lunes, 25 de octubre de 2021

TAJOGAITE

 De pie, apoyado en una baranda, miraba expectante el bramar del nuevo volcán que había alumbrado en Montaña Rajada, en las estribaciones de Cumbre Vieja. La Plaza de la Iglesia de Tajuya se había llenado de propios y foráneos: vecinos residentes, moradores colindantes, científicos de diversas especialidades relacionadas con la erupción, políticos, periodistas, bomberos, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, voluntarios y un sinfín de personajes atraídos por la emisión de lava y ruido. El espectáculo que ofrecía el volcán no hacía presagiar nada bueno. En su futuro recorrido hacia el mar —en caso de producirse— se encontraría con barrios populosos, fincas e invernaderos de plátanos, plantaciones de aguacates, terrenos dedicados a la viña y una infinidad de infraestructuras. Una vez más, los palmeros y palmeras, tendrían que enfrentarse a las fuerzas de la Naturaleza a las que ya estaban acostumbrados. La última experiencia databa de cincuenta años atrás con la erupción del Teneguía.  

Mientras contemplaba el espectáculo, recordaba las tardes que había pasado justo debajo del nacimiento del nuevo volcán. Sentado sobre la roca volcánica que había dado origen a la isla de La Palma, a la sombra de un almendrero y acariciado por la brisa que el Alisio le ofrecía, disfrutaba de la puesta de sol más occidental de Canarias. A sus pies se mostraba en toda su magnificencia la ladera que, desde Cumbre Vieja, resbalaba hacia el Océano Atlántico formando parte del fértil Valle de Aridane. A su espalda, Montaña Rajada —Tajogaite, para los antiguos moradores de la Isla, los Benahoaritas— se elevaba majestuosa con sus comunidades de pino canario y su joven lava que agoraba futuros flujos de basalto y canales de lava. En el horizonte, allende el Atlántico azulado y calmo, el sol comenzaba a bajar la persiana para que la tierra —en esta parte del globo— descansara de su arduo trabajo de rotación.

Sabía que estaba sentado sobre un volcán; que el sol no se ponía por el horizonte; que la rotación no era un padecimiento extenuante del planeta. Y no le importaba. Estaba allí disfrutando del enorme placer que la Naturaleza le prodigaba cada día, cada tarde. Se hallaba embelesado por la integración sensorial que le permitía escuchar el sonido del aire ululando entre los almendros y el lejano canto de los pájaros; el olor a tierra recién regada y la fragancia a pino y resina que el Alisio le bajaba de la cumbre; los colores negruzcos de la lava solidificada que inundaban el contorno con el naranja de la puesta de sol que, abrazando el azul del mar, teñía el horizonte con un intenso arrebol; saboreando el puñado de almendras —que masticaba cadenciosamente, acorde con el paisaje que contemplaba— recogidas de los vetustos almendreros que le rodeaban.

«La Palma, terrenal mansión, donde siempre hallarás la aventura y la calma…», sonaba melodiosa en su cabeza la habanera que enmarcaba el idílico atardecer. La primera vez que la escuchó fue a bordo de un Fokker F-27 de la compañía Aviaco. Era su primer viaje a La Isla Bonita. Un compañero, sentado a su lado, la cantaba sotto voce, henchido de satisfacción porque volaba a su isla. Se trataba de un grupo amateur de teatro que, por medio de ese amigo palmero, habían sido invitados a representar la obra de Alfonso Sastre, «Escuadra hacia la muerte», en varios pueblos de la isla. La obra, enmarcada en una hipotética tercera guerra mundial, describe el miedo a lo desconocido en los personajes de seis militares, un cabo y cinco soldados, que tienen que enfrentarse, entre otros problemas, al sentido de la existencia y al determinismo de nuestra conducta. Encerrados en una cabaña —a semejanza de la Habitación 101 de Orwell en su novela «1984»— sólo les llegan los ecos y reverberaciones del exterior que, como sombras de la realidad, tendrán que asimilar e incorporar a la propia existencia.

Recordando aquellos días y aquella obra, le vino a la memoria que el tono realista y existencialista de las escenas nos interrogaba acerca de las posibles soluciones que demos a la realidad. Y la realidad ahora era el volcán que tenía delante. Cuando aterrizó por primera vez en la isla hacía pocos años que había explotado el Teneguía. Era una de sus ilusiones: ver el volcán y contemplar la nueva superficie ganada al mar. En su visita a Fuencaliente todo giraba en torno al joven cráter. Fotografías de la emisión de lava, de gente sentada en las inmediaciones contemplándolo, de turistas con prismáticos y cámaras al cuello, adornaban todos los bares y casas de comida del pueblo. Postales de todo tipo y colorido, trozos de lava, paquetitos de picón, eran los suvenires más solicitados por los turistas. Todavía conservaba un trozo de lava recogida en su paseo alrededor del cráter. Las soluciones dadas a la aparición del Teneguía eran positivas y emprendedoras, habiendo ayudado a Fuencaliente en particular y a la isla en general, para potenciar el turismo entre otras acciones de infraestructura y ocupacional.

Pero este volcán que contemplaba atónito era otra cosa. Solamente el lugar que había escogido para presentarse en sociedad hablaba de futuros desastres en su natural recorrido hacia el mar. La fuerza con la que se mostraba auguraba semanas de sufrimiento e incertidumbre. La profusión de lava que evacuaba hacía sospechar la inmensa cantidad de magma que habitaba en su interior. Y ese magma y esa lava presagiaban enormes coladas solidificadas, anchas y altas, malpaíses que cambiarían para siempre —tal vez hasta la próxima erupción de otro volcán— la geografía de la isla. Y le vino a la memoria escenas del cuadro segundo de «Escuadra hacia la muerte» donde todos se sienten desmoralizados y repiten compungidos, consternados y desesperanzados: Somos una escuadra de condenados a esperar la muerte. Y se sienten así porque se encuentran en otro país y no conocen al enemigo, no saben qué esperar de él. Es un enemigo desconocido. Pero los palmeros y palmeras están en su tierra, y conocen perfectamente al enemigo que acaba de manifestárseles con tanta virulencia. Y saben qué esperar de él: desastre, desolación y devastación. Pero también saben que lo vencerán, que el volcán se apagará y ellos seguirán aprovechando la oportunidad de comenzar de nuevo. Saben que subirán hasta lo alto del cono que ahora les aflige y lo conquistarán, lo domeñarán y aprovecharán la oportunidad para rehacerse y reinventarse como han hecho siempre.

Se le había quedado grabada en la retina la imagen de la Iglesia de Todoque, donde además se encuentra la sede de la Asociación de Vecinos, —perfecta simbiosis de religión y laicismo— resistiendo el embate del volcán, enhiesta frente a una colada de lava incandescente de hasta 12 metros de altura y medio kilómetro de extensión, encarnando el carácter palmero que no se rinde ante las circunstancias, por muy adversas que éstas sean. Pero el derrumbe de su torre, tras varios días de resistencia y desafío, dejó helado el corazón de los palmeros y palmeras y de todos los habitantes de Canarias. En especial de los vecinos y vecinas del barrio que las habían levantado mediante el trabajo comunitario en la segunda mitad del pasado siglo para tener un lugar donde reunirse y celebrar la fe y la cultura. Recordó que, en aquella primera visita a la isla, estaba de plena actualidad la Misa Campesina Nicaragüense del compositor Carlos Mejía Godoy que hundía sus raíces en la Teología de la liberación y proclamaba el protagonismo de una Iglesia popular. Esa simbiosis de fe y cultura popular, arraigó fuertemente en la juventud de la época. A esa simbiosis le sonaba la desaparecida Iglesia de Todoque. Evocaba que en las plazas de los pueblos donde actuaban se cantaba indistintamente el Credo, Son tus perjúmenes mujer, o El Cristo de Palacagüina. Y ese trabajo comunitario para celebrar la fe, la cultura y el ocio de un barrio popular se vino abajo con el colapso de la torre de la Iglesia. Sin embargo, el espíritu palmero, su determinación y coraje para enfrentarse a las adversidades, así como la perfecta conjunción de voluntades, independientemente de su fe o ideología, volverán a ser capaces de reconstruir su barrio, su plaza, su Iglesia y su Asociación de vecinos. En definitiva, el lugar de encuentro de la comunidad, porque están convencidos que todos juntos son mejores que uno solo.

