Pertrechado con su sombrero
de Panamá y su mochila en la que habitaban una botella de fresca agua, unas
indispensables frutas, un paquete de Kleenex, varios objetos que se habían ido
acumulando y el libro de Gilberto Alemán, «El Callejón. Crónicas Laguneras», reemprendió
la subida en busca de una sombra acogedora y estratégica en la que poder
disfrutar del hermoso día que se le abría por delante y de las vistas
incomparables de la Mesa Mota. Después de hollar por espacios diferentes y
ojear varios sitios conocidos, se decidió por el de casi siempre: el vetusto
eucalipto circundado de pinos en cuya base, rodeado de hojas secas y de semillas
cuboides de color gris que desprendían un aroma a menta y pino, le ofrecía la
sombra ideal y la vista incomparable de la Vega Lagunera.
Después de extasiarse con
el horizonte, siempre nuevo y siempre viejo, que tenía ante sus ojos, colocó la
mochila junto al tronco del eucalipto, acolchó el suelo con las hojas de
alrededor, juntó unas cuantas semillas en sus manos, y tras acercárselas a la
nariz para olerlas profunda y persistentemente, las depositó junto a la mochila
con la intención de llevárselas a la vuelta. Parsimoniosamente sacó el libro
que colocó junto a las olorosas semillas; se percató que cerraba la mochila
para evitar que las diligentes hormigas dieran cuenta de su frugal desayuno de
frutas, y tras quedarse henchido de satisfacción, abrió el libro para
deleitarse con su lectura. Le gustaba releer el libro que tenía entre las
manos. Lo había hecho innumerables veces. El Callejón de Briones, la Calle
Santiago Cuadrado, hoy renombrada como Pintor Cristino de Vera, había sido el
centro de la mayoría de sus vivencias de juventud a pesar de que, en aquel
entonces, vivía en el Barrio Nuevo, en la Calle Molinos de Agua.
«La otra tarde volví al
Callejón de Briones. […] No hay piedras en la calle. No existe, en el próximo
invierno, la posibilidad de que nazca un charco. […] Algunas de las casas han
desaparecido y en su lugar se elevan edificaciones modernas que pudieran haber
sido abortadas a tiempo, antes de nacer.» —Escribía Gilberto Alemán en su libro—.
En una de esas edificaciones modernas, a la mitad del Callejón, en el segundo
piso, vivía por aquel tiempo de juventud uno de sus queridos compañeros de
entonces. Juan Carlos estudiaba Filología Inglesa y era un fan de Los Beatles.
Tocaba maravillosamente la guitarra y la dulzura de su personalidad lo hacía la
persona ideal para perderse entre vasos de vinos, manises, olorosa hierba
humeante y jolgorio que, a menudo, acababa desmesuradamente.
Recostado sobre el grueso
tronco del eucalipto, reposó las manos —y con ellas el libro— sobre sus muslos;
entornó los ojos y dejó que la memoria volara hasta aquellos años de juventud. De
manera vívida, se le apareció la mañana en la que, después de una larga noche
de farra, amaneció en la cama junto a Irene. La recuerda desnuda, con los ojos
cerrados, la melena rubia —rizada— cubriéndole su cara, dejando entrever una
atractiva boca y un cuello nacarado por el que resbalaba la vista hasta un
turgente pecho que, impúdico, le desafiaba la mirada. La noche anterior —no
menos de ocho personas— habían estado en el Búho; luego pasaron por el Tocuyo para cenar algo consistente bien
regado con varios litros de vino de La Victoria; a continuación, terminaron la
juerga en casa de Juan Carlos entre canciones de Los Beatles, cuba-libre,
gin-tonic, vodka y un sinfín de brebajes propios de la jarana, hasta altas
horas de la madrugada en las que la mayoría se fueron y algunos optaron por
quedarse dado su lamentable estado.
Irene
era una belleza griega, de manos y pies pequeños pero proporcionados; delgada y
delicada, tenue, suave y tierna, pero con anchas caderas y muslos generosos
donde perderse eternamente; el cabello, rubio,
ondulado, acaracolado y sinuoso, sujeto detrás de la cabeza, dejaba a la
intemperie unas sensuales orejas que tantas veces besó, mordió, lamió y musitó
que la deseaba más que a nadie en el mundo; los ojos, grandes, donde mirarse y
ser mirado con aquella placidez que lo embelesaba; la nariz, afilada sin
ser prominente, objeto de las más tiernas caricias de sus labios; la
boca, mejillas y mentón ovalados donde besarse, acariciarse y
extraviarse continuamente; los senos, turgentes —en esto no cumplía con
los cánones de las diosas griegas, cosa que agradecía— y bien torneados para solazarse y gozar
mientras disfrutaban de sus cuerpos.
