domingo, 23 de febrero de 2020

TOMASITO Y DON BENITO


La DANA instalada sobre Canarias desde hacía unos días, mantenía a las islas en aviso amarillo por fenómenos costeros con olas de hasta cuatro metros, y trajo consigo vientos del este de hasta 96 kilómetros por hora, lo que había dejado al Archipiélago sumido en una densa calima. Se dirigió a la biblioteca y cogió el tomo IV de las Obras Completas de Don Benito Pérez Galdós de la Editorial Aguilar que había adquirido, en su época madrileña, en el rastro de Madrid. Era una edición en piel de color rojo. Había elegido el tomo IV porque, entre otras, contenían las novelas Marianela –su preferida–, Doña Perfecta, y Gloria, que estaban entre sus favoritas. Pasó por la cocina, y después de tomarse el cortadito de media mañana con unas galletas caramelizadas Lotus con ligero sabor a canela, rellenó su botella de metal, color musgo verde, de 0,5 litros y doble pared de acero inoxidable, que mantenía hasta 24 horas el agua fresca, y que utilizaba para sus caminatas y paseos laguneros. Al acabar de atusarse, se refrescó con un poco de colonia Mandate, a la que lo había aficionado un queridísimo amigo de la juventud, se metió en el coche y puso rumbo a la Mesa Mota.

Hacía un día de perros a pesar de estar en febrero y que la estrella Sirio, la abrasadora, no aparecería, antes del amanecer, hasta septiembre. Cosas del cambio climático, pensó. Aparcó a la sombra de unos eucaliptos que ofrecían su característico olor balsámico y transformaban el pesado aire en una brisa suave y fresca. Se sentó sobre una piedra entre dos enormes ejemplares y apoyó su espalda sobre el tronco de uno de ellos, mirando hacia la Vega Lagunera. La vista era insólita: las torres de la Concepción y de la Catedral, apenas se vislumbraban entre la canícula; la pista del aeropuerto se adivinaba por el ruido de los aviones al despegar o aterrizar; la isla perdía su referencia con el mar, y Gran Canaria, otras veces en lontananza, había desaparecido del mapa. En ese instante, el reloj del Convento de Las Claras, expandía el metálico sonido de las doce del mediodía, con el Ave María de Fátima. Era tanto el bochorno que bebió un poco de agua fresca y le supo a gloria. Y decidió comenzar a releer Gloria, no por su temática del trágico amor entre  David y Gloria, ni tampoco por la intolerancia extrema a la que conduce  el fanatismo de las creencias religiosas, sino por el paralelismo entre la descripción geográfica con la que comienza la novela y el entorno en el que se encuentra:

«Silencio: ábrese una de las verdes persianas que dan al jardín por el lado de las montañas. Hermosa mano rápidamente la empuja; se mueve la cortina, dejando ver una cara de mujer. Sus ojos negros como una pesadumbre. Durante un rato exploran todo el país, y si la luz va lejos, ellos van más. […]
Miramos nosotros también hacia los montes y no vemos más que montes. La graciosa joven desaparece, y al poco rato torna a presentarse y a mirar, […]
Esta linda casa, que tiene el inmenso interés de toda vivienda a cuya ventana se asoma un semblante hermoso, esta mujer graciosa, estos negros ojitos que buscan y no hallan, se enfurecen y echan rayos insolentes contra una parte de la creación...»

El fuerte bochorno, la hora del mediodía y la posición que había adoptado, a medio camino entre apoyado contra el eucalipto y recostado sobre el suelo, fueron motivos, más que suficientes, para que entrara en un profundo sopor. Por si fuera poco, el aroma de los eucaliptos, fresco y limpio, recreaban profundos recuerdos casi imposibles de borrar, debido a que las partículas de olor que entran por la nariz activan unos impulsos eléctricos que llegan al hipotálamo y al sistema límbico, lugar en el que se gestionan los recuerdos y las emociones. De esta manera, Ficóbriga, el pueblo donde se desarrolla la novela, que es muy parecido a Orbajosa, el pueblo de Doña Perfecta –caracterizados por tener un ambiente religioso rayante en el fanatismo–, lo transportó a su infancia. De pronto, se encuentra corriendo en compañía de otros amigos de la niñez, delante de Tomasito, el guardián del Parque de San Telmo, rumbo a la sacristía de la Parroquia de San Bernardo para acogerse a sagrado.

Tomasito –como era conocido por todos-, era de baja estatura, de unos cincuenta y tantos años. Vestía un uniforme de color gris y una gorra de plato del mismo color con unos ribetes en negro. Solía llevar un palo que hacía de bastón. Era una persona muy querida por todos y su misión consistía en guardar los jardines del parque evitando que fueran pisoteados, que se arrancaran las cuidadas flores o que las parejitas utilizaran sus parterres para demostrarse cuánto se querían. Vivía en la Barriada de Los Arapiles –situada entre los barrios de Schamann y Las Rehoyas Bajas–, topónimo que toma su nombre en recuerdo de la Batalla de Arapiles de la Guerra de la Independencia Española, que Galdós inmortalizó en el tomo décimo de la primera serie de los Episodios Nacionales. Tomasito no era Gabriel –el personaje central de la primera serie–, pero como él, tenía un alto sentido del honor y de la responsabilidad. El Parque de San Telmo era para Tomasito su Trafalgar iniciático y su postrero Arapiles: allí se sentía como Lord Wellington defendiendo la independencia de su parque frente a los gabachos invasores.

Por el día, mientras duraba la jornada laboral de Tomasito, se comportaban como unos buenos ciudadanos y unos obedientes niños. Las correrías por el parque se limitaban a jugar a la cogida, a patinar con un sólo patín –eran tantos que no daban los patines para que tuvieran dos cada uno–, o a sentarse en grupo para narrar sus batallitas. Si se tropezaban con él mientras corrían o patinaban lo saludaban con respeto.

—¡Adiós Tomasito! ¡Buenos días Tomasito!

Él levantaba el palo y murmuraba algo que nunca entendían, porque pasaban corriendo o patinando a mucha velocidad,  pero que todos deducían por los gestos y los antecedentes. En cambio, cuando era él el que pasaba junto a ellos en el momento que estaban sentados contándose mil y una aventuras o planificando las travesuras de la tarde, se paraba y como hablando para sí, rezongaba en voz alta:

—Reunión de pastores, oveja muerta. ¡A ver con qué me encuentro mañana! –Y seguía su paseo refunfuñando y mascullando frases entre dientes.

Por las tardes, cuando Tomasito abandonaba el parque por la calle de Triana y subía por Buenos Aires para dirigirse a la parada de la guagua nº 9, junto a Correos en la calle General Franco, para regresar a su casa de los Arapiles,  se abría la veda. La tarde anterior –después que Tomasito había terminado su jornada laboral–, en el parterre más grande del parque, situado en la parte que daba a la Avenida de Rafael Cabrera, que estaba plantado de césped salvo el lateral que daba a la avenida, que tenía un seto para separarlo de la acera, y una zona en forma de judía en el centro del mismo plantado de flores de temporada, concretamente de pensamientos, habían disputado una liguilla de futbol de tres contra tres. El resultado ya se lo pueden imaginar: el seto, pensado para separarlo de la acera, mas bien parecían las puertas de entrada al mismo; el césped, pisoteado y con calvas en muchos sitios; los pocos pensamientos que quedaron, aplastados y quebrados. Ese era el motivo por el que corrían despavoridos delante de Tomasito rumbo a la Sacristía para acogerse a sagrado.

