jueves, 28 de abril de 2022

NOSTALGIA LAGUNERA

Después de unos días grises, fríos, lluviosos y con mucho viento, inusuales para la época del año en la que estaban, había amanecido un día espléndido de sol, sin nubes a la vista, excepción hecha del sombrero que vestía el Teide y que había visto mientras subía hacia la Mesa Mota, parándose a contemplarlo, cuál si fuera un guanche extasiado por la majestuosidad del Echeyde. Las verdes praderas, la suaves laderas, el llano de Los Rodeos, las estribaciones montañosas que comenzaban en La Esperanza y terminaban en el Parque Nacional del Teide, tachonadas por el verde del pinar canario y resaltadas por el resplandor de los rayos del sol, que ofrecían un paisaje inagotable de quietud, lo enraizó a la tierra, enhiesto, embelesado, absorto en el infinito, hasta que una suave y tenue brisa, que por su espalda bajaba de la montaña, lo envolvió del aroma a eucaliptus, recordándole que quedaba un trecho por subir y poder disfrutar de una mañana soleada a la sombra de la frondosa vegetación.

Pertrechado con su sombrero de Panamá y su mochila en la que habitaban una botella de fresca agua, unas indispensables frutas, un paquete de Kleenex, varios objetos que se habían ido acumulando y el libro de Gilberto Alemán, «El Callejón. Crónicas Laguneras», reemprendió la subida en busca de una sombra acogedora y estratégica en la que poder disfrutar del hermoso día que se le abría por delante y de las vistas incomparables de la Mesa Mota. Después de hollar por espacios diferentes y ojear varios sitios conocidos, se decidió por el de casi siempre: el vetusto eucalipto circundado de pinos en cuya base, rodeado de hojas secas y de semillas cuboides de color gris que desprendían un aroma a menta y pino, le ofrecía la sombra ideal y la vista incomparable de la Vega Lagunera.

Después de extasiarse con el horizonte, siempre nuevo y siempre viejo, que tenía ante sus ojos, colocó la mochila junto al tronco del eucalipto, acolchó el suelo con las hojas de alrededor, juntó unas cuantas semillas en sus manos, y tras acercárselas a la nariz para olerlas profunda y persistentemente, las depositó junto a la mochila con la intención de llevárselas a la vuelta. Parsimoniosamente sacó el libro que colocó junto a las olorosas semillas; se percató que cerraba la mochila para evitar que las diligentes hormigas dieran cuenta de su frugal desayuno de frutas, y tras quedarse henchido de satisfacción, abrió el libro para deleitarse con su lectura. Le gustaba releer el libro que tenía entre las manos. Lo había hecho innumerables veces. El Callejón de Briones, la Calle Santiago Cuadrado, hoy renombrada como Pintor Cristino de Vera, había sido el centro de la mayoría de sus vivencias de juventud a pesar de que, en aquel entonces, vivía en el Barrio Nuevo, en la Calle Molinos de Agua.

«La otra tarde volví al Callejón de Briones. […] No hay piedras en la calle. No existe, en el próximo invierno, la posibilidad de que nazca un charco. […] Algunas de las casas han desaparecido y en su lugar se elevan edificaciones modernas que pudieran haber sido abortadas a tiempo, antes de nacer.» —Escribía Gilberto Alemán en su libro—. En una de esas edificaciones modernas, a la mitad del Callejón, en el segundo piso, vivía por aquel tiempo de juventud uno de sus queridos compañeros de entonces. Juan Carlos estudiaba Filología Inglesa y era un fan de Los Beatles. Tocaba maravillosamente la guitarra y la dulzura de su personalidad lo hacía la persona ideal para perderse entre vasos de vinos, manises, olorosa hierba humeante y jolgorio que, a menudo, acababa desmesuradamente.

Recostado sobre el grueso tronco del eucalipto, reposó las manos —y con ellas el libro— sobre sus muslos; entornó los ojos y dejó que la memoria volara hasta aquellos años de juventud. De manera vívida, se le apareció la mañana en la que, después de una larga noche de farra, amaneció en la cama junto a Irene. La recuerda desnuda, con los ojos cerrados, la melena rubia —rizada— cubriéndole su cara, dejando entrever una atractiva boca y un cuello nacarado por el que resbalaba la vista hasta un turgente pecho que, impúdico, le desafiaba la mirada. La noche anterior —no menos de ocho personas— habían estado en el Búho; luego pasaron por el Tocuyo para cenar algo consistente bien regado con varios litros de vino de La Victoria; a continuación, terminaron la juerga en casa de Juan Carlos entre canciones de Los Beatles, cuba-libre, gin-tonic, vodka y un sinfín de brebajes propios de la jarana, hasta altas horas de la madrugada en las que la mayoría se fueron y algunos optaron por quedarse dado su lamentable estado.