Pero el destructor volcán parecía querer poner a prueba el carácter palmero, su tesón, perseverancia y tenacidad ante los infortunios de la Naturaleza; aparentaba tener inteligencia para idear la forma de hacer más daño del imprescindible; manifestaba poseer la voluntad de llevar a cabo los más horrendos destrozos posibles. En lugar de seguir un curso sobre sus propias coladas rumbo al mar, evitando así nuevos estragos, se diversificaba en coladas secundarias buscando destruir más casas, más invernaderos, más colegios, más infraestructuras. Pareciera querer horadar el temple de los palmeros y palmeras mediante la perforación de sus más firmes convicciones, de sus inquebrantables esfuerzos por domeñar la Naturaleza, de sus profundas convicciones de ser más fuertes y solidarios ante cualquier circunstancia que se les presentara. No contento con destruir Todoque, la segunda colada que se precipitó sobre la Playa del Charcón se quedaba a escasos metros del mar, para que otro brazo destructor inicie un nuevo recorrido hacia el Mirador del Perdido ralentizando su caída al mar, mientras decide volver a la carga por el polígono industrial del Callejón de la Gata para engullir el campo de futbol, el Spar y penetrar en el corazón del populoso barrio de La Laguna, arrasando su colegio, la gasolinera, empaquetados de plátanos, casas y el trabajo comunal de un pueblo que se había autoconstruido desde el arraigo y la solidaridad de sus vecinos.

Paralelamente, en Puerto Naos, se ponían manos a la obra para lograr potabilizar agua del mar, mezclarla con agua dulce traída por un buque cisterna desde Tazacorte, y bombearla a la balsa de Cuatro Caminos para regar las parcelas que se salvaron de la voracidad del volcán, pero se habían quedado sin la infraestructura necesaria para regar. Todavía el cráter estaba en plena erupción —sin visos de acabar a corto plazo— y ya estaban comenzando la reconstrucción de la zona. ¡No sabe el volcán contra quienes está luchando! La inefable constancia del carácter palmero acabará con la fuerza destructora del volcán convirtiendo su existencia en efímera, por mucho daño que esté causando, por muchas historias que esté truncando, por mucho desastre que quede por ocurrir.  

Recordaba que, coincidiendo con ese viaje, el palmero Ezequiel Perdigón Benítez había compuesto la letra y música de la canción «Isla mía», interpretada por el grupo Los Viejos de Santa Cruz de La Palma. Se le había quedado grabado la sensación de pertenencia a La Palma después de ese primer viaje por el carácter acogedor de sus gentes, por la inmensidad del paisaje, por la paz y tranquilidad que se respiraba y por la peculiar forma de vida de los palmeros y palmeras: en una perfecta simbiosis entre el paisaje y el paisanaje. Acabó entendiendo la añoranza endémica de los palmeros y palmeras por su tierra: «Yo quisiera volver a La Palma»; comprendió la necesidad que tienen de encontrarse con los suyos: «revivir otra vez mi niñez / encontrar el calor de mi gente»; asimiló que la personalidad palmera estaba marcada por su carácter cosmopolita y la nostalgia por su tierra: «Ese mar que me aleja de ti / no consigue que pueda olvidar / que La Palma es la isla mía / donde yo aprendí a soñar». Pero, sobre todo, experimentó la exquisita amabilidad de su trato, la meliflua poesía de su habla, y su sensibilidad y ternura familiar: «Cuando veo una flor / no me puedo olvidar / que una palmera fue / quién me enseñó a amar / quién me enseñó a querer / quién me enseñó a soñar». Y ésta es la enseñanza que ni este volcán ni ninguno de los anteriores, han sabido aprender de los palmeros y palmeras: que por muchas erupciones que haya, por muchos cráteres que afloren, por muchas coladas que deformen su geografía, por muchos deltas que intenten cambiar su forma de corazón, siempre cantarán:

«Esa isla mía
que me vio nacer
la llevo en mi alma
y no la he de perder»

 Ahora más que nunca todos estamos con La Palma. Todos somos La Palma. La Palma es la Isla Bonita. ¡Fuerza La Palma!



sábado, 6 de febrero de 2021

LA LAGUNA TAMBIEN VIVE

FERNANDO

Había nacido en Santa Cruz de La Palma. Su infancia giró alrededor de dos polos: la familia y la religión católica. Fernando se había educado en los valores tradicionales de ambas instituciones. Recordaba con cariño esa etapa de su vida. La añoraba no por lo feliz que era —que lo fue— sino porque en esa época no tuvo que tomar ninguna decisión importante. Todo le venía rodado. Sus ideas, sus convicciones políticas y religiosas, sus amigos y amigas, lo que tenía que estudiar, el futuro que le esperaba. Todo, absolutamente todo, estaba diseñado, preparado y puesto en bandeja por la sociedad que le tocó vivir, por la familia en la que creció y por la religión que practicaba. Y era muy feliz. Claro que entonces no se planteaba las preguntas que décadas después tuvo que responder; las decisiones que tuvo que tomar; las responsabilidades que tuvo que afrontar. Desde la atalaya que construye los años y cimenta la experiencia, miraba hacia atrás en el tiempo. Estaba sentado con su pareja, tomándose el té con pastas de todas las tardes, para luego pasear por La Laguna rumbo a la Ermita de San Diego del Monte, partiendo del Carrera, en la calle Obispo rey Redondo, y recorrer el Callejón de Belén para subir por la Avenida de San Diego. Era el paseo favorito de ambos que, a veces, completaban recorriendo el Camino de Fuente Cañizares hasta enlazar con la Calle Pozo Cabildo, para bajar por la Avenida de la Universidad —su querido Camino Largo— y volver a penetrar en el casco por la Avenida de Silverio Alonso.

En la mesa de al lado, dos chicas habían pedido unos sándwich mixtos con café con leche. Parecían muy felices y charlaban alegremente sobre diversos temas que no acertaba a oír. Una, la que parecía mayor, llevaba la voz cantante. Bea —así la llamaba la que no paraba de hablar— era más joven y callada. Eso sí, se reía mucho y la miraba con ojos tiernos. Cuando su pareja se ausentó para ir al baño —iba a la meadilla, como le gustaba decir— agudizó el oído para escuchar la conversación. No es que Fernando fuera un metomentodo, no. Pero le llamaba la atención la complicidad de las dos chicas y quiso enterarse de lo que se reían.

—¡Vaya cara se le quedó a aquel Don Juan del tres al cuarto! Jajaja… mira que pretender ligar contigo… ¡Y encima en mi presencia! Como si no me hubiera dado cuenta de sus intenciones…

—Reconócelo. A ti lo que te molestó es que se fijara en mí y no en ti. Jajaja —le decía mientras llevaba la taza del café con leche a la boca para no tener que decir otras cosas.

—¿Envidiosa, yo? ¿De un vulgar enamoradizo? ¡Ja! Parece que no me conoces… —Le dijo un poco enojada.

—No mujer. Lo que quiero decir es que estás molesta porque se fijó en mí y te miraba como pidiéndole permiso a mi madre para hablar conmigo. Jajaja… —le espetó sin anestesia.

—¡Siempre con tus bromas sobre mi edad! Tampoco te saco tantos años. Lo que pasa es que tú tienes una cara de niña que engaña a los no avezados en rostros femeninos. —Zanjó la conversación refunfuñando y dándole un buen mordisco despiadado al pobre sándwich.

Su pareja llegó en ese momento, miró con descaro a las dos chicas, se sentó con parsimonia, y le preguntó con curiosidad:

—¿De qué te estas sonriendo?

—¿Yo? ¿Sonriendo? De nada. Cosas tuyas. —Le dijo mostrando indiferencia.

—Vamos, Ferna. Que te conozco. Lo veo en tu cara, en tus ojos. Ya sabes que te conozco mejor que si tu hubiera parido. —Y lo miraba fijamente, a los ojos. Hasta que ambos se reían y se destensaba la situación.

Las chicas seguían a lo suyo y ya no pudo escuchar nada más de lo que hablaban. Ellos también se enzarzaron en una conversación que tenían pendiente acerca de las vacaciones de carnavales. No se ponían de acuerdo sobre el destino del viaje que harían. Los dos eran alérgicos a las carnestolendas y siempre que podían se iban de viaje en esas fechas. Por lo general no les costaba mucho elegir destino. Compartían los mismos gustos en cuestión de viajes, hoteles, países y actividades. Eran muy europeos. En África no se les había perdido nada; Norteamérica les parecía muy snob; un año fueron a Chile por insistencia de Fernando y juraron no volver más por el cono sur de ese continente; Asia les daba reparos sanitarios; Australia les seducía, pero era un viaje tan largo y había que hacer tantas paradas de varios días en cada sitio que los echaba para atrás. Al final sólo quedaba Europa, pero la Europa que terminaba en Los Pirineos. Habían viajado por casi todo el continente, pero desconocían en su mayor parte la Península Ibérica.

—No seas pesado. No pienso transigir en esa idea tan peregrina. A mí no se me ha perdido nada en Andalucía. Y menos en Carnavales. ¡Nos vamos de Guatemala huyendo de los carnavales y nos metemos en Guatepeor para aguantar chirigotas! —Le dijo sin miramientos a Fernando.

—Vale. Sé que tienes razón. Pero siempre habrá algún sitio donde nos podamos refugiar de la vorágine desaforada de tanta manifestación bullangera. Es que no me apetece un viaje largo. Son pocos días y no quiero pasar la mitad en los aeropuertos.

