jueves, 16 de junio de 2022

WITO… IN MEMORIAM…

 

Ahora que tu cuerpo contingente se ha ido nos quedamos con el recuerdo de tu esencia. Desde que nuestros ancestros se acostumbraron a hacer inventarios, como una forma de hacer frente a los periodos de escasez, no hemos parado de registrar todo lo relacionado con nuestras vidas, desperdiciando gran parte de la misma con taxonomías de cosas materiales, de materias primas, de productos almacenados, de títulos académicos, de logros deportivos, de cuentas bancarias… Pero eso no iba contigo. Tú fuiste un verso libre. El balance de tu corta existencia arroja un saldo extremadamente positivo porque supiste invertir en el único valor seguro: la amistad.  

El niño que conocí con el pelo alborotado —ni grande ni corto—, de sonrisa transparente y mirada acogedora, que se lamía las heridas producidas por una caída de bici —tu querido medio de transporte—, en el patio delantero de tu casa, se convirtió, pedalada a pedalada, en una persona sensata, tolerante y ecléctica. Yo estaba en la engreída edad de comerme el mundo cuando, sin darme cuenta, me fagocitaste con tu inocencia. De pie, sonriente y jubiloso, en la sala de tu casa, me regalaste —probablemente del almacén de Toño— un juego de destornilladores de precisión que, cuarenta años después, todavía conservo. No podía imaginar que era una premonición de tu personalidad: ¡fuiste un cuidadoso relojero de las relaciones sociales que supo usar, con habilidad exquisita, el don de la palabra, la convicción y el diálogo como instrumentos de precisión para cohesionar a las personas!

Tu mirada holista de la Naturaleza, la que se ejerce con el corazón y la empatía, te llevó a estudiar la «ciencia que trata de los seres vivos, considerándolos en su doble aspecto morfológico y fisiológico», sobresaliendo tu pasión por la pardela cenicienta, la querencia por el Archipiélago Chinijo y la fascinación por el senderismo. Esa Naturaleza, no la panteísta visión Spinoziana de natura naturata, sino la presocrática que la entiende como substancia permanente y primordial que se mantiene a través de los cambios que sufren los seres naturales por sí mismos, fue el eje de tus creencias y de tu forma de ser y proceder.

Consecuente con tus ideas, muchas veces antagónicas con las establecidas y con las recibidas por educación, supiste disfrutar de la vida y contagiarla sin estridencias, sin imposiciones, con elegancia, a todos los que te rodeaban. Luchador incansable por la justicia social, debatías y rebatías con argumentos tan poderosos como respetuosos, con la cabeza bien amueblada y el alma de Quijote. Tenaz como pocos, nunca te quejaste de lo que la vida te privó, muy al contrario, te sirvió de acicate para superarte y dotarte de una segunda naturaleza que llevabas con exquisito espíritu deportivo.

Descansa en paz, querido Wito. En esa paz en la que tanto creías. En la paz de la Naturaleza de la que formamos parte indisociable. Descansa en tu risco de Famara, con tus queridas pardelas, contemplando tu añorado Archipiélago Chinijo… Y que el polvo de estrellas del que estamos hechos nos colme de eternidad.


viernes, 13 de mayo de 2022

LA TERTULIA

 

Bernardo —camarero del Ateneo— preparaba la mesa para los siete magníficos, como solía llamar a los siete comensales que se reunían, desde hacía muchos años, todas las tardes de los miércoles a la misma hora en el rincón que ahora estaba habilitando. Siete copas Burdeos, otros tantos vasos, dos decantadores de vino, siete platos llanos con sus cubiertos, y siete servilletas. Media hora antes de que llegaran los comensales, escanciaba una botella de Matarromera en cada uno de los decantadores para que se fuera aireando. Un par canario de botellas esperaban su turno en la barra. Solían pedir para picar lo que hubiera ese día en la cocina. En la carta siempre estaban presente los garbanzos que tanto les gustaba a todos y a todas, y que se convertían en el entrante habitual de las tertulias. Bernardo, una vez colocado todo el ajuar, se aleja de la mesa, y con su mirada profesional, comprueba que todo está preparado. Satisfecho, se alisa la camisa, se coloca el pantalón y estira su chaquetilla de camarero.

Vianney —la periodista—, Ángel —el sacerdote—, Tomás —el fotógrafo—, Macarena —la experta en Arte—, Álvaro —el profesor de filosofía—, Ana —la profesora de música— y Fernando —el librero— eran los siete magníficos. Álvaro era el alma mater del grupo; el que los había reunido hacía ya unos cuantos años; el que seguía reuniéndolos cada miércoles, y el que sugería el tema semanal para la tertulia —aunque la mayoría de las veces sólo era una excusa pues las conversaciones solían tomar otros derroteros—. En esta ocasión el tema elegido era, «Lo erótico, lo sensual y lo sexual en el Renacimiento». Macarena se había comprometido en hacerles llegar alguna lámina representativa y les había enviado, Neptuno y la Ninfa, de Bernard van Orley.

Como siempre, Álvaro era el primero en llegar. Le gustaba comprobar que todo estaba preparado. Confiaba en la profesionalidad de Bernardo al que le tenía un especial afecto, pero ello no era óbice para su puntualidad británica y su metódica comprobación.

—¡Buenas tardes, Don Álvaro! —se apresuró a saludarlo Bernardo nada más poner pie en el Ateneo.

—Buenas tardes, Bernardo. ¿Cómo estás? ¿Qué tal la familia? —le dijo, mientras le tendía afectuosamente la mano.

—Muy bien. Muchas gracias. Espero que todo esté a su gusto. Lo he preparado como siempre.

—No me cabe la menor duda. Confío mucho en tu saber y en tu experiencia. ¿Sabes si ha llegado alguien más?

—Usted es el primero, como siempre. Y la Señorita Vianney, como asiduamente, será la segunda —y esbozó una sonrisa entre sarcástica y cómplice.

—Vaya, veo que nos tienes calados. Eso es bueno, conocer a la clientela para adelantarse a sus rarezas. Lo dicho, eres un gran profesional. Voy a ojear la sala y esperar —según tu ojo clínico— a Vianney, que será la próxima en llegar.

—No tendrá que esperar mucho, Don Álvaro. La Señorita Vianney viene atravesando la plaza de la Catedral.

En efecto, la periodista se acercaba con su caminar andarín hacia el Ateneo. Llevaba en su mano izquierda un periódico y un sobre. Sobre el hombro derecho descansaba el asa de su bolso que le caía hasta la cintura. Esa cintura que tanto le gustaba. Llevaba un vestido corto, cruzado, de color azul marino, y estampado en flores blancas con mangas francesas y escote en pico. Se la veía muy cómoda, muy femenina y muy sensual, ya que, al ser ligeramente elástico, se adaptaba perfectamente a su silueta. Las medias de liga, color crudo, resaltaban sus atractivas piernas que acababan embutidas en unos zapatos de salón en piel de color topo con puntera fina y tacón de aguja, que la hacía cimbrear elegantemente al caminar.

—Buenas tardes, Bernardo. ¡Cómo siempre te me adelantas! —le dijo a Álvaro mientras le daba dos besos.

—Buenas tardes, Señorita. Ya pueden pasar si lo desean. En cuanto lleguen los demás les haré entrar.

Álvaro, le cedió gentilmente el paso, y se dirigieron hacia la sala que tan primorosamente había preparado Bernardo.

—Bueno, vamos a ver que da de sí esta tertulia —comentó Vianney, mientras colgaba su bolso de la silla y dejaba el periódico y el sobre encima de la mesa—. Esta vez te has lucido con el tema, Álvaro. ¿No será que quieres picar a Ángel? Porque, «Lo erótico, lo sensual y lo sexual en el Renacimiento», tiene su aquel —y lo miró con aquella sonrisa picarona y cómplice que él entendió sin la menor duda.

—No empieces con tus suspicacias que ya nos conocemos, ¡eh! —le dijo mientras se desentendía de la conversación y colocaba sus cosas en el sitio donde se iba a sentar.

Después de comprobar que todo estaba en su sitio —como siempre—, se sentó y abrió el sobre con la lámina que Macarena les había enviado. Vianney hizo lo mismo. Los dos quedaron absortos mirando la lámina en la que se veía a Neptuno —de espaldas y desnudo— abrazando a una Ninfa —también desnuda— exaltando la sensualidad y voluptuosidad de los cuerpos que reflejaban los estereotipos de la belleza de la época: cuerpos redondeados, manos y pies finos, tez blanca, mejillas y labios sonrosados, frente despejada y ojos grandes y claros. El contoneo de la imagen sugería una licenciosa actividad que estimulaba los más bajos instintos sexuales, invitando ardientemente, a una lujuriosa velada en la que dar rienda suelta a todo el caudal erótico del que somos capaces.

Interrumpidos por el ruido que venía del exterior, dejaron la lámina sobre la mesa, y se miraron confirmando que habían pensado y sentido lo mismo al observar el abrazo lujurioso de Neptuno y la Ninfa. Los interrumpió la entrada de Macarena y Tomás que hablaban apasionadamente acerca de las características fotográficas de la lámina.

—¡Buenas tardes! —dijeron al unísono, cortando la entusiasta conversación que sostenían.