Irene era una belleza griega, de manos y pies pequeños pero proporcionados; delgada y delicada, tenue, suave y tierna, pero con anchas caderas y muslos generosos donde perderse eternamente; el cabello, rubio, ondulado, acaracolado y sinuoso, sujeto detrás de la cabeza, dejaba a la intemperie unas sensuales orejas que tantas veces besó, mordió, lamió y musitó que la deseaba más que a nadie en el mundo; los ojos, grandes, donde mirarse y ser mirado con aquella placidez que lo embelesaba;  la nariz, afilada sin ser prominente, objeto de las más tiernas caricias de sus labios; la boca,  mejillas y  mentón ovalados donde besarse, acariciarse y extraviarse continuamente; los senos, turgentes —en esto no cumplía con los cánones de las diosas griegas, cosa que agradecía—  y bien  torneados para solazarse y gozar mientras disfrutaban de sus cuerpos.

—¿Qué habrá sido de ella? —se preguntaba.

Le gustaba mucho Irene y no sólo por el físico. Su arrolladora personalidad le gustaba sobremanera. Parecía una mujer inalcanzable, inexpugnable, segura de sí misma. Su carácter vehemente la convertía —para la mayoría de los mortales— en una mujer demasiada apasionada. Pero él sabía que detrás de ese temperamento impetuoso, se escondía una personalidad entusiasta, ardiente y enardecida, como tantas veces comprobó, y no sólo en la cama. Irene era un verso libre en medio de tantos filólogos, filósofos, historiadores y pedagogos que componían el grupo. La Biología le apasionaba. No se sabe muy bien cómo se acopló al grupo —como no se sabe cómo apareció la primera célula en la Tierra, aunque se acepta que su origen fue un fenómeno físico-químico—. Éste fenómeno, es el que ella esgrimía cada vez que alguien le preguntaba cómo había llegado a congeniar con nosotros:

— «Pues muy fácil —decía—: por mi físico y por la química de ustedes», —refiriéndose por “química” al alcohol que corría abundante y generosamente en nuestras reuniones.

La francachela de la noche anterior lo había dejado un poco tocado. Amaneció a caballo entre los brazos de Irene y los miembros de una neumonía; el pasmo se le manifestaba en forma de catarro, dolor de huesos y otras molestias; la resaca no le iba a la zaga y martirizaba su cabeza con continuos y contundentes redobles de tambor. Decidió vestirse y acudir al médico. Irene ni se enteró que abandonaba la cama. Sorteando varios cuerpos inertes en el salón se dirigió a la ducha. El agua fría que cayó sobre su cabeza lo fue despertando paulatinamente a la vez que confirmaba la fuerte jaqueca que habitaba en su cabeza.

Ya en la calle, se dirigió a la consulta del médico. Justo enfrente de donde terminaba el Callejón de Briones, tenía su casa y la consulta Don Escolástico Aguiar Soto, en la Calle Sol y Ortega, hoy Juan de Vera. El intenso frio que aquella hora de la mañana recorría las calles de La Laguna amortiguó un poco la migraña. Llamó a la puerta de la consulta y se adentró en la coqueta sala de espera. Don Escolástico no tardó en recibirle con su bata blanca sobre su impecable traje, su camisa blanca y su corbata, su cara redonda, su pelo cano peinado hacia atrás, sus sonrosadas mejillas, su sonrisa bonachona y su afectuosa voz que inspiraba confianza. Lo auscultó mientras le decía con exquisita delicadeza que había que ser más comedido, que la juventud estaba para disfrutarla, no para exterminarla, mientras lo miraba con sus ojos negros y vivaces que hablaban desde el corazón. Le diagnosticó un fuerte resfriado sin más y le aconsejó que gozara de la mocedad sin extralimitarse, y como decían en su tierra —era de Gran Canaria— «lo que no puedas beber, déjalo en la botella». Mientras le extendía la receta le preguntó por los estudios y lo animó a comportarse como debía, en alusión al estado en que se había presentado en la consulta como resultado de la noche anterior.