Al entrar, se escondían en el cine –una sala contigua a la Iglesia donde los domingos por la tarde se echaba una peli, generalmente del oeste americano. Y allí se quedaban expectantes, tramando lo que dirían en su defensa que básicamente era negarlo todo,  hasta que el sacristán aparecía con Tomasito.

—¡A ver, muchachos! –y todos se ponían en pie, escondiéndose unos detrás de los otros–: Tomasito ya me ha  contado lo que hicieron anoche. ¿Qué tienen que decir en su defensa?

Todos bajaban la vista y se empujaban con los codos, mientras murmuraban.

—Nada. ¡Nosotros no fuimos!

—Lo ve Tomasito. Ya se lo dije. Ellos no fueron. Seguramente fueron otros chicos mayores, de madrugada, cuando nadie los ve.

—¡No! ¡No! ¡Fueron ellos! –y les señalaba las piernas con el bastón y sus expresivos ojos–: ¡Fíjese! ¡Fíjese, usted! ¿No ve los muslos y las piernas llenas de cortaditas? ¡Esos arañazos los produce el césped! ¡Ya se podrían ir a molestar a Don Benito!

Y vaya si los producía el césped. Por la noche, al llegar a casa y ducharse veían las estrellas cuando el agua y el jabón comenzaban a escocerles en todas y cada una de las cortadas producida por el contacto con el césped. Parecía como si los estuvieran hiriendo, punzando, mordiendo por todas partes. ¡Y Tomasito lo sabía!

—¡Pues yo no veo nada! Seguramente se habrán lastimado corriendo o jugando en el picón. De todas formas –y se dirigía a ellos en tono severo–, espero que sea verdad lo que dicen que no fueron ustedes, Y espero que sea la última vez que Tomasito me viene a dar quejas de ustedes. Tomasito es la máxima autoridad en el parque –y en ese momento, Tomasito se relajaba, recomponía su figura, se cuadraba y exhalaba un aire de superioridad– y tienen que respetarlo.

—Sí, señor –respondían todos cabizbajos.

—¡Ya está! –le decía a Tomasito mientras le pasaba un brazo por los hombros y lo acompañaba a la puerta–. Vamos al quiosco que lo invito a un carajillo. –Y mientras se alejaban, escuchaban que le decía–: ¡Y deje usted en paz a Don Benito, hombre! Al pobre le queda poco en el martillo del muelle.

Ese era el otro espacio al que les gustaba ir a jugar, aunque lo tenían prohibido por la bravura de las olas: el Muelle de Las Palmas. A pesar de ello, solían escaparse a comprar unos cucuruchos de turrón en la heladería La Canaria y saborearlos sentados a los pies del monumento y mausoleo –aunque los restos del escritor nunca llegaron a reposar en él– a Galdós, realizado por el escultor Victorio Macho con granito procedente de las canteras de Ajuí en Fuerteventura, que había sido inaugurado oficialmente el 28 de septiembre de 1930, y que, en 1968 se desmontó y trasladó a las Academias Municipales para restaurarlo, aunque debido a su avanzado estado de deterioro no pudo ser acondicionado. Fue, precisamente, a los pies del monumento donde leyó por primera vez a Galdós mientras el aire fresco del Atlántico le chapoteaba la cara.

Detrás de la Parroquia había un kiosco pequeño de madera donde, entre otras cosas, se podían alquilar todo tipo de tebeos y novelas, desde El Capitán Trueno y El Jabato hasta las de amor de Corín Tellado, pasando por las del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía. Tenía una puerta lateral por donde entraba el dueño, Don Abraham –un señor de unos sesenta años, muy hablador, que contaba unas historias increíbles y que los dejaba a todos embobados–, y una ventanilla que, al abatirse, servía de mostrador. Por dentro, numerosas baldas donde se colocaban las novelas y las revistas. Alquilar una novela costaba media peseta, y por una peseta podías obtener tres. ¡Era un dineral! Pero cuando podía reunir la peseta corría para alquilarlas, aunque tenía un inconveniente: ¡Había que entregarlas en el plazo de una semana! Las del Oeste eran sus preferidas. Pero en una ocasión, Don Abraham se equivocó, y en medio de las tres supuestas novelas del oeste, deslizó una novela de Don Benito Pérez Galdós, Marianela. Esa fue la primera vez que leyó a Galdós, a los pies de su monumento, con un cucurucho de turrón y el Atlántico  por testigo.

Fue su primer descubrimiento de la belleza y la bondad. Por primera vez leía algo que sentía pero que no sabía expresar. Nela, encarnaba la bondad y la pureza de corazón; Florentina, la belleza adornada de caridad. Por primera vez echó en falta la justicia social. Nela, con su falda sencilla y no muy larga; su estatura pequeña; su talle delgado; sus pies ágiles y pequeños; sus cabellos rizados, sueltos y cortos; sus ojos, negros y vividores; sus miradas, fugaces y momentáneas; sus labios, pequeños y sonrientes; su voz,  simpática y cortes; sus palabras, recatadas y humildes; su cara pecosa de adolescente y, sobre todo, su espíritu independiente,  lo habían conquistado. A pesar de la descripción que Teodoro hace de ella y de su expresión «Dios no ha sido generoso contigo», el carácter y la bondad que resuman sus acciones con Pablo, así como la sencillez de sus acciones y una vida llena de desdichas, la convierten en una heroína.

«—¿Y tu amo, te quiere mucho?
—Sí, señor, es muy bueno. Él dice que ve con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las cosas...
—Todas las cosas que no puede ver.
El forastero parecía muy gustoso de aquel coloquio.
—Sí, señor; yo le digo todo. Él me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, las nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
—Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo feo y lo bonito! Ahí es nada... ¿Te ocupas de eso?... Dime, ¿sabes leer?
—No, señor. Si yo no sirvo para nada.»

Florentina fue su primer referente social en la literatura, aunque le parecía que en sus palabras había más de caridad que de redistribución. Por eso, a pesar de su belleza y de su bondad, terminó identificándose con Marianela por su espíritu independiente y por encarnar los valores románticos de la superación.

«—Es cosa que no comprendo... ¡que algunos tengan tanto y otros tan poco!... Me enfado con papá cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por igual todo lo que hay en el mundo. ¿Cómo se llaman esos tipos, Pablo?
—Esos serán los socialistas, los comunistas -replicó el joven sonriendo.
—Pues esa es mi gente. Soy partidaria de que haya reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de sobra... ¿Por qué esta pobre huérfana ha de estar descalza y yo no?... Ni aun se debe permitir que estén desamparados los malos, cuanto más los buenos... Yo sé que la Nela es muy buena, me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho también tu padre... No tiene familia, no tiene quien mire por ella. ¿Cómo se consiente que haya tanta y tanta desgracia? A mí me quema el pan la boca cuando pienso que hay muchos que no lo prueban. ¡Pobre Mariquita, tan buena y tan abandonada!... ¡Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las criaturas!... Se me parte el corazón de pensarlo.»