—Si, en eso llevas razón. Ya sabes que odió las esperas en esas terminales tan impersonales. Y que si no fuera por ti me perdería en todos los viajes. ¿Te acuerdas cuando nos pusimos en cola para Hong Kong creyendo que íbamos para Suecia? Jajaja…

—¿Qué si me acuerdo? Eso me pasó por fiarme de ti. Mira que insististe e insististe en que confiara en ti. En que te habías fijado bien en los paneles. En que era hora que te dejara tomar decisiones en las terminales. En que la confianza se demostraba en cosas pequeñas como esa… ¡Menos mal que la azafata de tierra fue muy comprensible y nos permitió embarcar a pesar de estar el vuelo cerrado!… ¿Y el viaje que me diste hasta Estocolmo?... ¡Todo el trayecto de morros porque yo estaba ligando con aquella belleza rubia de ojos azules de la Scandinavian Airlines!... A la que sólo le había pedido un gin tonic. ¡Como para no acordarme!

—¡Jo, Ferna! Siempre te acuerdas de las minucias. De anécdotas sin importancia. ¿Pero qué me dices lo bien que lo pasamos? ¿Ya no te acuerdas del crucero que hicimos por el archipiélago de Estocolmo? A ver, ¿quién fue el que se puso celoso de aquel capitán tan apuesto, alto, rubio, de ojos azules y bigote dorado que, según tú, yo no hacía sino mirarlo? ¡Eh! De eso no te acuerdas. Menos mal que después de la suculenta cena a bordo pasamos una de las mejores noches que recuerdo entre botellas de champan en aquella habitación del hotel con vistas.

—Si. Tienes razón. ¿Te acuerdas del miedo que llevabas en el cuerpo cuando hicimos la excursión nocturna para conocer los fantasmas de Estocolmo?... Jajaja… Te agarrabas a mí con tanta fuerza, mientras seguíamos la luz del farol de aquel guía por las calles y callejones adoquinados, escuchando historias de fantasmas, asesinatos y horror mientras me destrozabas el brazo. ¡Vaya cara de terror que llevabas!

—¡Ves lo que te digo! ¡Siempre te acuerdas de las anécdotas sin importancia! —le respondió con voz de pocos amigos— ¡Por qué no hablas del fantasma que se te apareció en la habitación del hotel! … y lo bien que lo pasaste corriendo detrás de él para desnudarlo y poseerlo como si el fantasma fueras tú. ¿No te acuerdas?

—¡Jajaja! —Comenzaron a reírse recordando el esperpento que habían armado en la habitación del hotel y las llamadas telefónicas recibidas desde la recepción por las quejas de los huéspedes quejándose de los gritos, los gemidos y las risas. Las mismas que en ese momento estaban produciendo y que hacía volver la cabeza a medio establecimiento. De manera especial a las dos chicas que estaban sentadas a su lado.

—Anda, vete pagando la cuenta mientras voy al baño. Ya basta de hacer el ridículo con tantas risas —le comentó mientras se alejaba sin dejar de mirar a las dos chicas.

 

BEATRIZ

Natural del norte de Tenerife, de Tigaiga, un barrio de Los Realejos, Beatriz había estudiado magisterio y daba clases de educación física en un colegio público de La Laguna. Tenía un cuerpo escultural y siempre vestía de manera informal, acostumbrada como estaba a pasarse las mañanas en chándal y tenis. Era de mediana estatura, de ojos vivaces, melena larga y labios carnosos. De natural tranquilo, acostumbraba a estar callada y pasar desapercibida si no fuera por sus prominentes pechos. De pequeña había sido catequista en la parroquia de su pueblo. Por su timidez y la asiduidad con la que frecuentaba la iglesia, los que la conocían le auguraban una larga carrera de monja. Ella misma llegó a creérselo y soñaba con tomar los hábitos, hasta que en segundo de carrera conoció a Andrea en el colegio mayor de monjas donde vivían.

Andrea estudiaba enfermería y había venido de La Gomera, de Vallehermoso. Mas preocupada por vivir la vida y aprovechar el tiempo de estudiante, convencida que nunca se volvería a repetir, repetía los cursos como quien repite una salsa de ajos con pimienta roja. Era unos cuatro o cinco años mayor que Beatriz. Hablaba hasta por los codos y era alegre y risueña, todo lo contrario que su compañera de cuarto. Tenía el pelo corto, y su tez morena. Sus ojos negros y su enorme boca de sensuales labios, resaltaban la blanca dentadura que a todos encantaba. Beatriz quedó prendada de ella nada más verla: era la chica que le hubiera gustado ser.

Sin embargo, Andrea se llevó un disgusto cuando la conoció. Callada, discreta, insignificante, vestida como una monja. Incluso pensó que era una novicia que las monjas le habían puesto para espiarla. Desde el primer momento trazó un plan para aburrirla y amargarla. Se metería con ella, la ningunearía y la haría sentir incómoda en su presencia. Y por supuesto, no la invitaría a salir ni le presentaría a ninguna de sus amistades. Una cosa tenía la condenada a su favor: era guapa y tenía unos pechos prometedores. ¡Lástima que se quisiera meter a monja!

El primer trimestre pasó sin pena ni gloria. Andrea pasando olímpicamente de ella y viviendo al margen de la facultad. Beatriz, en cambio era una aplicada alumna y sentía admiración por aquella compañera de cuarto a la que todo el mundo quería. Todo el mundo menos las monjas, que no hacían sino reprocharle su conducta poco edificante. Todo cambió cuando la cogieron saltando por la ventana para escarpase con unas amigas al Búho. Las monjas citaron a sus padres que se desplazaron desde la isla colombina, para comunicarles la expulsión de la residencia de su hija, Era la enésima falta grave que cometía y no estaban por la labor de soportarla ni un minuto más. Pero no contaban con que la testigo principal, su compañera de cuarto, desmintiera que se estaba fugando para irse de juerga. Afirmó que lo que hacía era ir a la farmacia a comprarle unas pastillas para mitigar sus dolorosas reglas. Y que lo hacía por la ventana porque las monjas tenían todo cerrado y no atendían a las necesidades dolorosas de su menstruación. No les quedó más remedio que aguantarlas todo el curso. Pero al año siguiente no las admitieron.

En los carnavales del segundo trimestre ya eran amigas inseparables. Beatriz la había idealizado hasta el punto de querer ser como ella: alegre, divertida, sociable, guapa, sensual. Por su parte, Andrea la miraba con ojos golositos. No olvidaba que la había salvado de la expulsión y, sobre todo, de la ira de sus padres si se hubiera consumado; por si fuera poco, aquellos turgentes pechos y su cara de ángel la tenían enamorada. En las carnestolendas de aquel curso se disfrazaron de mujeres fatales y Andrea se aprovechó de su papel para iniciarla en el arte de la seducción. Fingiendo ser parejas del Vodevil, Andrea la beso en la boca mientras bailaban en la Plaza del Príncipe con un cubata en las manos. Beatriz se lo tomó como parte de la representación carnavalera y no le dio mayor importancia. Se abrazaban y se estrujaban entre sí, bebían del mismo vaso y compartían los perritos calientes. Los pezones de sus turgentes pechos se enardecían cuando Andrea la abrazaba y estaba un poco desconcertada por aquellos sentimientos, sin duda pecaminosos, que le recorrían todo el cuerpo.

Durante el último trimestre, las manifestaciones amorosas y cariñosas de Andrea se sucedieron. Incluso alguna vez entraba en el baño mientras Beatriz se duchaba alegando que tenía mucha prisa y no podía esperar a que ella acabara. A ella no le importaba, es más le gustaba verla desnuda, tenerla tan cerca, rozar sus pechos contra la piel enjabonada de Andrea. Pero no quería ir más allá. Pensaba que eran sentimientos normales entre personas que vivían juntas y que se querían. Andrea, por su parte, no quería adelantar acontecimientos ni darse mucha prisa en declararle su amor. Temía que no estuviera preparada y se espantara, aunque estaba convencida de su homosexualidad.

Al acabar el curso, los padres de Andrea la invitaron a pasar un mes en su casa de Vallehermoso. Fue un mes mágico para ella. Por primera vez salía de su pueblo sin que fuera para estudiar. Tenía todo el mes para estar con Andrea lejos de los dimes y diretes que tan acostumbrada estaba en su pueblo.  Dormían en la misma habitación en camas separadas. En la otra habitación vivía el hermano menor que en cuanto la vio se enamoró de ella. Los padres tenían la alcoba al fondo de la casa, junto al baño grande y enfrente de la cocina. Era una casa de una planta rodeada por un jardín en el que las flores se mezclaban con los árboles frutales. En Tamargada, un barrio cerca del pueblo en dirección a San Sebastián, tenían otra casa más pequeña de dos habitaciones donde tenían las tierras de labor.

Bea, como la llamaban en la familia, se sentía muy cómoda entre ellos. Disfrutó mucho durante las cuatro semanas que convivieron. Su carácter afable, su sonrisa franca y su natural cariñoso conquistaron, no sólo a la familia de Andrea sino a todas las personas con las que se relacionó. Dos amores aparecieron en su vida en ese corto espacio de tiempo: Andrea y su hermano. Rubén, que así se llamaba el hermano, se le había declarado en Tamargada, detrás de unas palmeras, mientras la abrazaba por detrás y le acariciaba los pechos. Ella, colorada como un tomate, se giró sorprendida, momento que aprovechó Rubén para besarla con pasión. No podía decir que no le gustó. Rubén era muy guapo. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y se dispuso a llegar hasta el final si él se lo hubiese pedido. Pero lo único que le pidió fue ser su novio.