—¡Hola! —contestaron a la vez, molestos por haberles chafado la conversación que sostenían con la mirada.

Tras sentarse, uno al lado del otro, sacaron las láminas y continuaron con la conversación que tenían con el ánimo de terminarla. Ángel, entró en ese momento con su elegante aspecto de eterno cardenal in pectore.

—¡Buenas tardes nos dé Dios! ¡Cuánto bueno por aquí! —y comenzó a saludar a cada una de los concurrentes—. Como siempre, Ana y Fernando son los últimos en llegar. Pero ya se sabe que los últimos serán los primeros. ¡Y la Biblia nunca se equivoca! Bonita lámina, Macarena —le dijo con sorna—. ¿La tienes a la venta en tu Galería de Arte? Podías haber elegido El nacimiento de Venus, de Botticelli, donde se observa mejor los estereotipos de belleza del Renacimiento, en el cual se refleja que la idea de perfección, por ejemplo, en la mujer consta de pechos pequeños, muslos grandes y vientre ligeramente prominente, sin tener que recurrir a la carga erótica de los cuerpos en el Neptuno y la Ninfa, de van Orley.

—¡Tranquilos! —intervino Álvaro al ver que Macarena le iba a saltar al cuello—. Ya habrá tiempo para discutir cuando comencemos la tertulia.

En ese momento, entraban entre risas y amena charla, Ana y Fernando. Siempre eran los últimos en llegar. Ana tenía que acabar sus clases particulares de música y Fernando esperar a que cerrara la librería. Como estaban en la misma calle se esperaban y hacían el trayecto acompañados.

—¡Buenas tardes! —dijo Ana, con su melodiosa voz— ¡Siento el retraso! —mientras ponía las manos juntas en señal de pedir perdón—. Hoy la culpa ha sido mía. Los padres de mi última alumna tardaron en llegar y tuve que esperar un rato. Fernando no ha tenido arte ni parte en nuestro retraso.

—¡Buenas a todos y a todas! —dijo Fernando, como si la cosa no fuera con él.

—Bueno, pues si ya estamos todos, voy a avisar a Bernardo para que comience a traer las viandas. —Se apresuró a decir Álvaro.

Cada comensal comenzó a hablar con el de al lado, mientras ponían a la vista la lámina en cuestión. La conversación discurría con temas intrascendentes como el tiempo, la última ocurrencia del concejal de cultura, el puente que se abría por delante y cómo lo iban a aprovechar —unos para descansar, otros para viajar, y algunos para ponerse al día en cuestiones atrasadas del trabajo—, y un sinfín de temas cotidianos.

—Pues ya está —dijo Álvaro, mientras se sentaba a la mesa—. En cuanto Bernardo nos surta la mesa, nos escancie el vino y nos pongamos morados a garbanzos y croquetas, podemos comenzar con nuestra tertulia que, como ya saben, hoy versa sobre «Lo erótico, lo sensual y lo sexual en el Renacimiento».

—Si me permiten —intervino Ángel, mientras levantaba la mano derecha—, quisiera mostrar mi disconformidad con la lámina elegida por Macarena para apoyar la tertulia, y sugiero que la cambiemos por esta otra que les traigo —mientras se ponía en pie y comenzaba a repartirlas entre los asistentes—, El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli, que me parece más oportuna para el tema que nos ha convocado aquí, toda vez que expresa con mayor rigor, los cánones de belleza del Renacimiento.

Todos hablaron a la vez, produciéndose una algarabía más propia de un patio de colegio que de una sala del Ateneo. Macarena, ofendida, alegaba que ella era la experta en arte y que, además, la habían comisionado para que eligiera la lámina; Ángel, contraatacaba, argumentando que para elegir una lámina que expresara los cánones de belleza de una época, no hacía falta ser un experto en bellas artes, sino tener buen gusto y haber estudiado historia del arte, y él se había instruido en el Seminario, nada menos que con los tomos de Diego Angulo Iñiguez, que era de lo mejorcito que había; Macarena se cogía la cabeza con las manos y abría exageradamente los ojos, poniendo cara de incredulidad y asombro, a la vez que profería: —¡Con la Iglesia hemos topado!

Tomás, atónito con la propuesta de Ángel, defendía la postura de Macarena, arguyendo que siempre se había respetado las indicaciones para el orden del día de las tertulias, y que nadie se opuso a que Macarena —como experta en Arte—, eligiera la lámina que creyera más oportuna; Ana, apoyó la postura de Tomás, y en plan conciliador, se dirigió a Ángel para decirle, con su melodiosa voz, que no era lo mismo ser una experta en Arte que haber estudiado historia del arte, y que, a su parecer, estaba anteponiendo sus prejuicios religiosos a los criterios objetivos de una experta.

Mientras Ángel y Vianney se miraban con complicidad, Fernando intervino para decir que tampoco estaba de más la propuesta de Ángel, pero que, en lugar de sustituir una lámina por otra, se podrían complementar, y así tendrían más argumentos y más oportunidades para debatir, bien apoyándose en una lámina bien en otra. Tras su intervención, volvieron a hablar todos a la vez: unos para apoyarlo y otros para denostarlo. Ante tal guirigay, Vianney intervino levantando la voz para que los demás se callaran y la atendieran:

—Vamos a ver. Hasta hoy y hasta donde yo sé, Álvaro es el moderador y el que sugiere el tema de las tertulias. No sé a qué viene este revuelo y este cambiar de opinión cuando se podía haber hecho la semana pasada al proponerse el tema y se comisionó a Macarena para que eligiera la lámina. Por otro lado, me parece inapropiado por tu parte, Ángel, atacar de esa manera a una compañera, no por su profesionalidad y experiencia, sino por tus prejuicios religiosos. —Ángel quiso hablar alzando la mano y negando con la cabeza—. ¡Si! ¡Si! —Le contestó, levantando la voz y negando con el brazo derecho extendido— Me parece una falta de respeto hacia Macarena y un ninguneo al moderador de la tertulia.

—Bueno, vamos a ver. —Intervino Álvaro por alusión, y tratando de poner un poco de orden— Creo que está fuera de lugar poner en duda el trabajo y la capacidad de Macarena para elegir la lámina que creyera más oportuna; por otro lado, Ángel está en su perfecto derecho de proponer otra lámina, si bien es cierto que las formas no son las más indicadas,  ni el tiempo el más adecuado, porque no nos ha dado lugar a los demás para preparárnosla; además, con las diversas participaciones —un poco de patio de colegio, dicho sea de paso— que hemos tenido, de alguna manera hemos violado las normas de esta tertulia basadas en el diálogo y el respeto mutuo.

En ese momento entraron Bernardo y dos camareros con la comida y los ánimos se calmaron. Comenzaron a bisbisear entre ellos mientras colocaban los platos de garbanzos, las croquetas, algunos montaditos de batata con bacalao, la ensaladilla rusa, unos champiñones rebosados y el pan. Bernardo llenó las copas que estaban vacías y escanció otra botella del elixir de los dioses ribereños del Duero en el decantador que había quedado vacío. Una vez comprobado que todo estaba en su sitio, se retiró diciendo:

—Espero que todo esté del gusto de ustedes. Si necesitan algo no tienen más que avisar.

Había llegado el momento más esperado de la tertulia: la comida. Levantaron las copas al unísono y dijeron de viva voz, «Por nosotros y para nosotros», que se había convertido en el slogan del grupo. Después, comenzaron a expoliar los platos, cada uno atacando aquellos que más les gustaba.

—Bien. Comencemos —dijo Álvaro—. Entonces, si les parece, haremos dos introducciones. En la primera, Macarena nos expondrá el tema de hoy, que recordemos no es el canon de belleza del Renacimiento, sino «lo erótico, lo sensual y lo sexual en el Renacimiento», y comentará la lámina de Neptuno y la Ninfa. A continuación, y como complemento, el padre Ángel nos comentará su lámina de El nacimiento de Venus. —Y dirigiéndose a la experta en arte, le dijo— Cuando quieras, Macarena.

—Como siempre, lo bueno, si breve, dos veces bueno. Me limitaré a bosquejar los conceptos de erotismo, sensualidad y sexualidad, para que a partir de ahí podamos entrar en debate. Por último, intentaré plasmar esos conceptos en la lámina de Bernard van Orley. Como todos sabemos, el Renacimiento redescubrió al hombre y al pensamiento griego, poniendo especial interés en Apolo y su desnudez, dando lugar al erotismo y al problema figurativo del sexo. Se exaltó la belleza y el erotismo, y los adornos corporales colonizaron los cuerpos para incitar el amor cortesano, con una inquietud netamente afrodisíaca. Por otro lado, lo sensual triunfa desnudando a santos y a vírgenes como si fueran dioses griegos, pero deteniéndose en el límite del acto sexual que solo se muestra alegóricamente. De esta manera, el amor, ideal o carnal, se transformó en una hazaña del alma y del cuerpo, en la liberación del hombre sobre el yugo de Dios, y del pesimismo eclesiástico ante lo sexual y lo erótico. Resumiendo, el amor es un sentimiento, el sexo es una práctica, y el erotismo está ligado a las sensaciones físicas, mentales y sensoriales a partir de la combinación de ambos.

