—Din, don, din, don… Último aviso a los señores pasajeros del vuelo 1703 de la compañía Lufthansa con destino Leverkusen. Embarquen urgentemente por la puerta número veinticuatro. Last notice to the passengers of Lufthansa flight 1703 to Leverkusen. Urgently board through gate number twenty-four,
Apesadumbrado
apuró la copa de vino que saboreaba con nostalgia. Miró a su alrededor y
observó el nerviosismo de la gente apurándose para dirigirse a la puerta
veinticuatro. Pausadamente, como esperando que ella apareciese con su melena
caoba al viento, recogió el bolso de mano, se incorporó, apretó la mandíbula y
se dirigió resignado a la puerta que lo volvería a separar de ella. Con los
ojos rallados volvió, por última vez, la vista atrás. Ella no había venido.
Convencido de su soledad siguió adelante y atravesó, cabizbajo, la puerta
veinticuatro.
Mientras
subía al Airbus A330-200 de la compañía alemana, sintió la imperiosa necesidad
de mirar atrás. Por un momento la vio corriendo, con su melena caoba al viento,
pugnando por coger el avión.
—Siga,
por favor. —Le sugería la voz de la azafata que lo esperaba con la sonrisa puesta
en la puerta del avión.
Resignado,
subió los últimos peldaños de la escalera que los separaba definitivamente de
ella. Se dirigió al puesto que le habían asignado en primera clase. Abrió el
bolso de mano, sacó un libro de la poetisa canaria Tina Suárez Rojas que metió
en la faltriquera del asiento delantero bajo la mesa plegable, lo colocó en lo
alto del compartimento y se acomodó en el asiento de ventanilla. Hizo un último
acto de fe y se pegó al cristal intentando adivinarla, con su melena caoba al
viento, corriendo por la pista rumbo al avión. Los ojos, rallados, se le iban a
salir de las órbitas. Por más que miraba y miraba no lograba verla correr, con
su melena caoba al viento, levantando los brazos, gritando desesperadamente que
la esperaran, que ya había llegado.
—Buenos
noches señores pasajeros. El comandante Fischer y todos nosotros les damos las
gracias por elegir este vuelo de la compañía Lufthansa con destino Leverkusen.
La duración estimada del vuelo será de cinco horas. Por motivos de seguridad y
para evitar interferencias con los instrumentos de vuelo, les recordamos que
los teléfonos móviles deberán permanecer desconectados desde el cierre de
puertas y hasta su apertura en el aeropuerto de destino. Los dispositivos
electrónicos portátiles podrán utilizarse cuando se apague la señal luminosa de
cinturones, previa consulta a la tripulación. Les rogamos guarden todo su
equipaje de mano en los compartimentos superiores o debajo del asiento
delantero, dejando despejados el pasillo y las salidas de emergencia. Ahora por
favor, abróchense el cinturón de seguridad, mantengan el respaldo de su asiento
en posición vertical y su mesita plegada. Les recordamos que no está permitido
fumar en el avión. Gracias por su atención y feliz vuelo.
La
voz de la azafata lo devolvió a la cruda realidad. Definitivamente estaba sólo.
Ella no había aparecido. Por segunda vez, se iba a alejar —quizás para siempre—
de ella. Y no habría vuelta atrás. Mientras el avión se dirigía, por la pista
de rodadura, hacia la cabecera de la segunda pista para despegar, reclinó
resignado, la cabeza en el asiento. Cerró los ojos que se le inundaron de las
lágrimas que no lloró y apretó las manos en un intento de agarrarse a la tierra
en la que ella se quedaba.
—Tripulación.
Despegue inmediato. —Se oyó entrecortadamente la voz del comandante.
Mientras
el Airbus A330-200 corría desesperadamente por la segunda pista del Aeropuerto
Internacional de Gran Canaria, luchando contra la fuerza de gravedad para
alejarse de la tierra, él pugnaba por frenarlo tirando hacia abajo con todas
las fuerzas de que era capaz, en un vano intento de quedarse con ella. Pero por
más que empujara hacia abajo, más subía el avión. Un crujido metálico indicaba
que, la parte del aparato que había tocado la tierra donde ella se había
quedado, las ruedas, se habían replegado haciendo irremediable la separación
definitiva. Inusitadamente unas lágrimas resbalaron por sus mejillas. Cerró los
ojos, se secó las lágrimas y comenzó a darse cuenta que ya no la vería más.