El parque y el muelle eran dos de los tres sitios comunes de la infancia. El tercero eran los cines del entorno: el cine Rex, en la calle Eusebio Navarro; el cine Avenida en la Calle General Franco; el Pabellón Recreativo, en la esquina de las calles Dr. Juan de Padilla y Perdomo; el cine Cuyás, en la calle Viera y Clavijo, al que se accedía por un túnel desde la calle a un patio interior; el Capitol, en el Paseo Tomás Morales; el cine Avellaneda, en la confluencia de las calles Mesa de León, Herrería y Pelota; el cine Cairasco, en la calle San Justo esquina a la subida de San Nicolás; el cine Vegueta, en la calle Padre José de Sosa. Recordaba cada uno de ellos por una película en concreto o por las temáticas más habituales. Así, por ejemplo, el Pabellón Recreativo, lo recordaba por las películas del oeste y de romanos, así como por su función continua de 5 de la tarde a 12 de la noche con dos películas seguidas –solía ir los domingos por la tarde con medio duro que le daban para la entrada, las roscas y el Baya Baya–; en el Rex, había visto El Resplandor, de Kubric y la magistral interpretación de Jack Nicholson; en el Avellaneda, El Graduado, con Dustin Hoffman y la música de  Simon and Garfunkel; en el Avenida, Le Genou de Claire, donde descubrió la inocencia de Laurence de Monaghan; en el Capitol, Belle de Jour, de Buñuel, donde se enamoró perdidamente de Catherine Denueve y de los helados de la Horchatería Beltrá; en el Cairasco, películas de aventura como 20.000 leguas de viaje submarino; en el Vegueta, La naranja mecánica, de Stanley Kubrick que tanto revuelo levantó en la ciudad; en el Cuyás,  Fortunata y Jacinta, de Galdós, llevada al cine por Angelino Fons, donde Fortunata, mujer del pueblo llano y de escasos recursos, pero muy alegre, vivaz y fecunda, le disputa a Jacinta, mujer acomodada, frágil, delicada y estéril, su legítimo esposo: Juanito Santa Cruz. Aunque el carácter predominantemente social de la narración –que era lo que más le interesaba– no quedara recogido en la película porque tenía que adaptarse a una representación esquemática de la novela,  le había dejado una impronta que lo marcaría para siempre en su pensamiento social. Le impresionó en extremo la manera en la que Galdós utilizaba la descripción de la vestimenta para acoger bajo ella a todas las clases sociales: Aristocracia, burguesía y clases medias, clase popular.

«…Es el ingenio bordador de los pañuelos de Manila, el inventor del tipo de rameado más vistoso y elegante, el poeta fecundísimo de esos madrigales de crespón compuestos con flores y rimados con pájaros. A este ilustre chino deben las españolas el hermosísimo y característico chal que tanto favorece su belleza, el mantón de Manila, al mismo tiempo señoril y popular, pues lo han llevado en sus hombros la gran señora y la gitana…»
Existe, además, una clara relación entre los problemas sociales y sexuales. Aparecen claras diferencias entre las personas de las diversas clases sociales –como hemos visto– y entre las mujeres y los hombres. Por ejemplo, las relaciones entre Fortunata, Juanito y Jacinta se desenvuelven en un proceso de atracción y repulsión basado en condiciones de clase y de sexo: esposa-madre; esposa-amante; amor tierno-amor sensual. Todo ello queda reflejado en el empuje maternal de Jacinta, el erotismo femenino de Fortunata, y el deseo sexual de Juanito que convierte a Jacinta en su fantasía sexual arrogándole las formas de Fortunata.

« Y la pobre Jacinta, a todas estas, descrismándose por averiguar qué demonches de antojo o manía embargaba el ánimo de su inteligente esposo. Este se mostraba siempre considerado y afectuoso con ella; no quería darle motivo de queja; mas para conseguirlo, necesitaba apelar a su misma imaginación dañada, revestir a su mujer de formas que no tenía, y suponérsela más ancha de hombros, más alta, más mujer, más pálida... y con las turquesas aquellas en las orejas... Si Jacinta llega a descubrir este arcano escondidísimo del alma de Juanito Santa Cruz, de fijo pide el divorcio. Pero estas cosas estaban muy adentro, en cavernas más hondas que el fondo de la mar, y no llegara a ella la sonda de Jacinta ni con todo el plomo del mundo.»
Un ruido seco y la sensación de caer al vacío lo despertaron sacudiendo su cuerpo amodorrado. El libro se le había caído de las manos. Por un momento no supo dónde estaba. Se incorporó y apoyó la espalda en el tronco. Se frotó los ojos, se pasó la mano por la frente y bebió un poco de agua. Poco a poco fue tomando conciencia de lo que pasaba. Se había quedado dormido con el libro en las manos y su imaginación lo había llevado en volandas hasta su infancia. La calima se había incrementado y el calor se había hecho sofocante. La tenue brisa de los eucaliptos apenas lo refrescaba. Volvió a beber agua mientras su vista seguía perdida en el infinito y una voz  repetía las palabras de Cicerón, O tempora, o mores.



martes, 4 de febrero de 2020

VENCER, CONVENCER, PERSUADIR.


Iba en el tranvía rumbo al Campus de Guajara para devolver un libro que había sacado de la Biblioteca General y de Humanidades. Estaba escribiendo un ensayo sobre la filosofía del lenguaje natural. Le interesaban los problemas filosóficos tratados desde el lenguaje ordinario para evitar la desconexión con la realidad y, sobre todo, la falta de interés de los ciudadanos por ellos. No en balde, los problemas prácticos de la vida, aquellos que realmente interesan a las personas, son los tratados desde el lenguaje natural u ordinario, ya que permiten un acercamiento a los mismos sin el temor de caer en el solipsismo lingüístico del Wittgenstein del Tractatus. De por sí, el lenguaje ordinario, encierra ciertas dificultades para hacernos entender. De ahí la necesidad de estudiarlos y tratarlos desde la comprensión del lenguaje natural. Ya lo había enunciado Aristóteles al separar los ámbitos correspondientes a la Palabra y la Mimesis, en su estudio sobre la metáfora. Como miembro de la tradición de Oxford, bebió en las obras éticas de Aristóteles, donde aprendió la importancia del lenguaje natural como inicio para la resolución de problemas filosóficos.

El libro a devolver era del filósofo británico, J.L. Austin, «Como hacer cosas con palabras». Obra póstuma en la que culmina su teoría de los Actos de habla, distinguiendo entre enunciados constatativos –aquellos que se limitan a describir hechos y pueden ser evaluados como verdaderos o falsos– y performativos –aquellos que  no sólo describen hechos sino que por la misma acción de ser expresados realizan el hecho–. A su vez, éstos últimos pueden ser enunciados locutivos, se refieren al acto físico, a la frase dicha en sí misma; enunciados ilocutivos, es la intención de la frase como, afirmar, prometer, etc.; y enunciados perlocutivos, es la reacción, la conducta que se produce en el interlocutor.