—Me coges por sorpresa. Tan sólo hace unos días que nos conocemos. Me gustas, pero será mejor que vayamos despacito. —le dijo con una entereza desconocida hasta ahora para ella.

No le dijo nada a Andrea. Estaba confundida. Tenía sentimientos encontrados. Durante todo el día no hacía sino pensar en lo que había pasado en Tamargada. Y le gustaba. Era tan transparente que el resto de la familia, especialmente Andrea, se preocuparon.

—¿Qué te pasa, Bea? ¿No te sientes a gusto? ¿Lo estás pasando mal? ¿Quieres irte a Tenerife?

—¡Noooo! Que va. Lo estoy pasando de maravilla. ¡Me encanta tu familia y me encanta Vallehermoso! Es que me vino la regla y ya sabes…

Aquella noche no pegó ojo. El beso, el abrazo, las manos de Rubén en sus pechos, la declaración del noviazgo, el idílico escenario de Tamargada, el escalofrío que le recorrió el cuerpo y que le volvía repetida e insistentemente cada vez que lo recordaba, la tenían desvelada dando vueltas y vueltas sobre la cama. Además, había un sentimiento que la desasosegaba mucho más. Recordaba con muchísima más vehemencia el beso que Andrea le dio en los carnavales que el de Rubén; se excitaba mucho más recordando sus pechos rozando la piel enjabonada de Andrea en la ducha que los tocamientos de Rubén; le gustaba más estar con Andrea y pensar en ella que con su hermano.

Al día siguiente, le propuso a Andrea pasar el día, ellas dos solas, en Tamargada. Andrea vio los cielos abiertos y la abrazó con tanta fuerza que casi la dejó sin respiración. Cuando lo dijo, mientras desayunaban, al resto de la familia, Rubén se apuntó de inmediato.

—No, Rubén. Esta vez iremos nosotras solas. Queremos pasar un día de chicas. Como cuando íbamos las chicas del grupo y lo pasábamos pipas. Tú te aburrirías con nuestras conversaciones de mujeres… Ja, ja, ja…

—No. Insisto. Ustedes van a lo suyo. Yo no las voy a molestar. Pero necesitan tener a un hombre cerca…

—Pero ¡qué dices! Ja, ja, ja… —Intervino la madre—. ¡Anda que menudo hombre las va a proteger!… Además, hoy tienes que ayudar a tu padre, en el jardín. Ustedes vayan a Tamargada —se dirigió a las chicas— y si se quieren quedar a dormir me lo dicen para estar tranquila. Ahora les preparo algo de comer para que no tengan que estar cocinando. Y aprovechen el día tan luminoso que ha amanecido.

Andrea no cabía dentro de sí de lo contenta que se hallaba. Estaba intrigada por la repentina petición de Bea, pero era mayor la alegría de poder estar a solas con ella. Prepararon todo lo que iban a llevar y se fueron en el coche de su padre. Una vez que llegaron y dispusieron todo para pasar el día, y quizás la noche, salieron al porche de la casa desde la que se dominaba una idílica vista de las laderas de Tamargada cuajada de palmeras. Andrea le cogió la mano y Bea la miró con agrado. Inusitadamente, Bea se abalanzó sobre ella y la beso con tanta pasión que la tiró para atrás. Comenzaron a reírse al verse en el suelo, y aprovechando la posición horizontal en la que se encontraban, empezaron a meterse mano con tantas ganas y con tantas prisas, que parecían dos inexpertas adolescentes buscando sin saber muy bien dónde estaba la isla del tesoro. Andrea sorprendida, la agarró por la cara, la miró fijamente, la beso con cariño, y le dijo con voz dulce y convincente:

—Ven. Vamos adentro.

Se levantaron apoyándose la una en la otra. Entraron en la casa y se dirigieron a la habitación de sus padres porque tenían una cama de matrimonio. Se desvistieron despacito, mientras crecía a raudales el deseo. Desnudas, una frente a la otra, se abrazaron y se recorrieron con las manos inspeccionando los cuerpos que ya conocían de memoria. Piel con piel, sintieron el mayor placer que habían experimentado jamás. Se acostaron y comenzaron a quererse, a desearse, a apetecerse, a amarse, a enamorarse. Lujuriosamente, descubrieron todos los deseos sexuales que tenían escondidos; con impudicia, se comieron sus oscuros objetos del deseo; con voluptuosidad, satisficieron todos los placeres de los sentidos; con sensualidad, se gustaron mutuamente hasta el paroxismo.  

 

ÍÑIGO

Cuando Fernando salió del baño se encontró con Íñigo hablando con unos amigos en común, Nuria y Matías.

—¡Hola! ¿Cómo están? —Se dieron dos besos.

—Bien. Bien —contestó Nuria— Ya Íñigo nos dijo que se machaban a dar el paseo diario. Qué pena no haber venido antes. Tenemos que quedar para comer.

—Y después jugar una partida al ajedrez. ¡Te recuerdo que me debes la revancha! —le dijo Matías a Iñigo, mientras se despedían.

—Descuida —respondió Íñigo— Y tú sales con blancas.

Mientras realizaban la liturgia de la despedida, Fernando miró de reojo a las dos chicas de la mesa de al lado que, con las manos cogidas sobre la mesa, se miraban sin pestañear augurando un desenlace carnal lleno de amor y cariño. Celoso de semejante cuadro cogió de la mano a Íñigo y no lo soltó hasta que estuvieron a la altura del Teatro Leal.

—¡Vaya parece que ya pasó el peligro! ¿no? —le dijo con ironía a Fernando.

—¿Cómo dices?

—Que en cuanto viste que estaba hablando con Nuria, te entraron los celos de siempre y me cogiste de la mano, marcando el territorio. Como diciendo, este chico es mío. Así que no se te ocurra flirtear con él. ¿Es que no vas a cambiar? ¿No te he dado ya muestras de sobra que al que quiero es a ti? ¿No estás convencido que lo mío con Nuria es pasado, fruto de las circunstancias, de las convenciones sociales?

—Ja, ja, ja… No es por eso bobito por lo que te cogí de la mano. Fue por un deseo irrefrenable de tenerte, de poseerte. ¿Te acuerdas de las dos chicas que estaban en la mesa de al lado?

—Si, claro. Había una, la que no hablaba, que no hacía sino mirarte. Y tú a ella —le dijo con ironía.

—¡Vaya! Y el celoso soy yo, ¿no?... No la miraba con esas intenciones. Las miraba porque me recordaban a nosotros, pero en versión femenina. Y cuando nos íbamos, me percaté que estaban cogidas de las manos, mirándose fijamente a los ojos, comiéndose con la mirada, augurando una velada lujuriosa llena de carnalidad en cuanto llegaran a su casa. Y sentí celos, envidia, pelusa de un amor tan necesitado de poseerse. Por eso te cogí de la mano, porque yo también estoy necesitado de ti. —Allí mismo, en mitad de la calle de La Carrera, delante de la dulcería La Princesa, se fundieron en un beso con sabor a chocolate caliente.

Íñigo, había conocido a Fernando en la iglesia de San José de Santa Cruz de Tenerife. Por aquel entonces, estaba estudiando medicina y salía con Nuria, la hija de unos buenos amigos de sus padres. Aquel domingo se celebraba el Día del Seminario, y como todos los domingos iba con sus padres y su novia a misa de once. Fernando que iba para cura, estaba en el cuarto curso de Institucionales, por lo que le faltaban sólo dos para ordenarse sacerdote. En cuanto lo vio salir al altar acompañando al presbítero, los ojos se le salieron de las órbitas. Le pareció la criatura más hermosa que jamás había visto. Revestido con sotana y roquete, parecía un querubín. Se puso tan nervioso que las manos se le enfriaron y comenzó a temblar.

—Este domingo la iglesia celebra el Día del Seminario, por lo que, como todos los años, los seminaristas salen a predicar por las parroquias de la diócesis para hacerse visibles y pedir por las vocaciones sacerdotales. Este año tenemos entre nosotros a Fernando, un seminarista de La Palma que está en cuarto curso y al que, dentro de dos años, si Dios quiere, lo veremos ordenado sacerdote. —Comenzó diciendo el cura mientras iniciaba la misa de once.

