sábado, 21 de diciembre de 2019

EL PECECITO DE COLOR


Habían pasado unos treinta y pico de años desde que se encontraron en la inmensidad del océano. No habían nacido en las mismas aguas; no habían comido del mismo plancton; no habían tenido las mismas cuevas que explorar; no nadaban con la misma velocidad, aunque avanzaban de manera similar moviendo la cola a ambos lados, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Tampoco tenían una agregación en común, esa reunión de peces sueltos y desorganizados que a menudo contienen diferentes especies. Desde luego, no pertenecían a ningún banco pues eran de especies distintas. En cambio, había algo que los unía: los sentimientos. Ya se sabe que la cognición de los peces y su percepción sensorial están por regla general a la par de las de otros animales. Y eso fue lo que permitió que se conocieran y decidieran  nadar juntos por el amplio mar.

«…El cristal de los acuarios
De los peces de ciudad
Que mordieron el anzuelo
Que bucean a ras del suelo…»

Mientras suena la canción de Sabina, Peces de ciudad, se acuerdan de aquella historia que comenzó hace unas cuantas décadas.  Desde entonces, años y años -como buenos habitantes del mar-  rigiéndose por la ballestilla, el astrolabio y el cuadrante de Davis, mediante el octante y el sextante, para determinar la Latitud; por los meridianos y paralelos para determinar la Longitud geográfica; por la aplicación de las Leyes de Kepler para fijar la hora del reloj de sol o la hora civil de Greenwich mediante relojes atómicos. Durante todo ese tiempo, desafiando al tiempo y a la mar; recorriendo cantidades ingentes de millas marinas; enfrentándose a tornados, huracanes y tifones; eludiendo la sobrepesca diaria; evitando la contaminación marina de  los residuos industriales; sorteando  remolinos gigantes de millones de piezas de plástico y otros residuos.

«Se peinaba a lo garçon
La viajera que quiso enseñarme a besar
En la gare d'austerlitz
Primavera de un amor
Amarillo y frugal como el sol
Del veranillo de san Martín…»

Recordaron como anécdota, la aventura, la narración,  el relato del pececito de color. Aquel que describía los inicios de una comunicación idílica radicalmente opuesta a un diálogo de besugos. El feeling que  inmediatamente se forjo entre ellos, a semejanza de la sensibilidad química por la que se produce el regreso de los salmones a sus ríos de nacimiento para desovar, presagiaba un efecto indefinido en el tiempo que propiciara una relación duradera y complementaria en la vida personal y amorosa. De esta manera comenzaron los atracones en Paco Millet; las habituales concurrencias al cine; las arraigadas asistencias a los pubs, cafeterías, bares y cervecerías de moda; los desembarcos en La Marisquería Ramón; los paseos nocturnos por Las Teresitas, etc.  Como buenos peces, les encantaba todo lo relacionado con el mar. Así comenzó todo:

«Se cuenta que una vez había un pez de hermosos y bellos colores que no creía que los tenía. Había pasado, al sumergirse en el mundo, por una mala experiencia: se había adentrado en una oscura cueva donde dejó de verse a sí mismo: a sus colores. El lindo pez, al verse en aquella oscura soledad, rompió a llorar; las lágrimas enturbiaron sus ojos y dejó de ver sus hermosos y bellos colores. Aunque los tenía, no veía el verde de la esperanza, ni el azul del mar, ni el celeste del cielo, ni el amarillo refulgente del sol, ni el rosa del amor, ni el rojo de la pasión, ni… solo el negro rondaba sus expresivos ojos de pez encantador.

Nadando, nadando, se encontró con otro pez. Un día el pez de color y el otro decidieron nadar juntos por el agua de la amistad. Su nuevo compañero quedó prendado de su belleza multicolor y no comprendía como aquel pez encantador estaba solo, sin admiradores, sin otros peces, o leones, o escorpiones, o toros, o cabras, o cangrejos, o… lo que sea. Tampoco comprendía por qué su hermoso pez no “lucía” sus colores; no “creía” en ellos; no los “valoraba” en su justa medida. Pero una noche que salieron a nadar juntos por las deliciosas, pero turbulentas,  aguas del alcohol, comprendió e intuyo el por qué de la oscuridad de su hermoso compañero de vivos colores. Tal vez lo supo porque él también tenía su mismo problema; tal vez porque su amigo bajo la guardia y se mostró asequible; o tal vez porque terminaron su paseo en la playa como dos buenos peces.