Era Don Escolástico una persona muy querida en La Laguna. Su afabilidad para con todo el mundo le había granjeado la bien merecida fama de hombre sencillo y benevolente. Era un médico muy apreciado por su saber y por su amabilidad y gentileza. Su consulta, a pesar de ser pediatra, estaba siempre llena de gente de todas las edades y de todas las clases sociales. Se dirigió, calle abajo, para comprar las medicinas que le había recetado Don Escolástico en la Farmacia de Pardillo, en la confluencia con la Calle Bencomo, embozado en su bufanda marrón para protegerse del fuerte frio reinante. Esa estampa le recordaba a su queridísimo amigo Mamo que siempre que lo veía salir arrebujado en la bufanda, camino de la consulta de Don Escolástico, le decía:

—El catarro que te va a diagnosticar Don Escolástico lo vas a coger por la madrugada que te pegas y por esas calles frías, ventosas y húmedas —y se echaba a reír entre molesto y sarcástico.

Al salir de la farmacia observó que detrás del estanque de los patos —hoy desterrado al Parque de la Constitución— estaba hablando Don Hilario Fernández Mariño con un grupo de personas. Cruzó la calle Juan de Vera para acercarse a la tienda de Artiles, por debajo del Ateneo, para comprar un bombillo de luz azul para su flexo que se le había fundido. El tal Artiles era tío de un compañero de estudios que procedían de Buenavista del Norte. Le gustaba mucho conversar con él, porque tenía el verbo fluido y contaba unas anécdotas muy graciosas sobre los personajes más populares de La Laguna, amén de las rebajas que le hacía por ser amigo de su sobrino.

—Mira. ¿Ves a Don Hilario rodeado de aquellos mojigatos y meapilas? Pues esos mismos que los ves tan contentos y dorándoles la píldora al ínclito Lectoral, antes de que llegue a la Sala Capitular lo habrán puesto de vuelta y media. Y todo porque no es de aquí. Lo mismo que le pasó a Don Heraclio Sánchez que con las piedras que le tiraron los laguneros construyó esa magnífica fachada de la Catedral que tus ojos contemplan. Anécdotas de estas hay muchas. El mismo Don Hilario me dijo una vez que Don Valentín Marrero Reyes —yo lo recuerdo porque era el Arcipreste de Icod— le había contado una historia parecida que había ocurrido en su parroquia natal de Santa Ana en Candelaria. Habían adquirido un Crucificado tallado en Gran Canaria, magnífico en todos los aspectos. El día que lo trajeron, el numeroso público congregado al efecto de contemplarlo, se quedó mudo e inexpresivo ante la imagen. Ante tamaña actitud, el cura les preguntó:

—¿No les gusta el Cristo? ¿Les parece feo? ¿No les inspira piedad?

—No. No es eso señor cura…

—¿Entonces qué es? ¿Por qué están inmóviles como pasmarotes y callados como tusos?

—Es que ... El Cristo vino de allá, señor cura, y eso ...

—¿De allá? ¿Qué llaman ustedes allá...?

—De Las Palmas...

Comenzaron a reírse, y mientras le metía el bombillo —una vez probado— en una bolsa con la propaganda de su tienda, le amenazó con varias anécdotas por el estilo que sabía de carrerilla. Cogiendo la bolsa con prontitud se excusó con diligencia aduciendo que tenía mucho que estudiar porque estaba en exámenes y salió presuroso, no sin antes quedar para otra ocasión en la que volverían a hablar largo y tendido. El tal Artiles era todo un personaje.

A pesar de las anécdotas del tío de su amigo, Don Hilario era una persona muy querida en La Laguna. Había desembarcado en Tenerife en una escala técnica del barco que lo traía de regreso desde Argentina a su Galicia natal. Las casualidades de la vida propiciaron que se quedara en la isla, donde llegó a ser Vicario General y Defensor del Vínculo. Licenciado en Teología y en Derecho Canónico por la Universidad Pontificia de Santiago de Compostela, fue Inspector de Educación en Tucumán visitando los colegios a lomo de una mula, y donde, además de desarrollar una intensa labor pastoral, escribió el libro titulado Expresión y vida, que se lo había regalado cuando compartían pensión en la calle Heraclio Sánchez —la vetusta pensión Ramos— y que todavía conservaba en su biblioteca. Hombre enérgico, aunque afectuoso, alto, enhiesto, con gafas de pasta y cristales gruesos, vestía sobria y limpiamente su sotana y su gabán. Cuando lo conoció —durante los primeros meses de su estancia en La Laguna hasta que se mudó a un piso de estudiantes— era profesor del Seminario Diocesano. Posteriormente, cuando ya vivía en Barrio Nuevo, solían tropezarse en la Calle Molinos de Agua. Don Hilario con su elegante y erguido andar bajando al Seminario, y él, subiendo hacia el Callejón de Briones. Y siempre se saludaban afectuosamente:

—¡Buenos días, muchacho! Qué. ¿Cómo van esos estudios?

