Bernardo
—camarero del Ateneo— preparaba la mesa para los siete magníficos, como solía
llamar a los siete comensales que se reunían, desde hacía muchos años, todas
las tardes de los miércoles a la misma hora en el rincón que ahora estaba
habilitando. Siete copas Burdeos, otros tantos vasos, dos decantadores de vino,
siete platos llanos con sus cubiertos, y siete servilletas. Media hora antes de
que llegaran los comensales, escanciaba una botella de Matarromera en
cada uno de los decantadores para que se fuera aireando. Un par canario de
botellas esperaban su turno en la barra. Solían pedir para picar lo que hubiera
ese día en la cocina. En la carta siempre estaban presente los garbanzos
que tanto les gustaba a todos y a todas, y que se convertían en el entrante
habitual de las tertulias. Bernardo, una vez colocado todo el ajuar, se aleja
de la mesa, y con su mirada profesional, comprueba que todo está preparado.
Satisfecho, se alisa la camisa, se coloca el pantalón y estira su chaquetilla
de camarero.
Vianney
—la periodista—, Ángel —el sacerdote—, Tomás —el fotógrafo—, Macarena —la experta
en Arte—, Álvaro —el profesor de filosofía—, Ana —la profesora de música— y
Fernando —el librero— eran los siete magníficos. Álvaro era el alma mater del
grupo; el que los había reunido hacía ya unos cuantos años; el que seguía
reuniéndolos cada miércoles, y el que sugería el tema semanal para la tertulia
—aunque la mayoría de las veces sólo era una excusa pues las conversaciones
solían tomar otros derroteros—. En esta ocasión el tema elegido era, «Lo erótico, lo sensual y lo sexual en el Renacimiento». Macarena
se había comprometido en hacerles llegar alguna lámina representativa y les
había enviado, Neptuno y la Ninfa, de Bernard van Orley.
Como siempre, Álvaro era el primero en llegar. Le gustaba comprobar que todo estaba preparado. Confiaba en la profesionalidad de Bernardo al que le tenía un especial afecto, pero ello no era óbice para su puntualidad británica y su metódica comprobación.
—¡Buenas tardes, Don Álvaro! —se apresuró a saludarlo Bernardo nada más poner pie en el Ateneo.
—Buenas tardes, Bernardo. ¿Cómo estás? ¿Qué tal la familia? —le dijo, mientras le tendía afectuosamente la mano.
—Muy bien. Muchas gracias. Espero que todo esté a su gusto. Lo he preparado como siempre.
—No me cabe la menor duda. Confío mucho en tu saber y en tu experiencia. ¿Sabes si ha llegado alguien más?
—Usted es el primero, como siempre. Y la Señorita Vianney, como asiduamente, será la segunda —y esbozó una sonrisa entre sarcástica y cómplice.
—Vaya, veo que nos tienes calados. Eso es bueno, conocer a la clientela para adelantarse a sus rarezas. Lo dicho, eres un gran profesional. Voy a ojear la sala y esperar —según tu ojo clínico— a Vianney, que será la próxima en llegar.
—No tendrá que esperar mucho, Don Álvaro. La Señorita Vianney viene atravesando la plaza de la Catedral.
En efecto, la periodista se acercaba con su caminar andarín hacia el Ateneo. Llevaba en su mano izquierda un periódico y un sobre. Sobre el hombro derecho descansaba el asa de su bolso que le caía hasta la cintura. Esa cintura que tanto le gustaba. Llevaba un vestido corto, cruzado, de color azul marino, y estampado en flores blancas con mangas francesas y escote en pico. Se la veía muy cómoda, muy femenina y muy sensual, ya que, al ser ligeramente elástico, se adaptaba perfectamente a su silueta. Las medias de liga, color crudo, resaltaban sus atractivas piernas que acababan embutidas en unos zapatos de salón en piel de color topo con puntera fina y tacón de aguja, que la hacía cimbrear elegantemente al caminar.
—Buenas tardes, Bernardo. ¡Cómo siempre te me adelantas! —le dijo a Álvaro mientras le daba dos besos.
—Buenas tardes, Señorita. Ya pueden pasar si lo desean. En cuanto lleguen los demás les haré entrar.
Álvaro, le cedió gentilmente el paso, y se dirigieron hacia la sala que tan primorosamente había preparado Bernardo.
—Bueno, vamos a ver que da de sí esta tertulia —comentó Vianney, mientras colgaba su bolso de la silla y dejaba el periódico y el sobre encima de la mesa—. Esta vez te has lucido con el tema, Álvaro. ¿No será que quieres picar a Ángel? Porque, «Lo erótico, lo sensual y lo sexual en el Renacimiento», tiene su aquel —y lo miró con aquella sonrisa picarona y cómplice que él entendió sin la menor duda.
—No
empieces con tus suspicacias que ya nos conocemos, ¡eh! —le dijo mientras se
desentendía de la conversación y colocaba sus cosas en el sitio donde se iba a
sentar.
