La Laguna amanece tórrida. La media mañana lagunera
advierte que el día va a estar calentito. El sol brilla por su presencia. En
días como estos, lo mejor es salir con un amigo, tomarse unas cervezas, pasear a
la sombrita y disfrutar de los rincones laguneros. Eso me propuse hacer. Después
de consultar mí larga lista de amigos, decidí pasar esta soporífera mañana con
Adriano. Dicho y hecho. Paseando por el lado de la sombra recorrimos varias
calles con ritmo cansino, sin prisa, hasta que nos sentamos en el Parque de la
Constitución a refrescarnos con una jarra bien fría de cerveza.
La gente buscaba los lugares a la sombra: algunos para sentarse y otros
para caminar. Nos llamó la atención un señor de unos setenta y tantos años,
chándal y tenis de Decathlon, gorra de los Ángeles Lakers, revistas bajo el
brazo y andar decidido. Lo seguimos con la mirada mientras se perdía por el
Camino Largo. Las jarras, vacías y calientes, fueron sustituidas por otras
frías, rebosantes y espumosas. Después de dar cuenta de ellas, mi amigo y yo,
decidimos subir a la Mesa Mota, ¡en coche!
Me puse al volante de mi RAV4
mientras él se acomodaba en el asiento del copiloto. Ni una palabra nos
cruzamos. Tan sólo unas miradas que, de hito en hito, le dedicaba aprovechando
las curvas y contra curvas de la carretera. Así llegamos arriba sorteando los
baches y socavones del mal cuidado
firme. Nada más bajarnos del coche, corrimos en busca de una sombra que habíamos
divisado desde el aparcamiento bajo unos enormes eucaliptus. A su generosa
sombra nos sentamos divisando las
maravillosas vistas de la Vega. Escuchábamos, extasiados, unos ladridos aislados
de perros, alguna bocina proveniente de la vía de ronda, unos trinos de pájaros
osados que se atrevían a cambiar de árbol….
Me decidí a mirarlo. Lo atraje hacia mí. Lo rodeé
con mis brazos. Se decidió a hablarme. En mis oídos, con voz muy queda, me
susurró como sólo susurra un amante:
Animula
vagula, blandula,
huésped y compañera de mi
cuerpo,
descenderás a esos parajes
pálidos,
rígidos y desnudos,
donde habrás de
renunciar
a los juegos de
antaño……
Memorias de Adriano, de
Marguerite Yourcenar, es uno de esos libros que lees y relees a lo largo de tu
vida dejándote ese regusto melancólico del mundo antiguo. Su protagonista, el
Emperador del siglo II, Adriano, uno de los últimos espíritus libres de la
Antigüedad, se dirige a su nieto y futuro sucesor, Marco Aurelio, para meditar y
reflexionar sobre su vida: éxitos y fracasos; amores y desamores; paz y guerra;
poesía y música; del arte y de la amistad….., pero, sobre todo, de la pasión que
sentía por su joven amante Antínoo y del terrible dolor que supuso su muerte. La
propia Yourcenar cuenta que una vez encontró, en una carta de Flaubert, esta
frase inolvidable: “Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de
Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo”.
Este hombre es Adriano.
Según la autora, si Adriano, el Emperador, no hubiera mantenido la paz
del mundo y no hubiera renovado la economía del imperio, sus venturas y
desventuras personales interesarían menos. Sin embargo, a mi me interesa más la
figura de Adriano, el hombre, el amante. Su pasión por Antínoo tiene más valor
si tenemos en cuenta que éste no era ni un hombre de Estado ni un filósofo, sino
simplemente alguien que fue amado. Y esto es lo que le da consistencia a la vida
de Adriano. Su pasión por Antínoo, de rostro melancólico, evoca la breve
vendimia de la vida y la necesidad de disfrutar del elixir de la
misma.
En pleno cenit, el sol brillaba candente, ardiente, ígneo. El pesado
calor del mediodía, a pesar de la sombra compasiva de los eucalyptus, me
transportaba melancólicamente a la Grecia de Antínoo donde “tuvimos el mar de
los árboles, las florestas de alcornoques y los pinares de Bitinia…….Las
planicies habían acumulado el calor del prolongado verano; el vapor subía de las
praderas a orillas del Sangrarios, donde galopaban tropillas de caballos
salvajes…”. En estas estaba, cuando el sonido del reloj de la Concepción surco
los aires y me despertó dejando en mis oídos el eco final de las memorias de
Adriano…
Todavía un instante miremos
juntos
las riberas
familiares,
los objetos que sin
duda
no volveremos a
ver…
Tratemos de entrar en la
muerte
con los ojos
abiertos….
¡Cuanta verdad encierra el dicho que afirma que el que lee vive mil vidas
y el que no, una sola!
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