Hizo una pausa para beber agua que fue aprovechada por el resto de los comensales para comentar en voz baja algunos detalles de la intervención, así como para comer y vaciar las copas de vino.

—Por último —retomó la palabra Macarena—, en la lámina que les pasé podemos observar los tres conceptos expuestos: los cuerpos de Neptuno y la Ninfa desnudos, en una clara actitud erótica que se corresponde con la exaltación del cuerpo humano; la postura sensual de los cuerpos intentando fundirse en uno solo, proyectando un lujurioso deseo de poseerse; y el inminente acto sexual, oculto, pero alegóricamente insinuado.

Una salva de aplausos coronó la exposición de Macarena. Todos aplaudían entusiasmados. Todos, excepto el padre Ángel, que lo hacía de manera comedida y educada. Vianney —que se había dado cuenta— le susurró a Álvaro:

—Fíjate el curita. Parece que nunca ha matado una mosca con esos modales clericales, pero las mata callando. A ver qué dice cuando termine la salva de aplausos.

Bernardo —que sabía que los aplausos eran la señal de haber terminado de exponer el tertuliano de turno, y, sobre todo, de que se habían ventilado todas las viandas— entró con el séquito de camareros a reponer las vituallas de aquella tropa insaciable. Mientras unos retiraban los platos vacíos, otros los volvían a reponer, y Bernardo rellenaba las copas y escanciaba unas nuevas botellas en los decantadores.

—Creo que ha llegado el momento —intervino Ángel cuando la avidez por el condumio apagó la algarabía de los aplausos— de que comente la lámina de Sandro Botticelli, El nacimiento de Venus. En primer lugar, podemos observar el ideal del cuerpo femenino: la idea de perfección consta de pechos pequeños, muslos grandes y vientre ligeramente prominente, que sólo una mente enfermiza o una mirada patológica, la calificaría de sensual y voluptuosa, cuando en realidad lo que está exaltando es el grado de perfección de la mujer según los cánones de belleza de la época. A saber: piel blanca, sonrosada en las mejillas, cabello rubio y largo, frente despejada, ojos grandes y claros; hombros estrechos, como la cintura; caderas y estómagos redondeados; manos delgadas y pequeñas, en señal de elegancia y delicadeza; los pies delgados y proporcionados; dedos largos y finos; cuello largo y delgado; cadera levemente marcada; senos pequeños, firmes y torneados; labios y mejillas rojos o sonrosados. Y, repito, eso no tiene nada de sensual ni voluptuoso, y mucho menos erótico. Se trata, simplemente, de la contemplación estética de la idea de belleza en su más alto grado con ocasión de la belleza particular de las cosas sensibles.

La exposición hizo que algunos y algunas se removieran en sus asientos, a otros se les atragantó la comida, y el resto se bebió la copa de un golpe para aligerar la sequedad que el decimonónico discurso les había provocado. Una vez superado el mal trago, todos quisieron hablar a la vez. Álvaro, tuvo que intervenir para poner orden, centrar la tertulia y dar los turnos de palabra.

—Tranquilos, compañeros. Tranquilos. Todos vamos a poder expresarnos. En primer lugar, tenemos que tener en cuenta que el tema de la tertulia es la exposición de Macarena, y la intervención de Ángel es solo un apéndice. —Ángel comenzó a hacer aspavientos con los brazos, moviendo la cabeza insistentemente, y queriendo intervenir—. ¡Si, Ángel! ¡Si!, te pongas como te pongas, es así —y dirigiéndose al resto de los tertulianos, dijo—: Vianney me ha pedido la palabra insistentemente, así que ella comenzará y luego nos iremos turnando sin pisarnos, respetando el turno de palabra, y, lo que es más importante, acatando las normas del diálogo y el respeto mutuo. —Se calló y dio paso a la intervención de Vianney.

—Gracias, Álvaro —intervino Vianney con una sonrisa amable—. En primer lugar, felicitar a Macarena por esa exposición tan pormenorizada que, aunque breve, ha resultado muy esclarecedora. Estoy totalmente de acuerdo cuando dices —dirigiéndose a Macarena con ademanes de complicidad— que se redescubrió al hombre y al pensamiento griego, y se puso especial interés en la desnudez de Apolo, dando lugar al erotismo y al problema figurativo del sexo. Pero yo añadiría la sensualidad y la voluptuosidad de Baco que desemboca en una actitud afrodisiaca, y concluye en la liberación y exaltación de los sentidos. Gracias a ello, se produce la emancipación del hombre, en lo sexual y erótico, sobre el yugo de Dios, y sobre la opresión eclesiástica. No hay nada más liberador que el sexo, y nada más emancipador —dirigiéndose con complicidad a Álvaro— que el erotismo. Del discurso medieval de Ángel no tengo nada que decir salvo que el renacimiento ha venido para quedarse.

—Medieval porque lo dices tú —la cortó Ángel.

—No, querido. Yo sólo lo describo. Tu contenido lo ratifica.

Murmullos de asentimiento se extendieron por la sala, mientras unos picaban algo y otros bebían el elixir báquico de la Ribera del Duero. Tomás —tras paladear el líquido con actitud hedonista— intervino, diciendo:

—Magistral, Macarena —se dirigió a ella, haciendo el gesto de aplaudir con ambas manos—. Felicidades por tu exposición. Pero yo quiero comentar el discurso de Ángel. ¿Cómo lo llamaste? —dirigiéndose a Vianney— ¿Decimonónico? Creo que te quedaste corta. Yo lo califico —perdóname Ángel— de retrógrado, carca, rancio, y hasta mendaz. Estando de acuerdo contigo en que el ideal del cuerpo femenino queda reflejado en la lámina de Botticelli, y que es una exaltación del grado de perfección de la mujer, no te compro la idea platónica de contemplación estética de la idea de belleza. Si eso fuera cierto, si así lo creyera la Iglesia, si no tiene nada de sensual ni voluptuoso, y mucho menos erótico, ¿por qué siempre ha tenido el cuerpo de la mujer relegado, escondido y hasta anatematizado? ¿Por qué esconde su belleza corporal, ese grado de perfección que plasma El nacimiento de Venus, y lo vuelve pecaminoso? Y estoy de acuerdo con Vianney cuando dijo que no hay nada más liberador que el sexo, y nada más emancipador que el erotismo, especialmente entre personas adultas que actúan libremente. Sin embargo, la institución a la que perteneces, está salpicada por un sinfín de escándalos sexuales; por ser profundamente homofóbica; por aflorar casos de pederastia como afloran las margaritas en primavera; y hasta por declaraciones —como la de tu Obispo hace unos días— que cuando menos suscitan recelos y ponen en entredicho esa supuesta superioridad moral de la Iglesia y su contemplación platónica de la idea de belleza.

Comenzaron a hablar entre sí acerca de lo expuesto por Tomás, formándose un batiburrillo de voces que iba in crescendo. Bernardo, escuchando el bullicio —experto conocedor de los tiempos de la tertulia— apareció en la sala con los camareros provistos de nuevas viandas, y mientras éstos retiraban los platos usados y los reponían, él se dedicó a llenar los vasos y escanciar nuevas botellas en el decantador. Con absoluta profesionalidad y total discreción se retiraron dejando el ruedo libre y dispuesto para que siguiera la corrida. En cuanto terminaron de probar las nuevas raciones, y tras refrescarse la garganta con el vino, Fernando tomó la palabra.

—Antes de comenzar me gustaría —dirigiéndose a Álvaro— hacer un ruego. Decirle a Bernardo que no sea tan comedido con los montaditos de batata con bacalao. ¡Sólo pone uno para cada uno!... Todos comenzaron a reírse y a brindar por la feliz ocurrencia de Fernando. Ángel, tomó la palabra y dijo: —Como toda propuesta que se precie, la de Fernando debe ser secundada. ¡Y yo la secundo! —recibiendo los aplausos y reconocimiento de los demás.

—Querido Ángel, ya sabes lo mucho que te aprecio. Pero a partir de ahora, por tu decidido apoyo a mi propuesta, te llevaré en mi corazón. —Todos comenzaron a reírse y a hablar con el que tenían a su lado, mientras bebían sin miramientos y se echaban al coleto lo que tenían a su alcance. Cuando se calmaron y saciaron, momentáneamente, su voraz apetito, continuó Fernando.

—A pesar de todo ello, Ángel, no puedo estar de acuerdo contigo. Lo que has dicho y sostenido en tu exposición no concuerda para nada con la idea que tengo de ti. Y mira que me extraña. Sé que no piensas así. Lo único que se me ocurre es que estés interpretando un papel. En este caso, el papel de persona consagrada que se debe a su institución. —Ángel, que lo escuchaba muy atento y lo miraba con ojos de cordero degollado, bajó la vista—. ¿Te acuerdas —interpeló a Ángel— del libro Ilustrísimos Señores, del Cardenal Patriarca de Venecia, Albino Luciani, posteriormente Su Santidad Juan Pablo I? —Ángel, asintió con la cabeza—. Pues recordarás, que una de las cuarenta cartas —con el título, Tres Juanes en un solo Juan, que destina a personajes —históricos o de ficción literaria— va dirigida a Mark Twain. En síntesis, le recuerda que había afirmado, que todo hombre adulto encierra en sí, no uno, sino tres hombres distintos: el primer Juan, es decir, el hombre que él cree ser; el segundo Juan, lo que de él piensan los otros; y, finalmente, el tercer Juan, lo que él es en realidad. A mi parecer, tu discurso lo ha pronunciado el segundo Ángel que hay en ti.