Desde entonces, decidió ayudarlo y ayudarse a sí mismo. Se dijo: «Si pudiera devolverle la confianza perdida y la visión de sus multicolores posibilidades, su hermoso arco iris iluminaría mi vida». Así fue como el pez de color se convirtió en «su patria, su bandera, su segunda piel: el lugar donde quiere volver»

Y cuentan que la historia está por realizarse.

¡Ah, sí! Sólo hay un animal al que éste pez le teme: el canguro. Tiene pesadillas en las que ve como se lleva en su barriga-transporte al lindo pececito de color lejos de él. Cada vez que lo sueña, teme adentrase en una cueva oscura y tenebrosa.»

A partir de entonces, iniciaron una circunnavegación que les ha llevado por los mares y océanos más impredecibles y maravillosos jamás imaginados. El miedo al canguro languideció con el tiempo y dos nuevos pececitos de colores bucean en sus alrededores, braceando en el inmenso mar de la vida que tienen por delante. Entretanto, continúan su periplo mientras siguen  peinando escamas.



viernes, 20 de diciembre de 2019

LA SONRISA

Amaneció lloviendo sobre Aguere. La borrasca que azotaba Canarias descargaba en tromba sobre la Ciudad de los Adelantados. Los chaparrones se sucedían sin solución de continuidad. El repiqueteo de la lluvia no cesaba sobre las tejas que meaban abundantemente convirtiendo la calle en un rio. Miro por la ventana empañada y se encontró con un día gris, plomizo, sombrío. Se frotó las manos, en parte por el frio, en parte por la fruición que le producía pasear bajo la lluvia. Se dirigió alegre y contento, con esa alegría que solo los laguneros encuentran en un tiempo como ese, al cuarto de baño para ducharse. Después de desayunar su tazón de leche y gofio con queso, se encaminó al dormitorio para vestirse adecuadamente y disponerse a dar su paseo mañanero. ¡Como le encantaba lagunear bajo la lluvia!

Se puso los calcetines de lana de ovejas merinas que tanto le gustaban, no sólo porque le ayudaban a mantener calentitos los pies sino porque evitaba que le sudaran en demasía. El jaspeado era su favorito, aunque los tenía negros, grises y marrones. Se vistió con un pantalón  de pana en color beige sin pliegues, con cinco bolsillos que se cierra mediante botón y cremallera, lo que lo convertía en una prenda muy cómoda para pasear. Se enfundó una camisa de color marrón y blanco, estampada a cuadros de corte regular y manga larga con cuello camisero y cierre con botones. El suéter, entrenzado con cuello asimétrico  de color  topo y puño elástico con acabados acanalados. La bufanda, también a cuadros, confeccionada con lana de cordero y con un acabado de flecos finos, muy abrigada. La Trenka de color gris marengo con capucha extraíble y con interior estampado de cuadros. Se calzó unas  chukkas  Timberland confeccionadas en cuero granulado impermeable para llevar los pies secos y protegidos en todo momento. El paraguas, largo de puño de Java, marrón, antiviento y acabado en teflón para repeler el agua. ¡Estaba dispuesto para su paseo mañanero y, mirándose al espejo, lucio su mejor sonrisa!

Abrió la puerta y una boconada de aire fresco y húmedo le llegó al rostro dejándole la cara fría y la nariz roja, a la vez que la lluvia empapaba su cuidado atuendo. Sorprendido, cerró la puerta de golpe y se dirigió al baño para secarse. Volvió a mirar por la ventana y se percató del temporal de viento y agua que caía sobre La Laguna. No se resignaba a suspender su paseo mañanero por la ciudad de sus amores. Contrariado, volvió a intentarlo cuando se percató que el viento amainaba y la fuerte lluvia se convertía en un aguacero. Salió, esta vez con el paraguas abierto, y comenzó a bajar por la calle que parecía más un rio que una vía. Evitando los charcos, saltaba a diestro y siniestro y el paraguas, bamboleado por el viento y sus movimientos al esquivarlos, le servía de muy poco y comenzaba a mojarse. De repente, el viento se volvió huracanado y el aguacero se convirtió en  una tromba de agua que le impedía ver a dos pasos delante de él, mientras se preguntaba si había sido una buena idea dar el paseo.  Un taxi, que venía en su dirección, terminó por convencerlo de lo erróneo de su decisión. Al pasar a su lado levantó tal cantidad de agua que lo empapó de arriba abajo. Acordándose de toda la familia del taxista, y de su mala suerte, dio media vuelta y volvió a su casa empapado como un pollo.

