca me darías lo que yo necesitaba. Que tendría tu cuerpo, pero nunca tu alma. Y fui cobarde, muy cobarde, porque te amaba. Y decidí ignorar que tu homosexualidad te haría un desgraciado a mi lado. Perdóname, querido. Perdóname tú a mí por tenerte atado a mi lado por puro egoísmo, para disfrutarte, aunque tu no fueras feliz. Por aprovecharme de tu debilidad para salir del armario y tenerte encerrado dentro de él para mi goce y disfrute. —Y comenzó a llorar. Se abrazaron y lloraron juntos a moco tendido.

Después de sincerarse, juraron que nunca se enfadarían, que serían amigos eternamente. Que sea lo que fuere lo que la vida les tenía preparados, siempre, siempre, se seguirían queriendo, respetándose y deseándose lo mejor el uno para el otro. Luego los dos juntos hablaron con los padres respectivos y les comunicaron la noticia de su separación y los motivos que la produjeron. La presencia de ambos, alivió bastante la angustia de sus padres que con el paso del tiempo lo fueron asumiendo.

El siguiente paso fue llamar a Fernando para invitarlo a cenar. Tenía que ser un sábado ya que el fin de semana le daban permiso en el seminario para salir. Quedaron a las seis de la tarde. Lo recogió en su coche y fueron a cenar a un restaurante italiano en el Puerto de la Cruz. Mientras iban de camino le comunicó que lo había dejado con Nuria. Fernando no mostró mayor sorpresa que la que indicaba la buena educación. Incluso creyó ver que se alegraba de ello. Ya en el restaurante, mientras degustaban unos raviolis de pera y gorgonzola con salsa de nueces, le comunicó que era gay. Fernando no pareció sorprenderse. Se lo tomó con mucha naturalidad. Desconcertado, Íñigo le dijo:

—¿No me vas a decir nada? Que soy un pecador, por ejemplo. Que no tenía que haberlo dejado con Nuria. Que me puedo condenar. Que no debo vivir en pecado. O qué se yo, algún discurso de esos que a los curas tanto les gusta para tener atemorizado al personal.

—No te negaré que me gustó que rompieras con Nuria. Por ella, que no se merecía vivir en una mentira, y por mí, porque tú me gustas mucho.

Íñigo se quedó de una pieza. El tenedor se le cayó de las manos haciendo un estruendo enorme. No salía de su asombro. Pasó en un instante de la perplejidad a la euforia. Cogió la copa de vino y se la bebió de un trago, mientras miraba con incredulidad y alborozo a Fernando. 

—Pero no te equivoques. Eso no quiere decir que vayamos a tener nada juntos. Que yo sea homosexual, no cambia nada. Que me gustes mucho, no cambia nada. Lo importante es mi vocación y mi fidelidad Dios. —Íñigo no salía de su asombro. No daba crédito a lo que estaba oyendo— Imagínate que yo no fuera gay, que me gustaran las mujeres, como al resto de los sacerdotes. Ellos han renunciado a una mujer. Pues yo renunciaré a ti. Ahí radica el valor de la vocación, en renunciar a una persona en concreto para dedicarse a todas las demás.

—Pero, ¿tú te estas oyendo? —Cogió la botella de vino se sirvió una copa y se la bebió del tirón— Reconoces que eres gay, que estás enamorado de mí, pero decides seguir con tu Dios. ¡Y te quedas tan pancho! Pero si hace un momento te alegrabas por Nuria porque no se merecía que yo estuviera con ella cuando estaba enamorado de ti. ¡Pues aplícate el cuento! ¿Crees que tu Dios estará contento con que sigas con Él, cuando en realidad estás enamorado de mí? De suyo, lo que deberías hacer es lo que yo hice con Nuria. Hablar con Él y pedirle perdón por haberle mentido ya que estás enamorado de otro. Para tu información, Nuria no sólo lo aceptó, sino que me pidió perdón porque ya lo sabía y, sin embargo, nunca hizo nada por dejarme para así poder tenerme y disfrutarme a pesar de que sabía que nunca la correspondería como se merece y me haría muy desgraciado. Pues tu Dios, que todo lo sabe, seguro que también reaccionará como Nuria, y te pedirá perdón por no dejarte libre para que puedas ser feliz con la persona que amas. —Cogió la servilleta y se secó las lágrimas que comenzaban a resbalarle por la cara.

Fernando le cogió la mano apretándosela fuertemente mientras todo el cuerpo le temblaba. Eran muchas emociones para él. No esperaba tanta sinceridad, ni tantos sentimientos, ni tanta crudeza en los argumentos. Lo quería mucho, y verlo llorar, lo desarmó completamente. Pero a su vez, su compromiso con Dios, su fidelidad a la vocación y su fe, lo hacían dudar. Estuvieron un rato callados, mirándose, embebiéndose de los sentimientos del otro, comprendiéndose. El apetito se les quitó de golpe. Llamaron al camarero, se disculparon por no querer postre y por la rapidez con que les pedían la cuenta. Pagaron y se fueron caminado por la avenida. Al rato se cogieron de la mano y siguieron caminando hasta que no aguantaron más y se fundieron en un beso. Al acabar el curso ya eran pareja.