Se hizo un silencio incómodo y las miradas se perdían en el vacío, queriendo escapar del enojoso momento que había producido la intervención de Fernando. Para reencontrarse a sí mismos, Álvaro y Vianney se miraron con complicidad; Macarena y Ana se perdieron la una en los ojos de la otra; Fernando y Tomás se buscaron y se encontraron en un parpadeo continuo que denotaba excitación; Ángel, indagaba en los tres juanes de su personalidad. Tras la breve pausa, que a todos les pareció una eternidad, Fernando sacó de su maletín un libro, y blandiéndolo en el aire retomó su discurso.

—Este libro es para ti —le dijo a Ángel, mientras se lo tendía con sus manos—. Es la novela de André Aciman, LLámame por tu nombre. Te lo prometí cuando fuimos a ver la película que tanto te gustó. Ya sabes que no soy muy dado a dar consejos, pero cuando termines de leerlo, igual se lo puedes pasar a tu Obispo. A lo mejor, quién sabe, se piensa dos veces volver a hacer esas declaraciones insidiosas, desconsideradas y llenas de displicencia, que denotan una altivez impropia de un Prelado. —Ángel, recogió el libro y movió repetidamente la cabeza en señal de asentimiento y profundo agradecimiento—. Para terminar —dijo dirigiéndose al resto de los contertulios—, sólo me resta darle las gracias a Macarena por su espléndida disertación. Me encantó sobremanera la forma en la que secuenciaste el amor con el sexo y el erotismo, como sentimiento, práctica y sensualidad, respectivamente.

Se produjo un cuchicheo general de asentimiento, mientras Ángel y Fernando —que estaban sentados uno junto al otro— se fundieron en un abrazo que rebajó mucho la tensión que se había producido por la intervención de este último. Aprovechando la bonanza que había producido la participación de Fernando, Ana carraspeó y tomó la palabra.

—Ángel, si la película te gustó, el libro te va a encantar. Me voy a centrar en la excelente presentación de Macarena que es el auténtico leitmotiv de esta tertulia. Coincido en que la sexualidad es más biológica que cultural, y comparada con la sensualidad y el erotismo, constituye la base fisiológica e instintiva de ambos. La sensualidad y el erotismo que expresan Neptuno y la Ninfa excitan los cinco sentidos —especialmente encienden la vista y el tacto— pero, sobre todo, lo que más me llama la atención es el goce del cuerpo. El erotismo que emana, desde la punta de los pies hasta la punta de los mechones del cabello, comunica una forma especial de placer: deseo, excitación y orgasmo que estimula de forma gratificante todo nuestro ser. Conocer nuestro cuerpo, movernos a su ritmo, aceptar sus deseos, es la clave para una sensualidad que abra de par en par nuestros anhelos eróticos. Gracias, Macarena, por darnos la oportunidad de verbalizar nuestras más recónditas necesidades, deseos y pasiones.

Un silencio generalizado invadió la sala. Nadie se atrevió a hablar. Todos se miraban como esperando que el otro dijera algo. Ana, con la suave voz que le caracterizaba, volvió a decir:

—Por cierto, Ángel, en el Antiguo Testamento encontramos vestigios de lo que acabo de exponer. Por ejemplo, en Betsabé —la mujer de Urías el hitita, amante del Rey David, y posteriormente su esposa—, se aprecian claras alusiones a la sensualidad y al erotismo femenino. Supongo que conocerás el cuadro de Willem Drost, Betsabé con la carta del rey David; con la rica, extremadamente hermosa y atractiva, Judith —joven y viuda—, aparece claramente la seducción —y si no que se lo pregunten a Holofernes— como poderosa arma femenina; en Lía —la primera mujer de Jacob, feraz y resignada—, disfrutamos del goce del cuerpo. ¡Lástima querido Ángel, que la institución a la que perteneces obvie lo que de más humano tenemos los mortales!

Un encendido aplauso atronó en la sala, y los comentarios se sucedieron entre los asistentes sin orden ni concierto. Un barullo descomunal se instaló momentáneamente entre los tertulianos que aprovecharon para acabar con las escasas existencias que aún quedaban en los platos. Después de refrescar sus gaznates con el exquisito vino escanciado por Bernardo en los decantadores —que quedaron más vacíos que una represa al final del verano—, Álvaro tomó la palabra.

—En el siglo V a.C. —el siglo de oro de Pericles—, Grecia llegó al culmen de la democracia, erigiendo grandes monumentos arquitectónicos, alumbrando las obras de teatro clásicas, sentando las bases políticas de la democracia, y viviendo el apogeo de la filosofía que, aún a día de hoy, continúa iluminando los caminos del conocimiento con figuras como Platón y Aristóteles, sin olvidar a Sócrates, la escuela Pitagórica, Demócrito, Parménides y Heráclito. Afirma Nietzsche —en su libro El nacimiento de la tragedia—, que los dioses Apolo —símbolo de la perfección en las formas y la claridad conceptual— y Dionisos —símbolo de las pulsiones y los instintos primarios— no son dioses totalmente antagónicos. Ambos dioses se necesitan mutuamente, y mutuamente se estimulan: la medida y la desmesura son la esencia del arte, y su expresión más acabada es la tragedia griega de Esquilo. El mito trágico simboliza la sabiduría dionisíaca expresada con los medios apolíneos. Pero esta unidad la disociará Sócrates, al poner la vida en función de la razón, en lugar de la correlación entre la razón y la vida. Esta disociación socrática está en la base de la cultura occidental, que nace justamente a partir del sometimiento de lo dionisíaco a lo apolíneo.

Ángel, levantó el brazo y Álvaro le cedió la palabra.

—Todo ese planteamiento nietzscheano está muy bien, pero no veo la relación con el tema de la tertulia. Mas parece la defensa de una tesis doctoral que la intervención de un tertuliano.

—Ja, ja, ja… —se rio Álvaro—. Ya sabes que un filósofo, con un micro o un auditorio, es como Reverón “pa” lapas. La verdad que esta introducción no la tenía preparada, pero tu intervención me suscitó la idea de enmarcar ese redescubrimiento grecolatino del renacimiento. Para ello, me apoyaré en dos obras clásicas: El banquete de Platón y Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar. Con tu permiso continúo. —Y se dirigió al resto de los tertulianos—. Bueno, aunque esto no sea un banquete sensu stricto, se le parece mucho, a juzgar por las excelentes viandas que nos preparó Bernardo, y por la avidez con la que las hemos despachado. —Unas sonoras risas invadieron la sala. Cuando cesaron, Álvaro continuó:

—Platón, en El banquete, nos introduce en una de las prácticas más comunes de la aristocracia griega: el simposio o banquete. El tema central es el dios Eros, y cada uno de los invitados tendrán que hacer un elogio al amor. Los temas tratados van desde la homosexualidad —encuadrada en el amor celestial del que no participan las mujeres—, hasta el amor platónico —el que se distancia del amor sexual y lo califica de inteligente, trascendental, puro y basado en la virtud—, pasando por los grados del amor —amor a la belleza de los cuerpos; amor a la belleza del alma, y amor al conocimiento—. Como se aprecia es una concepción dualista del amor enmarcada dentro de la doble concepción platónica de la realidad y del ser humano, donde la primacía radica en la supremacía del alma. Pero esta búsqueda de la verdad, y el intento por lograr la inmortalidad a través del amor, se desarrolla en una reunión en la que abundan las relaciones homosexuales, y el vino —in vino veritas— se sirve hasta altas horas de la madrugada…

Haciendo una pausa, levantó la cabeza, y con ambos brazos señala a sus compañeros de tertulia, lo que provoca la hilaridad entre ellos.

—Yourcenar, en Memorias de Adriano —independientemente de que el retrato que hace de él sea recreado por ella—, permite que la voz del emperador fluya a través de la minuciosidad y precisión con que lo realiza; de la misma manera, las reflexiones sobre la vida, la belleza, el arte o la muerte, recrean un modo de ver el mundo, sobresaliendo la descripción de sus sentimientos personales hacia Antínoo, joven de gran belleza, favorito y amante del emperador romano.​ Marguerite Yourcenar parafraseando a Flaubert —Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre—, nos permite revivir las distintas visiones del pensamiento antiguo, inflamadas de un amor exaltado por el ser humano y por el mundo, así como la pasión que sentía por Antínoo. Visión que, a las puertas de su muerte, le hace exclamar:

Animula, vagula, blandula

Hospes comesque corporis

Quae nunc abibis in loca

Pallidula, rigida, nudula,

Nec, ut soles, dabis iocos...

 

Un silencio profundo, sentido, rayando en lo sagrado, se instaló en el auditorio mientras saboreaban los versos de Adriano que cada uno sentía como si fueran dirigidos a su propia alma, tierna, flotante, huésped y compañera.  