Después
de comprobar que todo estaba en su sitio —como siempre—, se sentó y abrió el
sobre con la lámina que Macarena les había enviado. Vianney hizo lo mismo. Los
dos quedaron absortos mirando la lámina en la que se veía a Neptuno —de
espaldas y desnudo— abrazando a una Ninfa —también desnuda— exaltando la
sensualidad y voluptuosidad de los cuerpos que reflejaban los estereotipos de
la belleza de la época: cuerpos redondeados, manos y pies finos, tez blanca,
mejillas y labios sonrosados, frente despejada y ojos grandes y claros. El
contoneo de la imagen sugería una licenciosa actividad que estimulaba los más
bajos instintos sexuales, invitando ardientemente, a una lujuriosa velada en la
que dar rienda suelta a todo el caudal erótico del que somos capaces.
Interrumpidos
por el ruido que venía del exterior, dejaron la lámina sobre la mesa, y se
miraron confirmando que habían pensado y sentido lo mismo al observar el abrazo
lujurioso de Neptuno y la Ninfa. Los interrumpió la entrada de Macarena y Tomás
que hablaban apasionadamente acerca de las características fotográficas de la
lámina.
—¡Buenas
tardes! —dijeron al unísono, cortando la entusiasta conversación que sostenían.
—¡Hola!
—contestaron a la vez, molestos por haberles chafado la conversación que
sostenían con la mirada.
Tras
sentarse, uno al lado del otro, sacaron las láminas y continuaron con la
conversación que tenían con el ánimo de terminarla. Ángel, entró en ese momento
con su elegante aspecto de eterno cardenal in pectore.
—¡Buenas
tardes nos dé Dios! ¡Cuánto bueno por aquí! —y comenzó a saludar a cada una de
los concurrentes—. Como siempre, Ana y Fernando son los últimos en llegar. Pero
ya se sabe que los últimos serán los primeros. ¡Y la Biblia nunca se equivoca!
Bonita lámina, Macarena —le dijo con sorna—. ¿La tienes a la venta en tu
Galería de Arte? Podías haber elegido El nacimiento de Venus, de
Botticelli, donde se observa mejor los estereotipos de belleza del
Renacimiento, en el cual se refleja que la idea de perfección, por ejemplo, en la
mujer consta de pechos pequeños, muslos grandes y vientre ligeramente
prominente, sin tener que recurrir a la carga erótica de los cuerpos en el Neptuno y la Ninfa, de van Orley.
—¡Tranquilos!
—intervino Álvaro al ver que Macarena le iba a saltar al cuello—. Ya habrá
tiempo para discutir cuando comencemos la tertulia.
En
ese momento, entraban entre risas y amena charla, Ana y Fernando. Siempre eran
los últimos en llegar. Ana tenía que acabar sus clases particulares de música y
Fernando esperar a que cerrara la librería. Como estaban en la misma calle se
esperaban y hacían el trayecto acompañados.
—¡Buenas
tardes! —dijo Ana, con su melodiosa voz— ¡Siento el retraso! —mientras ponía
las manos juntas en señal de pedir perdón—. Hoy la culpa ha sido mía. Los
padres de mi última alumna tardaron en llegar y tuve que esperar un rato.
Fernando no ha tenido arte ni parte en nuestro retraso.
—¡Buenas
a todos y a todas! —dijo Fernando, como si la cosa no fuera con él.
—Bueno,
pues si ya estamos todos, voy a avisar a Bernardo para que comience a traer las
viandas. —Se apresuró a decir Álvaro.
Cada
comensal comenzó a hablar con el de al lado, mientras ponían a la vista la
lámina en cuestión. La conversación discurría con temas intrascendentes como el
tiempo, la última ocurrencia del concejal de cultura, el puente que se abría
por delante y cómo lo iban a aprovechar —unos para descansar, otros para
viajar, y algunos para ponerse al día en cuestiones atrasadas del trabajo—, y
un sinfín de temas cotidianos.
—Pues
ya está —dijo Álvaro, mientras se sentaba a la mesa—. En cuanto Bernardo nos
surta la mesa, nos escancie el vino y nos pongamos morados a garbanzos y
croquetas, podemos comenzar con nuestra tertulia que, como ya saben, hoy versa
sobre «Lo erótico, lo sensual y lo sexual en el Renacimiento».
—Si
me permiten —intervino Ángel, mientras levantaba la mano derecha—, quisiera
mostrar mi disconformidad con la lámina elegida por Macarena para apoyar la
tertulia, y sugiero que la cambiemos por esta otra que les traigo —mientras se
ponía en pie y comenzaba a repartirlas entre los asistentes—, El nacimiento
de Venus, de Sandro Botticelli, que me parece más oportuna para el tema que
nos ha convocado aquí, toda vez que expresa con mayor rigor, los cánones de
belleza del Renacimiento.
Todos
hablaron a la vez, produciéndose una algarabía más propia de un patio de
colegio que de una sala del Ateneo. Macarena, ofendida, alegaba que ella era la
experta en arte y que, además, la habían comisionado para que eligiera la
lámina; Ángel, contraatacaba, argumentando que para elegir una lámina que
expresara los cánones de belleza de una época, no hacía falta ser un experto en
bellas artes, sino tener buen gusto y haber estudiado historia del arte, y él se
había instruido en el Seminario, nada menos que con los tomos de Diego Angulo
Iñiguez, que era de lo mejorcito que había; Macarena se cogía la cabeza con las
manos y abría exageradamente los ojos, poniendo cara de incredulidad y asombro,
a la vez que profería: —¡Con la Iglesia hemos topado!