Esteban
era un alto ejecutivo de una famosa compañía farmacéutica. Había emigrado a
Alemania al terminar la licenciatura. Le habían ofrecido un trabajo en la compañía
alemana. Con el paso de los años se había granjeado el respeto de sus
superiores por la capacidad de trabajo y la empatía con sus compañeros de
trabajo logrando un equipo cohesionado. Había conseguido subir en el escalafón
de la empresa hasta convertirse en un alto ejecutivo. Concretamente era el
Consejero Delegado de la compañía para España. Cuando salió de Canarias era un
joven prometedor con una futuro halagüeño en el sector farmacéutico. Se había
dedicado en cuerpo y alma a su trabajo y había descuidado las relaciones
sentimentales. Había tenido algún que otro amorío sin más trascendencia, pero
nunca había cuajado en nada serio.
Pero
lo de Liz era diferente. Apenas la conocía. Y sin embargo se habían acostado en
la misma cama cuando eran unos críos. Había regresado a Gran Canaria para el
entierro de su abuelo. Por su condición de alto ejecutivo le concedieron los
días que fueran necesarios para despedirse de él y pasar una temporada con su
familia. Llegó el mismo día del entierro y fue directamente a la iglesia del
pueblo de su abuelo donde se estaba celebrando las exequias. Un sentimiento
inexplicable lo paralizó en la puerta del templo. Le vinieron a la mente, en
tropel, los recuerdos de su infancia. Los fines de semana en el pueblo, las
misas de domingo con sus abuelos, las fiestas de verano, las correrías con los
amigos, la casa de sus abuelos. La Iglesia estaba de bote en bote. Su abuelo
era una persona muy querida en el pueblo.
—¿Esteban?
—le dijo una voz de mujer— Eres Esteban, ¿verdad?
—Si
soy Esteban.
—Mi
más sentido pésame. Tu abuelo era un buen hombre. —Y le dio dos besos.
Se
quedó junto a él mientras el sacerdote terminaba la ceremonia del sepelio. Se
miraban de hito en hito. Ella parecía recordarlo muy bien. En cambio, él se
preguntaba quién sería. Y sobre todo se cuestionaba por qué no recordaba a esa
criatura tan bonita. Su cara alegre, sus ojos escrutadores, sus labios carnosos,
su enorme melena de color caoba, y su amplia sonrisa, la hacían aparecer como
una deidad griega. El dolor que sentía por la pérdida de su abuelo se aminoraba
por la presencia de esa desconocida a su lado. Sentimientos encontrados le
recorrieron el cuerpo: no sabía si llorar por la pérdida de su abuelo o
alegrarse por la desconocida que estaba junto a él. La comitiva comenzó a salir
de la iglesia llevando el féretro hasta el coche fúnebre. Su familia al verlo
corrió a saludarlo entre abrazos y llantos. Ella, discretamente, dio un paso
atrás pero no se separó de su lado. Caminaron detrás del coche fúnebre hasta el
cementerio del pueblo. Terminado el entierro, la gente comenzó a dispersarse
después de dar las condolencias a los familiares. Ella seguía a su lado sin
decir nada. Bajaron caminando hasta el pueblo y al llegar a la casa de su
abuelo se despidieron.
—Lo
siento mucho. Vivo en aquella calle —y la señaló con su mano izquierda— Si te
vas a quedar unos días me gustaría verte y recordar viejos tiempos. Por cierto,
soy Liz —y le tendió la mano derecha.
—Si,
gracias. Perdona mi mala memoria, Liz. Me gustaría verte para que me la refresques
y me pongas al día. —Se acercó y le dio dos besos.
La
mañana del siguiente día la pasó en la casa confraternizando con su familia.
Tenían muchas cosas que contarse. Había muchas cosas que recordar de su abuelo.
Fue una mañana llena de sentimientos, recuerdos, añoranzas y anécdotas. Por la
tarde, después de la siesta, dio un paseo por el pueblo. Se acercó a la plaza
de la iglesia y estuvo recorriéndola un buen rato. Al cabo se sentó en uno de
sus bancos bajo un plátano de sombra de los que poblaban la plaza. No la vio.
—Señores
pasajeros pueden utilizar los dispositivos electrónicos portátiles. Les rogamos
que permanezcan sentados durante el vuelo. Para cualquier duda no duden en
consultarnos. Muchas gracias. —habló una azafata después que la señal luminosa
de los cinturones se había apagado.