Entró con un humor de perros. Dio un portazo y se dirigió al baño para dejar que el paraguas desprendiera toda el agua acumulada; para que las botas se secaran; para que la ropa, empapada y fría, se escurriera. Abrió el agua caliente de la ducha y se sumergió bajo su cálida caricia para recuperar el tono muscular y el calor corporal. Con bata y en zapatillas se traslado a la cocina para tomarse un reconfortante té con leche y unas pastas de La Princesa. Mientras disfrutaba de la frugal vianda, miraba por la ventana desconsolado por no poder salir; entretanto el viento persistía en empujar la lluvia con tanta profusión contra los cristales que parecía un diluvio. Resignado, decidió subir a la buhardilla donde tenía la biblioteca. Desde allí podía ver llover a través de los grandes ventanales y extasiarse con la vista de la Mesa Mota, siempre y cuando la cantidad de agua y la neblina no se lo impidieran.

Encendió su equipo de música y puso un CD con La Sinfonía del Nuevo Mundo, Nº 9 en mi menor, Op. 95, de Dvorak. Mientras comenzaba a sonar el primer movimiento, Adagio-Allegro Molto, se dirigió a la cristalera y, con las manos en la espalda, miraba embelesado hacia la Mesa Mota. Al cabo de un rato, decidió ponerse a leer. Con el dedo índice de la mano derecha iba recorriendo las estanterías repletas de libros. De repente se detiene en uno y lo saca. Lo había leído en varias ocasiones, al menos recordaba dos. Era una preciosa novela de José Luis Sampedro sobre el eterno problema del amor, La sonrisa etrusca. En su caso le recordaba su primera pasión: el amor de una mujer que ilumino una etapa importante de su vida. Al hojearlo, caen varias fotos de su interior. Se inclina para recogerlas y cuando las tiene en sus manos el corazón comienza a bombear con tanta rapidez, que tiene que sentarse para no perder el equilibrio y desmayarse. ¡Son fotografías de ella!

Recuperado de la sorpresa y con el corazón aún exaltado, mira las fotografías que tiene entre sus  temblorosas manos y, con los ojos vidriosos y el alma compungida, comienza a recordarla. De manera especial se acuerda de su sonrisa, su amplia sonrisa: en todas las fotografías que tenía entre sus manos estaba sonriendo. Era su marca de identidad. Bueno, eso, y sus amplios ojos, sus sensuales labios y sus peculiares dedos. En una de ellas, estaba tumbada en la playa con sus gafas de sol negras, grandes, que ocultaban sus hermosos ojos, pero que realzaban su alegre sonrisa, dejando al descubierto una boca seductora, sensual, erótica, concupiscente, que enaltecía su risueño rostro, enmarcado por una abundante mata de pelo negro que le caía hasta el cuello y la hacía aún más atractiva. Dos pendientes de perlas blancas señalaban, cual faro en una noche de tormenta, la situación exacta de sus sexys orejas que tantas veces besó y a las que tantas veces le susurró su amor. Los hombros, desnudos y carnales, enmarcaban el grácil cuello de una divinidad griega a la que acostumbraba a acariciar con sus manos y con sus labios, recorriéndolo en toda su extensión, hasta llegar a las oídos, produciéndole una sensación erótica indescriptible y que ahora recordaba, vívidamente, su sistema de recompensa cerebral. Era una fotografía de retrato, en blanco  negro, por lo que el resto del cuerpo tenía que recordarlo. ¡Y vaya si lo recordaba! Estuvo un buen rato poniéndose al día con él.

Fuera seguía lloviendo; las gotas de agua resbalaban raudas por los cristales, formando una especie de surco vertical con gotas asimétricas que sugerían mandar un mensaje en Morse. Al fondo, la Mesa Mota parecía jugar al escondite, apareciendo y desapareciendo en medio de la neblina. El viento seguía ululando mientras buscaba un hueco por el que colarse. Se levantó, cogió de la estantería el disco de Sabina, Esta boca es mía y lo colocó en el tocadiscos; situó el brazo en el surco de la segunda canción, Por el Boulevard de los sueños rotos, y se volvió a sentar.

«En el bulevar de los sueños rotos
Vive una dama de poncho rojo,
Pelo de plata y carne morena...»