Tomás,
atónito con la propuesta de Ángel, defendía la postura de Macarena, arguyendo
que siempre se había respetado las indicaciones para el orden del día de las
tertulias, y que nadie se opuso a que Macarena —como experta en Arte—, eligiera
la lámina que creyera más oportuna; Ana, apoyó la postura de Tomás, y en plan
conciliador, se dirigió a Ángel para decirle, con su melodiosa voz, que no era
lo mismo ser una experta en Arte que haber estudiado historia del arte, y que,
a su parecer, estaba anteponiendo sus prejuicios religiosos a los criterios
objetivos de una experta.
Mientras
Ángel y Vianney se miraban con complicidad, Fernando intervino para decir que
tampoco estaba de más la propuesta de Ángel, pero que, en lugar de sustituir
una lámina por otra, se podrían complementar, y así tendrían más argumentos y más
oportunidades para debatir, bien apoyándose en una lámina bien en otra. Tras su
intervención, volvieron a hablar todos a la vez: unos para apoyarlo y otros
para denostarlo. Ante tal guirigay, Vianney intervino levantando la voz para
que los demás se callaran y la atendieran:
—Vamos
a ver. Hasta hoy y hasta donde yo sé, Álvaro es el moderador y el que sugiere
el tema de las tertulias. No sé a qué viene este revuelo y este cambiar de
opinión cuando se podía haber hecho la semana pasada al proponerse el tema y se
comisionó a Macarena para que eligiera la lámina. Por otro lado, me parece
inapropiado por tu parte, Ángel, atacar de esa manera a una compañera, no por
su profesionalidad y experiencia, sino por tus prejuicios religiosos. —Ángel
quiso hablar alzando la mano y negando con la cabeza—. ¡Si! ¡Si! —Le contestó,
levantando la voz y negando con el brazo derecho extendido— Me parece una falta
de respeto hacia Macarena y un ninguneo al moderador de la tertulia.
—Bueno,
vamos a ver. —Intervino Álvaro por alusión, y tratando de poner un poco de
orden— Creo que está fuera de lugar poner en duda el trabajo y la capacidad de
Macarena para elegir la lámina que creyera más oportuna; por otro lado, Ángel está
en su perfecto derecho de proponer otra lámina, si bien es cierto que las
formas no son las más indicadas, ni el
tiempo el más adecuado, porque no nos ha dado lugar a los demás para preparárnosla;
además, con las diversas participaciones —un poco de patio de colegio, dicho
sea de paso— que hemos tenido, de alguna manera hemos violado las normas de
esta tertulia basadas en el diálogo y el respeto mutuo.
En
ese momento entraron Bernardo y dos camareros con la comida y los ánimos se
calmaron. Comenzaron a bisbisear entre ellos mientras colocaban los platos de
garbanzos, las croquetas, algunos montaditos de batata con bacalao, la
ensaladilla rusa, unos champiñones rebosados y el pan. Bernardo llenó las copas
que estaban vacías y escanció otra botella del elixir de los dioses ribereños
del Duero en el decantador que había quedado vacío. Una vez comprobado que todo
estaba en su sitio, se retiró diciendo:
—Espero
que todo esté del gusto de ustedes. Si necesitan algo no tienen más que avisar.
Había
llegado el momento más esperado de la tertulia: la comida. Levantaron las copas
al unísono y dijeron de viva voz, «Por nosotros y para nosotros», que se había
convertido en el slogan del grupo. Después, comenzaron a expoliar los platos,
cada uno atacando aquellos que más les gustaba.
—Bien.
Comencemos —dijo Álvaro—. Entonces, si les parece, haremos dos introducciones.
En la primera, Macarena nos expondrá el tema de hoy, que recordemos no es el
canon de belleza del Renacimiento, sino «lo erótico, lo sensual y lo sexual en
el Renacimiento», y comentará la lámina de Neptuno y la Ninfa. A
continuación, y como complemento, el padre Ángel nos comentará su lámina de El
nacimiento de Venus. —Y dirigiéndose a la experta en arte, le dijo— Cuando
quieras, Macarena.
—Como
siempre, lo bueno, si breve, dos veces bueno. Me limitaré a bosquejar los
conceptos de erotismo, sensualidad y sexualidad, para que a partir de ahí
podamos entrar en debate. Por último, intentaré plasmar esos conceptos en la
lámina de Bernard van Orley. Como todos sabemos, el Renacimiento
redescubrió al hombre y al pensamiento griego, poniendo especial interés en
Apolo y su desnudez, dando lugar al erotismo y al problema figurativo del sexo.
Se exaltó la belleza y el erotismo, y los adornos corporales colonizaron los
cuerpos para incitar el amor cortesano, con una inquietud netamente afrodisíaca.
Por otro lado, lo sensual triunfa desnudando a santos y a vírgenes como si
fueran dioses griegos, pero deteniéndose en el límite del acto sexual que solo
se muestra alegóricamente. De esta manera, el amor, ideal o carnal, se
transformó en una hazaña del alma y del cuerpo, en la liberación del hombre
sobre el yugo de Dios, y del pesimismo eclesiástico ante lo sexual y lo
erótico. Resumiendo, el amor es un sentimiento, el sexo es una práctica, y el
erotismo está ligado a las sensaciones físicas, mentales y sensoriales a partir
de la combinación de ambos.