—¡Buenos días, Don Hilario! Bien. Gracias.

—¡Así me gusta! Hay que estudiar mucho y bien para que no te engañen. Ya sabes, el que no distingue, confunde —y esbozaba una sonrisa picarona mientras levantaba la mano derecha en señal de despedida.

Era Don Hilario una persona instruida, erudita e ilustrada que además se adornaba con el grado de la experiencia. Su conversación era interesante, fluida y sentenciosa. En el capítulo VII —de la tercera parte, Pensamiento y Lenguaje, de su mencionada obra— titulado, Terminología, había escrito: «El que se refugia detrás de verbalismos, da por lo menos la sensación de que algo quiere ocultar, y no será la ciencia de seguro, sino eso de que todos sentimos gran vergüenza: la ignorancia.»

La Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia Ciudad de San Cristóbal de La Laguna, le debe una calle con su nombre en la ciudad.

Después de tomarse un cortadito en el Carreras, se encaminó al piso de su amigo por la Calle San Agustín. A la altura del Obispado se tropezó con Domingo García González —Domingo Laguna— que, acompañado de un joven bien parecido, se disponía a entrar en la sede episcopal llevando bajo el brazo el ejemplar número 155 de la revista CANARIAS Gráfica, dedicado a la Isla de La Palma con motivo de las Fiestas Lustrales de la Bajada de la Virgen de 1975, apareciendo la imagen de la Virgen de las Nieves en la portada a todo color.

—Buenos días, Don Domingo —le interpeló cuando éste se disponía a entrar.

—¡Ah! Buenos días. No te había visto —le contestó con su meliflua voz—. Aquí vengo a dejarle a su Ilustrísima esta revista. En las páginas 14 y 15 sale él y el Obispo auxiliar de Oviedo, que hay que ver cómo ha subido desde que dejó la Diócesis. ¡Nada menos que secretario de la Conferencia Episcopal! Pero Don Luis estuvo dignísimo, para eso es el Obispo de Tenerife. El solemne pontifical celebrado en el templo de El Salvador fue grandioso, magnífico y fastuoso. ¡Qué vergüenza la ausencia de cámaras de la televisión española! Bueno, te dejo con tus quehaceres. Aquí me he traído a este angelito de mi sobrino a ver si se le pega algo de estas santas piedras.

—¡Que siga bien, Don Domingo! Encantado de conocerte —le dijo al sobrino, mientras le picaba un ojo en señal de complicidad.

Había conocido a Domingo de Laguna por medio de Don Hilario en la pensión Ramos, en una de las veces que solía visitarlo con otros amigos. De estatura media, peinado hacia atrás, con unas gafas enormes al igual que la boca que dejaba al descubierto al reírse. Desde ese día siempre se mostraba muy atento y solícito cada vez que se veían. Hombre de profundas convicciones católicas, había fundado la revista CANARIAS Gráfica en el año 1962 para difundir la vida social de la clase media y alta de La Laguna y Santa Cruz, especialmente los actos del Casino y diversas sociedades recreativas. En las fiestas del Cristo se había hecho famoso por instaurar en el Casino la tradición de comer puchero el día del Cristo —Puchereta, lo llamaba él— y el día anterior, mientras en Gran Canaria celebraban el día de la Virgen del Pino, se iba al Mercado de la Plaza del Adelantado para seleccionar, comprar y preparar los ingredientes de su especial Puchereta. En 1987 publicó el libro Personas en la vida de Canarias.

Siguió camino del Callejón de Briones. Al llegar a la casa, Irene le abrió la puerta. Se abalanzó sobre él, lo abrazó y lo besó con un beso de esos que ponen contento.

—¿Dónde te habías metido? —le dijo sonriente con los brazos alrededor del cuello.

—Por ahí, laguneando…

El estruendo de una piña al caer de lo alto de un pino cercano lo espabiló. Miró absorto el paisaje; cogió el libro que se había escurrido entre los muslos; se acomodó en el tronco del eucalipto; sonrió con una sonrisa plácida, y con el ánimo sosegado, repitió para sus adentros: «La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos», parafraseando a García Márquez en el primer volumen —Vivir para contarla—de sus relatos autobiográficos.




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