—¿Qué
habrá sido de ella? —se preguntaba.
Le
gustaba mucho Irene y no sólo por el físico. Su arrolladora personalidad le
gustaba sobremanera. Parecía una mujer inalcanzable, inexpugnable, segura de sí
misma. Su carácter vehemente la convertía —para la mayoría de los mortales— en una
mujer demasiada apasionada. Pero él sabía que detrás de ese temperamento
impetuoso, se escondía una personalidad entusiasta, ardiente y enardecida, como
tantas veces comprobó, y no sólo en la cama. Irene era un verso libre en medio
de tantos filólogos, filósofos, historiadores y pedagogos que componían el
grupo. La Biología le apasionaba. No se sabe muy bien cómo se acopló al grupo —como
no se sabe cómo apareció la primera célula en la Tierra, aunque se acepta que
su origen fue un fenómeno físico-químico—. Éste fenómeno, es el que ella
esgrimía cada vez que alguien le preguntaba cómo había llegado a congeniar con
nosotros:
—
«Pues muy fácil —decía—: por mi físico y por la química de ustedes»,
—refiriéndose por “química” al alcohol que corría abundante y generosamente en
nuestras reuniones.
La
francachela de la noche anterior lo había dejado un poco tocado. Amaneció a
caballo entre los brazos de Irene y los miembros de una neumonía; el pasmo se
le manifestaba en forma de catarro, dolor de huesos y otras molestias; la
resaca no le iba a la zaga y martirizaba su cabeza con continuos y contundentes
redobles de tambor. Decidió vestirse y acudir al médico. Irene ni se enteró que
abandonaba la cama. Sorteando varios cuerpos inertes en el salón se dirigió a
la ducha. El agua fría que cayó sobre su cabeza lo fue despertando
paulatinamente a la vez que confirmaba la fuerte jaqueca que habitaba en su
cabeza.
Ya
en la calle, se dirigió a la consulta del médico. Justo enfrente de donde
terminaba el Callejón de Briones, tenía su casa y la consulta Don Escolástico
Aguiar Soto, en la Calle Sol y Ortega, hoy Juan de Vera. El intenso frio que
aquella hora de la mañana recorría las calles de La Laguna amortiguó un poco la
migraña. Llamó a la puerta de la consulta y se adentró en la coqueta sala de
espera. Don Escolástico no tardó en recibirle con su bata blanca sobre su impecable
traje, su camisa blanca y su corbata, su cara redonda, su pelo cano peinado
hacia atrás, sus sonrosadas mejillas, su sonrisa bonachona y su afectuosa voz
que inspiraba confianza. Lo auscultó mientras le decía con exquisita delicadeza
que había que ser más comedido, que la juventud estaba para disfrutarla, no
para exterminarla, mientras lo miraba con sus ojos negros y vivaces que
hablaban desde el corazón. Le diagnosticó un fuerte resfriado sin más y le
aconsejó que gozara de la mocedad sin extralimitarse, y como decían en su
tierra —era de Gran Canaria— «lo que no puedas beber, déjalo en la botella».
Mientras le extendía la receta le preguntó por los estudios y lo animó a
comportarse como debía, en alusión al estado en que se había presentado en la
consulta como resultado de la noche anterior.
Era
Don Escolástico una persona muy querida en La Laguna. Su afabilidad para con
todo el mundo le había granjeado la bien merecida fama de hombre sencillo y
benevolente. Era un médico muy apreciado por su saber y por su amabilidad y
gentileza. Su consulta, a pesar de ser pediatra, estaba siempre llena de gente
de todas las edades y de todas las clases sociales. Se dirigió, calle abajo, para
comprar las medicinas que le había recetado Don Escolástico en la Farmacia de
Pardillo, en la confluencia con la Calle Bencomo, embozado en su bufanda marrón
para protegerse del fuerte frio reinante. Esa estampa le recordaba a su
queridísimo amigo Mamo que siempre que lo veía salir arrebujado en la bufanda,
camino de la consulta de Don Escolástico, le decía:
—El
catarro que te va a diagnosticar Don Escolástico lo vas a coger por la
madrugada que te pegas y por esas calles frías, ventosas y húmedas —y se echaba
a reír entre molesto y sarcástico.