Hizo
una pausa para beber agua que fue aprovechada por el resto de los comensales
para comentar en voz baja algunos detalles de la intervención, así como para
comer y vaciar las copas de vino.
—Por
último —retomó la palabra Macarena—, en la lámina que les pasé podemos observar
los tres conceptos expuestos: los cuerpos de Neptuno y la Ninfa desnudos, en
una clara actitud erótica que se corresponde con la exaltación del cuerpo
humano; la postura sensual de los cuerpos intentando fundirse en uno solo,
proyectando un lujurioso deseo de poseerse; y el inminente acto sexual, oculto,
pero alegóricamente insinuado.
Una
salva de aplausos coronó la exposición de Macarena. Todos aplaudían
entusiasmados. Todos, excepto el padre Ángel, que lo hacía de manera comedida y
educada. Vianney —que se había dado cuenta— le susurró a Álvaro:
—Fíjate
el curita. Parece que nunca ha matado una mosca con esos modales clericales,
pero las mata callando. A ver qué dice cuando termine la salva de aplausos.
Bernardo
—que sabía que los aplausos eran la señal de haber terminado de exponer el
tertuliano de turno, y, sobre todo, de que se habían ventilado todas las
viandas— entró con el séquito de camareros a reponer las vituallas de aquella
tropa insaciable. Mientras unos retiraban los platos vacíos, otros los volvían
a reponer, y Bernardo rellenaba las copas y escanciaba unas nuevas botellas en
los decantadores.
—Creo
que ha llegado el momento —intervino Ángel cuando la avidez por el condumio
apagó la algarabía de los aplausos— de que comente la lámina de Sandro
Botticelli, El nacimiento de Venus. En primer lugar, podemos observar el
ideal del cuerpo femenino: la idea de perfección consta de pechos pequeños, muslos
grandes y vientre ligeramente prominente, que sólo una mente enfermiza o una
mirada patológica, la calificaría de sensual y voluptuosa, cuando en realidad
lo que está exaltando es el grado de perfección de la mujer según los cánones
de belleza de la época. A saber: piel blanca, sonrosada en las mejillas,
cabello rubio y largo, frente despejada, ojos grandes y claros; hombros
estrechos, como la cintura; caderas y estómagos redondeados; manos delgadas y
pequeñas, en señal de elegancia y delicadeza; los pies delgados y
proporcionados; dedos largos y finos; cuello largo y delgado; cadera levemente
marcada; senos pequeños, firmes y torneados; labios y mejillas rojos o sonrosados.
Y, repito, eso no tiene nada de sensual ni voluptuoso, y mucho menos erótico.
Se trata, simplemente, de la contemplación estética de la idea de belleza en su
más alto grado con ocasión de la belleza particular de las cosas sensibles.
La
exposición hizo que algunos y algunas se removieran en sus asientos, a otros se
les atragantó la comida, y el resto se bebió la copa de un golpe para aligerar
la sequedad que el decimonónico discurso les había provocado. Una vez superado
el mal trago, todos quisieron hablar a la vez. Álvaro, tuvo que intervenir para
poner orden, centrar la tertulia y dar los turnos de palabra.
—Tranquilos,
compañeros. Tranquilos. Todos vamos a poder expresarnos. En primer lugar,
tenemos que tener en cuenta que el tema de la tertulia es la exposición de
Macarena, y la intervención de Ángel es solo un apéndice. —Ángel comenzó a
hacer aspavientos con los brazos, moviendo la cabeza insistentemente, y
queriendo intervenir—. ¡Si, Ángel! ¡Si!, te pongas como te pongas, es así —y
dirigiéndose al resto de los tertulianos, dijo—: Vianney me ha pedido la
palabra insistentemente, así que ella comenzará y luego nos iremos turnando sin
pisarnos, respetando el turno de palabra, y, lo que es más importante, acatando
las normas del diálogo y el respeto mutuo. —Se calló y dio paso a la
intervención de Vianney.
—Gracias,
Álvaro —intervino Vianney con una sonrisa amable—. En primer lugar, felicitar a
Macarena por esa exposición tan pormenorizada que, aunque breve, ha resultado
muy esclarecedora. Estoy totalmente de acuerdo cuando dices —dirigiéndose a
Macarena con ademanes de complicidad— que se redescubrió al hombre y al
pensamiento griego, y se puso especial interés en la desnudez de Apolo, dando
lugar al erotismo y al problema figurativo del sexo. Pero yo añadiría la
sensualidad y la voluptuosidad de Baco que desemboca en una actitud afrodisiaca,
y concluye en la liberación y exaltación de los sentidos. Gracias a ello, se
produce la emancipación del hombre, en lo sexual y erótico, sobre el yugo de
Dios, y sobre la opresión eclesiástica. No hay nada más liberador que el sexo,
y nada más emancipador —dirigiéndose con complicidad a Álvaro— que el erotismo.
Del discurso medieval de Ángel no tengo nada que decir salvo que el
renacimiento ha venido para quedarse.
—Medieval
porque lo dices tú —la cortó Ángel.
—No,
querido. Yo sólo lo describo. Tu contenido lo ratifica.