—Los rasgos esenciales del Renacimiento —continuó con su discurso—, son el redescubrimiento de la cultura clásica griega y romana, el Humanismo y el antropocentrismo, como bien apuntó Macarena. El problema radica a qué redescubrimiento grecorromano nos referimos: al siglo de oro de Pericles y la época entre Cicerón y Marco Aurelio, o a la interpretación que la tradición judeocristiana hace de ellas. Si nos referimos a la primera, estaremos en consonancia con la disertación de Macarena y en la exposición que ha hecho de la lámina de Neptuno y la Ninfa. Estaremos ante una concepción apolíneo-dionisiaco de la vida: los apolíneos cuerpos de Neptuno y la Ninfa desnudos, en una clara actitud dionisiaca que se corresponde con la exaltación del cuerpo humano; la postura sensual de los cuerpos intentando fundirse en uno solo, proyectando un lujurioso deseo de poseerse; y el inminente acto sexual, oculto, pero alegóricamente insinuado. Si, por el contrario, nos referimos a la tradición judeocristiana, estaremos en la onda de la intervención de Ángel y en la interpretación que hizo de la lámina de El nacimiento de Venus. Estaremos ante una concepción apolínea de la vida que excluye lo dionisiaco por pecaminoso: lo que se destaca es el ideal del cuerpo femenino, poniendo el énfasis en los pechos pequeños, muslos grandes y vientre ligeramente prominente, resaltando el grado de perfección de la mujer que, según Ángel, no tiene nada de sensual ni voluptuoso, y mucho menos erótico. Se trata, simplemente, de la contemplación estética de la idea de belleza en su más alto grado con ocasión de la belleza particular de las cosas sensibles.

Hizo una pausa y miró a Macarena y a Ángel como pidiéndoles el plácet del resumen que había hecho de sus intervenciones. Ambos asintieron, expectantes por ver dónde desembocaba el discurso de Álvaro. El resto esperaba con ansias el desenlace del mismo. Tras una breve pausa, Álvaro retomó su alegato.

—Como hemos puesto de manifiesto, la disertación de Macarena parte de esa visión del mundo instaurada en la Grecia clásica del siglo de Pericles —la armonización apolíneo-dionisiaco—, que continúa —cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún— en la Roma de Cicerón hasta Marco Aurelio, y que hemos ejemplarizado con las figuras de Adriano y Antínoo. En ambos casos, los integrantes no solo se complementan, sino que además se potencian, ofreciendo una visión positiva del mundo y del ser humano que desemboca en esa concepción humanista del renacimiento. Por otro lado, la intervención de Ángel —basada en la tradición judeocristiana—, también se fundamenta desde una visión dualista de la realidad. En primer lugar, en el dualismo platónico-agustiniano que lleva a Ángel a afirmar —en la lámina de El nacimiento de Venus—, que lo verdaderamente importante es la contemplación estética de la idea de belleza en su más alto grado, despreciando la belleza de los cuerpo, y enalteciendo el alma como creación divina que nos une con el Creador. En segundo lugar, en el dualismo aristotélico-tomista por el que Ángel califica de pecaminosa cualquier mirada hedonista, voluptuosa o erótica de la Venus de Botticelli. Es decir, en la tradición judeocristiana, el agustinismo platónico destierra del paraíso de los sentidos a Dionisos y eleva a Apolo a los altares; y el tomismo aristotélico se encarga de cuantificar y cualificar los desvíos dionisiacos como pecado. Yo, personalmente me quedo con los frescos aires renacentistas y la disertación de Macarena.

Todos asintieron con la cabeza, con la sonrisa, y con los aplausos que se prodigaron mientras se levantaban y conversaban entre sí. Todos, menos Ángel, que intentaba pasar desapercibido mientras guardaba las láminas que habían quedado sobre la mesa. Álvaro, dio unos golpes en la mesa y los conminó con gestos a que se sentaran. Cuando reinó el silencio, les dijo:

—No tan deprisa. Todavía nos queda acordar el tema de la próxima semana y comisionar al responsable de la misma. Se me ocurre la idea, ya que tenemos entre nosotros a un experto en fotografía —señaló a Tomás—, y con ocasión de la barbarie que Putin está cometiendo en Ucrania, proponer el tema Fotografías de guerra. ¿Qué les parece? —Todos asintieron y Tomás aceptó la nominación—. Pues no se hable más. Levantamos la sesión.

Como de costumbre acudieron a la barra del bar, entre comentarios de la tertulia y conversaciones intrascendentes, para abonar la parte alícuota, tomarse la arrancadilla y despedirse de Bernardo, felicitándolo por la excelente preparación que siempre hacía. Ángel pidió su puro Montecristo —para fumárselo de camino a su casa— y su copita de Nebulis brandy ahumado de Jerez, Cardenal Mendoza. Macarena y Ana fueron las primeras en despedirse. Ángel las acompañó a la puerta —con su copa de brandy en la mano—, y observó como se dirigían, calle Juan de Vera arriba, hacia la Plaza del Cristo donde compartían un piso. Mientras las veía alejarse —saboreando las notas picantes de tabaco fresco y el ahumado del sarmiento de su brandy—, salieron Tomás y Fernando que lo despidieron con un cariñoso abrazo. Cogidos de la mano, atravesaron la Plaza de los Remedios, y se dirigieron a su casa en la zona del cuadrilátero. Mientras los contemplaba alejarse se tocó las mejillas con su mano derecha para acariciar —y quizás echar de menos— los dos besos que habían depositado en sus cachetes los labios de sus amigos. Bebió el último trago que quedaba en su copa y regresó a la barra del bar. Vianney y Álvaro se disponían a marcharse. Después de darle las buenas noches a Bernardo, los acompañó a la puerta para despedirse. Mientras encendía su habano, observó como doblaban en la esquina de la Plaza de la Catedral hacia la derecha por la calle Carrera.

—Sin duda —pensó—, esos dos van hacia la casa de ella en la calle Nijota.

Aspirando una bocanada del puro se dirigió —solo y pensativo— hacia su piso del Callejón de la Amargura. Mientras caminaba, repetía con melancolía una oración que había leído, en sus tiempos de seminarista, en el libro de Michel Quoist, Oraciones para rezar por la calle, que se titulaba, el sacerdote: Oración del domingo por la tarde.

«Esta tarde, Señor, estoy solo.

Poco a poco los ruidos en la iglesia se han callado,

los fieles se han ido

y yo he vuelto a casa,

solo.

Me crucé con una pareja que volvía de su paseo,

pasé ante el cine que vomitaba su ración de gente,

bordeé las terrazas de los cafés, donde los pa-

seantes cansados intentaban estirar la felicidad del

domingo festivo,

me tropecé con los pequeños que jugaban en la

acera,

los niños, Señor,

los niños de los otros, que jamás serán míos.

Y heme aquí, Señor,

solo.

El silencio es amargo, la soledad me aplasta...»





jueves, 28 de abril de 2022

NOSTALGIA LAGUNERA

Después de unos días grises, fríos, lluviosos y con mucho viento, inusuales para la época del año en la que estaban, había amanecido un día espléndido de sol, sin nubes a la vista, excepción hecha del sombrero que vestía el Teide y que había visto mientras subía hacia la Mesa Mota, parándose a contemplarlo, cuál si fuera un guanche extasiado por la majestuosidad del Echeyde. Las verdes praderas, la suaves laderas, el llano de Los Rodeos, las estribaciones montañosas que comenzaban en La Esperanza y terminaban en el Parque Nacional del Teide, tachonadas por el verde del pinar canario y resaltadas por el resplandor de los rayos del sol, que ofrecían un paisaje inagotable de quietud, lo enraizó a la tierra, enhiesto, embelesado, absorto en el infinito, hasta que una suave y tenue brisa, que por su espalda bajaba de la montaña, lo envolvió del aroma a eucaliptus, recordándole que quedaba un trecho por subir y poder disfrutar de una mañana soleada a la sombra de la frondosa vegetación.

Pertrechado con su sombrero de Panamá y su mochila en la que habitaban una botella de fresca agua, unas indispensables frutas, un paquete de Kleenex, varios objetos que se habían ido acumulando y el libro de Gilberto Alemán, «El Callejón. Crónicas Laguneras», reemprendió la subida en busca de una sombra acogedora y estratégica en la que poder disfrutar del hermoso día que se le abría por delante y de las vistas incomparables de la Mesa Mota. Después de hollar por espacios diferentes y ojear varios sitios conocidos, se decidió por el de casi siempre: el vetusto eucalipto circundado de pinos en cuya base, rodeado de hojas secas y de semillas cuboides de color gris que desprendían un aroma a menta y pino, le ofrecía la sombra ideal y la vista incomparable de la Vega Lagunera.

Después de extasiarse con el horizonte, siempre nuevo y siempre viejo, que tenía ante sus ojos, colocó la mochila junto al tronco del eucalipto, acolchó el suelo con las hojas de alrededor, juntó unas cuantas semillas en sus manos, y tras acercárselas a la nariz para olerlas profunda y persistentemente, las depositó junto a la mochila con la intención de llevárselas a la vuelta. Parsimoniosamente sacó el libro que colocó junto a las olorosas semillas; se percató que cerraba la mochila para evitar que las diligentes hormigas dieran cuenta de su frugal desayuno de frutas, y tras quedarse henchido de satisfacción, abrió el libro para deleitarse con su lectura. Le gustaba releer el libro que tenía entre las manos. Lo había hecho innumerables veces. El Callejón de Briones, la Calle Santiago Cuadrado, hoy renombrada como Pintor Cristino de Vera, había sido el centro de la mayoría de sus vivencias de juventud a pesar de que, en aquel entonces, vivía en el Barrio Nuevo, en la Calle Molinos de Agua.