Ese día no se enteró de la celebración. Sólo tenía ojos para aquel seminarista guapo que estaba hablando desde el ambón. Tampoco se percató de lo que estaba predicando. Poco le importaba lo que dijera. Lo que realmente le interesaba era aquella divinidad revestida como los ángeles que de vez en cuando se fijaba en él. Eso le puso más nervioso. ¿Realmente se fijaba en él o hacía un barrido con la vista por toda la iglesia? Al final de la misa, sus padres fueron a la sacristía para saludar al párroco como todos los domingos. Él los acompañó, sobre todo por ver al seminarista. En la conversación, salió que Fernando tenía que subir al seminario después de la misa de doce. Ni corto ni perezoso se ofreció a subirlo en su coche. Sus padres aplaudieron la idea y Fernando intento rehusarlo por vergüenza, pero ante la insistencia de Íñigo y sus padres, aceptó el ofrecimiento. ¡Por primera vez en su vida, Íñigo, se tragó dos misas seguidas!

Una vez que terminó de predicar y se despidió del párroco, Fernando se fue con Íñigo hasta su casa para coger el coche. Al principio las conversaciones eran auténticos monosílabos. Poco a poco, se fueron soltando y cogieron confianza. Mientras subían para La Laguna ya estaban más distendidos y entraron en confianza. Antes de dirigirse al seminario le propuso tomar un aperitivo. Inmediatamente, aceptó la invitación y fueron al Carrera. Lo pasaron tan bien y estaban tan a gusto que decidieron ir a almorzar. Cogieron el coche y bajaron a la Punta a comerse un pescadito. A las ocho de la noche lo dejó en la puerta del seminario con la promesa de volverse a ver.

Íñigo pasó la semana pensando en Fernando y en Nuria. El primero le gustaba y lo necesitaba; a Nuria, que nunca le había gustado, ya no la necesitaba. Cada vez que lo pensaba se sentía un miserable por haberla utilizado para ocultar su homosexualidad y tener contentos a sus padres. Pensó en hablar con ella y contárselo todo a pesar de que no sabía si Fernando lo querría y aceptaría su condición de homosexual dejando el seminario. Después de darle muchas vueltas y valorar los pros y los contras de su decisión, determinó hablar con Nuria y contárselo todo. Luego ya vería como conquistar a Fernando. Pero no podía seguir engañando a Nuria, ni a sus padres, ni a él mismo.

—Verás, Nuria. Tengo que contarte algo que probablemente no te vaya a gustar. Soy homosexual. Siempre lo he sabido. Si accedí a salir contigo fue por cobardía, para disimular mi condición, y para tener contentos a mis padres. Yo… —Nuria lo cortó poniéndole la mano en la boca. Y le dijo:

—Lo sé. Siempre lo he sabido. Pero me engañaba a mí misma pensando que podría cambiarte. Que mi amor te apartaría de esa tendencia homosexual. Tú me gustas mucho. Siempre me gustaste. Desde pequeña soñaba contigo. ¿Te acuerdas cuando nuestros padres nos llevaron aquel verano a Gran Canaria? Desde ese viaje me enamoré perdidamente de ti. Con el paso del tiempo, y a pesar de lo amable y solícito que siempre fuiste conmigo, fui descubriendo que entre nosotros había una barrera. Y no era falta de cariño, ni desplantes o desprecios. No entendía lo que era porque yo te seguía queriendo cada día más. Y tú seguías siendo el chico encantador, solícito y considerado del que me había enamorado. Hasta que un día, sentados en la terraza del Náutico, un chico guapísimo se paseaba por la piscina luciendo su escultural cuerpo —reconozco que hasta a mí me cautivo su belleza— y tu mirada se fue detrás de él, tus ojos comenzaron a brillar como nunca te los había visto, ni siquiera la primera vez que hicimos el amor. En ese momento comprendí que no eras para mí. Que nunca me darías lo que yo necesitaba. Que tendría tu cuerpo, pero nunca tu alma. Y fui cobarde, muy cobarde, porque te amaba. Y decidí ignorar que tu homosexualidad te haría un desgraciado a mi lado. Perdóname, querido. Perdóname tú a mí por tenerte atado a mi lado por puro egoísmo, para disfrutarte, aunque tu no fueras feliz. Por aprovecharme de tu debilidad para salir del armario y tenerte encerrado dentro de él para mi goce y disfrute. —Y comenzó a llorar. Se abrazaron y lloraron juntos a moco tendido.

Después de sincerarse, juraron que nunca se enfadarían, que serían amigos eternamente. Que sea lo que fuere lo que la vida les tenía preparados, siempre, siempre, se seguirían queriendo, respetándose y deseándose lo mejor el uno para el otro. Luego los dos juntos hablaron con los padres respectivos y les comunicaron la noticia de su separación y los motivos que la produjeron. La presencia de ambos, alivió bastante la angustia de sus padres que con el paso del tiempo lo fueron asumiendo.

El siguiente paso fue llamar a Fernando para invitarlo a cenar. Tenía que ser un sábado ya que el fin de semana le daban permiso en el seminario para salir. Quedaron a las seis de la tarde. Lo recogió en su coche y fueron a cenar a un restaurante italiano en el Puerto de la Cruz. Mientras iban de camino le comunicó que lo había dejado con Nuria. Fernando no mostró mayor sorpresa que la que indicaba la buena educación. Incluso creyó ver que se alegraba de ello. Ya en el restaurante, mientras degustaban unos raviolis de pera y gorgonzola con salsa de nueces, le comunicó que era gay. Fernando no pareció sorprenderse. Se lo tomó con mucha naturalidad. Desconcertado, Íñigo le dijo:

—¿No me vas a decir nada? Que soy un pecador, por ejemplo. Que no tenía que haberlo dejado con Nuria. Que me puedo condenar. Que no debo vivir en pecado. O qué se yo, algún discurso de esos que a los curas tanto les gusta para tener atemorizado al personal.

—No te negaré que me gustó que rompieras con Nuria. Por ella, que no se merecía vivir en una mentira, y por mí, porque tú me gustas mucho.

Íñigo se quedó de una pieza. El tenedor se le cayó de las manos haciendo un estruendo enorme. No salía de su asombro. Pasó en un instante de la perplejidad a la euforia. Cogió la copa de vino y se la bebió de un trago, mientras miraba con incredulidad y alborozo a Fernando. 

—Pero no te equivoques. Eso no quiere decir que vayamos a tener nada juntos. Que yo sea homosexual, no cambia nada. Que me gustes mucho, no cambia nada. Lo importante es mi vocación y mi fidelidad Dios. —Íñigo no salía de su asombro. No daba crédito a lo que estaba oyendo— Imagínate que yo no fuera gay, que me gustaran las mujeres, como al resto de los sacerdotes. Ellos han renunciado a una mujer. Pues yo renunciaré a ti. Ahí radica el valor de la vocación, en renunciar a una persona en concreto para dedicarse a todas las demás.

—Pero, ¿tú te estas oyendo? —Cogió la botella de vino se sirvió una copa y se la bebió del tirón— Reconoces que eres gay, que estás enamorado de mí, pero decides seguir con tu Dios. ¡Y te quedas tan pancho! Pero si hace un momento te alegrabas por Nuria porque no se merecía que yo estuviera con ella cuando estaba enamorado de ti. ¡Pues aplícate el cuento! ¿Crees que tu Dios estará contento con que sigas con Él, cuando en realidad estás enamorado de mí? De suyo, lo que deberías hacer es lo que yo hice con Nuria. Hablar con Él y pedirle perdón por haberle mentido ya que estás enamorado de otro. Para tu información, Nuria no sólo lo aceptó, sino que me pidió perdón porque ya lo sabía y, sin embargo, nunca hizo nada por dejarme para así poder tenerme y disfrutarme a pesar de que sabía que nunca la correspondería como se merece y me haría muy desgraciado. Pues tu Dios, que todo lo sabe, seguro que también reaccionará como Nuria, y te pedirá perdón por no dejarte libre para que puedas ser feliz con la persona que amas. —Cogió la servilleta y se secó las lágrimas que comenzaban a resbalarle por la cara.

Fernando le cogió la mano apretándosela fuertemente mientras todo el cuerpo le temblaba. Eran muchas emociones para él. No esperaba tanta sinceridad, ni tantos sentimientos, ni tanta crudeza en los argumentos. Lo quería mucho, y verlo llorar, lo desarmó completamente. Pero a su vez, su compromiso con Dios, su fidelidad a la vocación y su fe, lo hacían dudar. Estuvieron un rato callados, mirándose, embebiéndose de los sentimientos del otro, comprendiéndose. El apetito se les quitó de golpe. Llamaron al camarero, se disculparon por no querer postre y por la rapidez con que les pedían la cuenta. Pagaron y se fueron caminado por la avenida. Al rato se cogieron de la mano y siguieron caminando hasta que no aguantaron más y se fundieron en un beso. Al acabar el curso ya eran pareja.