Se bajó del tranvía en la parada del Campus de Guajara, por la calle Profesor José Luis Moreno Becerra, y subió hasta la entrada al Campus por la puerta que da al Aulario. Pasó junto a la cafetería en la que solía desayunar cuando estudiaba la Licenciatura de Filosofía. Su promoción había sido la última con esta titulación. Todavía recordaba los ratos que pasaba en la cafetería y, especialmente, los bocadillos de tortilla que se metía entre pecho y espalda. Sólo de recordarlos comenzaba a salivar. Al recordarlos, y porque sabía que en cuanto devolviera el libro, acudiría a cumplir con la sacrosanta misión de sentarse en una de sus mesas, y nutrirse con un zumo de naranja, un bocata de tortilla con mahonesa y tomate, un cortadito natural y un vaso de agua con gas. Aceleró el paso y atravesó el Aulario para salir por la puerta que da a la Biblioteca General y de Humanidades. Cumplido el trámite burocrático de la devolución del libro de J.L. Austin, y retirar varios ejemplares de la revista Gavagai, se dirigió, desandando el camino recorrido, hacia la cafetería por la zona interna del Hall del Aulario, a través de las escaleras que dan acceso a la misma.

Al entrar, el ruido, el trasiego de gentes y el olor a comida, lo transportaron varios años atrás con la oculta intención de rejuvenecerlo. Miró en derredor y sólo había dos mesas libres. Estaban situadas entre la barra y los ventanales que dan al patio interior. Una junta a lo otra. Dejó las revistas sobre una de ella y se acercó a la barra para pedir su desayuno. Todavía recordaba a Fernando, uno de los camareros de su época de estudiante que, al verlo, le preguntó,

—Bocata de tortilla con mahonesa y tomate, ¿no? –y se saludaron con complicidad.

— ¡Por supuesto! y no te olvides del zumo de naranja. Luego te pido el cortadito y el vaso de agua con gas.

Mientras esperaba a que le prepararan el bocadillo y el  zumo, compartieron viejas anécdotas y alguna que otra nota de humor referente a antiguos profesores. Recordaban aquella vez que una profesora de él había pedido medio bocadillo de tortilla a la vez que él pedía el suyo; se acordaban que sólo quedaba un bocata de tortilla, y que se lo estaba guardando para él; que le había dicho a la profe que no le quedaban bocadillos de tortilla, con la esperanza de que pidiera otro diferente y, en su defecto, que se fuera pronto de la barra como era su costumbre, para podérselo vender a su amigo; que la profe, resignada, había pedido otro de pollo a la vez que abría un libro; que estuvo media hora sentada en la barra, mientras él se moría de hambre y Fernando, muerto de risa y disimulando cuanto podía, no se lo podía servir.

Cuando se dirigió al sitio donde había dejado las revistas,  con el bocata en una mano y el zumo en la otra, se percató que la mesa contigua la había ocupado una chica que leía un libro de color beige, antiguo y bastante manoseado, con el tejuelo de la Clasificación Decimal Universal de la Biblioteca de la ULL. Al sentarse, observó de cerca el título del libro, «Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos» de Don Miguel de Unamuno. Concretamente, el volumen segundo de sus obras completas. Y se quedó impresionado. No era un libro que estuviera en boga entre el alumnado; ni siquiera era uno de los autores preferidos de la generación del 98. Tal vez, Ortega y Gasset, Xavier Zubiri o María Zambrano, estaban más de moda y parecían representar mejor la filosofía española entre los alumnos y alumnas, aunque no así entre el profesorado de la Universidad y los currículos oficiales del ministerio, donde Unamuno tenía un sitio privilegiado en la línea del pensamiento existencialista.

Tenía una abundante melena negra; unos ojos de color miel, enormes; unas cejas arqueadas, gruesas y bastante pobladas, que contribuían a que los ojos se vieran mucho más grandes, y el rostro, redondo, pareciera más perfilado. Vestía una camiseta reivindicativa, de color malva, con la inscripción Basta de violencia contra la mujer sosteniendo una mano compuesta por palabras en varios colores, tales como, violación, desprecio, acoso sexual, etc.; unos leggins negros y unos tenis deportivos. Tenía un porte intelectual con el libro entre las manos, y cuando descansaba la vista, mirando al infinito, parecía una erudita intentando comprender y asimilar lo que acababa de leer. Mientras disfrutaba de las primeras mordidas de su bocadillo y masticaba saboreando cada uno de los ingredientes –las papas, el perejil, las cebollas, el huevo poco hecho, el queso, el tomate, y la mahonesa–, paladeando y relamiéndose con una fruición propia de un gourmet de las estrellas Michelin, no paraba de fijarse en aquella chica  que le parecía bella a la par que inteligente.

— ¿Qué tal? ¿Cómo estás? –le dijo un chico que se acercaba a la mesa a la vez que se inclinaba para darle un beso.

— ¡Holi! –le respondió, mientras le correspondía con otro beso.

—Ya veo que te estás empollando el volumen –observó mientras se sentaba y sacaba de la mochila un libro.

Observó que el tomo que puso sobre la mesa era también de Unamuno, concretamente, su novela «Niebla», considerada una de las obras cumbres de la Generación del 98. Estarán preparando un seminario sobre Miguel de Unamuno, pensó. Leopoldo, que así se llamaba el compañero, era alto, con cuerpo atlético y el pelo rizado de color caoba. Vestía pantalón vaquero y camisa de algodón con estampado de cuadros de manga larga conjuntado con unos tenis Pumas azul con rayas blancas.

—No te quejes, Leo, que a mí me tocó el más gordo –le dijo con una amplia sonrisa.

—A ver, que la idea fue tuya. Nos enrollaste con la excusa de la peli –le contestó poniendo cara de circunstancias.

—Por cierto, ¿sabes algo de Chano? –le preguntó a media voz y con cara desinteresada.

—Pues no. Anoche no durmió en el piso. Fueron a ver la peli y esta mañana no estaba.

— ¡Cómo! ¿No durmió anoche en el piso? –Y le salió una voz entre preocupada y enfadada; puso una cara entre sorprendida y enojada; y gesticuló a medias entre desconcertada y disgustada. Parecía como si tuviera alguna relación con Leo, o al menos le importase algo. Y le volvió a preguntar con una voz entre quiero saber y no me lo digas.

— ¿Sara estaba con él? –Y los ojos se agrandaron, las cejas se arquearon, la cara se contrajo y el cuerpo se puso en tensión como un felino a punto de caer sobre la presa.

—Anoche, no sé. Ahora sí que están juntos. Míralos, por ahí vienen –le contestó despreocupadamente mientras abría la novela.

Los ojos de Lorena, que así se llamaba, miraban con estupor a sus compañeros que venían riéndose y de muy buen rollo. Sara, era alta, delgada y con un cuerpo que nada tenía que envidiar a las mejores modelos de cualquier pasarela de moda. Vestía unos vaqueros culotte y un top negro, baggy, de tipo túnica y palabra de honor, combinado con unas sandalias de tacón en un tono plateado. Tenía una planta que quitaba el hipo. Chano, en cambio, vestía más informal: pantalón vaquero Corte slim, de talle bajo, con diseño de cinco bolsillos para un look actual, y rotos y arreglos para un acabado desgastado; una camisa de cuello solapa y manga larga acabada en puño con botón, bolsillo de plastrón en pecho y cierre frontal con botones; y unos tenis de tela de punta redonda de color negro.

La cara de Lorena era un poema: a medio camino entre la satisfacción y el desconcierto. ¡Pero si no pegan ni con cola! –Parecía decir su rostro– y siguió escudriñándolos mientras se acercaban.  Chano y Sara se acercaron a la mesa donde estaban sus colegas y los saludaron efusivamente. Se besaron, se abrazaron, se dijeron las chorradas de costumbre y descargaron sus mochilas mientras se sentaban. Faltaba una silla y Chano se dirigió a él, que estaba en la mesa de al lado.

