sábado, 18 de abril de 2020

LAGUNEAR


Día treinta y uno del confinamiento por la pandemia del Covid-19. La mañana amanece encapotada, gris, sin viento. Los mirlos llevan un buen rato  invitándome a salir. Miro por la ventana y la majestuosa estampa de la Mesa Mota me incita a visitarla. Las calles vacías me inducen a patearlas. Mi memoria repite la definición del intransitivo verbo, Lagunear: Andar por placer o para hacer ejercicio por La Laguna, al aire libre, generalmente despacio y sin un destino determinado. Me animo, cojo el paraguas, salgo a la calle y me encuentro, satisfecho, laguneando. –una de las formas no personal del verbo, el gerundio.

Salgo a la calle Los Bolos y me dirijo, por la de los Hermanos Marrero, a la de San Antonio. Por la acera de la Pastelería López Echeto viene un barrendero con su carro, sus guantes y su mascarilla. Cruzo la calle para guardar la distancia social y al llegar a la esquina bajo por la calle la Higuera para enlazar con la del Hermano Mateo y doblar a la izquierda por San Juan hasta Herradores. El aire es puro. Pocas, muy pocas personas por las calles. Subo por Herradores y cerca de la Taberna la Casa de Oscar, dos policías locales me dan los buenos días. No se oye casi ningún ruido. Al llegar a la esquina con la calle el Tizón, el silencio es casi absoluto. Las terrazas del Rincón Lagunero, la Cafetería Venezia, el Bar Pedro, la Tasca Dr. Olivera o la del Benidorm, brillan por su ausencia. El área de juegos infantiles frente a la Farmacia Francés aparece precintado por una cinta que pone «Policía Local»

Después de rodear la Iglesia de la Concepción y contemplar la majestuosa torre que, desorientada, miraba sin cesar hacia el final de la calle La Carrera buscando, en vano, alguna persona que la admire, me dirijo hacia la Plaza de la Concepción para certificar la total ausencia de viandantes y personas mayores sentadas en los bancos entre los dos dragos y el torreón. A la altura del Teatro Leal, un repartidor de gas butano pertrechado con sus guantes y mascarilla, acaba momentáneamente con el silencio que inunda las calles, al colocar las botellas de butano y chocarlas entre sí. Al llegar a la Plaza de Los Remedios, entré en la Dulcería La Catedral para comprar el pan y unos laguneros que durarían lo que se alargara el paseo. Mientras degustaba el primero, cruce hasta la calle Deán Palahí para atravesar el antiguo Callejón de la Caza e incorpórame a la Plaza del Adelantado, entre el Convento de Santa Catalina de Siena y el Palacio de Nava. Sus adoquines me hablaron de soledad y silencio; el verde de sus junturas susurraba aislamiento y clausura; su estrechez y longitud me recordaban los paseos de Unamuno.

En la Plaza del Adelantado, el arrullo de las tórtolas era el único sonido que se percibía por encima de los suaves y tenues  gorjeos de los pájaros, junto al cantaleo de una bandada de palomas. Dos personas se divisaban en la distancia por la calle del Agua, a la altura del Convento de Santa Clara de Asís y de San Juan Bautista, una que venía y otra que se dirigía hacia el Real Santuario del Santísimo Cristo de La Laguna. Subí por la calle la Carrera, y a la altura de la Casa Alvarado Bracamonte, también conocida por la Casa de los Capitanes Generales, coincidí con un Concejal que se dirigía, raudo, hacia el Ayuntamiento. Al parecer tenían un pleno para aprobar varias medidas sociales para hacerle frente a ésta pandemia que se estaba cebando con los más necesitados. Doblé por la calle Viana con un lagunero a medio comer que me duró hasta que llegué a la intersección con la calle de San Agustín. Mientras me relamía, dudé si seguir en la misma dirección o torcer a la izquierda y subir en dirección al Palacio Salazar sede del Obispado de Tenerife. Me decanté por esto último. Al pasar junto al Museo de Historia y Antropología de Tenerife en su sede de la Casa Lercaro, recordé la novela de Mariano Gambín «Ira Dei. La Casa Lercaro», donde suceden fenómenos inexplicables. Algunos aseguraban haber visto la figura de una mujer joven, de otra época, vagar por los pasillos de la antigua mansión, y al verme tan sólo en medio de la calle me entraron unas prisas enormes y aceleré el paso al mismo ritmo que se aceleraba mi corazón.