Murmullos
de asentimiento se extendieron por la sala, mientras unos picaban algo y otros
bebían el elixir báquico de la Ribera del Duero. Tomás —tras paladear el líquido
con actitud hedonista— intervino, diciendo:
—Magistral,
Macarena —se dirigió a ella, haciendo el gesto de aplaudir con ambas manos—.
Felicidades por tu exposición. Pero yo quiero comentar el discurso de Ángel.
¿Cómo lo llamaste? —dirigiéndose a Vianney— ¿Decimonónico? Creo que te quedaste
corta. Yo lo califico —perdóname Ángel— de retrógrado, carca, rancio, y hasta
mendaz. Estando de acuerdo contigo en que el ideal del cuerpo femenino queda
reflejado en la lámina de Botticelli, y que es una exaltación del grado de
perfección de la mujer, no te compro la idea platónica de contemplación
estética de la idea de belleza. Si eso fuera cierto, si así lo creyera la
Iglesia, si no tiene nada de sensual ni voluptuoso, y mucho menos erótico, ¿por
qué siempre ha tenido el cuerpo de la mujer relegado, escondido y hasta
anatematizado? ¿Por qué esconde su belleza corporal, ese grado de perfección
que plasma El nacimiento de Venus, y lo vuelve pecaminoso? Y estoy de
acuerdo con Vianney cuando dijo que no hay nada más liberador que el sexo, y
nada más emancipador que el erotismo, especialmente entre personas adultas que
actúan libremente. Sin embargo, la institución a la que perteneces, está
salpicada por un sinfín de escándalos sexuales; por ser profundamente
homofóbica; por aflorar casos de pederastia como afloran las margaritas en
primavera; y hasta por declaraciones —como la de tu Obispo hace unos días— que
cuando menos suscitan recelos y ponen en entredicho esa supuesta superioridad
moral de la Iglesia y su contemplación platónica de la idea de belleza.
Comenzaron
a hablar entre sí acerca de lo expuesto por Tomás, formándose un batiburrillo
de voces que iba in crescendo. Bernardo, escuchando el bullicio —experto
conocedor de los tiempos de la tertulia— apareció en la sala con los camareros
provistos de nuevas viandas, y mientras éstos retiraban los platos usados y los
reponían, él se dedicó a llenar los vasos y escanciar nuevas botellas en el
decantador. Con absoluta profesionalidad y total discreción se retiraron
dejando el ruedo libre y dispuesto para que siguiera la corrida. En cuanto
terminaron de probar las nuevas raciones, y tras refrescarse la garganta con el
vino, Fernando tomó la palabra.
—Antes
de comenzar me gustaría —dirigiéndose a Álvaro— hacer un ruego. Decirle a
Bernardo que no sea tan comedido con los montaditos de batata con bacalao.
¡Sólo pone uno para cada uno!... Todos comenzaron a reírse y a brindar por la
feliz ocurrencia de Fernando. Ángel, tomó la palabra y dijo: —Como toda
propuesta que se precie, la de Fernando debe ser secundada. ¡Y yo la secundo!
—recibiendo los aplausos y reconocimiento de los demás.
—Querido
Ángel, ya sabes lo mucho que te aprecio. Pero a partir de ahora, por tu
decidido apoyo a mi propuesta, te llevaré en mi corazón. —Todos comenzaron a
reírse y a hablar con el que tenían a su lado, mientras bebían sin miramientos
y se echaban al coleto lo que tenían a su alcance. Cuando se calmaron y
saciaron, momentáneamente, su voraz apetito, continuó Fernando.
—A
pesar de todo ello, Ángel, no puedo estar de acuerdo contigo. Lo que has dicho
y sostenido en tu exposición no concuerda para nada con la idea que tengo de
ti. Y mira que me extraña. Sé que no piensas así. Lo único que se me ocurre es
que estés interpretando un papel. En este caso, el papel de persona consagrada
que se debe a su institución. —Ángel, que lo escuchaba muy atento y lo miraba
con ojos de cordero degollado, bajó la vista—. ¿Te acuerdas —interpeló a Ángel—
del libro Ilustrísimos Señores, del Cardenal Patriarca de Venecia, Albino
Luciani, posteriormente Su Santidad Juan Pablo I? —Ángel, asintió con la
cabeza—. Pues recordarás, que una de las cuarenta cartas —con el título, Tres
Juanes en un solo Juan, que destina a personajes —históricos o de ficción
literaria— va dirigida a Mark Twain. En síntesis, le recuerda que había afirmado,
que todo hombre adulto encierra en sí, no uno, sino tres hombres distintos: el
primer Juan, es decir, el hombre que él cree ser; el segundo Juan, lo que de él
piensan los otros; y, finalmente, el tercer Juan, lo que él es en realidad. A
mi parecer, tu discurso lo ha pronunciado el segundo Ángel que hay en ti.
Se
hizo un silencio incómodo y las miradas se perdían en el vacío, queriendo
escapar del enojoso momento que había producido la intervención de Fernando. Para
reencontrarse a sí mismos, Álvaro y Vianney se miraron con complicidad;
Macarena y Ana se perdieron la una en los ojos de la otra; Fernando y Tomás se
buscaron y se encontraron en un parpadeo continuo que denotaba excitación;
Ángel, indagaba en los tres juanes de su personalidad. Tras la breve pausa, que
a todos les pareció una eternidad, Fernando sacó de su maletín un libro, y
blandiéndolo en el aire retomó su discurso.
