lunes, 27 de abril de 2015

¡SEÑOR ALCALDE!


De pequeño me gustaba ir al pueblo a casa de mis abuelos. Me encantaba sentarme junto a mi abuelo, al caer la tarde, en el porche de su casa. El verano era la época dorada de mi niñez: vacaciones, buen tiempo, días largos, inacabables juegos, reencuentros amorosos,…. Pero sobre todo, me seducía la idea de sentarme junto a mi abuelo, a su lado. Allí aprendí muchas cosas que andando el tiempo comprendí mejor. Me contaba innumerables historias que habían ocurrido en el pueblo y, la mayoría de las  veces, en su imaginación. Eran historias de amor y desamor, de encuentros y desencuentros, de pisaverdes y gañanes, de abundancia y escases. Las contaba a su manera: cadenciosamente, pensando las palabras, saboreándolas, mirándome de hito en hito para ver el efecto que producían en mí. Y siempre tenían una moraleja, buscaba divertirme enseñándome.

Mi abuelo era zapatero y, a ratos, agricultor. O al revés, no lo recuerdo. Pero, sobre todo, era un canario de antes: hombre de palabra. Con el cigarrillo sin filtro en los labios, escupiendo tabaco deshilachado, pantalón gris marengo sujeto por fajín con la vaina del cuchillo canario a la cintura,  camiseta a rayas de manga larga, chaqueta al uso y cachorro canario. Siempre me sorprendía con sus historias. Comenzaba a hablar como quien no quiere la cosa a la vez que liaba el cigarrillo, y constantemente comenzaba de la misma manera, resulta qué….., y tras una larga historia que a mí se me antojaba corta, terminaba con una máxima: No juzgues a nadie sin haberte puesto sus zapatos; si no lo entiendes, pregúntale; nunca te quejes por tropezar, levántate y quita la piedra….

Todas las tardes, Manolo el tendero, subía por la calle El Calvario a la misma hora y en la misma dirección: se dirigía invariablemente, desde hacía mucho tiempo, al Cementerio del pueblo. Al pasar junto al porche se producía, día tras día, la misma ceremonia. La historia quedaba en suspense, mi abuelo se tocaba el ala del cachorro con la mano derecha y decía, ¡Señor Alcalde!, a lo que Don Manuel, como lo trataba mi abuelo, se llevaba su mano derecha al ala de su impoluto cachorro, levantaba la mano izquierda y la dejaba caer como diciendo, déjate de boberías. El seguía con su paso firme y mi abuelo con su cadencioso relato. Yo asistía atónito como espectador de lujo.

Un día, después de la ceremonia pertinente entre ambos, la curiosidad me pudo y le pregunté a mi abuelo que porqué le daba, a Manolo el tendero, el tratamiento de Alcalde. Me miró fijamente a los ojos y con voz muy grave me dijo: resulta que ahí donde lo ves, Don Manuel, es el mejor Alcalde que el pueblo ha tenido. Se dio la vuelta y se quedó mirando fijamente cómo Manolo el tendero, su Señor Alcalde, se alejaba con paso firme y decidido rumbo al Cementerio a cumplir con su visita diaria a su amada esposa. Ese hombre que ves alejarse, me dijo, fue el primer Alcalde que tuvo el pueblo después de la guerra civil. Fueron años muy duros. Al anterior Alcalde, republicano, lo fusilaron los falangistas. Los franquistas lo eligieron porque tenía la llave del abastecimiento del pueblo.

Duró en el cargo el tiempo que los golpistas tardaron en darse cuenta que era un auténtico Alcalde al servicio del pueblo y no servía a sus intereses caciquiles. Jamás denunció a ningún vecino. Su venta era el asilo de los desahuciados, expoliados y vejados por las milicias franquistas. Nunca le faltó a nadie un mendrugo de pan y su negocio se vio seriamente perjudicado por que les fiaba a todos los residentes. Era tal la falta de alimentos y tan grande la penuria que había, que algunos de los vecinos se apropiaban de una que otra piña de plátanos verdes para sancocharlos y poder dar de comer a su familia. A este que te está hablando y a su familia le mató mucha hambre y lo encubrió otras tantas veces. Incluso, se decía que escondió a unos cuantos salvándoles la vida. Más bien parecía un Alcalde republicano que un corregidor franquista puesto a dedo por los caciques del pueblo.

Años después me confesó que su ética le impedía gobernar de otra manera; que no podía permitir que el pueblo pasara hambre teniendo él comida en su tienda; que tuvo que aguantar mucha presión por no acceder a las consignas que le llegaban desde el Gobierno Civil; que estuvo a punto de perderlo todo: su familia, su negocio, su reputación, su vida; que no se arrepentía de haber sido consecuente con sus valores éticos y anteponerlos a toda la presión que recibía de los caciques del pueblo, de la Guardia Civil, de los prebostes del régimen. El Alcalde que lo sustituyó lo engrandeció aún más con sus políticas represivas, caciquiles y tan alejadas del pueblo. Ellos se debían al Código franquista, decían. ¡A cualquier cosa lo llaman Código Ético!   Don Manuel, el Alcalde, es un hombre de palabra que se viste por los pies, masculló ahogando sus palabras.
Al parecer la historia se repite. Mi abuelo ya no está para volverla a contar. Pero las actitudes caciquiles y dictatoriales de algunos partidos políticos afloran nuevamente por doquier. Les interesa más el partido que los afiliados, el poder que la gente, el Derecho del Estado que el Estado de derechos, la estética que la ética. ¡Así nos va!


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