Sacó
su móvil. Lo puso en modo avión y navegó hasta encontrar la galería. La primera
foto que apareció fue un selfie que se hicieron en el parque del pueblo, junto
a la fuente. Ella aparecía a su lado con la mano derecha por detrás de su
espalda; la cara alborozada miraba fijamente a la cámara mientras le dedicaba
una espléndida sonrisa; la melena, ligeramente rizada de color caoba, ondeaba
al viento. Él estaba más cerca de la cámara y parecía concentrado en captar la
belleza del instante, en que ese fugaz momento quedara inmortalizado. Era la
única foto que tenía de ella.
Dos
días después del entierro, la mañana amaneció soleada con los alisios dejando
una ligera brisa que alentaba a pasear. Se dirigió hacia la calle que le había
señalado el día del entierro. Miró en todas las direcciones, pero no halló ni
rastro de ella. Recordó el parque al que solía ir de pequeño y se encaminó
hacia él. Los jardines lo transportaron en el tiempo. Los pasillos le
recordaron las veces que se había ocultado mientras jugaban al escondite. Miles
de recuerdos se agolparon en su mente. De repente, al llegar al centro del
parque, sentada en el borde la fuente, estaba ella leyendo. El corazón le dio
un vuelco. Se paró en seco. Se puso nervioso y no sabía si ir a saludarla —que
era lo que le apetecía— o disimular su presencia y darse la media vuelta.
Afortunadamente para él, Liz levantó la cabeza del libro.
—¡Holaaaaa!
—¡Hola!
¡Qué casualidad! Me alegra encontrarte aquí. Decidí dar una vuelta por el
pueblo para recordar viejos tiempos. Mañana me voy. No te había visto. ¿Cómo
estás? —Comenzó a hablar, a dar explicaciones, a justificarse, nervioso,
atropellado.
—Pues
muy bien, gracias. ¿Estás nervioso? No será por mí, ¿no?
—No.
No. Que va. No estoy nervioso… Bueno, sí. Un poco. Reconozco que has logrado
que mi curiosidad se interese por ti. Quiero decir, que intente recordar,
recordarte. No sé. Me tienes muy intrigado. Por cierto, gracias por estar todo
el tiempo junto a mí durante el entierro… ¿Qué lees?
—Ja,
ja, ja… ¡No has cambiado nada! De pequeño eras igual. Guapo, educado, correcto
y muy apuesto. —le dijo, mientras lo abrazaba y le espetaba dos besos— Es un
libro de poesía, de la poetisa canaria Tina Suárez Rojas.
—¡Ah,
poesía!... ¿De verdad? Era así. ¿Y tú me tratabas con esta familiaridad?
—Pues
sí y no. Tú eras así. Pero, para mi desgracia, yo no era tan lanzada. Lo veía
todo, te veía, desde la distancia. Bueno, más bien, desde el anonimato. Por eso
no te acuerdas de mí. Porque no te acuerdas de mí, ¿verdad?
—Pues
no. Y lo siento mucho. Desde el entierro no hago más que pensar en ti. En cómo
es posible que no me acuerde de tu rostro. Una chica tan guapa como tú no suele
pasar desapercibida.
—Ja,
ja, ja… Siempre fuiste muy cortes. Eso me gustaba mucho, entre otras cosas, de
ti. Pero era muy pequeña y no te fijabas en mí. Yo jugaba con tus hermanas y
primas. Éramos unas cuantas. Difícil que te acordaras de todas. Y menos de una
renacuaja tímida como yo. En cambio, yo me acuerdo perfectamente de ti. Nada más
verte en la puerta de la iglesia te reconocí.
—¡Vaya!
Qué te parece si vamos a tomarnos algo y me pones al día. Me interesa mucho lo
que tengas que decirme. Y me interesas mucho tú. ¿Te puedo… podemos… sacarnos
una foto? Un selfie… en la fuente… para…
—¡Claro!
Ven. —Lo agarró por la cintura con su mano derecha y lo atrajo hacia ella. Él
preparó el móvil, y sacó el selfie. Cuando acabó, ella le dijo—. Tengo una idea
mejor. Vamos a dar un paseo. A recorrer los sitios por los que transitábamos y
así vamos recordando los viejos tiempos. ¿Te parece?
—¡Estupendo!
Me pongo en sus manos, señorita cicerona.
Lo
agarró por el brazo y comenzaron a caminar por el parque.
—Por
aquí te divertías con el escondite, corrías jugando a la pillada, se reunían en
grupo para contar historias, mientras nosotras —las más pequeñas— los veíamos a
distancia. Otras veces —y salieron del parque rumbo al campo de futbol— se iban
corriendo detrás de un balón a la escondida para que no los pillara el encargado
del campo. Se colaban por este muro pequeño y bajaban por el terraplén. Yo
solía quedarme sentada en el muro mirándote hasta que me aburría y me marchaba
enfadada. ¿Cómo es posible que le guste más correr detrás de una pelota que
estar conmigo? —me repetía—, ja, ja, ja… pero no podía enfadarme contigo.