 

MATÍAS

Cuando Nuria acabó el Grado en Derecho, comenzó a preparar las Oposiciones para Registrador de la Propiedad. En el reducido grupo que se conformó al respecto, conoció a Matías. El primer año de unas oposiciones tan duras, se dedicaron a preparar los temas y a coger el ritmo para cantarlos. Al final de ese año, estrecharon la amistad que habían ido desarrollando durante el curso, y en el segundo año de oposiciones, ya eran novios. De vez en cuando, Nuria e Íñigo, se veían para tomar algo, y en ocasiones, solían ir al Auditorio. En una de esas salidas —en la cartelera anunciaban La flauta mágica—, se conocieron Íñigo y Matías. Se cayeron bien. Coincidían en su pasión por el ajedrez y en ser el novio de Nuria, aunque en épocas diferentes. Nuria seguía enamorada de Íñigo, aunque cada vez estaba más acostumbrada a Matías. Íñigo lo sabía, y alguna vez le dijo a Nuria que sería mejor que no se vieran con tanta frecuencia. Que no quería ser un obstáculo para su relación con Matías. Pero ella se había negado en redondo. Decía que lo necesitaba para poder estar con Matías. Que lo quería mucho y era muy buena persona y se portaba muy bien con ella. Pero necesitaba tiempo para ir olvidándolo poco a poco sin apartarlo drásticamente de su vida. Que estaba segura que en la medida que lo fuera olvidando, crecería el amor por Matías. Por eso seguían viéndose con relativa asiduidad.

Matías supo desde el primer instante que oyó hablar de Íñigo, que había sido el novio de Nuria. Cada vez que oía hablar de él se ponía incómodo. Si la que hablaba de Íñigo, era Nuria, la incomodidad se convertía en celos. Pero una vez que lo conoció en el Auditorio y lo trató en la cena posterior, sus celos decayeron. Comprobó de primera mano que Íñigo no sentía nada por Nuria. Le fascinó su apostura. Le pareció muy educado y elegante. Con Nuria era muy considerado y con él muy deferente. Cuando descubrió que compartían la pasión por el ajedrez, dejó de pensar en él como un competidor para su relación con Nuria y trasladó la rivalidad al tablero de ajedrez.

La primera vez que se acostó con Nuria —ya había oído hablar de Íñigo— sintió que ella se lo estaba follando mientras hacía el amor con Íñigo. Pasaron varios días sin que se atreviera a hablarlo. Una noche, de paseo por las Teresitas, descalzos sobre la arena y cogidos por las manos, se atrevió a preguntarle:

—¿Todavía estas enamorada de ese Íñigo?

—¿De verdad me haces esa pregunta ahora? Con esta luna llena que parece que va a comernos, con este mar en calma tentándonos al baño, con esta arena masajeándonos los pies… ¿De verdad estás pensando en eso?... ¡Mira que eres bobo!

Lo agarró por la cintura, lo atrajo hacía si, lo beso con lujuria invadiéndolo con su lengua, y comenzó a desnudarlo con tanta avidez que cayeron al suelo. Dejaron sus ropas en la arena y se fueron corriendo hasta el agua. Entraron chapoteando y mojándose mutuamente. El agua estaba fría, a la temperatura pertinente para apaciguar los ardores sensuales que traían consigo. Nadaron, se abrasaron, se comieron a besos y salieron corriendo para coger las ropas que habían abandonado al pie de una palmera. Tiritando de frío se fueron al coche que tenían aparcado debajo de un Flamboyán. Se secaron entre besos y abrazos. Hicieron el amor a la luz de la luna que se asomaba, curiosa, por la luna trasera. Matías disfrutó como nunca sintiéndose el dueño de su amor. Repitieron y repitieron hasta quedar exánimes sobre el asiento trasero del Rav4. Por el techo panorámico del todoterreno, la luna alcanzaba su cenit y observaba indiscreta. Matías, satisfecho, la contemplaba embelesado. Nuria, la observaba con sentimientos encontrados: complacida por el creciente amor de Matías y melancólica porque el recuerdo de Íñigo se iba desdibujando poco a poco.

Desde esa noche y la posterior del Auditorio, Matías, nunca más sintió celos de Íñigo. Se convirtieron en compañeros y rivales del ajedrez. Por su parte, Nuria, nunca sintió celos de Fernando. Lo vio como una extensión de su amor, de su cariño, del cuidado que siempre quiso prodigar a Íñigo. Le gustaba verse en él. Se lo imaginaba prodigándole toda clase de cariño, protección, amparo y dedicación. Lo quiso mucho y bien. Los cuatro lograron ser buenos amigos, aunque nunca hablaron de ello.

 

LA LAGUNA

Esa noche, la Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia Ciudad de San Cristóbal de La Laguna, Patrimonio de la Humanidad, cuya bandera de color morado con el escudo heráldico al centro, es una declaración de intenciones de ciudad abierta y acogedora, tolerante y respetuosa, dormía complacida.

Fernando e Íñigo, degustaban un Ribera del Duero sentados en la terraza del ático donde vivían, después de hacer el amor impelidos por el cariño que no dejaba de crecer desde que eran pareja.

Beatriz y Andrea, desnudas y ahítas de placer sobre la amplia cama de agua de su habitación, se ponían moradas de espaguetis a la boloñesa que un Glovo les había traído, mientras brindaban con unos botellines de cerveza 1906, reserva especial.

Nuria y Matías, en el jacuzzi de su casa nueva, disfrutaban mutuamente de una mezcla de masaje tantra y masaje erótico que habían aprendido en unos de sus viajes a Madrid. En medio de sales aromáticas, espumas sedosas que suavizaban la piel y perfumaban los cuerpos con delicadeza, con un ligero toque de lirios del valle, y una botella de Dom Perignon, disfrutaban del fin de semana que acababa de comenzar.




martes, 2 de febrero de 2021

EL ALPENDRE

 —Din, don, din, don… Último aviso a los señores pasajeros del vuelo 1703 de la compañía Lufthansa con destino Leverkusen. Embarquen urgentemente por la puerta número veinticuatro. Last notice to the passengers of Lufthansa flight 1703 to Leverkusen. Urgently board through gate number twenty-four,

Apesadumbrado apuró la copa de vino que saboreaba con nostalgia. Miró a su alrededor y observó el nerviosismo de la gente apurándose para dirigirse a la puerta veinticuatro. Pausadamente, como esperando que ella apareciese con su melena caoba al viento, recogió el bolso de mano, se incorporó, apretó la mandíbula y se dirigió resignado a la puerta que lo volvería a separar de ella. Con los ojos rallados volvió, por última vez, la vista atrás. Ella no había venido. Convencido de su soledad siguió adelante y atravesó, cabizbajo, la puerta veinticuatro.

Mientras subía al Airbus A330-200 de la compañía alemana, sintió la imperiosa necesidad de mirar atrás. Por un momento la vio corriendo, con su melena caoba al viento, pugnando por coger el avión.

—Siga, por favor. —Le sugería la voz de la azafata que lo esperaba con la sonrisa puesta en la puerta del avión.

Resignado, subió los últimos peldaños de la escalera que los separaba definitivamente de ella. Se dirigió al puesto que le habían asignado en primera clase. Abrió el bolso de mano, sacó un libro de la poetisa canaria Tina Suárez Rojas que metió en la faltriquera del asiento delantero bajo la mesa plegable, lo colocó en lo alto del compartimento y se acomodó en el asiento de ventanilla. Hizo un último acto de fe y se pegó al cristal intentando adivinarla, con su melena caoba al viento, corriendo por la pista rumbo al avión. Los ojos, rallados, se le iban a salir de las órbitas. Por más que miraba y miraba no lograba verla correr, con su melena caoba al viento, levantando los brazos, gritando desesperadamente que la esperaran, que ya había llegado.

—Buenos noches señores pasajeros. El comandante Fischer y todos nosotros les damos las gracias por elegir este vuelo de la compañía Lufthansa con destino Leverkusen. La duración estimada del vuelo será de cinco horas. Por motivos de seguridad y para evitar interferencias con los instrumentos de vuelo, les recordamos que los teléfonos móviles deberán permanecer desconectados desde el cierre de puertas y hasta su apertura en el aeropuerto de destino. Los dispositivos electrónicos portátiles podrán utilizarse cuando se apague la señal luminosa de cinturones, previa consulta a la tripulación. Les rogamos guarden todo su equipaje de mano en los compartimentos superiores o debajo del asiento delantero, dejando despejados el pasillo y las salidas de emergencia. Ahora por favor, abróchense el cinturón de seguridad, mantengan el respaldo de su asiento en posición vertical y su mesita plegada. Les recordamos que no está permitido fumar en el avión. Gracias por su atención y feliz vuelo.

La voz de la azafata lo devolvió a la cruda realidad. Definitivamente estaba sólo. Ella no había aparecido. Por segunda vez, se iba a alejar —quizás para siempre— de ella. Y no habría vuelta atrás. Mientras el avión se dirigía, por la pista de rodadura, hacia la cabecera de la segunda pista para despegar, reclinó resignado, la cabeza en el asiento. Cerró los ojos que se le inundaron de las lágrimas que no lloró y apretó las manos en un intento de agarrarse a la tierra en la que ella se quedaba.

—Tripulación. Despegue inmediato. —Se oyó entrecortadamente la voz del comandante.