—Este
libro es para ti —le dijo a Ángel, mientras se lo tendía con sus manos—. Es la
novela de André Aciman, LLámame por tu nombre. Te lo prometí cuando
fuimos a ver la película que tanto te gustó. Ya sabes que no soy muy dado a dar
consejos, pero cuando termines de leerlo, igual se lo puedes pasar a tu Obispo.
A lo mejor, quién sabe, se piensa dos veces volver a hacer esas declaraciones
insidiosas, desconsideradas y llenas de displicencia, que denotan una altivez
impropia de un Prelado. —Ángel, recogió el libro y movió repetidamente la
cabeza en señal de asentimiento y profundo agradecimiento—. Para terminar —dijo
dirigiéndose al resto de los contertulios—, sólo me resta darle las gracias a Macarena
por su espléndida disertación. Me encantó sobremanera la forma en la que
secuenciaste el amor con el sexo y el erotismo, como sentimiento, práctica y
sensualidad, respectivamente.
Se
produjo un cuchicheo general de asentimiento, mientras Ángel y Fernando —que
estaban sentados uno junto al otro— se fundieron en un abrazo que rebajó mucho
la tensión que se había producido por la intervención de este último. Aprovechando
la bonanza que había producido la participación de Fernando, Ana carraspeó y
tomó la palabra.
—Ángel,
si la película te gustó, el libro te va a encantar. Me voy a centrar en la
excelente presentación de Macarena que es el auténtico leitmotiv de esta
tertulia. Coincido en que la sexualidad es más biológica que cultural, y comparada
con la sensualidad y el erotismo, constituye la base fisiológica e instintiva
de ambos. La sensualidad y el erotismo que expresan Neptuno y la Ninfa excitan
los cinco sentidos —especialmente encienden la vista y el tacto— pero, sobre
todo, lo que más me llama la atención es el goce del cuerpo. El erotismo que
emana, desde la punta de los pies hasta la punta de los mechones del cabello, comunica
una forma especial de placer: deseo, excitación y orgasmo que estimula de forma
gratificante todo nuestro ser. Conocer nuestro cuerpo, movernos a su ritmo,
aceptar sus deseos, es la clave para una sensualidad que abra de par en par nuestros
anhelos eróticos. Gracias, Macarena, por darnos la oportunidad de verbalizar
nuestras más recónditas necesidades, deseos y pasiones.
Un
silencio generalizado invadió la sala. Nadie se atrevió a hablar. Todos se
miraban como esperando que el otro dijera algo. Ana, con la suave voz que le
caracterizaba, volvió a decir:
—Por
cierto, Ángel, en el Antiguo Testamento encontramos vestigios de lo que acabo
de exponer. Por ejemplo, en Betsabé —la mujer de Urías el hitita, amante del
Rey David, y posteriormente su esposa—, se aprecian claras alusiones a la
sensualidad y al erotismo femenino. Supongo que conocerás el cuadro de Willem
Drost, Betsabé con la carta del rey David; con la rica, extremadamente
hermosa y atractiva, Judith —joven y viuda—, aparece claramente la seducción —y
si no que se lo pregunten a Holofernes— como poderosa arma femenina; en Lía —la
primera mujer de Jacob, feraz y resignada—, disfrutamos del goce del cuerpo.
¡Lástima querido Ángel, que la institución a la que perteneces obvie lo que de
más humano tenemos los mortales!
Un
encendido aplauso atronó en la sala, y los comentarios se sucedieron entre los
asistentes sin orden ni concierto. Un barullo descomunal se instaló
momentáneamente entre los tertulianos que aprovecharon para acabar con las
escasas existencias que aún quedaban en los platos. Después de refrescar sus
gaznates con el exquisito vino escanciado por Bernardo en los decantadores —que
quedaron más vacíos que una represa al final del verano—, Álvaro tomó la
palabra.
—En
el siglo V a.C. —el siglo de oro de Pericles—, Grecia llegó al culmen de la
democracia, erigiendo grandes monumentos arquitectónicos, alumbrando las obras
de teatro clásicas, sentando las bases políticas de la democracia, y viviendo
el apogeo de la filosofía que, aún a día de hoy, continúa iluminando los
caminos del conocimiento con figuras como Platón y Aristóteles, sin olvidar a
Sócrates, la escuela Pitagórica, Demócrito, Parménides y Heráclito. Afirma
Nietzsche —en su libro El nacimiento de la tragedia—, que los dioses
Apolo —símbolo de la perfección en las formas y la claridad conceptual— y
Dionisos —símbolo de las pulsiones y los instintos primarios— no son dioses totalmente
antagónicos. Ambos dioses se necesitan mutuamente, y mutuamente se estimulan:
la medida y la desmesura son la esencia del arte, y su expresión más acabada es
la tragedia griega de Esquilo. El mito trágico simboliza la sabiduría
dionisíaca expresada con los medios apolíneos. Pero esta unidad la disociará
Sócrates, al poner la vida en función de la razón, en lugar de la correlación
entre la razón y la vida. Esta disociación socrática está en la base de la
cultura occidental, que nace justamente a partir del sometimiento de lo dionisíaco
a lo apolíneo.
Ángel,
levantó el brazo y Álvaro le cedió la palabra.