— ¿Puedo? –preguntó mientras cogía una de las sillas.

—Sí, claro. Por supuesto –y se sonrieron amablemente.

Mientras seguía disfrutando del bocata de tortilla y del zumo de naranja, pensaba en aquellos cuatro compañeros de la mesa de al lado. Les recordaba sus tiempos de estudiante y su grupo de amigos; las reuniones que tenían en ese mismo lugar; los debates al salir del aula por alguna teoría en la que unos se enfrentaban a los demás; las discusiones por decidir que peli iban a ver por la noche, etc. Mientras pensaba en ello, Chano se levantó y preguntó qué querían tomar, y tras tomar la comanda del grupo se dirigió a la barra para pedírsela al camarero. Lorena aprovechó para interrogar a Sara sobre lo ocurrido la noche anterior.

— ¿Entonces fueron a ver la peli? –le dijo a Sara con un tono meloso y una sonrisa almibarada.

—Sí. Fuimos a la sesión golfa porque antes estuvimos en mi piso preparándonos por el guión que nos diste. Por cierto, muy bueno. Gracias a él pudimos concentrarnos y seguir el argumento, porque ya sabes que en esas sesiones lo de menos es la película –y esbozó una sonrisa picarona que enervó la cara de su amiga y le hirvió la sangre–. En un tono menos amable, pero mordiéndose la lengua, preguntó.

— ¿Y después?... –y sin dejar que acabara la frase, Sara dejo caer lo que ella sospechaba y no quería saber.

—Nos fuimos directamente a mi casa a repasar la peli, tus preguntas del guión, el talante de los personajes, especialmente los de Millán-Astray y Unamuno. Y después nos fuimos a dormir. Chano se empeñó en quedarse porque era muy tarde y estaba cansado. Yo le dije que el sillón era peor que una tortura china, pero insistió en acostarse.

—Por cierto, ¿Andrea y Ana les ayudaron? –y soltó la pregunta como sueltan los destructores las cargas de profundidad: silenciosamente, cadenciosamente, discretamente, pero con la firme intención de encontrar un submarino enemigo y hacerlo explotar por los aires.

— ¡No! ¡Qué va! Aprovechando una oferta de Airbnb se fueron de finde romántico a una casa rural. Hasta ésta tarde no vienen. Pero ya sabes que Chano no entra en su habitación y mucho menos en su cama.

¡Ajá!, pensó mientras ponía cara de incrédula y sonrisa fingida. Se coge más pronto a una mentirosa que a una coja. ¿A qué viene dar tantas explicaciones? ¿Una cama libre y se queda en el sillón? Excusatio non petita, accusatio manifesta.  En eso, llegó Chano con los cortados y Leo se levantó para ayudarlo a traer las magdalenas y las palmeras de chocolate que habían pedido. Ellas se sonrieron falsamente y comenzaron a distribuir  a cada uno lo suyo. Con increíble habilidad, Lorena, puso al lado suyo, en el sitio que ocupaba Leo, el único cortado de leche y leche, sabedora que era el de Chano, y una palmera de chocolate. De esta manera, paralelo a él, en la otra mesa,  se sentaba Lorena; enfrente de ella, Leo; a su derecha, Sara; y a su izquierda, de espaldas a él, Chano.

El bocadillo de tortilla estaba llegando a su fin. Le estaba sabiendo como nunca. Y no sólo por lo sabroso que estaba; ni siquiera por la satisfacción de recordar viejos tiempos mientras lo saboreaba; tampoco por el placer que le producía desayunar en aquel lugar del que guardaba tantos y tantos recuerdos con sus amigos y amigas; esta vez, además, estaba asistiendo a la farándula de la vida, donde cada uno de los actores desarrollaba su papel en un microcosmos individual interconectado por las relaciones sociales. El grupo que tenía delante, sus relaciones profesionales, sociales, de amistad, de ocio, sus deseos ocultos, así lo confirmaban. Y estaba satisfecho de lo que estaba viendo y oyendo.

—Bueno, al lío -dijo Chano mientras daba un bocado a la palmera-. Dirige tú el debate, Lore, que al fin y al cabo eres la que ideó este trabajo.

Todos asintieron mientras miraban a Lorena y ponían sobre la mesa la tarea encomendada a cada uno: Leo, los apuntes que había sacado de su lectura de «Niebla»; Lorena, los suyos del libro «Del sentimiento trágico de la vida»; Sara y Chano los apuntes que habían obtenido de la película «Mientras dure la guerra». Con todo el material dispuesto, con la tarea encomendada hecha y con las ganas de comenzar a descifrar la controvertida figura de Don Miguel de Unamuno, utilizando como pretexto la película de Alejandro Amenábar, Lorena comenzó a dirigir la reunión.

—Comencemos entonces glosando la figura de Unamuno que como sabemos es uno de los escritores más importante de la generación del 98, entre los que destacan Pío Baroja, Azorín, Ramiro de Maeztu, Valle-Inclán y Antonio Machado, entre otros, y con los que comparte argumentos como el de la decadencia española y su destino histórico. Además, y por lo que a nuestro estudio nos concierne, su obra literaria se encuentra cargada de implicaciones filosóficas muy ligadas al pensamiento existencialista. Concretamente, se centra en el tema de la inmortalidad y la fe religiosa: partiendo de la idea de la individualidad del ser humano, a través de doble principio de conservación y reproducción, intenta fundamentar su afán por la inmortalidad individual que exige la supervivencia del propio cuerpo –aquí entra su novela «Niebla» y tu trabajo, Leo–; y este anhelo de inmortalidad conduce a un debate entre la fe y la razón que desarrolla en la obra «Del sentimiento trágico de la vida» que me tocó a mí comentar; por último, vamos a ver como se refleja todo ello en la película que Sara y Chano han destripado. Comienzas tú, Leo.

— ¡Ejem, ejem! –carraspeo y comenzó–: Bueno, primero tengo que decir que me costó lo suyo, porque se mete un rollo con los personajes y con él mismo ya que actúa como si fuera un ser superior o extraño a los mismos personajes.

—Vamos a ver, Leo –le interrumpió Lorena–. Eso forma parte de la novela: Unamuno hace el papel de Dios y Augusto el de criatura. Pero sigue, sigue –añadió.

— ¡Vale, empollona! –Y se oyeron unas risas socarronas de sus compañeros–. Pues –continuó, Leopoldo–, la novela narra la situación de un hijo único de madre viuda,  Augusto Pérez, que a la muerte de ella no sabe qué hacer con su vida hasta que conoce a una guapa pianista, huérfana como él,  que  vive con sus tíos, don Fermín y doña Hermelinda, llamada Eugenia Domingo del Arco, de la que cree enamorarse y no descansa hasta conseguir su amistad. Luego comienza a cortejarla y es rechazado por Eugenia, porque tiene un novio, llamado Mauricio. Entonces, Augusto entabla una relación amorosa con la señorita que le planchaba, una tal Rosario, para darle celos a Eugenia.

—Esas son las telenovelas que te gustan a ti –dijo Chano, provocando la risa generalizada–: ¡Ja, ja, ja!; ¡je, je, je!;¡ji, ji, ji!; ¡jo, jo, jo!

— ¡Cállate! ¡Mira quien fue a hablar! –le espetó Leopoldo, y siguió con la narración.

