domingo, 24 de enero de 2021

LA CASA DE LOS ABUELOS

De pequeño anhelaba ir al pueblo. Los fines de semana eran el comienzo de lo mejor de la misma. Vivía en la gran ciudad. Sus padres se habían mudado en busca de mejores oportunidades de trabajo. Y le gustaba vivir en ella. Pero regresar al pueblo de sus antepasados, donde habían nacido sus padres y alguno de sus hermanos, era un deleite que cada fin de semana le regalaba la vida. Los aproximadamente 25 kilómetros de carretera que lo separaban del pueblo eran una auténtica aventura. Los coches de hora que utilizaban para desplazarse eran auténticas reliquias que hacían más pintoresco el viaje. Las carreteras, en su mayor parte arrancadas a la difícil orografía de la isla, le permitían soñar mirando por las amplias ventanas del vehículo: ora se alejaba de la ciudad en medio de tarajales; ora cruzaba entre fincas de plataneras; ora atravesaba túneles; ora subía, renqueante, fuertes pendientes entre barrancos; ora pasaba junto a presas llenas de agua que le hacían agarrase fuertemente al asiento. El trayecto era toda una odisea para él

La llegada al pueblo, junto a la Iglesia, marcaba el inicio de un nuevo fin de semana lleno de aventuras. Todavía le quedaba subir la empinada calle León y Castillo hasta su confluencia con la calle Calvario, donde estaba la casa de sus abuelos. Era una casa grande y amplia. El porche, cubierto por una pérgola que sostenía buganvillas de varios colores, estaba repleto de macetas con las más variadas plantas que uno se pueda imaginar. Una gran puerta de madera, generalmente cerrada, daba acceso al jardín interior. El porche daba la bienvenida a los visitantes invitándoles a subir por una estrecha y corta escalera —llena de macetas con cuidados anturios de todos los colores— hasta un rellano que se asomaba a la calle en una especie de balconada enmarcada por un arco de medio punto. A su espalda había un mueble de madera que soportaba una pila o destiladera llena de culantrillo, que destilaba el agua sobre un bernegal que recogía las gotas frescas y limpias. Un vaso, junto al bernegal, siempre estaba dispuesto para que el recién llegado refrescara la garganta y saciara la sed.

Corriendo subía la empinada calle hasta llegar exhausto a la esquina de la Calle Calvario donde esperaba a sus padres. Ellos habían hecho la primera parada de rigor: él, al Casino y ella, a la Iglesia. Juntos emprendían la marcha hacia la casa de los abuelos. Sus muchos primos también iban apareciendo poco a poco hasta congregarse un buen número de familiares. Algunos tenían casa en el pueblo. El resto se acomodaba, acogidos, en las casas de los familiares. Lo primero que hacía al llegar a la casa de sus abuelos era tomar un vaso de agua fresca del bernegal. La mayoría de las veces por costumbre más que por sed. Su abuelo solía estar en los quehaceres de las tierras. Una tía soltera que vivía con los abuelos salía a recibirlos nada más oír el alboroto del timbre que tocaban hasta desgastarlo.

—¡Ya, ya! Que lo van a romper… —Se oía siempre desde fuera mientras caminaba rauda a abriles la puerta.

—¡Ay, quería! —decía siempre con una sonrisa en los labios y los brazos abiertos para que la abrazáramos como búfalos impetuosos.

La entrada daba paso a una sala enorme dividida en sala de estar y comedor que sólo se utilizaba de paso para la cocina o el baño, que eran las estancias que más se utilizaban de la planta baja. Justo frente a la entrada había una sala que hacía las veces de recibidor. Siempre estaba cerrada y se usaba para atender a las visitas. Tenían prohibidísimo entrar en ella. Por supuesto que era ese oscuro objeto del deseo que siempre satisfacían a la hora de la siesta cuando no había moros en la costa. Era una especie de santuario donde se guardaban las cosas de mayor valor material y sentimental. Le llamaba la atención algunas fotos de sus tíos y tías que habían fallecido. No los había conocido, salvo a uno del que recordaba vagamente su muerte. Había tenido un accidente laboral mientras construía una casa para casarse en la ciudad. Recordaba el velatorio, a su tío de cuerpo presente en la sala, mientras a ellos los encerraron en la parte alta de la casa custodiados por hermanos y primos mayores.