Al
salir de la farmacia observó que detrás del estanque de los patos —hoy desterrado
al Parque de la Constitución— estaba hablando Don Hilario Fernández Mariño con
un grupo de personas. Cruzó la calle Juan de Vera para acercarse a la tienda de
Artiles, por debajo del Ateneo, para comprar un bombillo de luz azul para su
flexo que se le había fundido. El tal Artiles era tío de un compañero de
estudios que procedían de Buenavista del Norte. Le gustaba mucho conversar con
él, porque tenía el verbo fluido y contaba unas anécdotas muy graciosas sobre
los personajes más populares de La Laguna, amén de las rebajas que le hacía por
ser amigo de su sobrino.
—Mira.
¿Ves a Don Hilario rodeado de aquellos mojigatos y meapilas? Pues esos mismos
que los ves tan contentos y dorándoles la píldora al ínclito Lectoral, antes de
que llegue a la Sala Capitular lo habrán puesto de vuelta y media. Y todo
porque no es de aquí. Lo mismo que le pasó a Don Heraclio Sánchez que con las
piedras que le tiraron los laguneros construyó esa magnífica fachada de la
Catedral que tus ojos contemplan. Anécdotas de estas hay muchas. El mismo Don
Hilario me dijo una vez que Don Valentín Marrero Reyes —yo lo recuerdo porque
era el Arcipreste de Icod— le había contado una historia parecida que había ocurrido
en su parroquia natal de Santa Ana en Candelaria. Habían adquirido un
Crucificado tallado en Gran Canaria, magnífico en todos los aspectos. El día
que lo trajeron, el numeroso público congregado al efecto de contemplarlo, se
quedó mudo e inexpresivo ante la imagen. Ante tamaña actitud, el cura les
preguntó:
—¿No
les gusta el Cristo? ¿Les parece feo? ¿No les inspira piedad?
—No.
No es eso señor cura…
—¿Entonces
qué es? ¿Por qué están inmóviles como pasmarotes y callados como tusos?
—Es
que ... El Cristo vino de allá, señor cura, y eso ...
—¿De
allá? ¿Qué llaman ustedes allá...?
—De
Las Palmas...
Comenzaron
a reírse, y mientras le metía el bombillo —una vez probado— en una bolsa con la
propaganda de su tienda, le amenazó con varias anécdotas por el estilo que
sabía de carrerilla. Cogiendo la bolsa con prontitud se excusó con diligencia
aduciendo que tenía mucho que estudiar porque estaba en exámenes y salió
presuroso, no sin antes quedar para otra ocasión en la que volverían a hablar
largo y tendido. El tal Artiles era todo un personaje.
A
pesar de las anécdotas del tío de su amigo, Don Hilario era una persona muy
querida en La Laguna. Había desembarcado en Tenerife en una escala técnica del
barco que lo traía de regreso desde Argentina a su Galicia natal. Las
casualidades de la vida propiciaron que se quedara en la isla, donde llegó a ser
Vicario General y Defensor del Vínculo. Licenciado en Teología y en Derecho
Canónico por la Universidad Pontificia de Santiago de Compostela, fue Inspector
de Educación en Tucumán visitando los colegios a lomo de una mula, y donde,
además de desarrollar una intensa labor pastoral, escribió el libro titulado Expresión
y vida, que se lo había regalado cuando compartían pensión en la calle
Heraclio Sánchez —la vetusta pensión Ramos— y que todavía conservaba en su
biblioteca. Hombre enérgico, aunque afectuoso, alto, enhiesto, con gafas de
pasta y cristales gruesos, vestía sobria y limpiamente su sotana y su gabán.
Cuando lo conoció —durante los primeros meses de su estancia en La Laguna hasta
que se mudó a un piso de estudiantes— era profesor del Seminario Diocesano.
Posteriormente, cuando ya vivía en Barrio Nuevo, solían tropezarse en la Calle
Molinos de Agua. Don Hilario con su elegante y erguido andar bajando al
Seminario, y él, subiendo hacia el Callejón de Briones. Y siempre se saludaban
afectuosamente:
—¡Buenos
días, muchacho! Qué. ¿Cómo van esos estudios?