Mientras el Airbus A330-200 corría desesperadamente por la segunda pista del Aeropuerto Internacional de Gran Canaria, luchando contra la fuerza de gravedad para alejarse de la tierra, él pugnaba por frenarlo tirando hacia abajo con todas las fuerzas de que era capaz, en un vano intento de quedarse con ella. Pero por más que empujara hacia abajo, más subía el avión. Un crujido metálico indicaba que, la parte del aparato que había tocado la tierra donde ella se había quedado, las ruedas, se habían replegado haciendo irremediable la separación definitiva. Inusitadamente unas lágrimas resbalaron por sus mejillas. Cerró los ojos, se secó las lágrimas y comenzó a darse cuenta que ya no la vería más.

Esteban era un alto ejecutivo de una famosa compañía farmacéutica. Había emigrado a Alemania al terminar la licenciatura. Le habían ofrecido un trabajo en la compañía alemana. Con el paso de los años se había granjeado el respeto de sus superiores por la capacidad de trabajo y la empatía con sus compañeros de trabajo logrando un equipo cohesionado. Había conseguido subir en el escalafón de la empresa hasta convertirse en un alto ejecutivo. Concretamente era el Consejero Delegado de la compañía para España. Cuando salió de Canarias era un joven prometedor con una futuro halagüeño en el sector farmacéutico. Se había dedicado en cuerpo y alma a su trabajo y había descuidado las relaciones sentimentales. Había tenido algún que otro amorío sin más trascendencia, pero nunca había cuajado en nada serio.

Pero lo de Liz era diferente. Apenas la conocía. Y sin embargo se habían acostado en la misma cama cuando eran unos críos. Había regresado a Gran Canaria para el entierro de su abuelo. Por su condición de alto ejecutivo le concedieron los días que fueran necesarios para despedirse de él y pasar una temporada con su familia. Llegó el mismo día del entierro y fue directamente a la iglesia del pueblo de su abuelo donde se estaba celebrando las exequias. Un sentimiento inexplicable lo paralizó en la puerta del templo. Le vinieron a la mente, en tropel, los recuerdos de su infancia. Los fines de semana en el pueblo, las misas de domingo con sus abuelos, las fiestas de verano, las correrías con los amigos, la casa de sus abuelos. La Iglesia estaba de bote en bote. Su abuelo era una persona muy querida en el pueblo.

—¿Esteban? —le dijo una voz de mujer— Eres Esteban, ¿verdad?

—Si soy Esteban.

—Mi más sentido pésame. Tu abuelo era un buen hombre. —Y le dio dos besos.

Se quedó junto a él mientras el sacerdote terminaba la ceremonia del sepelio. Se miraban de hito en hito. Ella parecía recordarlo muy bien. En cambio, él se preguntaba quién sería. Y sobre todo se cuestionaba por qué no recordaba a esa criatura tan bonita. Su cara alegre, sus ojos escrutadores, sus labios carnosos, su enorme melena de color caoba, y su amplia sonrisa, la hacían aparecer como una deidad griega. El dolor que sentía por la pérdida de su abuelo se aminoraba por la presencia de esa desconocida a su lado. Sentimientos encontrados le recorrieron el cuerpo: no sabía si llorar por la pérdida de su abuelo o alegrarse por la desconocida que estaba junto a él. La comitiva comenzó a salir de la iglesia llevando el féretro hasta el coche fúnebre. Su familia al verlo corrió a saludarlo entre abrazos y llantos. Ella, discretamente, dio un paso atrás pero no se separó de su lado. Caminaron detrás del coche fúnebre hasta el cementerio del pueblo. Terminado el entierro, la gente comenzó a dispersarse después de dar las condolencias a los familiares. Ella seguía a su lado sin decir nada. Bajaron caminando hasta el pueblo y al llegar a la casa de su abuelo se despidieron.

—Lo siento mucho. Vivo en aquella calle —y la señaló con su mano izquierda— Si te vas a quedar unos días me gustaría verte y recordar viejos tiempos. Por cierto, soy Liz —y le tendió la mano derecha.

—Si, gracias. Perdona mi mala memoria, Liz. Me gustaría verte para que me la refresques y me pongas al día. —Se acercó y le dio dos besos.

La mañana del siguiente día la pasó en la casa confraternizando con su familia. Tenían muchas cosas que contarse. Había muchas cosas que recordar de su abuelo. Fue una mañana llena de sentimientos, recuerdos, añoranzas y anécdotas. Por la tarde, después de la siesta, dio un paseo por el pueblo. Se acercó a la plaza de la iglesia y estuvo recorriéndola un buen rato. Al cabo se sentó en uno de sus bancos bajo un plátano de sombra de los que poblaban la plaza. No la vio.

—Señores pasajeros pueden utilizar los dispositivos electrónicos portátiles. Les rogamos que permanezcan sentados durante el vuelo. Para cualquier duda no duden en consultarnos. Muchas gracias. —habló una azafata después que la señal luminosa de los cinturones se había apagado.

Sacó su móvil. Lo puso en modo avión y navegó hasta encontrar la galería. La primera foto que apareció fue un selfie que se hicieron en el parque del pueblo, junto a la fuente. Ella aparecía a su lado con la mano derecha por detrás de su espalda; la cara alborozada miraba fijamente a la cámara mientras le dedicaba una espléndida sonrisa; la melena, ligeramente rizada de color caoba, ondeaba al viento. Él estaba más cerca de la cámara y parecía concentrado en captar la belleza del instante, en que ese fugaz momento quedara inmortalizado. Era la única foto que tenía de ella.

Dos días después del entierro, la mañana amaneció soleada con los alisios dejando una ligera brisa que alentaba a pasear. Se dirigió hacia la calle que le había señalado el día del entierro. Miró en todas las direcciones, pero no halló ni rastro de ella. Recordó el parque al que solía ir de pequeño y se encaminó hacia él. Los jardines lo transportaron en el tiempo. Los pasillos le recordaron las veces que se había ocultado mientras jugaban al escondite. Miles de recuerdos se agolparon en su mente. De repente, al llegar al centro del parque, sentada en el borde la fuente, estaba ella leyendo. El corazón le dio un vuelco. Se paró en seco. Se puso nervioso y no sabía si ir a saludarla —que era lo que le apetecía— o disimular su presencia y darse la media vuelta. Afortunadamente para él, Liz levantó la cabeza del libro.

—¡Holaaaaa!   

—¡Hola! ¡Qué casualidad! Me alegra encontrarte aquí. Decidí dar una vuelta por el pueblo para recordar viejos tiempos. Mañana me voy. No te había visto. ¿Cómo estás? —Comenzó a hablar, a dar explicaciones, a justificarse, nervioso, atropellado.

—Pues muy bien, gracias. ¿Estás nervioso? No será por mí, ¿no?

—No. No. Que va. No estoy nervioso… Bueno, sí. Un poco. Reconozco que has logrado que mi curiosidad se interese por ti. Quiero decir, que intente recordar, recordarte. No sé. Me tienes muy intrigado. Por cierto, gracias por estar todo el tiempo junto a mí durante el entierro… ¿Qué lees?

—Ja, ja, ja… ¡No has cambiado nada! De pequeño eras igual. Guapo, educado, correcto y muy apuesto. —le dijo, mientras lo abrazaba y le espetaba dos besos— Es un libro de poesía, de la poetisa canaria Tina Suárez Rojas.

—¡Ah, poesía!... ¿De verdad? Era así. ¿Y tú me tratabas con esta familiaridad?

—Pues sí y no. Tú eras así. Pero, para mi desgracia, yo no era tan lanzada. Lo veía todo, te veía, desde la distancia. Bueno, más bien, desde el anonimato. Por eso no te acuerdas de mí. Porque no te acuerdas de mí, ¿verdad?

—Pues no. Y lo siento mucho. Desde el entierro no hago más que pensar en ti. En cómo es posible que no me acuerde de tu rostro. Una chica tan guapa como tú no suele pasar desapercibida.

—Ja, ja, ja… Siempre fuiste muy cortes. Eso me gustaba mucho, entre otras cosas, de ti. Pero era muy pequeña y no te fijabas en mí. Yo jugaba con tus hermanas y primas. Éramos unas cuantas. Difícil que te acordaras de todas. Y menos de una renacuaja tímida como yo. En cambio, yo me acuerdo perfectamente de ti. Nada más verte en la puerta de la iglesia te reconocí.

—¡Vaya! Qué te parece si vamos a tomarnos algo y me pones al día. Me interesa mucho lo que tengas que decirme. Y me interesas mucho tú. ¿Te puedo… podemos… sacarnos una foto? Un selfie… en la fuente… para…

—¡Claro! Ven. —Lo agarró por la cintura con su mano derecha y lo atrajo hacia ella. Él preparó el móvil, y sacó el selfie. Cuando acabó, ella le dijo—. Tengo una idea mejor. Vamos a dar un paseo. A recorrer los sitios por los que transitábamos y así vamos recordando los viejos tiempos. ¿Te parece?

—¡Estupendo! Me pongo en sus manos, señorita cicerona.

Lo agarró por el brazo y comenzaron a caminar por el parque.