«La otra tarde volví al Callejón de Briones. […] No hay piedras en la calle. No existe, en el próximo invierno, la posibilidad de que nazca un charco. […] Algunas de las casas han desaparecido y en su lugar se elevan edificaciones modernas que pudieran haber sido abortadas a tiempo, antes de nacer.» —Escribía Gilberto Alemán en su libro—. En una de esas edificaciones modernas, a la mitad del Callejón, en el segundo piso, vivía por aquel tiempo de juventud uno de sus queridos compañeros de entonces. Juan Carlos estudiaba Filología Inglesa y era un fan de Los Beatles. Tocaba maravillosamente la guitarra y la dulzura de su personalidad lo hacía la persona ideal para perderse entre vasos de vinos, manises, olorosa hierba humeante y jolgorio que, a menudo, acababa desmesuradamente.

Recostado sobre el grueso tronco del eucalipto, reposó las manos —y con ellas el libro— sobre sus muslos; entornó los ojos y dejó que la memoria volara hasta aquellos años de juventud. De manera vívida, se le apareció la mañana en la que, después de una larga noche de farra, amaneció en la cama junto a Irene. La recuerda desnuda, con los ojos cerrados, la melena rubia —rizada— cubriéndole su cara, dejando entrever una atractiva boca y un cuello nacarado por el que resbalaba la vista hasta un turgente pecho que, impúdico, le desafiaba la mirada. La noche anterior —no menos de ocho personas— habían estado en el Búho; luego pasaron por el Tocuyo para cenar algo consistente bien regado con varios litros de vino de La Victoria; a continuación, terminaron la juerga en casa de Juan Carlos entre canciones de Los Beatles, cuba-libre, gin-tonic, vodka y un sinfín de brebajes propios de la jarana, hasta altas horas de la madrugada en las que la mayoría se fueron y algunos optaron por quedarse dado su lamentable estado.

Irene era una belleza griega, de manos y pies pequeños pero proporcionados; delgada y delicada, tenue, suave y tierna, pero con anchas caderas y muslos generosos donde perderse eternamente; el cabello, rubio, ondulado, acaracolado y sinuoso, sujeto detrás de la cabeza, dejaba a la intemperie unas sensuales orejas que tantas veces besó, mordió, lamió y musitó que la deseaba más que a nadie en el mundo; los ojos, grandes, donde mirarse y ser mirado con aquella placidez que lo embelesaba;  la nariz, afilada sin ser prominente, objeto de las más tiernas caricias de sus labios; la boca,  mejillas y  mentón ovalados donde besarse, acariciarse y extraviarse continuamente; los senos, turgentes —en esto no cumplía con los cánones de las diosas griegas, cosa que agradecía—  y bien  torneados para solazarse y gozar mientras disfrutaban de sus cuerpos.

—¿Qué habrá sido de ella? —se preguntaba.

Le gustaba mucho Irene y no sólo por el físico. Su arrolladora personalidad le gustaba sobremanera. Parecía una mujer inalcanzable, inexpugnable, segura de sí misma. Su carácter vehemente la convertía —para la mayoría de los mortales— en una mujer demasiada apasionada. Pero él sabía que detrás de ese temperamento impetuoso, se escondía una personalidad entusiasta, ardiente y enardecida, como tantas veces comprobó, y no sólo en la cama. Irene era un verso libre en medio de tantos filólogos, filósofos, historiadores y pedagogos que componían el grupo. La Biología le apasionaba. No se sabe muy bien cómo se acopló al grupo —como no se sabe cómo apareció la primera célula en la Tierra, aunque se acepta que su origen fue un fenómeno físico-químico—. Éste fenómeno, es el que ella esgrimía cada vez que alguien le preguntaba cómo había llegado a congeniar con nosotros:

— «Pues muy fácil —decía—: por mi físico y por la química de ustedes», —refiriéndose por “química” al alcohol que corría abundante y generosamente en nuestras reuniones.

La francachela de la noche anterior lo había dejado un poco tocado. Amaneció a caballo entre los brazos de Irene y los miembros de una neumonía; el pasmo se le manifestaba en forma de catarro, dolor de huesos y otras molestias; la resaca no le iba a la zaga y martirizaba su cabeza con continuos y contundentes redobles de tambor. Decidió vestirse y acudir al médico. Irene ni se enteró que abandonaba la cama. Sorteando varios cuerpos inertes en el salón se dirigió a la ducha. El agua fría que cayó sobre su cabeza lo fue despertando paulatinamente a la vez que confirmaba la fuerte jaqueca que habitaba en su cabeza.

Ya en la calle, se dirigió a la consulta del médico. Justo enfrente de donde terminaba el Callejón de Briones, tenía su casa y la consulta Don Escolástico Aguiar Soto, en la Calle Sol y Ortega, hoy Juan de Vera. El intenso frio que aquella hora de la mañana recorría las calles de La Laguna amortiguó un poco la migraña. Llamó a la puerta de la consulta y se adentró en la coqueta sala de espera. Don Escolástico no tardó en recibirle con su bata blanca sobre su impecable traje, su camisa blanca y su corbata, su cara redonda, su pelo cano peinado hacia atrás, sus sonrosadas mejillas, su sonrisa bonachona y su afectuosa voz que inspiraba confianza. Lo auscultó mientras le decía con exquisita delicadeza que había que ser más comedido, que la juventud estaba para disfrutarla, no para exterminarla, mientras lo miraba con sus ojos negros y vivaces que hablaban desde el corazón. Le diagnosticó un fuerte resfriado sin más y le aconsejó que gozara de la mocedad sin extralimitarse, y como decían en su tierra —era de Gran Canaria— «lo que no puedas beber, déjalo en la botella». Mientras le extendía la receta le preguntó por los estudios y lo animó a comportarse como debía, en alusión al estado en que se había presentado en la consulta como resultado de la noche anterior.

Era Don Escolástico una persona muy querida en La Laguna. Su afabilidad para con todo el mundo le había granjeado la bien merecida fama de hombre sencillo y benevolente. Era un médico muy apreciado por su saber y por su amabilidad y gentileza. Su consulta, a pesar de ser pediatra, estaba siempre llena de gente de todas las edades y de todas las clases sociales. Se dirigió, calle abajo, para comprar las medicinas que le había recetado Don Escolástico en la Farmacia de Pardillo, en la confluencia con la Calle Bencomo, embozado en su bufanda marrón para protegerse del fuerte frio reinante. Esa estampa le recordaba a su queridísimo amigo Mamo que siempre que lo veía salir arrebujado en la bufanda, camino de la consulta de Don Escolástico, le decía:

—El catarro que te va a diagnosticar Don Escolástico lo vas a coger por la madrugada que te pegas y por esas calles frías, ventosas y húmedas —y se echaba a reír entre molesto y sarcástico.

Al salir de la farmacia observó que detrás del estanque de los patos —hoy desterrado al Parque de la Constitución— estaba hablando Don Hilario Fernández Mariño con un grupo de personas. Cruzó la calle Juan de Vera para acercarse a la tienda de Artiles, por debajo del Ateneo, para comprar un bombillo de luz azul para su flexo que se le había fundido. El tal Artiles era tío de un compañero de estudios que procedían de Buenavista del Norte. Le gustaba mucho conversar con él, porque tenía el verbo fluido y contaba unas anécdotas muy graciosas sobre los personajes más populares de La Laguna, amén de las rebajas que le hacía por ser amigo de su sobrino.

—Mira. ¿Ves a Don Hilario rodeado de aquellos mojigatos y meapilas? Pues esos mismos que los ves tan contentos y dorándoles la píldora al ínclito Lectoral, antes de que llegue a la Sala Capitular lo habrán puesto de vuelta y media. Y todo porque no es de aquí. Lo mismo que le pasó a Don Heraclio Sánchez que con las piedras que le tiraron los laguneros construyó esa magnífica fachada de la Catedral que tus ojos contemplan. Anécdotas de estas hay muchas. El mismo Don Hilario me dijo una vez que Don Valentín Marrero Reyes —yo lo recuerdo porque era el Arcipreste de Icod— le había contado una historia parecida que había ocurrido en su parroquia natal de Santa Ana en Candelaria. Habían adquirido un Crucificado tallado en Gran Canaria, magnífico en todos los aspectos. El día que lo trajeron, el numeroso público congregado al efecto de contemplarlo, se quedó mudo e inexpresivo ante la imagen. Ante tamaña actitud, el cura les preguntó:

—¿No les gusta el Cristo? ¿Les parece feo? ¿No les inspira piedad?

—No. No es eso señor cura…

—¿Entonces qué es? ¿Por qué están inmóviles como pasmarotes y callados como tusos?

—Es que ... El Cristo vino de allá, señor cura, y eso ...

—¿De allá? ¿Qué llaman ustedes allá...?