—Todo
ese planteamiento nietzscheano está muy bien, pero no veo la relación con el
tema de la tertulia. Mas parece la defensa de una tesis doctoral que la
intervención de un tertuliano.
—Ja,
ja, ja… —se rio Álvaro—. Ya sabes que un filósofo, con un micro o un auditorio,
es como Reverón “pa” lapas. La verdad que esta introducción no la tenía
preparada, pero tu intervención me suscitó la idea de enmarcar ese redescubrimiento
grecolatino del renacimiento. Para ello, me apoyaré en dos obras clásicas: El
banquete de Platón y Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar. Con
tu permiso continúo. —Y se dirigió al resto de los tertulianos—. Bueno, aunque
esto no sea un banquete sensu stricto, se le parece mucho, a juzgar por
las excelentes viandas que nos preparó Bernardo, y por la avidez con la que las
hemos despachado. —Unas sonoras risas invadieron la sala. Cuando cesaron,
Álvaro continuó:
—Platón,
en El banquete, nos introduce en una de las prácticas más comunes de la
aristocracia griega: el simposio o banquete. El tema central es el dios Eros, y
cada uno de los invitados tendrán que hacer un elogio al amor. Los temas
tratados van desde la homosexualidad —encuadrada en el amor celestial del que
no participan las mujeres—, hasta el amor platónico —el que se distancia del
amor sexual y lo califica de inteligente, trascendental, puro y basado en la
virtud—, pasando por los grados del amor —amor a la belleza de los cuerpos; amor
a la belleza del alma, y amor al conocimiento—. Como se aprecia es una
concepción dualista del amor enmarcada dentro de la doble concepción platónica
de la realidad y del ser humano, donde la primacía radica en la supremacía del
alma. Pero esta búsqueda de la verdad, y el intento por lograr la inmortalidad
a través del amor, se desarrolla en una reunión en la que abundan las relaciones
homosexuales, y el vino —in vino veritas— se sirve hasta altas horas de
la madrugada…
Haciendo
una pausa, levantó la cabeza, y con ambos brazos señala a sus compañeros de
tertulia, lo que provoca la hilaridad entre ellos.
—Yourcenar,
en Memorias de Adriano —independientemente de que el retrato que hace de
él sea recreado por ella—, permite que la voz del emperador fluya a través de la
minuciosidad y precisión con que lo realiza; de la misma manera, las
reflexiones sobre la vida, la belleza, el arte o la muerte, recrean un modo de
ver el mundo, sobresaliendo la descripción de sus sentimientos personales hacia
Antínoo, joven de gran belleza, favorito y amante del emperador romano. Marguerite
Yourcenar parafraseando a Flaubert —Cuando los dioses ya no existían y
Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco
Aurelio, en que solo estuvo el hombre—, nos permite revivir las distintas
visiones del pensamiento antiguo, inflamadas de un amor exaltado por el ser
humano y por el mundo, así como la pasión que sentía por Antínoo. Visión que, a
las puertas de su muerte, le hace exclamar:
Animula,
vagula, blandula
Hospes
comesque corporis
Quae
nunc abibis in loca
Pallidula,
rigida, nudula,
Nec,
ut soles, dabis iocos...
Un
silencio profundo, sentido, rayando en lo sagrado, se instaló en el auditorio
mientras saboreaban los versos de Adriano que cada uno sentía como si fueran
dirigidos a su propia alma, tierna, flotante, huésped y compañera.
—Los
rasgos esenciales del Renacimiento —continuó con su discurso—, son el
redescubrimiento de la cultura clásica griega y romana, el Humanismo y el
antropocentrismo, como bien apuntó Macarena. El problema radica a qué
redescubrimiento grecorromano nos referimos: al siglo de oro de Pericles y la
época entre Cicerón y Marco Aurelio, o a la interpretación que la tradición
judeocristiana hace de ellas. Si nos referimos a la primera, estaremos en consonancia
con la disertación de Macarena y en la exposición que ha hecho de la lámina de Neptuno
y la Ninfa. Estaremos ante una concepción apolíneo-dionisiaco de la vida:
los apolíneos cuerpos de Neptuno y la Ninfa desnudos, en una clara actitud dionisiaca
que se corresponde con la exaltación del cuerpo humano; la postura sensual de
los cuerpos intentando fundirse en uno solo, proyectando un lujurioso deseo de
poseerse; y el inminente acto sexual, oculto, pero alegóricamente insinuado. Si,
por el contrario, nos referimos a la tradición judeocristiana, estaremos en la
onda de la intervención de Ángel y en la interpretación que hizo de la lámina
de El nacimiento de Venus. Estaremos ante una concepción apolínea de la
vida que excluye lo dionisiaco por pecaminoso: lo que se destaca es el ideal del
cuerpo femenino, poniendo el énfasis en los pechos pequeños, muslos grandes y
vientre ligeramente prominente, resaltando el grado de perfección de la mujer
que, según Ángel, no tiene nada de sensual ni voluptuoso, y mucho menos
erótico. Se trata, simplemente, de la contemplación estética de la idea de
belleza en su más alto grado con ocasión de la belleza particular de las cosas
sensibles.
Hizo
una pausa y miró a Macarena y a Ángel como pidiéndoles el plácet del resumen
que había hecho de sus intervenciones. Ambos asintieron, expectantes por ver
dónde desembocaba el discurso de Álvaro. El resto esperaba con ansias el
desenlace del mismo. Tras una breve pausa, Álvaro retomó su alegato.