—Por aquí te divertías con el escondite, corrías jugando a la pillada, se reunían en grupo para contar historias, mientras nosotras —las más pequeñas— los veíamos a distancia. Otras veces —y salieron del parque rumbo al campo de futbol— se iban corriendo detrás de un balón a la escondida para que no los pillara el encargado del campo. Se colaban por este muro pequeño y bajaban por el terraplén. Yo solía quedarme sentada en el muro mirándote hasta que me aburría y me marchaba enfadada. ¿Cómo es posible que le guste más correr detrás de una pelota que estar conmigo? —me repetía—, ja, ja, ja… pero no podía enfadarme contigo.

—Me acuerdo de todo eso. Pero de ti, de las más pequeñas, como dices, no lo recuerdo bien. ¡Y mira que lo siento!  

Siguieron caminando. Ella, enardecida, contándole todos y cada uno de los recuerdos que tan vívidamente tenía presente. Él, entusiasmado con su compañía, intentando recordar, pero sobre todo disfrutando de su presencia. No le interesaba tanto el pasado como el presente. Le gustaba mucho ella. Aunque no la recordara, le parecía que la conocía desde hacía mucho tiempo. Se sentía a gusto con ella. Su pelo abundante, de color caoba; sus hermosos ojos; su linda sonrisa; sus sensuales labios; su generosa sonrisa y su desparpajo lo habían conquistado.

—¿Te acuerdas de este alpendre? —le dijo señalando una vieja construcción que en su día se utilizaba para resguardar el ganado—. Solías venir mucho.

—¿Te acuerdas de eso? ¿Me espiabas? ¡Claro que me acuerdo! Venía con mucha frecuencia para esconderme. Me encantaba sentarme detrás del pesebre a leer.

Entraron en el desvencijado alpendre empujando la puerta que crujía como acusando el paso de los años. Estaba igual que antaño. Algo destartalado y sin animales, pero con el pesebre en perfectas condiciones. Los ojos se le rallaron al observar el sitio en el que se escondía para leer. Ella se dio cuenta de su estado de ánimo y lo cogió de las manos. Lo miró a los ojos y le dijo con una amplia sonrisa:

—¡Ojalá hubiese tenido el arrojo que ahora me sobra! —y lo besó con tanta pasión, con tanto sentimiento, con tanta dulzura, con tanto desparpajo, que él se entregó rendido a sus encantos. El beso duró una eternidad y lo disfrutó con tanto deleite que estuvo a punto de desmayarse de placer.

Estaba saboreándolo en el pensamiento con la misma fruición que lo hizo en el alpendre, cuando un nuevo mensaje de la tripulación terminó con ese momento de ensoñación y encanto.

—Señores pasajeros, en breve serviremos la cena. Por favor, bajen la mesa plegable para facilitar el reparto de la misma.

Guardó el móvil en el bolsillo y el beso en la memoria a corto plazo para recuperarlo después de la cena. Bajó la mesa plegable y esperó que la azafata le trajera la cena fría que solían ofrecerle en esos vuelos. El recuerdo del beso le había levantado el ánimo.

—¿Para beber, señor? —Le preguntó la azafata mientras le alcanzaba la bandeja con la cena.

—Una copa de vino, por favor.

Se comió toda la frugal cena que le ofrecieron y saboreó la copa de vino como si fuera la primera vez que lo cataba. La azafata le retiró la bandeja, momento que aprovechó para pedir otra copa de vino. Se la trajeron al instante y comenzó a deleitarse con el néctar de los dioses, saboreando el caldo en la boca y el beso en la memoria. Volvió a sacar el móvil para recordar el selfie junto a la fuente. Vestía una blusa chifón de algodón morada que transparentaba un sujetador negro muy sexy. Los tres botones de la parte alta estaban desabotonados insinuando unos sensuales pechos, ni grandes ni pequeños, ideales para ser acariciados con su mano. Él vestía una camisa blanca, igualmente desabotonada por la parte superior.

—Tú me desabrochas un botón y yo te doy un beso —le había dicho con desparpajo, convicción y sensualidad—. Luego, yo hago lo mismo con los botones de tu camisa. Pero cada beso tiene que ser diferente, saber diferente, oler diferente. Y comenzó por el botón de la parte superior de su camisa. Despacio, muy despacio lo fue liberando del ojal, mientras lo miraba con una sensualidad desbordante. Al terminar, lo beso apasionadamente mordiéndole los labios, con sabor a almizcle y olor a hierbabuena. Él estaba absorto, disfrutando de aquellos olores y sabores lujuriosos.

—Ahora te toca a ti, pirata.

Sin dejar de mirarle a los ojos, alzó torpemente las manos para desabrocharle el primer botón y acarició los eróticos pechos que pugnaban por liberarse del sujetador, empujando los pezones enhiestos hacia el exterior.

—No. No. Primero tienes que desabotonarme la camisa. Uno a uno y regalarme, con cada uno de ellos, un beso diferente. —Le dijo, mientras le apartaba las manos de los pechos y los reconducía al ojal.

Sin apartar la vista de sus hermosos ojos, desabotonó el primer botón, y le dio un caluroso beso con sabor a ajonjolí y olor a madreselva. Luego fue el turno de ella, y lo besó con pasión desenfrenada, con sabor a champaña y olor a hierba luisa. Y así fueron desabotonándose todos y cada uno de los botones, entre sabores afrodisiacos y agradables olores. Al acabar, estaban tan enardecidos, se deseaban tanto y se tenían tantas ganas, que pusieron sus manos a trabajar, haciendo horas extras, a una velocidad inusitada, hasta que se quedaron desnudos, piel con piel, frente a frente. Se abrazaron con tanto ardor, con tanta pasión, con tanto desenfreno, que fueron incapaces de controlar, ni el tiempo ni el espacio. Se tumbaron sobre el suelo, hicieron el amor entre hierbas, heno y pajas secas; rodaron de un lado a otro empapándose de los olores añejos de los animales que allí moraron; se penetraron, jadearon, se comieron a besos, se empaparon de sudor, hasta que humedecidos, extenuados y satisfechos, se quedaron boca arriba contemplando las enormes telas de araña, con moradoras incluidas, que pendían de las maderas que soportaban el techo y sostenían las tejas.

Al cabo, ella se incorporó, cogió el libro que llevaba y le dijo:

—Te Faruru.

Mientras lo miraba desnudo, tumbado sobre el suelo y con cara de satisfacción, le leyó una poesía de Tina Suarez, titulada: Te Faruru o las delicias de tu alcoba.

En algún lugar de Tahití, a la entrada de su

casa, Gauguin o Taata vahine -hombre-mujer,

como lo llamaban los indígenas por su

melena larga- había escrito: Te Faruru,

esto es, Aquí se hace el amor, en maorí.

 

Aquí se besa, se acaricia, se saliva, se lubrica

aquí se araña, se desgarra, se llora, se moquea

aquí se muerde, se grita, se suda, se eyacula

aquí violencia y ternura, aquí el incendio

aquí el placer de ser cuerpo

aquí ves dios al desnudo

aquí da gusto morir

aquí me quedo

te faruru.

El recuerdo de aquel instante eterno lo sumió en una profunda melancolía. Se quedó ensimismado, mirando la pantalla del móvil viendo el selfie, aunque recordando la escena del alpendre, que no se dio cuenta que la pantalla se había apagado. La azafata que había venido a retirarle la copa de vino, al percatarse del estado de ensimismamiento en el que estaba sumido, se sorprendió y le dijo:

—¿Le pasa algo, señor? ¿Se encuentra bien?

—¿Eh? ¡Ah! Sí. Si. Estoy perfectamente. Me había quedado un poco traspuesto pensando. Gracias. Muchas gracias.

Volvió a encender el móvil para contemplar nuevamente el selfie y escucharla decir:

—Aquí estamos, desnudos y abrazados, como dos adultos que no supieron ser niños. Pero ahora, vamos a recuperar el tiempo perdido. Seremos dos niños grandes que disfrutan como dos pequeños adultos: tú serás mi pirata y yo tu mariposa. Tú me llevaras por los mares entre caminos de sal y yo te transportaré en mi alas entre tonalidades de colores. Formaremos un equipo: ¡seremos el pez que quiso volar!

Efectivamente, él estaba volando. Pero no en sus alas multicolores. Sólo le quedaba el selfie que se habían sacado en el parque del pueblo junto a la fuente; el recuerdo de aquellos momentos vividos con tanta intensidad, con tanta pasión, con tanto amor en el alpendre, y el libro de poemas de Tina Suárez Rojas que le había regalado con una dedicatoria: A mi pirata favorito de su mariposa preferida.

—Señores pasajeros, dentro de breves momentos aterrizaremos en el aeropuerto de Colonia/Bonn. La compañía Lufthansa y la tripulación de la nave se complacen en haberlos tenido a bordo y les desean una feliz estancia en esta ciudad. Por favor, coloquen sus asientos en posición vertical y ajusten sus cinturones de seguridad. Se ruega no fumar hasta encontrarse en el interior del edificio del aeropuerto. Muchas gracias y buenas noches.

Y cuentan que la historia está por terminarse a bordo de un alpendre barco.