—¡Buenos
días, Don Hilario! Bien. Gracias.
—¡Así
me gusta! Hay que estudiar mucho y bien para que no te engañen. Ya sabes, el
que no distingue, confunde —y esbozaba una sonrisa picarona mientras levantaba
la mano derecha en señal de despedida.
Era
Don Hilario una persona instruida, erudita e ilustrada que además se adornaba
con el grado de la experiencia. Su conversación era interesante, fluida y
sentenciosa. En el capítulo VII —de la tercera parte, Pensamiento y Lenguaje,
de su mencionada obra— titulado, Terminología, había escrito: «El que se
refugia detrás de verbalismos, da por lo menos la sensación de que algo quiere
ocultar, y no será la ciencia de seguro, sino eso de que todos sentimos gran
vergüenza: la ignorancia.»
La
Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia Ciudad de San Cristóbal de La
Laguna, le debe una calle con su nombre en la ciudad.
Después
de tomarse un cortadito en el Carreras, se encaminó al piso de su amigo
por la Calle San Agustín. A la altura del Obispado se tropezó con Domingo
García González —Domingo Laguna— que, acompañado de un joven bien parecido, se
disponía a entrar en la sede episcopal llevando bajo el brazo el ejemplar número
155 de la revista CANARIAS Gráfica, dedicado a la Isla de La Palma con
motivo de las Fiestas Lustrales de la Bajada de la Virgen de 1975, apareciendo
la imagen de la Virgen de las Nieves en la portada a todo color.
—Buenos
días, Don Domingo —le interpeló cuando éste se disponía a entrar.
—¡Ah!
Buenos días. No te había visto —le contestó con su meliflua voz—. Aquí vengo a
dejarle a su Ilustrísima esta revista. En las páginas 14 y 15 sale él y el
Obispo auxiliar de Oviedo, que hay que ver cómo ha subido desde que dejó la
Diócesis. ¡Nada menos que secretario de la Conferencia Episcopal! Pero Don Luis
estuvo dignísimo, para eso es el Obispo de Tenerife. El solemne pontifical
celebrado en el templo de El Salvador fue grandioso, magnífico y fastuoso. ¡Qué
vergüenza la ausencia de cámaras de la televisión española! Bueno, te dejo con
tus quehaceres. Aquí me he traído a este angelito de mi sobrino a ver si se le
pega algo de estas santas piedras.
—¡Que
siga bien, Don Domingo! Encantado de conocerte —le dijo al sobrino, mientras le
picaba un ojo en señal de complicidad.
Había
conocido a Domingo de Laguna por medio de Don Hilario en la pensión Ramos, en
una de las veces que solía visitarlo con otros amigos. De estatura media,
peinado hacia atrás, con unas gafas enormes al igual que la boca que dejaba al
descubierto al reírse. Desde ese día siempre se mostraba muy atento y solícito
cada vez que se veían. Hombre de profundas convicciones católicas, había
fundado la revista CANARIAS Gráfica en el año 1962 para difundir la vida
social de la clase media y alta de La Laguna y Santa Cruz, especialmente los
actos del Casino y diversas sociedades recreativas. En las fiestas del Cristo
se había hecho famoso por instaurar en el Casino la tradición de comer puchero
el día del Cristo —Puchereta, lo llamaba él— y el día anterior, mientras
en Gran Canaria celebraban el día de la Virgen del Pino, se iba al Mercado de
la Plaza del Adelantado para seleccionar, comprar y preparar los ingredientes
de su especial Puchereta. En 1987 publicó el libro Personas en la
vida de Canarias.
Siguió
camino del Callejón de Briones. Al llegar a la casa, Irene le abrió la puerta.
Se abalanzó sobre él, lo abrazó y lo besó con un beso de esos que ponen contento.
—¿Dónde
te habías metido? —le dijo sonriente con los brazos alrededor del cuello.
—Por
ahí, laguneando…
El
estruendo de una piña al caer de lo alto de un pino cercano lo espabiló. Miró
absorto el paisaje; cogió el libro que se había escurrido entre los muslos; se
acomodó en el tronco del eucalipto; sonrió con una sonrisa plácida, y con el
ánimo sosegado, repitió para sus adentros: «La nostalgia, como siempre, había
borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos», parafraseando a
García Márquez en el primer volumen —Vivir para contarla—de sus relatos
autobiográficos.
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