A la derecha de la puerta de entrada, tres grandes ventanas iluminaban la espaciosa sala. En frente de ella estaba la escalera para acceder al piso superior y la azotea. A ambos lados de la misma se encontraban dos cuartos: el de la derecha era la habitación de su tía; el de la izquierda era la habitación del menor de sus tíos. Por supuesto, ahí no se podía entrar a menos que sus inquilinos estuvieran dentro y lo permitieran. Junto a la habitación de su tía estaba la alcoba de los abuelos. Era grande y espaciosa con una ventana que daba a una sermentía desde la que se veía un enorme árbol, y al fondo en la distancia, las tierras de sus abuelos. Por las mañanas, mientras su abuela permanecía acostada, les encantaba subirse a la cama con ella. La incursión podía durar mucho o poco tiempo: dependía del escándalo que armaran o del humor que tuviera la tía ese día. En cualquier caso, siempre aparecía con la misma cantinela para poner fin a aquella invasión de la cama de los abuelos.

—¡Saliendo, saliendo, que la tía va barriendo!

Enfrente de la alcoba, al lado de la habitación del menor de sus tíos, estaba el baño. Era grande y espacioso con una ventana que daba al jardín. A veces, desde la ventana tiraban petardos, globos con agua, o cualquier cosa que tuvieran a mano para fastidiar a los que estaban en el jardín. A él nunca lo pillaron, pero recuerda a más de uno arrestado en la silla de la sala sin poderse mover por ese motivo. ¡Tremendo castigo estar sentado en aquella incómoda silla sin poderse mover, mientras los demás subían y bajaban, iban y venían!

—¡Señorito —generalmente eran los chicos los castigados— hasta que el culo no lo tenga plano como la silla no se puede levantar! —Repetía siempre la tía.

En la misma pared de la puerta de entrada, pero al final de la misma, cerca de la puerta del baño, estaba la entrada a la cocina. Era muy larga pero estrecha. Según se entraba, a la izquierda, había una puerta que daba acceso a la despensa. Era el lugar sagrado donde se guardaban las galletas, y como tal recinto sacro, sólo tenían acceso los consagrados para tal menester, es decir, los mayores. ¡Pobre del que cogieran en dicha sacrosanta estancia sin autorización! Pero sobre todo ¡pobre del que cogieran disminuyendo el stock de las galletas! A pesar de que tenían gas, todavía conservaban la cocina de leña, incrustada en el poyo como un elemento más. Le gustaba observar la cocina de leña, negra por encima y con ribetes dorados en los tiradores frontales. Una gran ventana que daba al jardín iluminaba la estancia. Al fondo de la cocina había una puerta por la que se accedía al jardín bajando por unas empinadas escaleras.

Su abuelo había sido zapatero. Al final de las escaleras estaba el cuarto donde trabajaba los zapatos. Era una estancia prohibida para los niños porque todavía contenía todas las herramientas, moldes, máquinas y demás instrumentos necesarios para remendar los calzados, botines, zuecos, sandalias, alpargatas y demás prendas utilizadas para cubrirse y resguardar el pie. El cuarto tenía duende. El olor a cuero, a cerrado, a madera, a pegamento, lo impregnaba todo. Colocadas cada una en su sitio, como si el tiempo no hubiera pasado, estaban las herramientas esperando por su maestro: el clicker —para cortar el cuero—; la cuchilla —para cortar las suelas, los topes y los tacones—; el martillo remendón —para fijar la piel sobre la horma de madera—; el martillo galgo de punta larga y fina —para clavar los tacones—; las leznas —para realizar huecos en la piel del zapato—; las tenazas de montar —para sujetar el corte del forro y tensarlos antes de clavarlos o pegarlos en la planta del zapato; el alisador —para alisar, marcar los cantos, unir los cosidos y realizar los hendidos en el calzado—; la escofina —para perfilar los tacones de suela—. Y un sinfín de hormas de todo tipo, clase y tamaños. Además, varios instrumentos auxiliares como la manopla y el mandil de cuero para protegerse las manos y el resto del cuerpo; la precisa —trípode de acero para clavar y asentar el calzado en la máquina que llamaba burro—; el tirapié o correa de cuero —para sujetar o fijar la horma en el muslo mientras se trabaja el zapato.

En varias estanterías aparecían cajas llenas de clavos, tachas y grapas de diversos tamaños; botes de pegamento y latas de betún de todos los colores; bobinas de hilo para coser los zapatos; grasa de caballo para conservar el cuero; varios martillos aparadora con las  dos bocas redondas semibombeadas; diversos sacabocados de acero para realizar las perforaciones en el cuero con pinzas intercambiables; bastantes sacagrapas, sacafilos, sacaclavos, punzones, matacantos, medias lunas, uñetas, y un arsenal completo de agujas para las máquinas, así como guarnicioneras y saqueras. Siempre le habían dicho que su abuelo se pasaba las horas trabajando en aquel cuarto. La primera vez que vio el taburete de tea en forma de trípode con un agujero en el centro donde se sentaba para trabajar, pensó que era para que su abuelo hiciera sus necesidades sin dejar la labor que estaba realizando.