Cuando llegué a la altura de la Cafetería Molina, me entraron unas ganas locas de tomarme un cortadito natural y un vaso de agua con gas, pero estaba cerrada. En su defecto, metí la mano en la bolsa y saqué otro lagunero. Mientras lo comía con la misma fruición que el primero, me tropecé con una señora que paseaba a su perro, un Beagle tricolor, que iba la mar de contento con su rabo enhiesto.  Al llegar a la Opticalia San Agustín, seguí mi paseo por la calle Rodríguez Moure parándome a contemplar el pequeño jardín del Convento de San Agustín, que volvía a ser recoleto, pues aparecía solitario y tranquilo. En el segundo tramo de la calle, mientras la recorría en solitario y por el centro de la misma, recordé aquel dicho que decía, «no eres de La Laguna si no has caminado por el centro de la vía en el Callejón del Remojo», a lo que mi amigo Ángel apostillaba, « ¡de La Laguna de toda la vida! »

Al cruzar el paso de peatones de la Avenida de la Universidad con la calle Quintín Benito tuve que hacerlo por el medio del asfalto para guardar la distancia social con un joven que venía con su carro de hacer la compra en el Mercado Municipal de la Laguna, situado provisionalmente, desde hace 13 años, en la Plaza del Cristo. Cuando pisé el pavimento de la rambla central del Camino Largo, silencioso como nunca, esplendoroso como siempre, paradisiaco, bello e incomparable, caí en la cuenta que aquella hermosura que tantas veces había contemplado, lloraba de soledad. Le faltaban las personas que le daban vida, que lo admiraban, que lo disfrutaban, que hacían que tanta belleza tuviera sentido. Sólo los pájaros, los mirlos  y las palomas seguían con su rutina diaria. Al llegar a la rotonda en la que está el Busto de José Gervasio Artigas, fundador de Uruguay, en el Paseo Concepción Salazar, flanqueado por dos magníficos magnolios,  percibí, atónito, el graznido de un cuervo. Cerré los ojos y me quedé escuchándolo mientras rompía, con cada graznido, el silencio del entorno y mi profunda soledad.

Un golpe seco, duro e inesperado me sacó de mi estado de ensoñación y encanto. Se me había caído de las manos el libro que estaba leyendo. Sobresaltado, me incorporé en el sillón. Comprendí que me había quedado dormido mientras saboreaba, por enésima vez, el libro póstumo de Adrián Alemán, «La Ciudad de los sentidos», y me entraron unas ganas locas de Lagunear...



jueves, 9 de abril de 2020

LA DERECHA, EL COVID-19 Y LOS OTROS.


Indignado y perplejo por lo sucedido -está sucediendo- en el Congreso de los Diputados durante esta mañana, con las intervenciones de la derecha y su escasa resiliencia y empatía con la situación que estamos viviendo con motivo de la pandemia del Covid-19, y para no perder la paz y la serenidad que necesitamos durante este largo periodo de confinamiento, decidí apagar la televisión y ponerme a ver las noticias que la actualidad nos regala cada día. Descubro que está a punto de cumplir veinte años la película de Alejandro Amenábar, Los otros, cuyo argumento comienza al terminar la Segunda Guerra Mundial cuando, Grace, una ferviente católica, espera sin ningún resultado la vuelta de su marido. Sola en un aislado caserón victoriano de la isla de Jersey, educa a sus hijos dos hijos, Anne y Nicholas, dentro de rígidas normas religiosas. Los niños padecen una extraña enfermedad: no pueden recibir directamente la luz del día. Viven en penumbra, a la luz de las velas, con puertas y ventanas cerradas.

La comparación con lo visto y oído por la mañana durante la sesión en el Congreso de los Diputados no se hizo esperar: esto no es más -pensé- que un pésimo remake del relato de suspense de hace solo dos décadas, apoyado en una gran sorpresa final que ya conocemos. Efectivamente, la derecha con ese tufillo de rígidas normas religiosas -en realidad la religión es otra cosa bien distinta-, con esa inveterada inmovilidad para adaptarse a las circunstancias, con sus decimonónicas recetas liberales y con su apelación a resolver las cosas por las bravas al grito de «Dios, Patria y Rey», se asemejan a Anne y Nicholas que padecen de fotofobia: no pueden recibir directamente la luz del día y viven en penumbra, a la luz de las velas, con puertas y ventanas cerradas. Por eso están tan alejados de la realidad y viven en su mundo de bulos, invenciones y desafortunados disparates.

