De
pequeño me gustaba ir al pueblo a casa de mis abuelos. Me encantaba sentarme
junto a mi abuelo, al caer la tarde, en el porche de su casa. El verano era la
época dorada de mi niñez: vacaciones, buen tiempo, días largos, inacabables
juegos, reencuentros amorosos,…. Pero sobre todo, me seducía la idea de
sentarme junto a mi abuelo, a su lado. Allí aprendí muchas cosas que andando el
tiempo comprendí mejor. Me contaba innumerables historias que habían ocurrido
en el pueblo y, la mayoría de las veces,
en su imaginación. Eran historias de amor y desamor, de encuentros y
desencuentros, de pisaverdes y gañanes, de abundancia y escases. Las contaba a
su manera: cadenciosamente, pensando las palabras, saboreándolas, mirándome de
hito en hito para ver el efecto que producían en mí. Y siempre tenían una
moraleja, buscaba divertirme enseñándome.
Mi
abuelo era zapatero y, a ratos, agricultor. O al revés, no lo recuerdo. Pero,
sobre todo, era un canario de antes: hombre de palabra. Con el cigarrillo sin filtro en los labios,
escupiendo tabaco deshilachado, pantalón gris marengo sujeto por fajín con la
vaina del cuchillo canario a la cintura,
camiseta a rayas de manga larga, chaqueta al uso y cachorro canario.
Siempre me sorprendía con sus historias. Comenzaba a hablar como quien no
quiere la cosa a la vez que liaba el cigarrillo, y constantemente comenzaba de
la misma manera, resulta qué….., y
tras una larga historia que a mí se me antojaba corta, terminaba con una
máxima: No juzgues a nadie sin haberte
puesto sus zapatos; si no lo entiendes, pregúntale; nunca te quejes por tropezar,
levántate y quita la piedra….
Todas
las tardes, Manolo el tendero, subía por la calle El Calvario a la misma hora y
en la misma dirección: se dirigía invariablemente, desde hacía mucho tiempo, al
Cementerio del pueblo. Al pasar junto
al porche se producía, día tras día, la misma ceremonia. La historia quedaba en
suspense, mi abuelo se tocaba el ala del cachorro con la mano derecha y decía,
¡Señor Alcalde!, a lo que Don Manuel,
como lo trataba mi abuelo, se llevaba su mano derecha al ala de su impoluto
cachorro, levantaba la mano izquierda y la dejaba caer como diciendo, déjate de boberías. El seguía con su
paso firme y mi abuelo con su cadencioso relato. Yo asistía atónito como
espectador de lujo.
Un
día, después de la ceremonia pertinente entre ambos, la curiosidad me pudo y le
pregunté a mi abuelo que porqué le daba, a Manolo el tendero, el tratamiento de
Alcalde. Me miró fijamente a los ojos
y con voz muy grave me dijo: resulta que
ahí donde lo ves, Don Manuel, es el mejor Alcalde que el pueblo ha tenido. Se
dio la vuelta y se quedó mirando fijamente cómo Manolo el tendero, su Señor Alcalde, se alejaba con paso firme
y decidido rumbo al Cementerio a cumplir con su visita diaria a su amada
esposa. Ese hombre que ves alejarse, me dijo, fue el primer Alcalde que tuvo el
pueblo después de la guerra civil. Fueron años muy duros. Al anterior Alcalde,
republicano, lo fusilaron los falangistas. Los franquistas lo eligieron porque
tenía la llave del abastecimiento del pueblo.
Duró
en el cargo el tiempo que los golpistas tardaron en darse cuenta que era un
auténtico Alcalde al servicio del pueblo y no servía a sus intereses caciquiles.
Jamás denunció a ningún vecino. Su venta era el asilo de los desahuciados,
expoliados y vejados por las milicias franquistas. Nunca le faltó a nadie un
mendrugo de pan y su negocio se vio seriamente perjudicado por que les fiaba a
todos los residentes. Era tal la falta de alimentos y tan grande la penuria que
había, que algunos de los vecinos se apropiaban de una que otra piña de plátanos
verdes para sancocharlos y poder dar de comer a su familia. A este que te está
hablando y a su familia le mató mucha hambre y lo encubrió otras tantas veces. Incluso,
se decía que escondió a unos cuantos salvándoles la vida. Más bien parecía un
Alcalde republicano que un corregidor franquista puesto a dedo por los caciques
del pueblo.
Años
después me confesó que su ética le impedía gobernar de otra manera; que no
podía permitir que el pueblo pasara hambre teniendo él comida en su tienda; que
tuvo que aguantar mucha presión por no acceder a las consignas que le llegaban
desde el Gobierno Civil; que estuvo a punto de perderlo todo: su familia, su
negocio, su reputación, su vida; que no se arrepentía de haber sido consecuente
con sus valores éticos y anteponerlos a toda la presión que recibía de los
caciques del pueblo, de la Guardia Civil, de los prebostes del régimen. El Alcalde
que lo sustituyó lo engrandeció aún más con sus políticas represivas,
caciquiles y tan alejadas del pueblo. Ellos se debían al Código franquista,
decían. ¡A cualquier cosa lo llaman Código Ético! Don Manuel, el Alcalde, es un hombre de
palabra que se viste por los pies, masculló ahogando sus palabras.
Al parecer la historia se repite. Mi abuelo ya
no está para volverla a contar. Pero las actitudes caciquiles y dictatoriales
de algunos partidos políticos afloran nuevamente por doquier. Les interesa más el
partido que los afiliados, el poder que la gente, el Derecho del Estado que el
Estado de derechos, la estética que la ética. ¡Así nos va!
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