Le gustaba mucho el cuarto. De pequeño guardaba celosamente las galletas que podía coger, sin permiso y sin que lo vieran, de la despensa. Cuando no había moros en la costa bajaba a ponerse morado hasta que añurgado, tenía que subir a por agua. En la adolescencia seguía utilizando el cuarto para esconder y esconderse. Esta vez no eran galletas sino libros. Allí leyó Las flores del mal, El amante de Lady Chatterley, Rojo y negro, Madame Bovary, Ana Karenina, En busca del tiempo perdido, La dama de las camelias, Los miserables y un sinfín de títulos que le descubrieron nuevos mundos y nuevas formas de pensar y de sentir.

El cuarto daba al jardín. Su tía lo tenía muy bien cuidado y siempre estaba lleno de flores. Algunos árboles frutales como naranjeros, perales, mandarinas y hasta un manzanero, adornaban el plácido jardín. Un paseo lateral, pegado a la escalera y al rellano de la zapatería, subía hasta el porche de la casa donde estaban plantadas las buganvillas que cubrían el techo de la pérgola. En primavera, las azucenas blancas eran las reinas del jardín. Todavía recuerda el fragante olor que desprendían. Estaba prohibidísimo cogerlas. Sólo su tía las podía cortar para llevarlas a la Iglesia. Lo mismo pasaba con los anturios, las calas y las flores de mundo. Y cada una de ellas tenían su destino prefijado: Las azucenas eran para San Luis; los anturios para San Roque; las calas para la Virgen; las flores de mundo para el Sagrario.

En el piso superior, cuatro habitaciones, un baño y la caja de escaleras que subía a la azotea, componían el resto de la vivienda. La más grande, la que daba al frente de la casa, era su preferida. Tenía una cama enorme de estilo victoriano —años después comprobó que era más bien pequeña— de hierro forjado, metal y preciosas porcelanas, de color negro con dorados rosetones. Le gustaba jugar con los rosetones y hacerlos girar repetidamente. Solía dormir en esa habitación cuando no se quedaba en la casa de una tía que vivía en la finca. Ahí sólo subía para dormir. Para la siesta se escabullía y bajaba al cuarto de la zapatería para leer.

Por las mañanas, iba a comprar el pan a la panadería que estaba cerca de la Plaza de San Luis. Le gustaba ir por el olor a leña y a pan tostado. A medida que se acercaba el aroma a pan recién horneado inundaba la calle. La talega que su tía le daba regresaba llena de panes redondos, de matalahúva, calentitos, recién salidos del horno. Los untaba con mantequilla y los mojaba en el café con leche de vaca que había ordeñado su abuelo. Disfrutaba de los desayunos sentado en la mesa de la cocina mientras su tía trajinaba preparando los ingredientes del potaje, de la sopa o de cualquier otro plato para el almuerzo. Después solían mandarlo a comprar a la tienda.

—Toma —su tía le daba un papel con todo lo que tenía que comprar—. Vete a la tienda del tío de Esther y trae lo que está escrito aquí.

Dentro de la bolsa para traer la compra había una cartera pequeña con el dinero necesario para pagarla. Siempre sobraba dinero, pero ella repetía diariamente el mismo sonsonete:

—Si no te da el dinero le dices que te lo apunte. Mañana le llevas la diferencia. ¡Y no compres golosinas!

Le gustaba ir a la venta. Era una tienda, de las muchas que había en el pueblo, con olor a víveres: frutas, verduras, chacina, encurtidos, café, especias, etc. Se le solían llamar tiendas de aceite y vinagre porque tenían de todo. Los ojos se le iban siempre a unos botes de cristal llenos de golosinas: chicles, caramelos, pastillas, chupa chups, chocolate. Raro era el día que no le regalaran alguna chuchería. Mientras le decían:

—No le digas nada a tu tía. Y cométela antes de llegar.

Después de hacer los recados, se iba corriendo a las tierras para jugar con sus primos. Pero antes pasaba por el alpendre para saludar a su abuelo y ver a las vacas. Le encantaba el olor que inundaba la estancia. Le gustaba pasar delante de las vacas y acariciar los becerros caminando sobre el listón del pesebre. Su abuelo siempre le decía lo mismo:

—¡No seas majadero! No pases por el listón. Cualquier día te vas a caer dentro del pesebre y a las vacas no les gusta la carne de niños.

Todavía hoy recuerda con auténtica fruición la casa de los abuelos.






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