—Después de algunas movidas, Eugenia, celosa, decide aceptar a Augusto como novio y futuro esposo. Fijan el día de la boda, pero antes de que ésta se realice, Augusto recibe una carta de Eugenia, en la que le dice que nanay, que se vuelve  con Mauricio, y encima,  a vivir de un empleo que Augusto le había conseguido, porque éste era un holgazán de tomo y lomo. –Leopoldo levanta la vista, mira a sus compañeras con cara de sorna y, tras un inciso, les espeta–: ¿Ves lo que digo yo de las mujeres? ¡No hay quien las entienda!

— ¡Hiaaa, hiaaa! –Comenzó a rebuznar, Sara–. ¡Ya habló el burro de Apuleyo!

—Venga, chicos. ¡Vamos a seguir! –intermedió Lorena.

—Ante esto –prosiguió Leopoldo–, Augusto decide suicidarse, pero antes acude a Salamanca a hablar con Unamuno, donde el autor interpreta el papel de Dios y Augusto el de criatura. De éste encuentro sale muy confundido, pues el Dios-Unamuno le revela que él no existe, sino que es una criatura de ficción y que está destinado a morir, no a suicidarse. Confundido, Augusto discute el carácter real de Unamuno-Dios, lo desafía y le recuerda que él, Don Miguel, y todos los que lo lean, también han de morir: morirán cuando Dios deje de soñarles, o ellos dejen de soñar el sueño de Dios. Abandona Salamanca dejando muy perturbado a don Miguel, su creador, que deja de soñarle y, consecuentemente,  Augusto muere. –Leo levantó la vista y con cara de satisfacción por el trabajo realizado, añadió–: ¡Ya está! ¿Y ahora, qué?

—Mis respetos, pardillo –le dijo Chano, con una amplia sonrisa, mientras le daba unos golpecitos en la espalda–. Ahora entiendo porqué te empeñaste –dijo, dirigiéndose a Lorena– en meter ésta novela en el proyecto: por las dudas existenciales de Unamuno y su lucha entre la razón y la fe, ¿no?

—Exacto. Es como un aperitivo para lo que nos espera ahora en el resumen que voy a exponer de su obra filosófica, «Del sentimiento trágico de la vida».

—Yo veo otra cosa –intervino Sara–. ¿Puede ser que la relación de Augusto con Eugenia no fructificara porque aquél no supo convencerla? ¿Qué Augusto se fue desazonado de Salamanca y Unamuno se quedó perturbado porque éste no fue suficientemente persuasivo al explicarle su condición de mortal?

— ¡Jobar, Sara! ¡Muy bien! Pero no me hagas spoiler –y le dedicó una amplia sonrisa.

Había acabado con el bocadillo de tortilla y se estaba bebiendo el último sorbo del zumo de naranja. Se iba a levantar a pedir el cortadito y el vaso de agua con gas pero, al percatarse que Lorena iba a hablar, decidió esperar para escucharla y, todo sea dicho, para disfrutar de su dulce voz, de sus gráciles gestos y de sus enormes y persuasivos ojos. Pero lo que más le gustaba de ella eran sus razonamientos, su habilidad para reconducir la situación, su capacidad para mediar y sus dotes innatas de líder. Vamos a ver -se dijo- si su exposición se puede encuadrar dentro de la teoría los Actos de habla de Austin.

—Para empezar –comenzó a hablar Lorena– «Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos» lo publicó Unamuno en el año 1913 y la película de Amenábar está ambientada en 1936. Sin embargo, es muy pertinente para entender el personaje  de Karra Elejalde en el filme: en primer lugar, elabora una concepción del hombre concreto, de carne y hueso, y conjuntamente una preocupación por la muerte y la inmortalidad, sentida o vivida más que razonada; en segundo lugar, la colisión entre el pensamiento científico, incapaz de dar un sentido a la vida, y la moral religiosa carente de justificación personal desemboca ineludiblemente en la desesperación; y en tercer lugar, como consecuencia de lo anterior, Unamuno argumenta que necesitamos creer en Dios y que esta necesidad es suficiente para justificar la adopción de la creencia religiosa.

—Ahora se entiende la personalidad atormentada de Unamuno en la peli –interrumpió Chano. Y añadió–: No sólo por los acontecimientos de la Historia de España que le tocó vivir: la última guerra carlista, el anarquismo y el proceso de Montjuic, su destierro a Fuerteventura, la guerra de Cuba, etc., sino por la vida íntima de un hombre preso de una violenta crisis espiritual y angustiado por el porvenir de su familia.

—Así es, Chano. Pero no adelantemos acontecimientos –y prosiguió con su exposición.

—No podemos obviar la deriva del pensamiento unamuniano hacia el existencialismo después que los sistemas metafísicos, con pretensiones explicativas de totalidad, de naturaleza definitiva, caen por tierra, y sólo le queda dar el salto de Kant desde la razón pura a la razón práctica; pero como este salto lo deja en una constante agonía dado que la esencia del hombre es el anhelo, el ansia y el hambre de inmortalidad, se produce el  acercamiento a los existencialistas, tales como Kierkegaard, Sartre, Heidegger, Jaspers, Camus... Bien, pues todo esto está detrás del Sentimiento Trágico de la Vida, donde argumenta que necesitamos creer en Dios y que esta necesidad es suficiente para justificar la adopción de la creencia religiosa.

—¿Necesidad de creencia religiosa? ¡Después de todo lo que la Iglesia lo machacó, incluido el destierro a Fuerteventura en 1924! –intervino, Leopoldo.

—Pues sí, Leo. Voy a terminar precisamente con la reseña de dos Cartas Pastorales, de dos Obispos, en dos fechas diferentes, contra Don Miguel de Unamuno. La primera en 1938 por el Obispo de Salamanca, preconizado Cardenal Primado de Toledo, Don Enrique Plá y Deniel, titulada «Los delitos del pensamiento y los falsos ídolos intelectuales» contra el fetichismo de los intelectuales, especialmente contra el libro «Del sentimiento trágico de la vida» que, posteriormente, el 20 de marzo de 1942, prohibió mediante un Decreto por el cual « ningún católico puede editar dicho Libro, ni sin especial permiso de la Santa Sede, venderlo, leerlo o retenerlo». La otra Carta Pastoral, la publicó el Obispo de la Diócesis de Canarias, Don Antonio de Pildain y Zapiain, con el título «Don Miguel de Unamuno, hereje máximo y maestro de herejías», fechada en Las Palmas de Gran Canaria, el 19 de septiembre de 1953, en la que criticaba que, con motivo del homenaje que iba a rendirse a D. Miguel de Unamuno, consistente en la inauguración de la Casa-Museo de su nombre con ocasión del VII Centenario de la Universidad de Salamanca, en dicha Casa-Museo pudieran figurar en primer término sus propios libros y los libros por él adquiridos –y, cito textualmente– «con las ideas mondas y lirondas de Kant y Hegel, de Schopenhauer y William James, de Ibsen y Kierkegaard y Loisy, etc., y, sobre todo, con las de su triada dilecta, de los que preferentemente se sirvió, según confesión propia, para el estudio de la teología luterana, de Herrmann, de Harnack y de Ritschl». Y concluía la Carta Pastoral llamando «gravemente la atención de los padres, maestros, profesores para que desaconsejen y prohíban, sobre todo a la juventud, la lectura de obras tan reprobables para todo el que con criterio auténticamente católico las juzgue»

—Vaya, Lorena, estás condenada, anatematizada, reprobada y condenada a arder en los infiernos por toda la eternidad –dijo Sara, sentenciando–: ¡Por haberte leído ese libro prohibido por los curas! –Y comenzaron todos a reírse–: ¡Ja, ja, ja!; ¡je, je, je!;¡ji, ji, ji!; ¡jo, jo, jo!