—De Las Palmas...

Comenzaron a reírse, y mientras le metía el bombillo —una vez probado— en una bolsa con la propaganda de su tienda, le amenazó con varias anécdotas por el estilo que sabía de carrerilla. Cogiendo la bolsa con prontitud se excusó con diligencia aduciendo que tenía mucho que estudiar porque estaba en exámenes y salió presuroso, no sin antes quedar para otra ocasión en la que volverían a hablar largo y tendido. El tal Artiles era todo un personaje.

A pesar de las anécdotas del tío de su amigo, Don Hilario era una persona muy querida en La Laguna. Había desembarcado en Tenerife en una escala técnica del barco que lo traía de regreso desde Argentina a su Galicia natal. Las casualidades de la vida propiciaron que se quedara en la isla, donde llegó a ser Vicario General y Defensor del Vínculo. Licenciado en Teología y en Derecho Canónico por la Universidad Pontificia de Santiago de Compostela, fue Inspector de Educación en Tucumán visitando los colegios a lomo de una mula, y donde, además de desarrollar una intensa labor pastoral, escribió el libro titulado Expresión y vida, que se lo había regalado cuando compartían pensión en la calle Heraclio Sánchez —la vetusta pensión Ramos— y que todavía conservaba en su biblioteca. Hombre enérgico, aunque afectuoso, alto, enhiesto, con gafas de pasta y cristales gruesos, vestía sobria y limpiamente su sotana y su gabán. Cuando lo conoció —durante los primeros meses de su estancia en La Laguna hasta que se mudó a un piso de estudiantes— era profesor del Seminario Diocesano. Posteriormente, cuando ya vivía en Barrio Nuevo, solían tropezarse en la Calle Molinos de Agua. Don Hilario con su elegante y erguido andar bajando al Seminario, y él, subiendo hacia el Callejón de Briones. Y siempre se saludaban afectuosamente:

—¡Buenos días, muchacho! Qué. ¿Cómo van esos estudios?

—¡Buenos días, Don Hilario! Bien. Gracias.

—¡Así me gusta! Hay que estudiar mucho y bien para que no te engañen. Ya sabes, el que no distingue, confunde —y esbozaba una sonrisa picarona mientras levantaba la mano derecha en señal de despedida.

Era Don Hilario una persona instruida, erudita e ilustrada que además se adornaba con el grado de la experiencia. Su conversación era interesante, fluida y sentenciosa. En el capítulo VII —de la tercera parte, Pensamiento y Lenguaje, de su mencionada obra— titulado, Terminología, había escrito: «El que se refugia detrás de verbalismos, da por lo menos la sensación de que algo quiere ocultar, y no será la ciencia de seguro, sino eso de que todos sentimos gran vergüenza: la ignorancia.»

La Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia Ciudad de San Cristóbal de La Laguna, le debe una calle con su nombre en la ciudad.

Después de tomarse un cortadito en el Carreras, se encaminó al piso de su amigo por la Calle San Agustín. A la altura del Obispado se tropezó con Domingo García González —Domingo Laguna— que, acompañado de un joven bien parecido, se disponía a entrar en la sede episcopal llevando bajo el brazo el ejemplar número 155 de la revista CANARIAS Gráfica, dedicado a la Isla de La Palma con motivo de las Fiestas Lustrales de la Bajada de la Virgen de 1975, apareciendo la imagen de la Virgen de las Nieves en la portada a todo color.

—Buenos días, Don Domingo —le interpeló cuando éste se disponía a entrar.

—¡Ah! Buenos días. No te había visto —le contestó con su meliflua voz—. Aquí vengo a dejarle a su Ilustrísima esta revista. En las páginas 14 y 15 sale él y el Obispo auxiliar de Oviedo, que hay que ver cómo ha subido desde que dejó la Diócesis. ¡Nada menos que secretario de la Conferencia Episcopal! Pero Don Luis estuvo dignísimo, para eso es el Obispo de Tenerife. El solemne pontifical celebrado en el templo de El Salvador fue grandioso, magnífico y fastuoso. ¡Qué vergüenza la ausencia de cámaras de la televisión española! Bueno, te dejo con tus quehaceres. Aquí me he traído a este angelito de mi sobrino a ver si se le pega algo de estas santas piedras.

—¡Que siga bien, Don Domingo! Encantado de conocerte —le dijo al sobrino, mientras le picaba un ojo en señal de complicidad.

Había conocido a Domingo de Laguna por medio de Don Hilario en la pensión Ramos, en una de las veces que solía visitarlo con otros amigos. De estatura media, peinado hacia atrás, con unas gafas enormes al igual que la boca que dejaba al descubierto al reírse. Desde ese día siempre se mostraba muy atento y solícito cada vez que se veían. Hombre de profundas convicciones católicas, había fundado la revista CANARIAS Gráfica en el año 1962 para difundir la vida social de la clase media y alta de La Laguna y Santa Cruz, especialmente los actos del Casino y diversas sociedades recreativas. En las fiestas del Cristo se había hecho famoso por instaurar en el Casino la tradición de comer puchero el día del Cristo —Puchereta, lo llamaba él— y el día anterior, mientras en Gran Canaria celebraban el día de la Virgen del Pino, se iba al Mercado de la Plaza del Adelantado para seleccionar, comprar y preparar los ingredientes de su especial Puchereta. En 1987 publicó el libro Personas en la vida de Canarias.

Siguió camino del Callejón de Briones. Al llegar a la casa, Irene le abrió la puerta. Se abalanzó sobre él, lo abrazó y lo besó con un beso de esos que ponen contento.

—¿Dónde te habías metido? —le dijo sonriente con los brazos alrededor del cuello.

—Por ahí, laguneando…

El estruendo de una piña al caer de lo alto de un pino cercano lo espabiló. Miró absorto el paisaje; cogió el libro que se había escurrido entre los muslos; se acomodó en el tronco del eucalipto; sonrió con una sonrisa plácida, y con el ánimo sosegado, repitió para sus adentros: «La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos», parafraseando a García Márquez en el primer volumen —Vivir para contarla—de sus relatos autobiográficos.




lunes, 25 de octubre de 2021

TAJOGAITE

 De pie, apoyado en una baranda, miraba expectante el bramar del nuevo volcán que había alumbrado en Montaña Rajada, en las estribaciones de Cumbre Vieja. La Plaza de la Iglesia de Tajuya se había llenado de propios y foráneos: vecinos residentes, moradores colindantes, científicos de diversas especialidades relacionadas con la erupción, políticos, periodistas, bomberos, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, voluntarios y un sinfín de personajes atraídos por la emisión de lava y ruido. El espectáculo que ofrecía el volcán no hacía presagiar nada bueno. En su futuro recorrido hacia el mar —en caso de producirse— se encontraría con barrios populosos, fincas e invernaderos de plátanos, plantaciones de aguacates, terrenos dedicados a la viña y una infinidad de infraestructuras. Una vez más, los palmeros y palmeras, tendrían que enfrentarse a las fuerzas de la Naturaleza a las que ya estaban acostumbrados. La última experiencia databa de cincuenta años atrás con la erupción del Teneguía.  

Mientras contemplaba el espectáculo, recordaba las tardes que había pasado justo debajo del nacimiento del nuevo volcán. Sentado sobre la roca volcánica que había dado origen a la isla de La Palma, a la sombra de un almendrero y acariciado por la brisa que el Alisio le ofrecía, disfrutaba de la puesta de sol más occidental de Canarias. A sus pies se mostraba en toda su magnificencia la ladera que, desde Cumbre Vieja, resbalaba hacia el Océano Atlántico formando parte del fértil Valle de Aridane. A su espalda, Montaña Rajada —Tajogaite, para los antiguos moradores de la Isla, los Benahoaritas— se elevaba majestuosa con sus comunidades de pino canario y su joven lava que agoraba futuros flujos de basalto y canales de lava. En el horizonte, allende el Atlántico azulado y calmo, el sol comenzaba a bajar la persiana para que la tierra —en esta parte del globo— descansara de su arduo trabajo de rotación.

Sabía que estaba sentado sobre un volcán; que el sol no se ponía por el horizonte; que la rotación no era un padecimiento extenuante del planeta. Y no le importaba. Estaba allí disfrutando del enorme placer que la Naturaleza le prodigaba cada día, cada tarde. Se hallaba embelesado por la integración sensorial que le permitía escuchar el sonido del aire ululando entre los almendros y el lejano canto de los pájaros; el olor a tierra recién regada y la fragancia a pino y resina que el Alisio le bajaba de la cumbre; los colores negruzcos de la lava solidificada que inundaban el contorno con el naranja de la puesta de sol que, abrazando el azul del mar, teñía el horizonte con un intenso arrebol; saboreando el puñado de almendras —que masticaba cadenciosamente, acorde con el paisaje que contemplaba— recogidas de los vetustos almendreros que le rodeaban.