—Me
acuerdo de todo eso. Pero de ti, de las más pequeñas, como dices, no lo
recuerdo bien. ¡Y mira que lo siento!
Siguieron
caminando. Ella, enardecida, contándole todos y cada uno de los recuerdos que
tan vívidamente tenía presente. Él, entusiasmado con su compañía, intentando
recordar, pero sobre todo disfrutando de su presencia. No le interesaba tanto
el pasado como el presente. Le gustaba mucho ella. Aunque no la recordara, le
parecía que la conocía desde hacía mucho tiempo. Se sentía a gusto con ella. Su
pelo abundante, de color caoba; sus hermosos ojos; su linda sonrisa; sus
sensuales labios; su generosa sonrisa y su desparpajo lo habían conquistado.
—¿Te
acuerdas de este alpendre? —le dijo señalando una vieja construcción que en su
día se utilizaba para resguardar el ganado—. Solías venir mucho.
—¿Te
acuerdas de eso? ¿Me espiabas? ¡Claro que me acuerdo! Venía con mucha
frecuencia para esconderme. Me encantaba sentarme detrás del pesebre a leer.
Entraron
en el desvencijado alpendre empujando la puerta que crujía como acusando el
paso de los años. Estaba igual que antaño. Algo destartalado y sin animales,
pero con el pesebre en perfectas condiciones. Los ojos se le rallaron al
observar el sitio en el que se escondía para leer. Ella se dio cuenta de su
estado de ánimo y lo cogió de las manos. Lo miró a los ojos y le dijo con una
amplia sonrisa:
—¡Ojalá
hubiese tenido el arrojo que ahora me sobra! —y lo besó con tanta pasión, con
tanto sentimiento, con tanta dulzura, con tanto desparpajo, que él se entregó
rendido a sus encantos. El beso duró una eternidad y lo disfrutó con tanto deleite
que estuvo a punto de desmayarse de placer.
Estaba
saboreándolo en el pensamiento con la misma fruición que lo hizo en el alpendre,
cuando un nuevo mensaje de la tripulación terminó con ese momento de ensoñación
y encanto.
—Señores
pasajeros, en breve serviremos la cena. Por favor, bajen la mesa plegable para
facilitar el reparto de la misma.
Guardó
el móvil en el bolsillo y el beso en la memoria a corto plazo para recuperarlo
después de la cena. Bajó la mesa plegable y esperó que la azafata le trajera la
cena fría que solían ofrecerle en esos vuelos. El recuerdo del beso le había
levantado el ánimo.
—¿Para
beber, señor? —Le preguntó la azafata mientras le alcanzaba la bandeja con la
cena.
—Una
copa de vino, por favor.
Se
comió toda la frugal cena que le ofrecieron y saboreó la copa de vino como si
fuera la primera vez que lo cataba. La azafata le retiró la bandeja, momento
que aprovechó para pedir otra copa de vino. Se la trajeron al instante y
comenzó a deleitarse con el néctar de los dioses, saboreando el caldo en la
boca y el beso en la memoria. Volvió a sacar el móvil para recordar el selfie
junto a la fuente. Vestía una blusa chifón de algodón morada que transparentaba
un sujetador negro muy sexy. Los tres botones de la parte alta estaban desabotonados
insinuando unos sensuales pechos, ni grandes ni pequeños, ideales para ser
acariciados con su mano. Él vestía una camisa blanca, igualmente desabotonada
por la parte superior.
—Tú
me desabrochas un botón y yo te doy un beso —le había dicho con desparpajo, convicción
y sensualidad—. Luego, yo hago lo mismo con los botones de tu camisa. Pero cada
beso tiene que ser diferente, saber diferente, oler diferente. Y comenzó por el
botón de la parte superior de su camisa. Despacio, muy despacio lo fue
liberando del ojal, mientras lo miraba con una sensualidad desbordante. Al
terminar, lo beso apasionadamente mordiéndole los labios, con sabor a almizcle
y olor a hierbabuena. Él estaba absorto, disfrutando de aquellos olores y
sabores lujuriosos.
—Ahora
te toca a ti, pirata.
Sin
dejar de mirarle a los ojos, alzó torpemente las manos para desabrocharle el
primer botón y acarició los eróticos pechos que pugnaban por liberarse del
sujetador, empujando los pezones enhiestos hacia el exterior.
—No.