 

MATÍAS

Cuando Nuria acabó el Grado en Derecho, comenzó a preparar las Oposiciones para Registrador de la Propiedad. En el reducido grupo que se conformó al respecto, conoció a Matías. El primer año de unas oposiciones tan duras, se dedicaron a preparar los temas y a coger el ritmo para cantarlos. Al final de ese año, estrecharon la amistad que habían ido desarrollando durante el curso, y en el segundo año de oposiciones, ya eran novios. De vez en cuando, Nuria e Íñigo, se veían para tomar algo, y en ocasiones, solían ir al Auditorio. En una de esas salidas —en la cartelera anunciaban La flauta mágica—, se conocieron Íñigo y Matías. Se cayeron bien. Coincidían en su pasión por el ajedrez y en ser el novio de Nuria, aunque en épocas diferentes. Nuria seguía enamorada de Íñigo, aunque cada vez estaba más acostumbrada a Matías. Íñigo lo sabía, y alguna vez le dijo a Nuria que sería mejor que no se vieran con tanta frecuencia. Que no quería ser un obstáculo para su relación con Matías. Pero ella se había negado en redondo. Decía que lo necesitaba para poder estar con Matías. Que lo quería mucho y era muy buena persona y se portaba muy bien con ella. Pero necesitaba tiempo para ir olvidándolo poco a poco sin apartarlo drásticamente de su vida. Que estaba segura que en la medida que lo fuera olvidando, crecería el amor por Matías. Por eso seguían viéndose con relativa asiduidad.

Matías supo desde el primer instante que oyó hablar de Íñigo, que había sido el novio de Nuria. Cada vez que oía hablar de él se ponía incómodo. Si la que hablaba de Íñigo, era Nuria, la incomodidad se convertía en celos. Pero una vez que lo conoció en el Auditorio y lo trató en la cena posterior, sus celos decayeron. Comprobó de primera mano que Íñigo no sentía nada por Nuria. Le fascinó su apostura. Le pareció muy educado y elegante. Con Nuria era muy considerado y con él muy deferente. Cuando descubrió que compartían la pasión por el ajedrez, dejó de pensar en él como un competidor para su relación con Nuria y trasladó la rivalidad al tablero de ajedrez.

La primera vez que se acostó con Nuria —ya había oído hablar de Íñigo— sintió que ella se lo estaba follando mientras hacía el amor con Íñigo. Pasaron varios días sin que se atreviera a hablarlo. Una noche, de paseo por las Teresitas, descalzos sobre la arena y cogidos por las manos, se atrevió a preguntarle:

—¿Todavía estas enamorada de ese Íñigo?

—¿De verdad me haces esa pregunta ahora? Con esta luna llena que parece que va a comernos, con este mar en calma tentándonos al baño, con esta arena masajeándonos los pies… ¿De verdad estás pensando en eso?... ¡Mira que eres bobo!

Lo agarró por la cintura, lo atrajo hacía si, lo beso con lujuria invadiéndolo con su lengua, y comenzó a desnudarlo con tanta avidez que cayeron al suelo. Dejaron sus ropas en la arena y se fueron corriendo hasta el agua. Entraron chapoteando y mojándose mutuamente. El agua estaba fría, a la temperatura pertinente para apaciguar los ardores sensuales que traían consigo. Nadaron, se abrasaron, se comieron a besos y salieron corriendo para coger las ropas que habían abandonado al pie de una palmera. Tiritando de frío se fueron al coche que tenían aparcado debajo de un Flamboyán. Se secaron entre besos y abrazos. Hicieron el amor a la luz de la luna que se asomaba, curiosa, por la luna trasera. Matías disfrutó como nunca sintiéndose el dueño de su amor. Repitieron y repitieron hasta quedar exánimes sobre el asiento trasero del Rav4. Por el techo panorámico del todoterreno, la luna alcanzaba su cenit y observaba indiscreta. Matías, satisfecho, la contemplaba embelesado. Nuria, la observaba con sentimientos encontrados: complacida por el creciente amor de Matías y melancólica porque el recuerdo de Íñigo se iba desdibujando poco a poco.

Desde esa noche y la posterior del Auditorio, Matías, nunca más sintió celos de Íñigo. Se convirtieron en compañeros y rivales del ajedrez. Por su parte, Nuria, nunca sintió celos de Fernando. Lo vio como una extensión de su amor, de su cariño, del cuidado que siempre quiso prodigar a Íñigo. Le gustaba verse en él. Se lo imaginaba prodigándole toda clase de cariño, protección, amparo y dedicación. Lo quiso mucho y bien. Los cuatro lograron ser buenos amigos, aunque nunca hablaron de ello.

 

LA LAGUNA

Esa noche, la Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia Ciudad de San Cristóbal de La Laguna, Patrimonio de la Humanidad, cuya bandera de color morado con el escudo heráldico al centro, es una declaración de intenciones de ciudad abierta y acogedora, tolerante y respetuosa, dormía complacida.

Fernando e Íñigo, degustaban un Ribera del Duero sentados en la terraza del ático donde vivían, después de hacer el amor impelidos por el cariño que no dejaba de crecer desde que eran pareja.

Beatriz y Andrea, desnudas y ahítas de placer sobre la amplia cama de agua de su habitación, se ponían moradas de espaguetis a la boloñesa que un Glovo les había traído, mientras brindaban con unos botellines de cerveza 1906, reserva especial.

Nuria y Matías, en el jacuzzi de su casa nueva, disfrutaban mutuamente de una mezcla de masaje tantra y masaje erótico que habían aprendido en unos de sus viajes a Madrid. En medio de sales aromáticas, espumas sedosas que suavizaban la piel y perfumaban los cuerpos con delicadeza, con un ligero toque de lirios del valle, y una botella de Dom Perignon, disfrutaban del fin de semana que acababa de comenzar.




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