«La Palma, terrenal mansión, donde siempre hallarás la aventura y la calma…», sonaba melodiosa en su cabeza la habanera que enmarcaba el idílico atardecer. La primera vez que la escuchó fue a bordo de un Fokker F-27 de la compañía Aviaco. Era su primer viaje a La Isla Bonita. Un compañero, sentado a su lado, la cantaba sotto voce, henchido de satisfacción porque volaba a su isla. Se trataba de un grupo amateur de teatro que, por medio de ese amigo palmero, habían sido invitados a representar la obra de Alfonso Sastre, «Escuadra hacia la muerte», en varios pueblos de la isla. La obra, enmarcada en una hipotética tercera guerra mundial, describe el miedo a lo desconocido en los personajes de seis militares, un cabo y cinco soldados, que tienen que enfrentarse, entre otros problemas, al sentido de la existencia y al determinismo de nuestra conducta. Encerrados en una cabaña —a semejanza de la Habitación 101 de Orwell en su novela «1984»— sólo les llegan los ecos y reverberaciones del exterior que, como sombras de la realidad, tendrán que asimilar e incorporar a la propia existencia.

Recordando aquellos días y aquella obra, le vino a la memoria que el tono realista y existencialista de las escenas nos interrogaba acerca de las posibles soluciones que demos a la realidad. Y la realidad ahora era el volcán que tenía delante. Cuando aterrizó por primera vez en la isla hacía pocos años que había explotado el Teneguía. Era una de sus ilusiones: ver el volcán y contemplar la nueva superficie ganada al mar. En su visita a Fuencaliente todo giraba en torno al joven cráter. Fotografías de la emisión de lava, de gente sentada en las inmediaciones contemplándolo, de turistas con prismáticos y cámaras al cuello, adornaban todos los bares y casas de comida del pueblo. Postales de todo tipo y colorido, trozos de lava, paquetitos de picón, eran los suvenires más solicitados por los turistas. Todavía conservaba un trozo de lava recogida en su paseo alrededor del cráter. Las soluciones dadas a la aparición del Teneguía eran positivas y emprendedoras, habiendo ayudado a Fuencaliente en particular y a la isla en general, para potenciar el turismo entre otras acciones de infraestructura y ocupacional.

Pero este volcán que contemplaba atónito era otra cosa. Solamente el lugar que había escogido para presentarse en sociedad hablaba de futuros desastres en su natural recorrido hacia el mar. La fuerza con la que se mostraba auguraba semanas de sufrimiento e incertidumbre. La profusión de lava que evacuaba hacía sospechar la inmensa cantidad de magma que habitaba en su interior. Y ese magma y esa lava presagiaban enormes coladas solidificadas, anchas y altas, malpaíses que cambiarían para siempre —tal vez hasta la próxima erupción de otro volcán— la geografía de la isla. Y le vino a la memoria escenas del cuadro segundo de «Escuadra hacia la muerte» donde todos se sienten desmoralizados y repiten compungidos, consternados y desesperanzados: Somos una escuadra de condenados a esperar la muerte. Y se sienten así porque se encuentran en otro país y no conocen al enemigo, no saben qué esperar de él. Es un enemigo desconocido. Pero los palmeros y palmeras están en su tierra, y conocen perfectamente al enemigo que acaba de manifestárseles con tanta virulencia. Y saben qué esperar de él: desastre, desolación y devastación. Pero también saben que lo vencerán, que el volcán se apagará y ellos seguirán aprovechando la oportunidad de comenzar de nuevo. Saben que subirán hasta lo alto del cono que ahora les aflige y lo conquistarán, lo domeñarán y aprovecharán la oportunidad para rehacerse y reinventarse como han hecho siempre.

Se le había quedado grabada en la retina la imagen de la Iglesia de Todoque, donde además se encuentra la sede de la Asociación de Vecinos, —perfecta simbiosis de religión y laicismo— resistiendo el embate del volcán, enhiesta frente a una colada de lava incandescente de hasta 12 metros de altura y medio kilómetro de extensión, encarnando el carácter palmero que no se rinde ante las circunstancias, por muy adversas que éstas sean. Pero el derrumbe de su torre, tras varios días de resistencia y desafío, dejó helado el corazón de los palmeros y palmeras y de todos los habitantes de Canarias. En especial de los vecinos y vecinas del barrio que las habían levantado mediante el trabajo comunitario en la segunda mitad del pasado siglo para tener un lugar donde reunirse y celebrar la fe y la cultura. Recordó que, en aquella primera visita a la isla, estaba de plena actualidad la Misa Campesina Nicaragüense del compositor Carlos Mejía Godoy que hundía sus raíces en la Teología de la liberación y proclamaba el protagonismo de una Iglesia popular. Esa simbiosis de fe y cultura popular, arraigó fuertemente en la juventud de la época. A esa simbiosis le sonaba la desaparecida Iglesia de Todoque. Evocaba que en las plazas de los pueblos donde actuaban se cantaba indistintamente el Credo, Son tus perjúmenes mujer, o El Cristo de Palacagüina. Y ese trabajo comunitario para celebrar la fe, la cultura y el ocio de un barrio popular se vino abajo con el colapso de la torre de la Iglesia. Sin embargo, el espíritu palmero, su determinación y coraje para enfrentarse a las adversidades, así como la perfecta conjunción de voluntades, independientemente de su fe o ideología, volverán a ser capaces de reconstruir su barrio, su plaza, su Iglesia y su Asociación de vecinos. En definitiva, el lugar de encuentro de la comunidad, porque están convencidos que todos juntos son mejores que uno solo.

Pero el destructor volcán parecía querer poner a prueba el carácter palmero, su tesón, perseverancia y tenacidad ante los infortunios de la Naturaleza; aparentaba tener inteligencia para idear la forma de hacer más daño del imprescindible; manifestaba poseer la voluntad de llevar a cabo los más horrendos destrozos posibles. En lugar de seguir un curso sobre sus propias coladas rumbo al mar, evitando así nuevos estragos, se diversificaba en coladas secundarias buscando destruir más casas, más invernaderos, más colegios, más infraestructuras. Pareciera querer horadar el temple de los palmeros y palmeras mediante la perforación de sus más firmes convicciones, de sus inquebrantables esfuerzos por domeñar la Naturaleza, de sus profundas convicciones de ser más fuertes y solidarios ante cualquier circunstancia que se les presentara. No contento con destruir Todoque, la segunda colada que se precipitó sobre la Playa del Charcón se quedaba a escasos metros del mar, para que otro brazo destructor inicie un nuevo recorrido hacia el Mirador del Perdido ralentizando su caída al mar, mientras decide volver a la carga por el polígono industrial del Callejón de la Gata para engullir el campo de futbol, el Spar y penetrar en el corazón del populoso barrio de La Laguna, arrasando su colegio, la gasolinera, empaquetados de plátanos, casas y el trabajo comunal de un pueblo que se había autoconstruido desde el arraigo y la solidaridad de sus vecinos.

Paralelamente, en Puerto Naos, se ponían manos a la obra para lograr potabilizar agua del mar, mezclarla con agua dulce traída por un buque cisterna desde Tazacorte, y bombearla a la balsa de Cuatro Caminos para regar las parcelas que se salvaron de la voracidad del volcán, pero se habían quedado sin la infraestructura necesaria para regar. Todavía el cráter estaba en plena erupción —sin visos de acabar a corto plazo— y ya estaban comenzando la reconstrucción de la zona. ¡No sabe el volcán contra quienes está luchando! La inefable constancia del carácter palmero acabará con la fuerza destructora del volcán convirtiendo su existencia en efímera, por mucho daño que esté causando, por muchas historias que esté truncando, por mucho desastre que quede por ocurrir.  

Recordaba que, coincidiendo con ese viaje, el palmero Ezequiel Perdigón Benítez había compuesto la letra y música de la canción «Isla mía», interpretada por el grupo Los Viejos de Santa Cruz de La Palma. Se le había quedado grabado la sensación de pertenencia a La Palma después de ese primer viaje por el carácter acogedor de sus gentes, por la inmensidad del paisaje, por la paz y tranquilidad que se respiraba y por la peculiar forma de vida de los palmeros y palmeras: en una perfecta simbiosis entre el paisaje y el paisanaje. Acabó entendiendo la añoranza endémica de los palmeros y palmeras por su tierra: «Yo quisiera volver a La Palma»; comprendió la necesidad que tienen de encontrarse con los suyos: «revivir otra vez mi niñez / encontrar el calor de mi gente»; asimiló que la personalidad palmera estaba marcada por su carácter cosmopolita y la nostalgia por su tierra: «Ese mar que me aleja de ti / no consigue que pueda olvidar / que La Palma es la isla mía / donde yo aprendí a soñar». Pero, sobre todo, experimentó la exquisita amabilidad de su trato, la meliflua poesía de su habla, y su sensibilidad y ternura familiar: «Cuando veo una flor / no me puedo olvidar / que una palmera fue / quién me enseñó a amar / quién me enseñó a querer / quién me enseñó a soñar». Y ésta es la enseñanza que ni este volcán ni ninguno de los anteriores, han sabido aprender de los palmeros y palmeras: que por muchas erupciones que haya, por muchos cráteres que afloren, por muchas coladas que deformen su geografía, por muchos deltas que intenten cambiar su forma de corazón, siempre cantarán:

«Esa isla mía
que me vio nacer
la llevo en mi alma
y no la he de perder»

 Ahora más que nunca todos estamos con La Palma. Todos somos La Palma. La Palma es la Isla Bonita. ¡Fuerza La Palma!