No. Primero tienes que desabotonarme la camisa. Uno a uno y regalarme, con cada
uno de ellos, un beso diferente. —Le dijo, mientras le apartaba las manos de
los pechos y los reconducía al ojal.
Sin
apartar la vista de sus hermosos ojos, desabotonó el primer botón, y le dio un caluroso
beso con sabor a ajonjolí y olor a madreselva. Luego fue el turno de ella, y lo
besó con pasión desenfrenada, con sabor a champaña y olor a hierba luisa. Y así
fueron desabotonándose todos y cada uno de los botones, entre sabores
afrodisiacos y agradables olores. Al acabar, estaban tan enardecidos, se
deseaban tanto y se tenían tantas ganas, que pusieron sus manos a trabajar,
haciendo horas extras, a una velocidad inusitada, hasta que se quedaron desnudos,
piel con piel, frente a frente. Se abrazaron con tanto ardor, con tanta pasión,
con tanto desenfreno, que fueron incapaces de controlar, ni el tiempo ni el
espacio. Se tumbaron sobre el suelo, hicieron el amor entre hierbas, heno y
pajas secas; rodaron de un lado a otro empapándose de los olores añejos de los
animales que allí moraron; se penetraron, jadearon, se comieron a besos, se
empaparon de sudor, hasta que humedecidos, extenuados y satisfechos, se
quedaron boca arriba contemplando las enormes telas de araña, con moradoras
incluidas, que pendían de las maderas que soportaban el techo y sostenían las
tejas.
Al
cabo, ella se incorporó, cogió el libro que llevaba y le dijo:
—Te
Faruru.
Mientras lo miraba desnudo, tumbado sobre el suelo y con
cara de satisfacción, le leyó una poesía de Tina Suarez, titulada: Te
Faruru o las delicias de tu alcoba.
En
algún lugar de Tahití, a la entrada de su
casa,
Gauguin o Taata vahine -hombre-mujer,
como
lo llamaban los indígenas por su
melena
larga- había escrito: Te Faruru,
esto
es, Aquí se hace el amor, en maorí.
Aquí
se besa, se acaricia, se saliva, se lubrica
aquí
se araña, se desgarra, se llora, se moquea
aquí
se muerde, se grita, se suda, se eyacula
aquí
violencia y ternura, aquí el incendio
aquí
el placer de ser cuerpo
aquí
ves dios al desnudo
aquí
da gusto morir
aquí
me quedo
te
faruru.
El recuerdo de aquel instante eterno lo sumió en una
profunda melancolía. Se quedó ensimismado, mirando la pantalla del móvil viendo
el selfie, aunque recordando la escena del alpendre, que no se dio cuenta que
la pantalla se había apagado. La azafata que había venido a retirarle la copa
de vino, al percatarse del estado de ensimismamiento en el que estaba sumido,
se sorprendió y le dijo:
—¿Le
pasa algo, señor? ¿Se encuentra bien?
—¿Eh?
¡Ah! Sí. Si. Estoy perfectamente. Me había quedado un poco traspuesto pensando.
Gracias. Muchas gracias.
Volvió
a encender el móvil para contemplar nuevamente el selfie y escucharla decir:
—Aquí
estamos, desnudos y abrazados, como dos adultos que no supieron ser niños. Pero
ahora, vamos a recuperar el tiempo perdido. Seremos dos niños grandes que
disfrutan como dos pequeños adultos: tú serás mi pirata y yo tu mariposa. Tú me
llevaras por los mares entre caminos de sal y yo te transportaré en mi alas
entre tonalidades de colores. Formaremos un equipo: ¡seremos el pez que quiso
volar!
Efectivamente,
él estaba volando. Pero no en sus alas multicolores. Sólo le quedaba el selfie
que se habían sacado en el parque del pueblo junto a la fuente; el recuerdo de
aquellos momentos vividos con tanta intensidad, con tanta pasión, con tanto
amor en el alpendre, y el libro de poemas de Tina Suárez Rojas que le había
regalado con una dedicatoria: A mi pirata favorito de su mariposa preferida.
—Señores
pasajeros, dentro de breves momentos aterrizaremos en el aeropuerto de Colonia/Bonn.
La compañía Lufthansa y la tripulación de la nave se complacen en haberlos
tenido a bordo y les desean una feliz estancia en esta ciudad. Por favor,
coloquen sus asientos en posición vertical y ajusten sus cinturones de
seguridad. Se ruega no fumar hasta encontrarse en el interior del edificio del
aeropuerto. Muchas gracias y buenas noches.
Y
cuentan que la historia está por terminarse a bordo de un alpendre barco.
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