Aprovechando las risas y los comentarios jocosos que se sucedieron acerca de la condena eterna de Lorena, se acercó a la barra a pedir su cortado y el vaso de agua con gas. Cuando volvió, sólo acertó a oír un comentario de Chano que incitaba a Lorena a pasar una noche loca con él: ¡total, ya estaba condenada a arder en el fuego eterno!; a la vez observó como Lorena lo miraba con cara de reproche, no por lo que acababa de decir y proponer, sino por no haberlo sugerido antes.

—Pero a pesar de lo que digan los Obispos –continuó Lorena–. El libro argumenta que necesitamos creer en Dios y que esta necesidad es suficiente para justificar la adopción de la creencia religiosa. ¿Qué les parece?

— ¡Uff! Yo creo que el argumento no puede usarse para justificar la adopción de la creencia religiosa –dijo Sara.

—Yo estoy de acuerdo contigo y, además, este argumento parece ser más convincente si se entiende en términos de deseo y no de necesidad. Que es lo que también se desprende de la lectura de «Niebla» –sentenció Leopoldo.

— ¡Totalmente de acuerdo! Aunque añadiría que, ya sea en términos de deseo o necesidad, lo que realmente demuestra el argumento es el conflicto entre la necesidad o el deseo de creer en Dios, y la coherencia epistémica para adoptar dicha creencia –decretó Chano.

—Pues muy bien. –Lorena los miró y añadió–: Ahora que ya conocemos al personaje, sus vicisitudes históricas, sus creencias y sus escritos, vamos a ver si eso queda reflejado en la película. ¿Les parece?  

Todos asintieron, mientras se miraban entre sí, para ver si alguien tenía algo que decir. Lorena, satisfecha, propuso comenzar en torno a la escena del discurso en la Universidad de Salamanca. Concretamente, con la famosa frase pronunciada en el discurso de Unamuno, que ella proponía en forma de slogan: Vencer, convencer, persuadir. Mientras ella planteaba el debate y sugería el slogan, él sintió la necesidad de formar parte del mismo, no en balde el slogan podría catalogarse como un enunciado performativo, y cada una de las palabras que lo componían podrían tipificarse como un enunciado locutivo, ya que se refiere al acto físico, «vencer»; un enunciado ilocutivo, ya que la intención de la frase es, «convencer»; y un enunciado perlocutivo, puesto que la reacción, la conducta que se pretende en el interlocutor es, «persuadir»

— ¿Estamos de acuerdo, entonces, en partir del siguiente slogan -comenzó diciendo Lorena-: «Vencer, convencer, persuadir»? –Y todos lo admitieron de buen grado.

—Bueno, si les parece –dijo Sara–, puedo repetir el discurso para refrescarlo. –A lo que todos asintieron  y se dispusieron a escucharla.

—«¡Éste es el templo de la inteligencia! ¡Y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho».

—Perfecto, Sara. –Dijo Lorena y añadió–: Podemos comenzar a debatir.

—Yo pienso –empezó hablando Leopoldo– que la personalidad de Unamuno está perfectamente descrita en la novela –refiriéndose a Niebla–: es un personaje contradictorio –ama a Eugenia pero se enrolla con Pilar–; paradójico –le consigue un empleo a Mauricio, el novio de Eugenia, que es su máximo competidor–; inquieto y rebelde –en guerra consigo mismo, en continua tensión, sin encontrar nunca la paz, acosado por sus dudas religiosas y existenciales–; y tremendamente individualista, siempre rindiendo culto a su propia personalidad –convirtiéndose en el Dios-Unamuno frente al Augusto-criatura.

—Eso es, Leo. Has descrito muy bien la personalidad de Unamuno. –Intervino Lorena.

—En cuanto a sus ideas políticas –prosiguió Leopoldo–, Unamuno fue militante del PSOE, pero con el paso del tiempo se fue desencantando y abandonó su militancia política. Fue un gran crítico de los distintos regímenes y acontecimientos políticos que le tocó vivir: la tercera guerra carlista, la restauración borbónica, la dictadura de Primo de Rivera, la II República y la sublevación de los militares en el 36. Se podría decir que Unamuno fue un perpetuo disidente: se enfrentó al nacionalismo católico vasco de Arana y al nacionalismo catalán; a la dictadura de Primo de Rivera –lo que le ocasionó el destierro a Fuerteventura– y a la II República –costándole su puesto de Rector de la Universidad de Salamanca–; a los militares sublevados –después de haber donado cinco mil pesetas en su apoyo– en el fatídico día del 12 de octubre de 1936 que le costó nuevamente su cargo de Rector de la Universidad y el confinamiento en su casa, donde moriría unos meses después, por enfrentarse a Millán Astray.

—La verdad es que ahora se entiende mejor esos vaivenes existenciales que se aprecian en la peli –apuntó, Sara–. No supo aplicarse a sí mismo, a su vida, lo que les echaba en cara a los militares: que no bastaba con vencer, sino que había que convencer.

—Eso mismo estaba pensando yo –intervino Chano–. Al parecer no logró nunca vencer en su lucha particular entre la fe y la razón. Tal vez porque no supo convencerse de la futilidad de una fe perdurable; de la inanidad de la existencia y la inmortalidad del hombre; de la insignificancia en la creencia de que la mente sobrevive a la muerte.

—Sí, está claro –Lorena cogió el libro y se lo mostró a sus compañeros–. Aquí aparece recogido todo lo que acaban de exponer: una concepción antropológica centrada en la preocupación por la muerte y la inmortalidad; el enfrentamiento entre el pensamiento científico y la moral; la necesidad de creer en Dios y que esta exigencia es suficiente para justificar la adopción de la creencia religiosa. ¡Pero no está persuadido de ello! Porque mantiene la duda epistémica en torno a la licitud del argumento.

—¡Jobar!  La verdad es que tuvo una existencia convulsa, Unamuno –dijo Leopoldo–. Me pregunto si cuando pronunciaba su discurso, mientras les decía aquello de «venceréis, pero no convenceréis», pensaba en sí mismo, en su vida, en su búsqueda personal de la inmortalidad, de la trascendencia. Si se estaba interrogando a sí mismo, si  tenía «razón y derecho en la lucha» como les estaba echando en cara a aquellos exaltados que proferían enardecidamente,  «¡Viva la muerte!», es decir, viva la irracionalidad.

Mientras discutían todo esto, él se sentía abrumado por tantos argumentos, por tanto trabajo minucioso, por tanto empeño en descubrir la figura de Unamuno. En el fondo estaba orgulloso al contemplar que los jóvenes filósofos mantenían viva la llama de la filosofía. Se sentía satisfecho al comprobar todo lo que daba de sí la película de Amenabar si se la miraba con ojos críticos. Incluso le sirvió para comprobar la relación existente entre el slogan propuesto por Lorena con su ensayo sobre los Actos de habla de Austín, ya que estaba proferido en el lenguaje natural. Sólo estaba esperando a ver la resolución que le iban a dar al asunto porque, si bien habían dejado claro la propuesta a las locuciones vencer y convencer, todavía no habían abordado la más complicada, persuadir. En eso, Lorena, comenzaba a hablar.