Por suerte, estamos los otros, la ciudadanía proactiva, solidaria -acabo de interrumpir el escrito para asomarme a la ventana para aplaudir como todas las tardes-, agradecida con todos los ciudadanos que están en primera línea -sanitarios, cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, camioneros, empleados de supermercados, limpiadores, bomberos,…-; con los que están teletrabajando para que la sociedad no se pare -profesores, empleados de banca, abogados, empresas de alimentación, tecnológicas, de reparto, electricidad,…-; y nosotros, la inmensa mayoría, los confinados, los que estamos en casa cumpliendo con las normas del Gobierno para vencer al virus con el aislamiento social. En definitiva la España solidaria, comprometida y responsable que no se siente representada por esos partidos de la bronca, del bulo y de la arrogancia; por esos partidos que rapiñan un trozo de poder a costa de la desgracia mundial que padecemos; por esos representantes que no han entendido que la pandemia no entiende de ideologías: que el gobierno progresista de España, el de centro de Francia o el de derechas del Reino Unido -por poner sólo tres ejemplos de nuestro entorno- no lo han podido evitar; por esa oposición que no ha sabido estar a la altura -como sí han hecho en otros países, como Portugal- que esta gravísima situación les demanda.

De manera especial me indigna el uso mezquino que hacen de la situación sanitaria. Ellos que a lo largo de las últimas décadas se han dedicado a recortar en sanidad, a privatizar hospitales y servicios sociosanitarios, a precarizar lo público y a concertar lo privado con pingües beneficios; que han desmantelado las plantillas de los hospitales y Centros de Salud, incrementando sine die las listas de espera; que han dejado las naves sin existencias, economizando hasta extremos insospechados el material sanitario, como se ha puesto ahora en evidencia; que son incapaces de asumir que, cuando pase la pandemia, se debe reforzar el sistema público sanitario y aumentar el gasto en reservas estratégicas, alegando  que «lo público se financia con lo privado»

Y me indigna especialmente cuando se apropian del heroísmo de los sanitarios usándolos como punta de lanza contra el gobierno por la precariedad con que están trabajando. Ellos, que son los responsables de dicha precariedad. Y sí, son héroes. Aunque ellos prefieren llamarse profesionales. ¡Profesionales como la copa de un pino! Y me indigna que jueguen con su profesionalidad y con los sentimientos de sus familias que cada día los esperan con el corazón en un puño y los brazos abiertos resistiéndose a cerrarlos para abrazarlos por guardar la distancia social. Y me indigna que utilicen tanta profesionalidad, tanta empatía, tanta solidaridad, tanta resiliencia, tanto desgaste emocional por un puñado -creen ellos- de votos.

Y me indigna porque lo vivo en carne propia. Hace unos días mi hija me envió un Whatsapp con un selfie de su cara y un pie de foto que decía, «post Epi…» Acababa de quitarse el equipo de protección individual, después de dos horas viendo pacientes con Covid, y la cara era un poema: la marca de las gafas quedaban perfectamente remarcadas en su frente y en  sus párpados con tanta virulencia como si la hubieran marcado a fuego; en la nariz, la sujeción de la mascarilla FPP2, había dejado un rastro implacable de sujeción como si la hubieran adherido con un potente pegamento, y al despegarla,  hubiera dejado su copyright; el resto de la cara, lleno de sarpullidos por el calor y la extrema protección del equipo. Mi primera reacción fue, simultáneamente,  un pensamiento y una emoción: ¡mi niña! Y unas ganas locas de llorar. Seguido de un sentimiento de orgullo y preocupación: orgullo por que los pulgares de sus manos estaban hacia arriba; preocupación por la falta de medios para enfrentarse al virus. Y además, esa tarde tenía que quedarse con sus pacientes de Onco; y ayer estuvo de guardia hasta hoy a las nueve; y mañana -viernes Santo- tiene que volver a trabajar por que los equipos Covid trabajan jueves y viernes Santo; y el sábado está nuevamente de guardia…

Y me indigna porque, inmediatamente sonó otro  Whatsapp de su madre, que trabaja en la Farmacia del HUC, diciéndole «Ánimo campeona. ¡Cuídate mucho!» Seguro que por su cabeza pasaron otros sentimientos de madre. Pero una vez más salió a relucir la profesionalidad. Ésta vez la del Equipazo de Enfermeras de Farmacia que se  están dejando el lomo elaborando a destajo soluciones hidroalcohólicas para todos los servicios; que están sacando adelante su trabajo rutinario de parenterales, envasado de medicamentos, unidosis y preparación personalizada de tratamientos para los pacientes hospitalizados; que están triplicando el trabajo de elaboración de los tratamientos para los pacientes extrahospitalarios para que no tengan que venir con tanta frecuencia a recogerlos a la farmacia, sino una vez al mes. ¡Y todo eso en el mismo periodo de tiempo laboral que antes del covid-19!

Afortunadamente, señores de la derecha desleal, la ciudadanía sí sabe estar en su sitio; afortunadamente, señores de la derecha intrigante, los sanitarios sí saben actuar como profesionales; afortunadamente, señores de la derecha ingrata, las familias de los profesionales de la sanidad sí saben comportarse con dignidad; afortunadamente, señores de la derecha desagradecida, insolidaria, casposa y victoriana existen… los otros.