Recordaba perfectamente que la  foto que tenía delante la había sacado él en el muelle de Agaete. Le gustaba mucho esa instantánea porque reflejaba a la perfección lo que ella era: una diva del Olimpo. Pero no una cualquiera de los doce, no. Era Afrodita, la diosa del amor y la belleza. El retrato era la viva imagen de la deidad, la del Olimpo y la de la canción de Sabina, Frida. Su vestimenta, camisa roja y pantalón vaquero, actualizaban el atuendo de la del Olimpo y la indumentaria de la mexicana. Aparecía mirando a cámara, de cuerpo entero, junto a un charco que la reflejaba, uniendo el cielo con la tierra, el Olimpo con México, lo divino con lo humano. Era un retrato sugerente: aparecía mundana, de pie, con su mochila, sus gafas grandes negras, su colgante de amatista y su amplia sonrisa; encandilada por el sol que, envidioso, pretendía hacerle la competencia. El charco la reflejaba grácil, de revés, etérea; los pies para el cielo y la cabeza para la tierra; la sonrisa, de revés, se insinuaba seductora, sugestiva, ampulosa. La recordaba así: humana y divina, cercana y lejana, grácil y normal, sensual y calculadora.

«Por el bulevar de los sueños rotos
Moja una lagrima antiguas fotos
Y una canción se burla del miedo…»

Se secó las lágrimas. Dejó las fotos sobre la mesa, se acercó a la ventana, puso sus pómulos contra el cristal y cerró los ojos para sentir el frío intenso que atrapaba del exterior,  mientras recordaba al calor de los sentimientos ocultos. Cuando los abrió, las nubes abandonaban la Mesa Mota dejándola al descubierto. La lluvia seguía cayendo cadenciosamente, rítmicamente, armoniosamente, como el pesar que lo había abatido al recordarla. Rememoró viejos tiempos y, en sintonía con la meteorología, se acordó de aquella canción que tanto les gustaba y que solían escuchar mientras se tomaban un ron, ella, y un Gin Tonic, él. Guardó el que estaba escuchando y sacó otro de Sabina, el disco Juez y Parte, concretamente la canción, «Rebajas de Enero» que siempre la habían vivido como propia, como su historia de amor hecha carne, tangible y veraz.

«Huyendo del frí­o busqué en las rebajas de enero
Y hallé una morena bajita que no estaba mal»

Y allí estaba aquella foto que recordaba haberla tomado en el puerto de Valle Gran Rey, por la tarde -después de haber pasado el día tirados en la arena, cogiendo sol y nadando en el mar-,  mientras paseaban por la avenida que iba, desde su apartamento hasta el muelle. El sol, tenue, se ponía en el horizonte, y ella de espaldas al mar lucía su mejor sonrisa, aquella que lo envolvía, lo atenazaba, lo volvía loco, lo dejaba prendido de su belleza y lo esclavizaba sin remedio.

-- «Sácame una foto con el mar de fondo»

Acercó el objetivo para enmarcarla de medio cuerpo y poder atrapar su semblante, destacando de esa manera su enorme sonrisa. La camisa blanca, de cuello redondo amplio  y sin mangas, resaltaba su tez morena tostada por el sol de La Gomera. Sus níveos dientes competían con las blancas perlas nacaradas que adornaban sus orejas. La melena, recogida sobre la trasera de su cabeza, dejaba escapar las puntas que le conferían un aspecto atractivamente desaliñado. Sus gafas negras la protegían del escaso sol y le proporcionaban ese misterioso halo de sensualidad tan característico en ella que explicaba por qué «nos vimos tres veces la cuarta se vino a dormir». De fondo, el Atlántico, de un azul añil, servía de marco incomparable a la vez que realzaba su natural belleza. En ese preciso momento, Sabina, le recordaba repetidamente que

«Apenas llegó se instaló para siempre en mi vida
No hay nada mejor que encontrar un amor a medida
Apenas llegó se instaló para siempre en mi vida
No hay nada mejor que encontrar un amor a medida»

No llegaba a comprender qué les había pasado. Por qué habían terminado distanciándose de esa  manera. Cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo sin tenerse, sin sentirse, sin amarse. Sobre todo, no entendía cómo era posible que todavía la quisiera, la echara de menos, la sintiera tan lejos y tan cerca. A qué se debía esa desazón cada vez que la veía aunque fuera en fotos. Por qué insistía en ir a la Recova por ver si se encontraba con ella. Cuál era la causa de haber perdido a su «princesa de la boca de fresa», como le gustaba llamarla.

«Maldito sea el gurú
Que levantó entre tú y yo un silencio oscuro»

Sobre la mesa había otras fotografías.  Se fijo en una sacada en el muelle de Garachico. Entonces, se dio cuenta que todas ellas tenían el mismo denominador común: estaban hechas en algún muelle de las islas. Y enseguida cayó en la cuenta: ¡ella era el puerto seguro al que siempre quiso arribar!