—Como
hemos puesto de manifiesto, la disertación de Macarena parte de esa visión del
mundo instaurada en la Grecia clásica del siglo de Pericles —la armonización
apolíneo-dionisiaco—, que continúa —cuando los dioses ya no existían y
Cristo no había aparecido aún— en la Roma de Cicerón hasta Marco Aurelio, y
que hemos ejemplarizado con las figuras de Adriano y Antínoo. En ambos casos, los
integrantes no solo se complementan, sino que además se potencian, ofreciendo
una visión positiva del mundo y del ser humano que desemboca en esa concepción
humanista del renacimiento. Por otro lado, la intervención de Ángel —basada en
la tradición judeocristiana—, también se fundamenta desde una visión dualista
de la realidad. En primer lugar, en el dualismo platónico-agustiniano que lleva
a Ángel a afirmar —en la lámina de El nacimiento de Venus—, que lo
verdaderamente importante es la contemplación estética de la idea de belleza en
su más alto grado, despreciando la belleza de los cuerpo, y enalteciendo el
alma como creación divina que nos une con el Creador. En segundo lugar, en el
dualismo aristotélico-tomista por el que Ángel califica de pecaminosa cualquier
mirada hedonista, voluptuosa o erótica de la Venus de Botticelli. Es decir, en la
tradición judeocristiana, el agustinismo platónico destierra del paraíso de los
sentidos a Dionisos y eleva a Apolo a los altares; y el tomismo aristotélico se
encarga de cuantificar y cualificar los desvíos dionisiacos como pecado. Yo,
personalmente me quedo con los frescos aires renacentistas y la disertación de
Macarena.
Todos
asintieron con la cabeza, con la sonrisa, y con los aplausos que se prodigaron
mientras se levantaban y conversaban entre sí. Todos, menos Ángel, que
intentaba pasar desapercibido mientras guardaba las láminas que habían quedado
sobre la mesa. Álvaro, dio unos golpes en la mesa y los conminó con gestos a
que se sentaran. Cuando reinó el silencio, les dijo:
—No
tan deprisa. Todavía nos queda acordar el tema de la próxima semana y
comisionar al responsable de la misma. Se me ocurre la idea, ya que tenemos
entre nosotros a un experto en fotografía —señaló a Tomás—, y con ocasión de la
barbarie que Putin está cometiendo en Ucrania, proponer el tema Fotografías
de guerra. ¿Qué les parece? —Todos asintieron y Tomás aceptó la
nominación—. Pues no se hable más. Levantamos la sesión.
Como
de costumbre acudieron a la barra del bar, entre comentarios de la tertulia y
conversaciones intrascendentes, para abonar la parte alícuota, tomarse la
arrancadilla y despedirse de Bernardo, felicitándolo por la excelente preparación
que siempre hacía. Ángel pidió su puro Montecristo —para fumárselo de
camino a su casa— y su copita de Nebulis brandy ahumado de Jerez, Cardenal
Mendoza. Macarena y Ana fueron las primeras en despedirse. Ángel las acompañó
a la puerta —con su copa de brandy en la mano—, y observó como se dirigían, calle
Juan de Vera arriba, hacia la Plaza del Cristo donde compartían un piso.
Mientras las veía alejarse —saboreando las notas picantes de tabaco fresco y el
ahumado del sarmiento de su brandy—, salieron Tomás y Fernando que lo
despidieron con un cariñoso abrazo. Cogidos de la mano, atravesaron la Plaza de
los Remedios, y se dirigieron a su casa en la zona del cuadrilátero. Mientras
los contemplaba alejarse se tocó las mejillas con su mano derecha para acariciar
—y quizás echar de menos— los dos besos que habían depositado en sus cachetes los
labios de sus amigos. Bebió el último trago que quedaba en su copa y regresó a
la barra del bar. Vianney y Álvaro se disponían a marcharse. Después de darle
las buenas noches a Bernardo, los acompañó a la puerta para despedirse. Mientras
encendía su habano, observó como doblaban en la esquina de la Plaza de la
Catedral hacia la derecha por la calle Carrera.
—Sin
duda —pensó—, esos dos van hacia la casa de ella en la calle Nijota.
Aspirando
una bocanada del puro se dirigió —solo y pensativo— hacia su piso del Callejón
de la Amargura. Mientras caminaba, repetía con melancolía una oración que había
leído, en sus tiempos de seminarista, en el libro de Michel Quoist, Oraciones
para rezar por la calle, que se titulaba, el sacerdote: Oración del
domingo por la tarde.
«Esta tarde, Señor, estoy solo.
Poco a poco los ruidos en la iglesia se han callado,
los fieles se han ido
y yo he vuelto a casa,
solo.
Me crucé con una pareja que volvía de su paseo,
pasé ante el cine que vomitaba su ración de gente,
bordeé las terrazas de los cafés, donde los pa-
seantes cansados intentaban estirar la felicidad del
domingo festivo,
me tropecé con los pequeños que jugaban en la
acera,
los niños, Señor,
los niños de los otros, que jamás serán míos.
Y heme aquí, Señor,
solo.
El silencio es amargo, la soledad me aplasta...»