—Por último, nos falta comprobar si verdaderamente Unamuno consiguió persuadir con su discurso; si logró persuadirse después de tantos vaivenes políticos, religiosos y filosóficos; si ha conseguido apoderarse de nuestras voluntades y razonamientos y persuadirnos de su verdad –Ésta chica vale un potosí, pensó mientras cruzaba sus piernas y agudizaba el oído–. Lo primero que tenemos que hacer es definir el término.

—Bueno, persuadir es convencer a alguien para que haga o deje de hacer algo, ¿no? –se adelantó a decir Chano.

—¡Exacto! –dijo Lorena–. ¿Estaba convencido Unamuno? ¿Convenció con su discurso al auditorio que tenía delante? ¿Nos ha convencido a nosotros? Porque persuadir es algo más que convencer. Para persuadir hay que elegir el momento adecuado; hablar sosegadamente y poner en valor las dotes del otro; hablarle con convicción de manera clara y directa; permitirle que se sienta parte de la solución y, sobre todo, ceder un poco para que sea una solución colaborativa.

—Pues mira, qué quieres que te diga, Lore –intervino Leopoldo–. A mí sí me convenció con su discurso antifascista. ¡Y eso que todavía no había sufrido la dictadura del Chaparro del Pardo!

¡Ja, ja, ja!; ¡je, je, je!;¡ji, ji, ji!; ¡jo, jo, jo! –comenzaron todos a reírse.

—Después dices que no estás enganchado a las telenovelas. ¡Si hablas igual que Pelayo Gómez! El de Amar es para siempre –Dijo Chano. Y continuaron las risas–: ¡Ja, ja, ja!; ¡je, je, je!;¡ji, ji, ji!; ¡jo, jo, jo!

—Venga, centrémonos –intermedió Lorena–. ¿Hay algún momento persuasivo durante el discurso de Unamuno? ¿Nos ha persuadido a nosotros?

—Yo creo que no –comenzó a decir Sara–. Por ejemplo, cuando Unamuno dijo, aludiendo a lo afirmado por los oradores anteriores con respecto al País Vasco y Cataluña, que «el señor obispo lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis…», lo único que consigue es el grito  airado de Millán Astray, «¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!», lo cual evidencia que persuadir, persuadir, no persuadió.

—Opino como Sara –dijo Chano–. Aunque a mí si me persuadió. Tal vez no por la forma de exponerlo, ni por lo airado del discurso, ni por la vehemencia del mismo, sino por los acontecimientos históricos que sucedieron después y nos sumieron en los cuarenta años de dictadura del Chaparro del Pardo, como diría Leo. Creo que Unamuno no persuadió en el momento pero si a las generaciones futuras y nos legó un ejemplo admirable: ante el fascismo, ante las dictaduras, ante las ideologías que socavan los derechos de los hombres y de las mujeres, que anteponen los intereses económicos a las necesidades vitales, hay que gritar alto, muy alto, con toda la persuasión de que seamos capaces, ¡Ni venceréis, ni convenceréis!

—¡Plas, plas, plas! –comenzaron a aplaudirle todos.

—¡Vaya con el pedazo de político que nos ha salido! –dijo Lorena mientras lo miraba con una amplia sonrisa y unas ganas locas de comérselo a besos.

Mientras miraba a los cuatro compañeros, pensaba que había aprovechado muy bien la mañana: había devuelto el libro y sacado varias revistas Gavagai; había desayunado a la antigua usanza y lo había disfrutado como  nunca –¡Dios, como le gustaban esos bocatas de tortilla!–; había estado atento al desarrollo del debate de la mesa de al lado, y había establecido algunas relaciones entre el slogan de Unamuno y los enunciados performativos de Austin; había disfrutado recordando sus debates y tertulias en ese mismo sitio con sus antiguos compañeros. Sólo le quedaba la curiosidad por saber que iba a pasar con Lorena y Chano: si iban a seguir igual o alguno de los dos se atrevía a declarársele al otro.

—Bueno,  pues ya sólo nos falta llegar a una conclusión consensuada para cerrar el debate. –Mientras lo decía, Lorena, se echó hacia adelante y le cogió las manos a Sara y a Leopoldo, a la vez que ponía su pie izquierdo sobre el pie derecho de Chano, por debajo de la mesa, y añadió–: Lo mejor será hacer dos grupos interdisciplinares y mixtos, es decir, un miembro que haya leído uno de los libros y el otro que haya visto la película, así nos aseguramos tener las dos versiones. La conclusión a la que lleguemos tiene que tener los siguientes elementos: que la persuasión se produzca mediante un discurso en el cual  las pasiones son necesarias para producirla; que tiene que haber una conexión entre persuasión, pasión y el discurso; y que las pasiones, que producen cambios en el cuerpo, sean susceptibles de  construirse enunciados sobre ellas. ¿Están de acuerdo?

—¡Perfecto! –asintieron los tres.

—Pues a trabajar. Tenemos hasta el lunes por la mañana, aquí, a la misma hora que hoy para presentar las conclusiones. –Y mientras hablaba, sentía como la mano derecha de Leopoldo le acariciaba el muslo de su pie izquierdo, desde la rodilla hasta la entrepierna. Y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contenerse.

No podía creer lo que estaba viendo desde su privilegiada situación. ¡Qué crack!, se decía, mientras observaba las maniobras de Lorena. Había conseguido vencer, convencer y persuadir a sus amigos. Había vencido porque se había quedado con Chano. Para ello, tuvo que convencerlos de que lo mejor serían grupos interdisciplinares y mixtos, con lo cual, ya que Leopoldo había leído un libro como ella, la única opción era que Chano y ella formaran un grupo. Y los había persuadido con su encantadora voz, cogiéndoles las manos a unos y ofreciendo su muslo a otro, además de poner en valor sus aportaciones y propugnar una conclusión colaborativa. Además, los había emplazado para el lunes, con lo cual se aseguraba el fin de semana con Chano para ella sola. Contento y satisfecho con lo que había visto, oído y saboreado, se dirigió a la barra, pagó la consumición, se despidió de su amigo, y se dirigió a la parada del tranvía para regresar a su casa. Mientras esperaba en el andén, observó como salían del campus, cogidos de la mano, Chano y Lorena. Se sonrió satisfecho y recordó lo escrito por Don Miguel de Unamuno, en su libro «Por tierras de Portugal y de España»  en el capítulo titulado, La Laguna de Tenerife, y fechado en Las Palmas (Gran Canaria) Agosto de 1909 cuando visitó La Laguna por primera vez:

«En La Laguna, un silencio y una soledad que se metían hasta el tuétano del alma. En el cielo bruma, una bruma de ensueño, de soñarrera más bien. Unas calles largas, largas como el ensueño; en el fondo una torre oscura tronchada. Acá y allá, casas con salientes miradores de madera, de celosías, pintados de verde por lo común; unos miradores muy típicos, tras de los cuales se adivina a la dama que espera, que espera hace siglos; a la misma dama de los tiempos del Adelantado…»
Y, sonriendo para sus adentros, se dijo: —¡Ay, Don Miguel! Si supiera que ya las damas no esperan…